La triste expresión de su cara, con la mirada abatida y la incipiente papada, por no hablar de la ropa barata y con aspecto de segunda mano, me hizo pensar que Veronika no debía sacar mucho de hacer de prostituta. Y no había nada en la habitación, fría y del tamaño de una cueva, que tenía alquilada en el centro del distrito rojo de la ciudad, que indicara nada más que una existencia precaria, ganando apenas para sobrevivir.
Volvió a darme las gracias por ayudarla y, después de interesarse por mis heridas, procedió a preparar un poco de té mientras explicaba que un día tenía intención de llegar a ser pintora. Miré sus dibujos y acuarelas sin demasiado placer.
Profundamente deprimido por el lóbrego ambiente, le pregunté cómo había acabado haciendo la calle. Fue una tontería, porque no tiene sentido cuestionar a una prostituta sobre nada y mucho menos sobre su propia inmoralidad; mi única excusa era que sentía auténtica lástima por ella. ¿Habría tenido alguna vez un marido que la habría visto haciéndole un francés a un estadounidense en un edificio en ruinas a cambio de un par de tabletas de chocolate?
– ¿Quién dice que haga la carrera? -respondió con acritud.
Me encogí de hombros.
– No es el café lo que te mantiene levantada la mitad de la noche.
– Puede que no. De todos modos, no me encontrarás trabajando en uno de esos sitios del Gürtel donde los tíos solo tienen que subir al piso de arriba. Y no me encontrarás haciendo la calle delante de la oficina de información norteamericana ni del Hotel Atlantis. Quizá sea una chocolatera, pero no soy una buscona. El caballero tiene que gustarme.
– Eso no evitará que te hagan daño. Como anoche, por ejemplo; por no hablar de las enfermedades venéreas.
– Escúchate -dijo con divertido desdén-. Pareces uno de esos cabrones de la brigada Antivicio. Te cogen, hacenque un médico te examine para ver si estás contagiada y luego te echan un sermón sobre los peligros de la gonorrea. Empiezas a hablar como un poli.
– Puede que la policía tenga razón. ¿Lo has pensado alguna vez?
– Mira, nunca han podido acusarme de nada… y nunca podrán. -Sonrió un poco con aire astuto-. Como he dicho, tengo cuidado. El caballero tiene que gustarme. Lo cual significa que no acepto ni ivanes ni negros.
– Supongo que nadie ha oído hablar nunca de un estadounidense blanco ni de un inglés con sífilis.
– Solo tienes que mirar las estadísticas -dijo mirándome con cara de pocos amigos-. Además, ¿qué coño sabes tú de eso? Que me salvaras el pellejo no te da derecho a leerme los diez mandamientos, Bernie.
– No hay que saber nadar para lanzarle un salvavidas a alguien. En mis tiempos he conocido a suficientes busconas para saber que muchas empezaron siendo tan selectivas como tú. Luego llega alguien y las zurra a gusto y la siguiente vez, cuando el casero las persigue para cobrar el alquiler, no pueden permitirse ser tan exigentes. Hablas de porcentajes. Bueno, no queda mucho porcentaje en un francés por diez schillings cuando llegas a los cuarenta. Mira, Veronika, eres una buena chica. Si hubiera un cura por aquí, pensaría que te mereces una homilía corta, pero como no lo hay, tendrás que arreglártelas conmigo.
Sonrió con tristeza y me acarició el pelo.
– No estás tan mal. Aunque no tengo ni idea de por qué crees que sea necesario este discurso. De verdad que estoy bastante bien. Tengo dinero ahorrado. Pronto tendré suficiente para entrar en una escuela de arte en algún sitio.
Pensé que eso era tan probable como que consiguiera un contrato para volver a pintar la Capilla Sixtina, peroobligué a mi boca a curvarse hacia arriba en una especie de sonrisa optimista.
– Seguro que sí -dije-. Mira, quizá yo pueda ayudarte. Quizá podamos ayudarnos mutuamente.
Era una manera inequívocamente policial de dirigir la conversación al objetivo principal de mi visita.
– Quizá -dijo, sirviendo el té-. Solo una cosa más y luego puedes darme tu bendición. La brigada Antivicio tiene registradas a más de cinco mil chicas en Viena. Pero no son ni la mitad de las que hay. En estos tiempos, todos tenemos que hacer cosas que en otro tiempo eran impensables. Probablemente tú también. No queda mucho porcentaje en pasar hambre y menos aún en volver a Checoslovaquia.
– ¿Eres checa?
Tomó un sorbo de té, y luego cogió un cigarrillo del paquete que le había dado la noche anterior y sacó una cerilla.
– Según mis papeles, nací en Austria, pero la verdad es que soy checa; una judía alemana de los Sudetes. Pasé la mayor parte de la guerra escondiéndome en retretes y buhardillas. Luego estuve un tiempo con los partisanos, y después en un campo para personas desplazadas durante seis meses, hasta que escapé a través de la Frontera Verde. ¿Has oído hablar de un lugar llamado Wiener Neustadt? ¿No? Bueno, es una ciudad a unos cincuenta kilómetros de Viena, en la zona rusa, con un centro de reunión para los repatriados soviéticos. En todo momento hay unos sesenta mil esperando allí. Los ivanes los clasifican en tres grupos: enemigos de la Unión Soviética a los que envían a los campos de trabajos forzados; a los que no pueden demostrar de verdad que son enemigos los envían a trabajar fuera de los campos, así que de un modo u otro acabas haciendo un trabajo de esclavo; es decir, a menos que estés en el tercer grupo, los enfermos o los viejos o los demasiado jóvenes, en cuyo caso te matan directamente.
Tragó saliva y dio una larga calada al cigarrillo.
– ¿Quieres saber algo? -siguió-. Creo que me acostaría con todo el ejército británico para que los rusos no pudieran reclamarme. Y eso incluye a los que tienen sífilis. -Trató de sonreír-. Pero da la casualidad de que tengo un amigo médico que me ha conseguido unos frascos de penicilina y me pongo una dosis de vez en cuando solo por si acaso.
– Eso suena caro.
– Como digo, es un amigo. No me cuesta nada que se pudiera gastar en la reconstrucción. -Cogió la tetera-. ¿Quieres un poco más de té?
Negué con la cabeza. Tenía muchas ganas de salir de aquella habitación.
– Vayamos a alguna parte -sugerí.
– De acuerdo. Es mejor que quedarse aquí. ¿Qué tal cabeza tienes para las alturas? Porque solo hay un sitio al que se puede ir en Viena un domingo.
El parque de atracciones del Prater, con su enorme noria, los carruseles y la montaña rusa, resultaba un tanto incongruente en la parte de Viena que, por ser la última en caer en manos del Ejército Rojo, todavía mostraba los mayores efectos de la guerra y era la prueba más clara de que estábamos en un sector, por lo demás, poco atractivo.
Tanques y cañones despanzurrados seguían esparcidos por los campos vecinos, mientras que en las ruinosas paredes de todas las casas a lo largo de la Ausstellungsstrasse aparecía escrita con tiza y en caracteres cirílicos la palabra Atak'ivat (registrada) que en realidad significaba «saqueada».
Desde lo alto de la noria, Veronika me señaló los pilares del Puente del Ejército Rojo, la estrella encima del obelisco cercano y, más allá, el Danubio. Luego, mientras nuestra góndola iniciaba su lento descenso hacia el suelo, me metió la mano debajo del abrigo y me cogió las pelotas, pero apartó la mano enseguida cuando yo suspiréincómodo.
– Quizá habrías preferido el Prater antes de los nazis -dijo malévola-, cuando todos aquellos muñecos venían aquí a buscar clientes.
– No es eso en absoluto -dije riendo.
– Quizá sea eso lo que querías decir cuando comentaste que yo podría ayudarte.
– No, es solo que soy un tipo nervioso. Vuelve a probar en otra ocasión, cuando no estemos a sesenta metros del suelo.
– Un manojo de nervios, ¿eh? Pensaba que habías dicho que no te importaban las alturas.
– Mentí. Pero tienes razón, sí que necesito tu ayuda.
– Si tu problema es el vértigo, entonces la posición horizontal es el único tratamiento que estoy cualificada para prescribir.
– Estoy buscando a alguien, Veronika; una chica que solía andar por el Casanova.
– ¿Para qué van los hombres al Casanova si no es para buscar a una chica?
– Es una chica en particular.
– Puede que no te hayas dado cuenta, pero ninguna de las chicas del Casanova es nada en particular. -Me lanzó una mirada penetrante, como si de repente desconfiara de mí-. Pensaba que hablabas como los de arriba. Toda esa propaganda sobre los contagios y demás. ¿Trabajas con aquel estadounidense?
– No, soy investigador privado.
– ¿Cómo el Hombre Delgado?
Se echó a reír cuando asentí.
– Pensaba que eso solo era cosa de las películas. Y quieres que yo te ayude con algo que estás investigando, ¿es así?
Volví a asentir.
– No me veo mucho en el papel de Myrna Loy -dijo-, pero te ayudaré si puedo. ¿Quién es esa chica que andas buscando?
– Se llama Lotte. No sé su apellido. Puede que la hayas visto con un tipo llamado König. Lleva bigote y un terrier pequeño.
Veronika asintió lentamente.
– Sí, los recuerdo. En realidad, conozco bastante bien a Lotte. Se llama Lotte Hartmann, pero hace semanas que noaparece por allí.
– ¿No? ¿Sabes dónde está?
– No exactamente. Se fueron a esquiar juntos, Lotte y Helmut König, su schätzi. En algún sitio del Tirol austríaco, me parece.
– ¿Cuándo fue eso?
– No lo sé. Hará dos o tres semanas. Parece que König tiene un montón de dinero.
– ¿Sabes cuándo van a volver?
– No tengo ni idea. Lo que sé es que ella dijo que estaría fuera por lo menos un mes si todo iba bien entre ellos. Conociendo a Lotte, eso significa que dependería de lo bien que él se lo hiciera pasar.
– ¿Estás segura de que va a volver?
– Sería necesaria una avalancha para impedir que Lotte volviera aquí. Es vienesa hasta las orejas; no sabe vivir en otro sitio. Supongo que quieres que tenga los ojos bien abiertos para saber cuándo vuelven.
– Eso es -dije-. Naturalmente, te pagaría.
– No es necesario -dijo encogiéndose de hombros, y apretó la nariz contra la ventana-. La gente que me salva la vida tiene derecho a todo tipo de generosos descuentos.
– Debo advertirte que puede ser peligroso.
– No tienes que decírmelo -dijo con calma-. Conozco a König. Es suave y encantador en el club, pero a mí no me engaña. Es de esos tipos que no se quita las nudilleras metálicas ni para irse a confesar.
Cuando estuvimos de nuevo en tierra firme, utilicé algunos cupones para comprar una bolsa de lingos, unos buñuelos húngaros fritos espolvoreados con ajo, en uno de los tenderetes cercanos a la noria. Después de este modesto almuerzo, cogimos el tren Lilliput hasta el Estadio Olímpico y volvimos paseando por la nieve a través de los bosques de Hauptallee.
Mucho más tarde, cuando volvíamos a estar en su habitación, dijo:
– ¿Sigues estando nervioso?
Tendí la mano hacia sus pechos en forma de calabaza y noté que la blusa estaba húmeda de sudor. Me ayudó a desabotonársela y, mientras yo gozaba del peso de su seno en la mano, se desabrochó la falda. Me aparté para que pudiera quitársela por los pies y cuando la hubo dejado en el respaldo de una silla, la cogí de la mano y la atraje hacia mi.
Durante un breve momento, la abracé con fuerza, disfrutando de su respiración entrecortada y cálida en el cuello, antes de bajar la mano hacia la curva de su trasero, la parte superior de las apretadas medias y luego la suave y fresca carne entre los muslos. Y una vez que ella se las ingenió para desprenderse de la escasa ropa que quedaba para cubrirla, la besé y permití que un intrépido dedo disfrutara de una corta exploración de sus partes ocultas.
En la cama no dejó de sonreír mientras yo trataba lentamente de medir sus profundidades. Al ver sus ojos abiertos, que solo eran soñadores, como si no fuera capaz de olvidar mi satisfacción en su busca de la suya propia, descubrí que estaba demasiado excitado para que me importara mucho más allá de lo que parecía cortés. Cuando, finalmente, ella sintió que la herida que estaba abriendo en ella se volvía más apremiante, levantó los muslos hasta el pecho y, bajando las manos, se abrió con las palmas, como si tensara un trozo de tela para que penetrara la aguja de la máquina de coser, a fin de que me viera periódicamente absorbido con fuerza hacia su interior. Al cabo de un momento, me doblé sobre ella mientras la vida activaba su propulsión independiente y trepidante.
Aquella noche nevó mucho y luego la temperatura cayó hasta las alcantarillas, helando toda Viena, para conservarla para un día mejor. Soñé, no con una ciudad perdurable, sino con la ciudad que iba a venir.