36

De vuelta en la celda, me froté la costilla flotante por encima del hígado que el letón de Nebe había escogido para un puñetazo horriblemente doloroso. Al mismo tiempo, traté de atenuar las luces del recuerdo de lo que acababa de pasarle a Veronika, pero sin éxito.

Había conocido a hombres torturados por los rusos durante la guerra. Recordaba que decían que lo más horrible era la incertidumbre; pensar en si ibas a morir o si podrías soportar el dolor. No había duda de que eso era absolutamente cierto. Uno de ellos me había descrito una forma de reducir el dolor. Respirar profundamente y tragar podía provocar un aturdimiento que era en parte anestésico. El único problema era que también le había dejado a mi amigo una propensión a sufrir unos ataques de hiperventilación que finalmente le provocaron un fatal ataque al corazón.

Me maldije por mi egoísmo. Una chica inocente, que ya había sido víctima de los nazis, había sido asesinada por haber tenido algo que ver conmigo. En algún lugar de mi interior una voz me replicó que había sido ella quien me había pedido ayuda y que también la habrían torturado y matado sin mi participación. Pero no estaba de humor para tratarme con suavidad. ¿No había nada más que pudiera haberle dicho a Müller sobre la muerte de Linden que quizá le habría satisfecho? ¿Y qué le diría cuando me llegara el turno? De nuevo el egoísmo. Pero no había forma de evitar los ojos de serpiente de mi egocentrismo. No quería morir. Y lo más importante, no quería morir de rodillas rogando piedad como si fuera un héroe de guerra italiano.

Dicen que la inminencia del dolor proporciona al cerebro la más pura ayuda para concentrarse. Sin duda, Müller debía de haberlo sabido. Pensar en la píldora letal que me había prometido si le decía lo que quería saber me ayudó a recordar algo vital. Retorciendo las manos esposadas, busqué al fondo del bolsillo de los pantalones y saqué el forro con el meñique, dejando que las dos píldoras que me había llevado de la consulta de Heim me rodaran a la palma de la mano.

Ni siquiera estaba seguro de por qué las había cogido. Quizá fue la curiosidad. O quizá un impulso subconscienteque me dijo que yo mismo podría necesitar un mutis indoloro. Durante un largo rato me limité a contemplar fijamente las diminutas cápsulas de cianuro con una mezcla de alivio y horrible fascinación. Al cabo de un tiempo escondí una de las píldoras dentro del dobladillo del pantalón, lo cual me dejaba la que había decidido guardarme en la boca… la que con toda probabilidad me mataría. Con una apreciación de la ironía que se veía muy exagerada por mi situación, me dije que tenía que estarle agradecido a Arthur Nebe por haber desviado aquellas píldoras mortales desde los agentes secretos para las que habían sido creadas hasta los altos rangos de las SS y de ellos a mí. Quizá la píldora que tenía en la mano había sido la del propio Nebe. Es de ese tipo de especulaciones, por improbables que sean, de las que está formada la filosofía de un hombre en las últimas horas que le quedan.

Me deslicé la píldora en la boca y la sujeté con cautela entre las muelas traseras. Cuando llegara el momento, ¿tendría las agallas de morderla? Con la lengua empujé la píldora por encima de los dientes y al fondo de la mejilla. Me froté la cara con los dedos y pude notarla a través de la carne. ¿La vería alguien? La única luz de la celda procedía de una bombilla desnuda fijada a una de las estanterías de madera que, por lo que parecía, no tenían nada más que telarañas. De todos modos, no podía dejar de pensar que el contorno de la píldora dentro de la boca era muy visible.

Cuando oí el roce de una llave en la cerradura, comprendí que pronto lo averiguaría.

El letón entró sujetando su enorme Colt con una mano y una pequeña bandeja en la otra.

– Apártate de la puerta -dijo con voz pastosa.

– ¿Qué es esto? -dije deslizándome hacia atrás sobre la espalda-. ¿Una comida? Quizá podrías decirle a la dirección que lo que más me gustaría sería un cigarrillo.

– Tienes suerte de que te den algo -gruñó. Con cuidado se puso en cuclillas y dejó la bandeja en el polvoriento suelo. Había una jarra con café y un trozo grande de strudel-. El café está recién hecho. Y el strudel está hecho en casa.

Durante un breve y estúpido segundo pensé en lanzarme contra él, pero recordé enseguida que un hombre en miscondiciones de debilidad podía lanzarse con tanta velocidad como una cascada helada. Y no hubiera tenido más posibilidades de dominar al enorme letón que de convencerle para que tuviéramos un diálogo socrático. No obstante, él pareció percibir algún ramalazo de esperanza en mi cara, aunque la píldora que descansaba en la mejilla seguía sin ser descubierta.

– Adelante -dijo-, inténtalo. Me gustaría que lo hicieras. Me gustaría volarte el hueso de la rodilla.

Riendo como un oso pardo retrasado, retrocedió de espaldas, saliendo de la celda y cerrando de un fuerte portazo.

Por su tamaño, me parecía que Rainis era de los que disfrutan comiendo. Cuando no estuviera matando o haciendo daño a alguien, probablemente ese sería su único placer verdadero. Puede que incluso fuera algo glotón. Se me ocurrió que si dejaba el strudel sin tocarlo, quizá Rainis fuera incapaz de resistirse a comérselo, que si pusiera una de mis cápsulas de cianuro dentro del relleno entonces, más tarde, quizá mucho después de que yo hubiera muerto, el estúpido letón se comería mi pastel y moriría. Me dije que quizá fuera un pensamiento reconfortante en el momento de dejar este mundo, la idea de que él me seguiría rápidamente.

Decidí beberme el café mientras reflexionaba sobre ello. ¿Una píldora mortal era soluble en líquido? No lo sabía. Así que me saqué la cápsula de la boca y, pensando que tal vez podía ser aquella la píldora utilizada para poner en práctica mi patético plan, la metí dentro del relleno de fruta con el índice.

Podría habérmelo comido yo mismo, con píldora y todo, de tanta hambre que tenía. El reloj me dijo que habían pasado más de quince horas desde mi desayuno vienés y el café tenía buen sabor. Decidí que solo podía haber sido Arthur Nebe quien había mandado al letón que me trajera la cena.

Pasó otra hora. Faltaban ocho para que vinieran a buscarme para llevarme arriba. Esperaría hasta que no hubiera ninguna esperanza, ninguna posibilidad de indulto antes que quitarme la vida. Traté de dormir, pero sin mucho éxito. Estaba empezando a comprender cómo debía de sentirse Becker al enfrentarse a la horca. Por lo menos, yo estabamejor que él, tenía mi píldora mortal.

Era casi medianoche cuando oí la llave en la cerradura otra vez. Rápidamente, pasé la píldora del dobladillo del pantalón a la boca por si decidían registrarme la ropa. Pero no era Rainis quien venía a buscar la bandeja, sino Arhur Nebe. Llevaba una automática en la mano.

– No me obligues a usarla, Bernie -dijo-. Sabes que no vacilaré en disparar contra ti, si tengo que hacerlo. Será mejor que vuelvas a ponerte contra aquella pared.

– ¿Qué es esto? ¿Una visita social? -Me arrastré apartándome de la puerta.

Nebe me lanzó un paquete de cigarrillos y algunos fósforos.

– Algo así.

– Espero que no hayas venido para hablar de los viejos tiempos, Arthur. La verdad es que hoy no me siento muy sentimental. -Miré los cigarrillos. Winston-. ¿Sabe Müller que fumas cigarrillos norteamericanos, Arthur? Ten cuidado. Podrías meterte en líos; tiene algunas ideas extrañas sobre los estadounidenses. -Encendí uno y aspiré el humo con lenta satisfacción-. De cualquier modo, gracias por esto.

Nebe entró una silla y se sentó.

– Müller tiene sus propias ideas sobre la dirección que sigue la Org -dijo-, pero no hay ninguna duda sobre su patriotismo o su determinación. Es absolutamente inflexible.

– Pues mira, no me había dado cuenta.

– Sin embargo, tiene una desgraciada tendencia a juzgar a los demás según sus propios e insensibles estándares. Lo cual significa que está verdaderamente convencido de que tú eres capaz de mantener la boca cerrada y dejar morir a la chica. -Sonrió-. Yo, claro, te conozco mejor que eso. «Gunther es un sentimental. Incluso un poco estúpido. Sería muy propio de él arriesgar el cuello por alguien a quien apenas conoce. Incluso por una chocolatera. Pasó lo mismo en Minsk -le dije-. Estaba totalmente dispuesto a ir al frente para no matar a gente inocente. Gente a la que no debía nada.»

– Eso no me convierte en un héroe, Arthur. Solo en un ser humano.

– Te convierte en alguien con quien Müller está acostumbrado a tratar: alguien con principios. Müller sabe lo quelos hombres soportarán sin hablar. Ha visto a muchas personas sacrificar a sus amigos y luego sacrificarse ellas mismas a fin de guardar silencio. Es un fanático. El fanatismo es lo único que comprende. Como resultado, piensa que tú eres un fanático. Está convencido de que hay una posibilidad de que le ocultes algo. Como ya le he dicho, yo te conozco bastante mejor. Si hubieras sabido por qué mataron a Linden, creo que lo habrías dicho.

– Bueno, es agradable saber que alguien me cree. Eso hará que verme convertido en la cosecha de este año sea más soportable. Oye, Arthur, ¿por qué me estás diciendo todo esto? ¿Para que pueda decirte que eres mejor juez del carácter que Müller?

– Estaba pensando que si le dijeras a Müller exactamente lo que quiere saber, eso podría ahorrarte mucho dolor. Odio ver sufrir a un viejo amigo. Y créeme, te hará sufrir.

– No lo dudo. No es este café lo que me ha ayudado a mantenerme despierto, te lo aseguro. Venga, ¿de qué se trata, de la vieja historia del policía bueno y el policía malo? Como ya he dicho, no sé por qué se cargaron a Linden.

– No, pero yo podría decírtelo.

Hice una mueca cuando el humo se me metió en los ojos.

– A ver si lo entiendo bien -dije vacilante-. Tú me vas a decir lo que le pasó a Linden a fin de que yo se lo pueda soltar a Müller y así salvarme de un destino peor que la muerte, ¿es así?

– Más o menos.

Me encogí de hombros, con dificultad.

– No creo que tenga nada que perder. -Sonreí-. Claro que también podrías dejarme escapar, Arthur, por los viejos tiempos.

– No vamos a hablar de los viejos tiempos, tú mismo lo has dicho. En cualquier caso, sabes demasiado. Has visto a Müller. Me has visto a mí. Y yo estoy muerto, ¿recuerdas?

– No es nada personal, Arthur, pero me gustaría que lo estuvieras. -Cogí otro cigarrillo y lo encendí con la colilla del anterior-. De acuerdo, suéltalo. ¿Por qué mataron a Linden?

– Linden tenía una formación norteamericano-alemana. Incluso había estudiado alemán en la Universidad de Cornell. Durante la guerra desempeñó algún pequeño empleo en Inteligencia, y más tarde trabajó como oficial dedesnazificación. Era listo y pronto se había montado un tinglado propio, vendiendo certificados Persil, certificados para viejos camaradas, ese tipo de cosas. Luego se incorporó al CIC como investigador de oficina y oficial de enlace del Crowcass en el Centro de Documentación de Berlín. Naturalmente, conservó sus antiguos contactos en el mercado negro, y para entonces en la Org ya lo conocíamos como alguien favorable a nuestra causa. Nos pusimos en contacto con él en Berlín y le ofrecimos una suma de dinero para realizar algún pequeño servicio de vez en cuando.

» ¿Recuerdas que te dije que algunos de nosotros falsificamos nuestra muerte, que nos dimos una nueva identidad? Bueno, fue idea de Albers, el Max Abs por quien te interesabas. Pero, claro, la debilidad fundamental de cualquier nueva identidad, especialmente cuando tiene que hacerse con rapidez, es que uno carece de pasado. Piénsalo, Bernie: la guerra mundial, todo alemán no discapacitado entre los doce y los sesenta y cinco años en las fuerzas armadas y yo, Alfred Nolde, sin disponer de un historial de servicios. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo? Pensamos que éramos muy listos eliminando nuestra verdadera identidad, dejando que los ficheros cayeran en manos de los estadounidenses, pero lo que hicimos fue crear nuevas preguntas. No teníamos ni idea de que el Centro de Documentación fuera tan completo. Su efecto ha sido hacer que resultara posible comprobar cualquier respuesta de cualquiera al cuestionario de desnazificación.

»A esas alturas, muchos de nosotros ya estábamos trabajando para los norteamericanos. Naturalmente, les conviene hacer la vista gorda al pasado de los miembros de nuestra Org. Ahora somos amigos en la lucha contra el comunismo, pero ¿será igual dentro de cinco o diez años?

»Así pues, Albers apareció con un nuevo plan. Creó una documentación antigua para nuestro personal de más alto rango, incluido él mismo. A todos nos dieron unos cometidos menores, menos culpables, en las SS y la Abwehr de los que habíamos tenido en realidad. En tanto que Alfred Nolde había sido sargento en la sección de Personal de las SS. Mi ficha contiene todos mis detalles personales, incluso el informe dental. Llevé una vida tranquila, bastante inocente.Es cierto que era nazi, pero nunca un criminal de guerra. Eso lo eran otros. El hecho de que dé la casualidad de que me parezca a alguien llamado Arthur Nebe carece de importancia.

»De cualquier modo, la seguridad en el Centro es estricta. Es imposible salir con informes, pero es relativamente fácil entrar con ellos. No registran a nadie cuando entra, solo cuando sale. Ese era el trabajo de Linden. Una vez al mes Becker le entregaba en Berlín nuevos informes, falsificados por Albers. Y Linden los archivaba. Naturalmente, eso fue antes de que descubriéramos lo de los amigos rusos de Becker.

– ¿Por qué se hacían aquí las falsificaciones y no en Berlín? -pregunté-. De esa manera os habríais ahorrado la necesidad de un mensajero.

– Porque Albers no quería saber nada de acercarse a Berlín. Le gustaba estar aquí, en Viena, sobre todo porque Austria es el primer paso en la vía de escape. Es fácil pasar la frontera a Italia y luego a Oriente Próximo y América del Sur. Muchos de nosotros nos vinimos al sur, como los pájaros en invierno, ¿eh?

– Entonces, ¿qué fue mal?

– Linden se volvió avaricioso, eso fue mal. Sabía que el material que recibía estaba falsificado, pero no comprendía qué significaba. Al principio, creo que fue simple curiosidad. Empezó a fotografiar el material que le dábamos y luego consiguió la ayuda de dos abogados judíos, cazanazis, para tratar de averiguar la naturaleza de los nuevos informes, para saber quiénes eran esos hombres.

– Los Drexler.

– Trabajaban con el Comité Conjunto de los Ejércitos en los crímenes de guerra. Es probable que los Drexler no tuvieran ni idea de que los motivos de Linden para buscar su ayuda eran puramente personales y que lo que quería era sacar un beneficio. ¿Y por qué tendrían que haber desconfiado? Sus credenciales eran incuestionables. En cualquier caso, creo que observaron algo en todos esos nuevos informes del personal de las SS y del partido: que conservábamos las mismas iniciales que las de nuestras antiguas identidades. Es un viejo truco cuando se construye una nueva leyenda; te hace sentir más cómodo con tu nuevo nombre. Algo tan instintivo como escribir tus iniciales enun contrato es así más seguro. Creo que Drexler debió de comparar esos nuevos nombres con los de camaradas desaparecidos o presuntamente muertos y sugirió que a Linden podría interesarle comparar los detalles del informe sobre Alfred Nolde con el de Arthur Nebe, el de Heinrich Müller con el de Heinrich Moltke, el de Max Abs con el de Martin Albers, etcétera.

– Así que por eso matasteis a los Drexler.

– Exacto. Eso fue después de que Linden apareciera aquí, en Viena, pidiendo más dinero. Dinero para tener la boca cerrada. Fue Müller quien se reunió con él y lo mató. Sabíamos que Linden se había puesto en contacto con Becker, por la sencilla razón de que Linden nos lo dijo. Así que decidimos matar dos pájaros de un tiro. Primero dejamos varias cajas de cigarrillos en el almacén donde mataron a Linden a fin de incriminar a Becker. Luego König fue a ver a Becker y le dijo que Linden había desaparecido. La idea era que Becker empezara a ir por ahí haciendo preguntas sobre Linden, buscándolo y haciéndose notar. Al mismo tiempo, König cambió la pistola de Becker por la de Müller. Luego informó a la policía de que Becker había disparado contra Linden y lo había matado. Fue una ventaja inesperada el que Becker supiera dónde estaba el cuerpo de Linden y que volviera a la escena del crimen con el propósito de llevarse los cigarrillos. Por supuesto, los estadounidenses lo estaban esperando y lo cogieron con las manos en la masa. Era un caso sin fisuras. De todos modos, si los yanquis hubieran sido medianamente eficaces, habrían descubierto el vínculo entre Becker y Linden en Berlín. Pero no creo que se molestaran en llevar la investigación fuera de Viena. Están satisfechos con lo que tienen. O al menos eso pensábamos hasta ahora.

– Con lo que Linden sabía, ¿por qué no tomó la precaución de dejarle una carta a alguien para que, en caso de su muerte, informara a la policía de lo que había sucedido?

– Lo hizo -dijo Nebe-, solo que el abogado que escogió en Berlín era también miembro de la Org. Cuando Linden murió, el abogado leyó la carta y se la pasó al jefe de la sección de Berlín. -Nebe me miró desapasionadamente yasintió-. Eso es todo, Bernie, eso es lo que Müller quiere averiguar si sabes o no. Bueno, ahora que lo sabes, puedes decírselo y ahorrarte la tortura. Naturalmente, preferiría que esta conversación se mantuviera en secreto.

– Mientras viva, Arthur, puedes confiar en ello. Y gracias. -Noté que la voz me fallaba un poco-. Te lo agradezco.

Nebe asintió y miró alrededor, incómodo. Luego vio el trozo de strudel que yo había dejado sin comer.

– ¿No tenías hambre?

– No tengo mucho apetito -dije-. Es que tengo un par de cosas en la cabeza, supongo. Dáselo a Rainis.

Encendí el tercer cigarrillo. ¿Me había equivocado o se había relamido los labios? Eso sería esperar demasiado. Pero seguro que valía la pena probar.

– O comételo tú si tienes hambre.

Esta vez, Nebe se relamió de verdad.

– ¿Puedo? -preguntó educadamente.

Asentí sin darle importancia.

– Bueno, si estás seguro -dijo cogiendo el plato de la bandeja que estaba en el suelo-. Lo ha hecho mi casera. Antes trabajaba para Demel. Es el mejor strudel que has probado en la vida. Sería una lástima desperdiciarlo, ¿no?

Le dio un enorme mordisco.

– Yo nunca he tenido mucha afición por los dulces -dije mintiendo.

– Eso es algo trágico aquí, en Viena, Bernie. Estás en la mejor ciudad del mundo para los pasteles. Tendrías que haber venido antes de la guerra: Gerstner, Lehmann, Heiner, Aida, Haag, Sluka, Bredendick… pasteleros como nunca has conocido antes. -Comió otro gran bocado-. ¿Venir a Viena sin inclinación por los dulces? Es como un ciego subiendo a la Gran Noria en el Prater. ¿Por qué no pruebas un poco?

Moví la cabeza negándome con firmeza. Me latía el corazón con tanta fuerza que él tenía que oírlo. ¿Y si no se lo terminaba?

– De verdad que no podría comer nada.

Nebe sacudió la cabeza con lástima y dio otro mordisco. Aquellos dientes no podían ser auténticos, pensé observando lo blancos y uniformes que eran. Los verdaderos dientes de Nebe habían estado mucho más manchados.

– Además -dije con aire despreocupado-, se supone que tengo que vigilar el peso. He engordado varios kilos desdeque llegué a Viena.

– Yo también -dijo-. ¿Sabes?, tendrías que…

Nunca acabó la frase. Tosió y se atragantó, todo con una única sacudida de la cabeza. Poniéndose rígido de repente, soltó un horrible ruido, como un resoplido, por entre los labios, como si tratara de tocar la tuba, y se le cayeron trozos de pastel de la boca. El plato de strudel cayó con estrépito al suelo, seguido por el propio Nebe. Arrastrándome encima de él, traté de arrancarle la pistola de la mano antes de que la disparara y atrajera a Müller y a sus esbirros. Con horror vi que la pistola seguía amartillada y en ese mismo momento el dedo agonizante de Nebe apretó el gatillo. Pero el percutor hizo un «clic» inofensivo. El seguro seguía puesto.

Las piernas de Nebe se sacudieron débilmente. Un párpado se le cerró mientras el otro permanecía perversamente abierto. Su último suspiro fue un largo y mucoso gorgoteo que olía fuertemente a almendras. Por fin, se quedó quieto, con la cara cobrando ya un color azulado. Asqueado, escupí la píldora mortal de la boca. No le tenía mucha lástima. Al cabo de pocas horas, él podría haber estado viendo cómo me sucedía lo mismo a mí.

Arranqué la pistola de la mano muerta de Nebe, que ahora era de color gris debido a la cianosis, y después de registrarle los bolsillos sin éxito buscando las llaves de las esposas, me puse de pie. La cabeza, el hombro, la costilla, incluso el pene, a lo que parecía, me dolían atrozmente, pero me sentía mucho mejor al tener una Walther P38 bien sujeta en la mano. La clase de arma que había matado a Linden. Amartillé el percutor para un funcionamiento semiautomático, igual que Nebe había hecho antes de entrar en la celda, quité el seguro, cosa que él había olvidado hacer, y salí con cuidado de la celda.

Fui hasta el final del húmedo pasillo y subí las escaleras hasta la sala de prensado y fermentación donde Veronika había muerto. Solo había una luz cerca de la puerta principal y fui hacia ella, sin atreverme a mirar hacia la prensa de vino. Si hubiera visto a Müller, le habría ordenado meterse en la máquina y lo habría estrujado hasta sacarlo de subávara piel. Con otro cuerpo, quizá habría corrido el riesgo de los guardias y habría subido a la casa, donde posiblemente habría tratado de arrestarlo, y más probablemente me habría limitado a matarlo de un tiro. Había sido uno de esos días. Ahora lo máximo que podía hacer era tratar de escapar con vida.

Apagué la luz y abrí la puerta. Sin chaqueta, sentí un escalofrío. La noche era fría. Me deslicé a lo largo de la hilera de árboles donde el letón había tratado de ejecutarme y me oculté entre los arbustos.

El viñedo estaba iluminado por la luz de los quemadores rápidos. Había varios hombres empujando los altos troles con los quemadores arriba y abajo por los surcos para situarlos en las posiciones que consideraban adecuadas. Desde donde yo estaba, las largas llamas se parecían a luciérnagas gigantes que se movieran lentamente por el aire. Parecía que tendría que escoger otra ruta para escapar de la finca de Nebe.

Volví a la casa y me moví sigilosamente a lo largo de la pared, pasando la cocina y en dirección al jardín frontal. Ninguna de las luces de la planta baja estaba encendida, pero una de las del primer piso se reflejaba en el césped como si fuera una gran piscina cuadrada. Me detuve en la esquina y olisqueé el aire. Había alguien en el porche, fumando un cigarrillo.

Después de lo que me pareció una eternidad, oí los pasos del hombre en la grava y, echando una rápida mirada, vi la figura inconfundible de Rainis avanzando pesadamente por el sendero hacia la verja abierta, donde un gran BMW gris estaba aparcado mirando hacia la carretera.

Caminé hasta el césped permaneciendo fuera de la luz de la casa y lo seguí hasta que llegó al coche. Abrió el maletero y empezó a hurgar dentro como si buscara algo. Para cuando lo cerró de nuevo yo había dejado menos de cinco metros entre los dos. Se volvió y se quedó helado cuando vio la Walther que le apuntaba a su cabeza deforme.

– Pon las llaves en el contacto -dije en voz baja.

La cara del letón se volvió aún más fea ante la perspectiva de que me escapara.

– ¿Cómo has logrado salir? -dijo con rabia.

– Había una llave escondida en el strudel -dije, y señalé con la pistola las llaves del coche qué tenía en la mano.Las llaves del coche -repetí-. Haz lo que te he dicho. Despacio.

Dio un paso atrás y abrió la puerta del coche. Luego se inclinó hacia dentro y oí el sonido de las llaves cuando las metía en el contacto. Enderezándose de nuevo, puso el pie casi con despreocupación en el estribo y, apoyándose en el techo del coche, sonrió con una mueca que tenía la forma y el color de un grifo oxidado.

– ¿Quieres que te lo lave antes de marcharte?

– Esta vez no, Frankenstein. Lo que quiero es que me des las llaves de estas.

Le mostré las manos esposadas.

– ¿Las llaves de qué?

– Las llaves de las esposas.

Se encogió de hombros y siguió sonriendo.

– No tengo ningunas llaves para ningunas esposas. Si no me crees, regístrame.

Al oírlo hablar, casi me estremecí. Puede que fuera letón y débil mental, pero además Rainis no tenía ni idea de la gramática alemana. Probablemente, pensaba que una conjunción era una gitana que se dedicaba a los triles en una esquina.

– Seguro que las tienes, Rainis. Fuiste tú quien me las puso, ¿recuerdas? Vi como te las metías en el bolsillo del chaleco.

Siguió callado. Estaba empezando a tener unas ganas irresistibles de matarlo.

– Mira, caraculo, letón de mierda, si digo «salta» será mejor que no te pongas a buscar una cuerda. Esto es una pistola, no un jodido cepillo para el pelo. -Avancé un paso y rugí entre los dientes apretados-. Ahora, encuéntralas o te haré en la cara la clase de agujero que no necesita llave.

Rainis hizo un poco de comedia palmeándose los bolsillos y luego sacó una pequeña llave plateada del chaleco. La sostuvo en alto como si fuera un chanquete recién pescado.

– Déjala encima del asiento del conductor y apártate del coche.

Ahora que estaba más cerca de mí, Rainis vio por la expresión de mi cara que tenía un montón de odio en la cabeza. Esta vez no vaciló en obedecer y tiró la llave encima del asiento. Pero si pensé que era estúpido, o que se había vuelto obediente de repente, me equivocaba. Probablemente era el cansancio.

Señaló con la cabeza una de las ruedas.

– Será mejor que me dejes arreglar ese neumático deshinchado -dijo.

Miré hacia abajo y luego rápidamente hacia arriba cuando el letón saltó como un resorte hacia mí, con sus enormes manos dirigiéndose hacia mi garganta como si fuera un tigre salvaje. Medio segundo más tarde apreté el gatillo. La Walther colocó otro cartucho en la recámara en menos tiempo del que me costó parpadear. Disparé de nuevo. Los disparos resonaron por todo el jardín y hacia el cielo como si esos sonidos gemelos se hubieran llevado el alma del letón al Juicio Final. No tenía ninguna duda de que iría de cabeza hacia la tierra y luego bajo tierra enseguida. Su enorme cuerpo chocó boca abajo contra la grava y se quedó inmóvil.

Corrí al coche y salté al asiento, sin hacer caso de la llave de las esposas, que estaba debajo de mi trasero. No había tiempo de nada más que no fuera arrancar el coche. Giré la llave en el encendido y el gran coche, que a juzgar por el olor era nuevo, rugió despertándose. Detrás de mí, oí gritos. Cogiendo la pistola que tenía en las rodillas, asomé la cabeza y disparé un par de tiros hacia la casa. Luego la tiré en el asiento de al lado, metí la primera, tiré de la puerta cerrándola y pisé a fondo el acelerador. Los neumáticos de atrás hicieron un surco en el asfalto de la entrada cuando el BMW patinó saltando hacia adelante. Por el momento, no importaba que siguiera teniendo las manos esposadas; la carretera era recta y colina abajo.

Pero el coche viró peligrosamente de un lado a otro cuando solté el volante un momento para poner la segunda. Con las manos de nuevo en el volante, giré para evitar un coche aparcado y casi me incrusto en una valla. Si podía llegar al Stifstkaserne y hasta Roy Shields, le contaría lo de la muerte de Veronika. Si los yanquis eran rápidos, al menos podrían atraparlos por aquello. Las explicaciones sobre Müller y la Org vendrían más tarde. Cuando los PM tuvieran a Müller enjaulado, no habría límites a las molestias que le iba a causar a Belinsky, al Crowcass, al CIC, a todo aquel podrido grupo.

Miré por el retrovisor y vi las luces de un coche. No estaba seguro de que me persiguiera, pero aceleré el rugiente motor aún más y casi de inmediato frené, girando el volante bruscamente a la derecha. El coche dio contra el bordillo y rebotó volviendo a la carretera. El pie tocó fondo de nuevo y el motor se quejó, pero no podía arriesgarme a cambiar a tercera ahora que me enfrentaba a más curvas.

En el cruce de la Billrothstrasse y el Gürtel casi tuve que tumbarme para darle al coche un brusco giro a la derecha, evitando una camioneta que regaba la calle. No vi el control hasta que fue demasiado tarde, y de no ser por el camión aparcado detrás de la barrera improvisada, no creo que me hubiera molestado en tratar de girar o parar. Tal como sucedió, giré rápido a la izquierda y perdí el control de las ruedas traseras sobre la calzada mojada.

Durante un momento tuve una visión de cámara oscura mientras el BMW patinaba fuera de control; la barrera, los policías militares de Estados Unidos agitando los brazos o corriendo detrás de mí, la carretera por la que había bajado, el coche que me había estado siguiendo, una hilera de tiendas, un escaparate con vajillas. El coche bailó de lado sobre dos ruedas como si fuera un Charlie Chaplin mecánico y luego hubo una catarata de vidrio cuando me estrellé contra una de las tiendas. Rodé, impotente, a través, del asiento del pasajero y di contra la puerta al mismo tiempo que algo sólido entraba por el otro lado. Noté algo agudo por debajo del codo, luego me golpeé la cabeza contra el marco y supongo que me desmayé.

Solo debieron de ser unos segundos. En un momento había ruido, movimiento, dolor y caos y en el siguiente solo había silencio, con el único sonido de una rueda que giraba lentamente para recordarme que seguía vivo. Por fortuna, el coche se había calado, así que mi primera preocupación, que era que se incendiara, se disipó.

Al oír pasos sobre montones de vidrio y voces norteamericanas anunciando que venían a sacarme de allí, grité dándoles ánimos, pero, con gran sorpresa por mi parte, lo único que salió de mi boca fue poco más que un susurro. Y cuando traté de levantar el brazo para alcanzar la manija de la puerta, volví a desmayarme.

Загрузка...