Era una agradable mañana de septiembre cuando, vestido con un traje que me venía grande, prestado por los enfermeros del hospital militar, volví a mi pensión en la Skodagasse. La propietaria, Frau Blum-Weiss, me recibió calurosamente, me informó de que mi equipaje estaba guardado en el sótano, me dio una nota que había llegado no hacía ni media hora y me preguntó si quería tomar algo de desayuno. Le dije que sí, y después de agradecerle que hubiera cuidado de mis cosas, le pregunté si le debía algo.
– El doctor Liebl se ha encargado de todo, Herr Gunther -dijo-, pero si quisiera volver a ocupar sus antiguas habitaciones, no hay problema. Están libres.
Como no tenía ni idea de cuándo podría volver a Berlín, le dije que sí.
– ¿El doctor Liebl dejó algún mensaje para mí? -pregunté, aunque ya sabía la respuesta, porque no había hecho ningún intento de ponerse en contacto conmigo durante mi estancia en el hospital militar.
– No -dijo-, ningún mensaje.
Luego me acompañó a mis viejas habitaciones e hizo que su hijo me subiera el equipaje. Volví a darle las gracias y le dije que tomaría el desayuno en cuanto me hubiera puesto mi propia ropa.
– Está todo ahí -dijo mientras su hijo colocaba las maletas en la mesa para equipajes-. Tengo un recibo por las pocas cosas que se llevó la policía, papeles y esa clase de cosas.
Luego sonrió amablemente, me deseó de nuevo una estancia agradable y cerró la puerta al salir. Con una actitud típicamente vienesa, no había mostrado ningún deseo de saber qué me había ocurrido desde el último día que estuve en su casa.
En cuando salió de la habitación, abrí las maletas y encontré, casi con estupefacción y con mucho alivio, que seguía en posesión de mis dos mil quinientos dólares en metálico y mis varios cartones de cigarrillos. Me tumbé en la cama y me fumé un Memphis con algo que se acercaba al deleite.
Abrí la nota mientras tomaba el desayuno. Contenía solo una corta frase y estaba escrita en cirílico: «Reúnase conmigo en la Kaisergruft hoy a las once de la mañana». La nota no llevaba firma, pero apenas era necesario. CuandoFrau Blum-Weiss volvió a mi mesa para recoger las cosas del desayuno, le pregunté quién la había entregado.
– Era un escolar, Herr Gunther -dijo recogiendo los cubiertos en una bandeja-, un escolar corriente.
– Tengo que reunirme con alguien -expliqué- en la Kaisergruft. ¿Dónde está?
– ¿La Cripta Imperial? -Se secó la mano en un delantal bien almidonado como si estuviera a punto de conocer al propio káiser y se persignó. La mención de la realeza siempre parecía hacer que los vieneses se mostraran doblemente respetuosos-. Está en la iglesia de los capuchinos, en el lado oeste del Neuer Markt. Pero vaya temprano, Herr Gunther. Solo abren por la mañana, de las diez a las doce. Estoy segura de que la encontrará muy interesante.
Sonreí y asentí, agradecido. No me cabía ninguna duda de que iba a encontrar algo muy interesante de verdad.
El Neuer Markt apenas parecía una plaza de mercado. Había una serie de mesas dispuestas como en una terraza de café. Había clientes tomando café, camareros que no parecían inclinados a servirlos y pocos indicios de alguna cafetería donde pudiera conseguirse café. Parecía algo muy provisional, incluso para los relajados estándares de la reconstruida Viena. Había también algunas personas mirando, casi como si se hubiera cometido un delito y todos estuvieran esperando la llegada de la policía. Pero yo no hice mucho caso y, al oír tocar las once en el cercano campanario, me apresuré hacia la iglesia.
Por suerte para el zoólogo, quienquiera que fuese, que le había dado nombre a los famosos monos, el hábito de los monjes capuchinos destacaba bastante más que su muy sencilla iglesia en Viena.[2] Comparada con la mayoría de lugares de culto en la ciudad, en la Kapuzinerkirche parecía como si hubieran estado coqueteando con el calvinismo en los días en que la construyeron. Eso o que el tesorero de la Orden se había escapado con el dinero de los canteros: no había ni una sola talla. La iglesia era lo suficientemente común como para que yo pasara de largo sin ni siquiera reconocerla. Podía haberlo hecho una segunda vez de no ser por un grupo de soldados estadounidenses que estaban allado de una portalada y a quienes oí mencionar a «los fiambres». Mi nueva familiaridad con el inglés tal como lo hablaban los enfermeros del hospital militar me dijo que este grupo tenía intención de visitar el mismo sitio que yo.
Pagué un schilling por la entrada a un viejo monje gruñón y entré en un largo y aireado corredor que supuse que sería parte del monasterio. Una estrecha escalera conducía a la cripta.
En realidad no era una cripta, sino ocho que se comunicaban y que eran mucho menos sombrías de lo que había esperado. El interior era sencillo, pintado de blanco con las paredes recubiertas en parte con mármol, y contrastaba fuertemente con la opulencia de su contenido.
Aquí estaban los restos de más de cien Habsburgo con sus famosas mandíbulas, aunque la guía que había tenido la precaución de llevar conmigo decía que los corazones se conservaban en unas urnas situadas debajo de la catedral de San Esteban. No se podrían encontrar pruebas más abundantes de la mortalidad real en ningún otro lugar al norte de El Cairo. Parecía que no faltaba nadie, salvo el archiduque Fernando, que estaba enterrado en Graz, sin duda picado con el resto porque hubieran insistido en que visitara Sarajevo.
La rama más pobre de la familia, la de Toscana, estaba amontonada en simples féretros de plomo, uno encima de otro como botellas en una botillería, al fondo de la cripta más grande. Casi esperaba ver a un viejo abriendo un par de cajas para probar un nuevo mazo y juego de estacas. Como es natural, los Habsburgo con un ego mayor merecían los sarcófagos más grandiosos. Esos enormes ataúdes de cobre, morbosamente ornamentados, parecían no carecer de nada salvo camiones oruga y cañones para conquistar Stalingrado. Solo el emperador José II había mostrado algo parecido a la contención en la caja elegida, y solo una guía vienesa podría haber descrito el ataúd de cobre como «excesivamente sencillo».
Encontré al coronel Poroshin en la cripta de Francisco José. Me sonrió cálidamente cuando me vio y me dio unas palmadas en la espalda:
– Ya lo ve, yo tenía razón. Usted sabe leer cirílico, después de todo.
– Y quizá usted sepa leerme la mente.
– Seguro -dijo-. Se está preguntando qué podemos tener que decirnos mutuamente, después de todo lo que ha sucedido. Y menos aún en un lugar como este. Está pensando que, en otro lugar, quizá trataría de matarme.
– Debería estar en el teatro, Palkovnik; podría ser otro profesor Schaffer.
– Me parece que se confunde. El profesor Schaffer era hipnotizador, no leía la mente. -Se golpeó con los guantes la palma de la otra mano, con el aire de alguien que se ha anotado un punto-. No soy un hipnotizador, Herr Gunther.
– No se subestime. Consiguió hacerme creer que yo era investigador privado y que tenía que venir a Viena para tratar de librar a Emil Becker de la acusación de asesinato. Una fantasía hipnótica donde las haya.
– Una sugestión poderosa, quizá -dijo Poroshin-, pero usted actuó según su propia y libre voluntad. -Suspiró-. Una lástima lo del pobre Emil. Se equivoca si piensa que no confiaba en que demostrara que era inocente. Pero empleando un término del ajedrez, fue mi gambito vienés: tiene una primera apariencia pacífica, pero la secuela está llena de sutilezas y posibilidades agresivas. Lo único que se necesita es un caballo fuerte y valiente.
– Y ese era yo, supongo.
– Tochno, exactamente. Y ahora la partida está ganada.
– ¿Le importa explicarme cómo?
Poroshin señaló el ataúd que estaba a la derecha del más elevado, que contenía al emperador Francisco José.
– El príncipe heredero Rodolfo -dijo-. Se suicidó en el famoso pabellón de caza de Mayerling. La historia es bien conocida, pero los detalles y los motivos siguen estando poco claros. Casi de lo único que podemos estar seguros es de que yace en esta tumba. Para mí, saber esto con seguridad es suficiente. Pero no todos los que creemos que se han suicidado están realmente tan muertos como el pobre Rodolfo. Tomemos a Heinrich Müller. Probar que sigue vivo, bueno, eso es algo que vale la pena. La partida estuvo ganada cuando supimos eso con seguridad.
– Pero yo mentí sobre ese asunto -dije con aire indiferente-. Nunca vi a Müller. La única razón de que se loseñalara a Belinsky fue que quería que él y sus hombres vinieran a ayudarme a salvar aVeronika Zartl, la chocolatera del Oriental.
– Sí, admito que los acuerdos de Belinsky con usted dejaban mucho que desear en su concepción. Pero da la casualidad de que sé que ahora está mintiendo. Verá, Belinsky sí que estaba en Grinzing con un grupo de agentes. Por supuesto, no eran estadounidenses, sino mis propios hombres. Todos los vehículos que salían de Grinzing eran seguidos, incluyendo el suyo. Cuando Müller y sus amigos descubrieron que usted se había escapado, cayeron presas del pánico y huyeron casi inmediatamente. Nosotros nos limitamos a seguirlos, a una discreta distancia, hasta que pensaron que volvían a estar a salvo. Desde entonces hemos podido identificar positivamente a Herr Müller por nosotros mismos. Así que usted no ha mentido.
– Pero ¿por qué no lo detuvieron? ¿De qué les sirve si está en libertad?
Poroshin adoptó una expresión astuta.
– En mi trabajo, no siempre es político arrestar a alguien que es nuestro enemigo. A veces puede ser muchísimo más valioso si se le deja moverse a sus anchas. Desde el principio de la guerra, Müller fue un agente doble. Hacia finales de 1944 estaba, naturalmente, ansioso por desaparecer completamente de Berlín e ir a Moscú. Bueno, ¿puede imaginárselo, Herr Gunther? El jefe de la fascista Gestapo viviendo y trabajando en la capital del socialismo democrático. Si las agencias de espionaje británica o estadounidense hubieran descubierto una cosa así, sin duda habrían filtrado esa información a la prensa mundial en algún momento políticamente oportuno. Y luego se habrían sentado cómodamente a ver como enrojecíamos de vergüenza. Así pues, se decidió que Müller no podía venir a Moscú.
»El único problema era que sabía mucho de nosotros. Por no mencionar el paradero de docenas de espías de la Gestapo y la Abwehr en toda la Unión Soviética y Europa oriental. Había que neutralizarlo antes de poderle negar la entrada en nuestra casa. Así que lo engañamos para que nos diera los nombres de todos esos agentes y, al mismotiempo, empezamos a pasarle nuevas informaciones que, aunque no eran de ninguna ayuda para las prácticas bélicas de Alemania, podían demostrar ser de un considerable interés para los estadounidenses. No es necesario decir que esa información era falsa.
»En cualquier caso, todo ese tiempo continuamos aplazando la deserción de Müller, diciéndole que esperara un poco más y que no tenía por qué preocuparse. Pero cuando estuvimos preparados dejamos que descubriera que, por diversas razones políticas, no podíamos autorizar su deserción. Confiábamos que esto le convencería de ir a ofrecer sus servicios a los estadounidenses, como otros habían hecho. Por ejemplo, el general Gehlen, el barón Von Bolschwing, incluso Himmler, aunque éste era demasiado conocido para que los británicos aceptaran su oferta… y estaba demasiado loco, ¿no es verdad?
»Puede que nos equivocáramos en nuestros cálculos. Quizá Müller esperó demasiado y no pudo escapar a la vigilancia de Martin Bormann y los SS que custodiaban el búnker del Führer. ¿Quién sabe? En cualquier caso, parecía que Müller se había suicidado. Fue un suicidio falsificado, pero pasó bastante tiempo antes de que pudiéramos demostrarlo a nuestra entera satisfacción. Müller es muy listo.
»Cuando conocimos la existencia de la Org, pensamos que Müller no tardaría en aparecer de nuevo, pero permaneció en la sombra. Se le vio alguna vez, pero sin confirmación, nada seguro. Y entonces, cuando mataron al capitán Linden, observamos en los informes que el número de serie de la pistola era el mismo que originalmente se le había dado a Müller. Pero me parece que esta parte ya la conoce.
– Belinsky me lo contó -asentí.
– Un hombre de grandes recursos. La familia es siberiana, ¿sabe? Volvieron a Rusia después de la revolución, cuando Belinsky era todavía un muchacho, pero para entonces ya era norteamericano de los pies a la cabeza, como dicen. Pronto toda la familia estaba trabajando para la NKVD. Fue idea de Belinsky hacerse pasar por agente del Crowcass. No solo el Crowcass y el CIC se dedican, con frecuencia, a fines distintos, sino que el Crowcass a menudoestá dotado de personal del CIC. Y es muy habitual que la policía militar estadounidense ignore las operaciones del CIC y del Crowcass. Los estadounidenses son aún más bizantinos en sus estructuras organizativas que nosotros mismos. Para usted Belinsky era plausible, pero es que también lo era, como idea, para Müller. Lo bastante plausible como para hacer que saliera al descubierto cuando usted le dijo que un agente del Crowcass le pisaba los talones, pero no lo bastante para hacer que escapara a América del Sur, donde no podría sernos de ninguna utilidad. Después de todo, hay otros en el CIC, menos reticentes en cuanto a emplear a criminales de guerra que la gente del Crowcass, cuya protección podría buscar Müller.
»Y así ha sido. En este momento, Müller está exactamente donde lo queríamos, con sus amigos estadounidenses en Pullach. Siéndoles útil, beneficiándolos con sus profundos conocimientos de las estructuras del espionaje y los métodos de la policía secreta de la Unión Soviética. Alardeando de la red de agentes leales que, según cree, todavía siguen en su sitio. Esta era la primera etapa de nuestro plan, desinformar a los estadounidenses.
– Muy inteligente -dije con auténtica admiración-, ¿y la segunda?
La cara de Poroshin adoptó una expresión más filosófica.
– Cuando llegue el momento oportuno, seremos nosotros quienes filtraremos cierta información a la prensa mundial: Müller, el de la Gestapo, es un instrumento del espionaje estadounidense. Seremos nosotros quienes nos sentaremos cómodamente y contemplaremos cómo ellos enrojecen de vergüenza. Puede que sea dentro de diez años, o incluso de veinte, pero siempre que Müller siga vivo, es algo que pasará.
– Suponga que la prensa mundial no les cree.
– No será tan difícil obtener las pruebas. Los estadounidenses son muy buenos guardando informes e historiales. Mire ese Centro de Documentación suyo. Y tenemos otros agentes. Mientras sepan dónde y qué buscar, no será demasiado difícil encontrar pruebas.
– Parece que ha pensado usted en todo.
– Más de lo que nunca sabrá. Y ahora que he contestado a su pregunta, yo tengo una para usted, Herr Gunther. ¿Lacontestará, por favor?
– No puedo imaginar qué puedo decirle, Palkovnik. El jugador es usted, no yo. Yo solo soy el caballo de su gambito vienés, ¿recuerda?
– Aunque así sea, hay algo.
Me encogí de hombros.
– Dispare.
– Sí -dijo-, volvamos al tablero de ajedrez por un momento. Uno da por supuesto que tendrá que hacer sacrificios. Becker, por ejemplo, y usted, claro. Pero a veces uno se tropieza con una pérdida inesperada.
– ¿Su reina?
Frunció el ceño por un momento.
– Si quiere llamarla así… Belinsky me dijo que fue usted quien mató a Traudl Braunsteiner, pero él tenía mucho empeñado en todo este asunto. El hecho de que yo tuviera un interés personal en Traudl no le importaba especialmente. Sé que esto es verdad; la habría matado sin pensárselo dos veces. Pero usted…
»Hice que uno de mis agentes en Berlín comprobará su historial en el Centro de Documentación de Estados Unidos. Me había dicho la verdad. Nunca fue miembro del partido y todo lo demás también está allí: que pidió el traslado al frente para salir de las SS, algo por lo que podían haberlo fusilado. Puede que sea un tonto sentimental, pero ¿un asesino? Se lo diré sin rodeos, Herr Gunther: mi inteligencia me dice que usted no la mató, pero tengo que saberlo aquí también -se dio unas palmadas en el estómago-, quizá sobre todo aquí.
Me miró fijamente con sus ojos azul pálido, pero yo le aguanté la mirada.
– ¿La mató?
– No.
– ¿La atropello?
– Belinsky tenía coche, yo no.
– Diga que no tuvo parte alguna en su asesinato.
– Quería advertirla.
Poroshin asintió.
– Da -dijo-, dagavareelees, de acuerdo. Está diciendo la verdad.
– Slava bogu. Gracias a Dios.
– Hace bien en darle gracias. -Se palmeó el estómago una vez más-. Si no lo hubiera sentido aquí, habría tenido que matarle a usted también.
– ¿También? -dije frunciendo el ceño-. ¿Quién más ha muerto? ¿Belinsky?
– Sí, un suceso lamentable. Sucedió mientras fumaba aquella infernal pipa suya. Es una costumbre muy peligrosaesa de fumar. Usted tendría que dejarlo.
– ¿Cómo?
– Es un viejo método de la Checa. Una pequeña cantidad de tetril en la boquilla, sujeta a una mecha que lleva a un punto debajo de la cazoleta: cuando se enciende la pipa, también se enciende la mecha. Muy sencillo, pero también muy mortal. Le saltó la tapa de los sesos. -El tono de Poroshin era casi indiferente-. ¿Lo ve? Mi cabeza me decía que no era usted quien la había matado. Solo quería asegurarme de que no tendría que matarle también a usted.
– ¿Y ahora está seguro?
– Del todo -dijo-. No solo saldrá de aquí vivo…
– ¿Me habría matado aquí?
– Es un lugar bastante adecuado, ¿no cree?
– Oh, sí, muy poético. ¿Qué iba a hacer, morderme la garganta, o ha puesto un explosivo en uno de los ataúdes?
– Hay muchos venenos, Herr Gunther. -Me mostró una pequeña navaja automática que tenía en la palma de la mano-. Tetrodotoxina en la hoja. Incluso el más pequeño arañazo y adiós. -Se metió la navaja en el bolsillo de la cazadora y se encogió de hombros con aire compungido-. Estaba a punto de decir que no solo saldrá de aquí vivo, sino que si va al Café Mozart ahora, encontrará a alguien esperándole allí.
Mi mirada de desconcierto pareció divertirle.
– ¿No adivina quién es? -dijo encantado.
– ¿Mi mujer? ¿La ha sacado de Berlín?
– Kanyeshné, claro. No sé de qué otro modo habría podido salir. Berlín está rodeado por nuestros tanques.
– ¿Kirsten me está esperando ahora en el Café Mozart?
Miró su reloj y asintió.
– Lleva allí ya quince minutos -dijo-. Será mejor que no la haga esperar mucho más. Una mujer tan atractiva como ella, sola en una ciudad como Viena… Hoy en día hay que tener mucho cuidado. Son tiempos difíciles.
– Está usted lleno de sorpresas, coronel -le dije-. Hace cinco minutos estaba dispuesto a matarme por nada más tangible que su indigestión y ahora me está diciendo que ha traído a mi mujer desde Berlín. ¿Por qué me ayuda de esta manera? Ya nye paneemayoo, no lo entiendo.
– Digamos que es parte de todo ese vano romanticismo del comunismo, vot i vsyo, eso es todo. -Entrechocó lostacones como un buen prusiano-. Adiós, Herr Gunther. ¿Quién sabe? Cuando acabe lo de Berlín, quizá volvamos a encontrarnos.
– Espero que no.
– Lo lamento. Un hombre de su talento…
Luego se dio media vuelta y se marchó.
Salí de la Cripta Imperial con tanto brío como Lázaro al salir de la tumba. En el exterior, en el Neuer Markt, había todavía más gente mirando la extraña terraza de cafetería que no tenía café. Entonces vi la cámara y los focos y, al mismo tiempo, distinguí a Willy Reichmann, el pequeño jefe de producción pelirrojo de los Estudios Sievering. Estaba hablando en inglés con otro hombre que llevaba un megáfono. Seguramente se trataba de la película inglesa de la que me había hablado Willy; aquella que tenía como requisito previo las ruinas cada vez más raras de Viena. La película en la que le habían dado un papel a Lotte Hartmann, la chica que me había contagiado una gonorrea bien merecida.
Me detuve a mirar un momento, preguntándome si vería a la chica de König, pero no había señales de ella. Pensé que no era probable que se hubiera ido de Viena con él, desperdiciando su primer papel en la pantalla.
Uno de los mirones dijo:
– ¿Qué diablos están haciendo?
Y otro respondió:
– Se supone que es un café, el Café Mozart.
Una cascada de risas surgió de la muchedumbre.
– ¿Aquí? -dijo otra voz.
– Por lo que parece, les gusta más la vista que hay aquí -replicó una cuarta-. Es lo que llaman licencia poética.
El hombre del megáfono pidió silencio, ordenó rodar a las cámaras y luego dijo «Acción». Dos hombres, uno de los cuales llevaba un libro como si se tratara de algún tipo de icono religioso, se estrecharon la mano y se sentaron a una de las mesas.
Dejando que la muchedumbre mirara lo que sucedía a continuación, me encaminé rápidamente hacia el sur, hacia el verdadero Café Mozart y hacia la esposa que me esperaba allí.