15

Pilcher yacía bajo una enorme losa, igual que un mecánico primitivo que estuviera reparando un eje de piedra neolítico, con las herramientas propias de su oficio, un martillo y un cincel, fuertemente apretadas en sus manos polvorientas y manchadas de sangre. Era casi como si mientras estaba tallando la inscripción en la negra roca, se hubiera detenido un momento para respirar y descifrar las palabras que parecían emerger verticalmente desde su pecho. Pero ningún cantero había trabajado nunca en aquella posición, en ángulo recto con su obra. Y respirar era algo que no volvería a hacer nunca más, porque aunque el pecho humano es una jaula lo bastante resistente para contener a esos animalillos tiernos y activos que son el corazón y los pulmones, resulta aplastada fácilmente por algo tan pesado como media tonelada de mármol pulido.

Parecía un accidente, pero solo había una manera de estar seguro. Dejando a Pichler en el patio donde lo había encontrado, entré en su oficina.

No había retenido mucho de la descripción que el muerto había hecho de su sistema de contabilidad. Para mí, las sutilezas de una contabilidad por partida doble son casi tan útiles como un par de chanclos de cuero. Pero, en tanto que alguien que lleva también un negocio, aunque sea pequeño, tenía unos conocimientos rudimentarios de ese engorroso y exigente sistema en el que se supone que los detalles de un libro deben corresponder con los de otro. Y no hacía falta ser un William Randolph Hearst para ver que los libros de Pilcher habían sido alterados, no por medio de una contabilidad sutil, sino por el sencillo expediente de arrancar un par de páginas. El único análisis financiero que valía algo era que la muerte de Pichler era cualquier cosa menos un accidente.

Preguntándome si el asesino habría pensado en robar el boceto de la lápida del doctor Max Abs, además de las páginas importantes de los libros, volví al patio para intentar encontrarlo. Miré alrededor y, al cabo de unos minutos, descubrí una serie de cartapacios polvorientos apoyados contra una pared del taller, al fondo del patio. Desaté laprimera carpeta y empecé a revisar los dibujos del artesano; trabajaba rápidamente, ya que no tenía ningunas ganas de que me encontraran registrando el local de un hombre que yacía muerto, aplastado, a menos de diez metros de distancia. Y cuando por fin encontré el dibujo que estaba buscando no le eché más que una ojeada rápida antes de doblarlo y metérmelo dentro del bolsillo de la chaqueta.

Cogí un número 71 de vuelta a la ciudad y fui al Café Schwarzenberg, cerca de la terminal de tranvías en el Kärtner Ring. Pedí un café con leche, mitad y mitad, y luego extendí el dibujo sobre la mesa, delante de mí. Era del tamaño aproximado de un desplegable de periódico a doble página, con el nombre del cliente -Max Abs- anotado claramente en una copia de pedido grapada a la derecha, en la parte superior del papel.

La nota para la inscripción decía: consagrado a la memoria de Martin Albers, nacido en 1899. Sufrió martirio el 9 de abril de 1945. Amado por su esposa Leni y sus hijos Manfred y Rolf, ¡mirad! Os revelo un misterio: no moriremos todos, mas todos seremos transformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados (Corintios 15: 51-52).

En el pedido de Max Abs aparecía su dirección, pero aparte del hecho de que el doctor había pagado una lápida a nombre de alguien muerto -¿quizá un cuñado?-, lápida que ahora acababa de causar la muerte del hombre que la había tallado, no me parecía haber averiguado mucho.

El camarero, que llevaba el pelo gris y encrespado alrededor de la parte posterior de la calva cabeza, como si fuera un halo, volvió con la pequeña bandeja de estaño con mi café con leche y el vaso de agua que es costumbre servir con el café en las cafeterías vienesas. Echó una ojeada al dibujo antes de que yo lo doblara para dejar sitio a la bandeja y dijo, con una sonrisa comprensiva: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados».

Le agradecí sus amables palabras y, dándole una generosa propina, le pregunté, primero, desde dónde podía enviarun telegrama y, luego, dónde estaba la Berggasse.

– La oficina central de Telégrafos está en la Börseplatz -respondió-, en el Schottenring. Y encontrará la Berggasse a un par de manzanas de allí, hacia el norte.

Alrededor de una hora más tarde, después de enviar telegramas a Kirsten y a Neumann, subí hasta la Berggasse, que iba desde la prisión donde Becker estaba encerrado hasta el hospital donde trabajaba su novia. Esta coincidencia era más notable que la misma calle, la cual parecía ocupada en su mayor parte por médicos y dentistas. Tampoco me pareció especialmente sorprendente averiguar, a través de la anciana propietaria del edificio cuyo entresuelo Abs había ocupado, que hacía solo unas horas que éste le había comunicado que se marchaba de Viena para siempre.

– Dijo que su trabajo lo requería urgentemente en Munich -explicó la mujer con un tono que me hizo pensar que seguía un poco desconcertada por tan súbita marcha-. O por lo menos, en algún lugar cerca de Munich. Mencionó el nombre, pero me temo que lo he olvidado.

– No sería Pullach, ¿verdad?

Trató de parecer pensativa, pero solo consiguió parecer malhumorada.

– No sé si lo era o no -dijo por fin. Se le aclaró el ceño cuando recuperó su aire bovino habitual-. En cualquier caso, me dijo que me haría saber dónde estaba cuando se hubiera instalado.

– ¿Se llevó todas sus cosas?

– No había mucho que llevarse. Solo un par de maletas. El piso está amueblado, ¿sabe? -Frunció el ceño de nuevo-. ¿Es usted un policía o algo así?

– No, pensaba en el piso.

– Pero ¿por qué no lo ha dicho? Entre, Herr…

– Professor, para ser precisos -dije con lo que traté de que sonara como el tono típicamente puntilloso de los vieneses-. Professor Kurtz. -También existía la posibilidad de que con ese título académico pudiera resultar atractivo para el esnobismo de la mujer-. El doctor Abs y yo tenemos un conocido mutuo, Herr König, que me comentó que le parecía que Herr Doktor estaba a punto de dejar libre un piso excelente en esta dirección.

Pasé al interior siguiendo a la mujer y entré en el enorme vestíbulo que llevaba a una alta puerta cristalera. Al otro lado había un patio donde crecía un solitario plátano. Subimos por la escalera de hierro forjado.

– Espero que perdone mi indiscreción -dije-. La verdad es que no estaba seguro de la fiabilidad de la información de mi amigo. Insistió tanto en que era un piso excelente y, como usted bien sabrá, en estos días, en Viena, es extremadamente difícil encontrar un piso de calidad, digno de un caballero. ¿Conoce usted a Herr König?

– No -respondió con firmeza-. No creo haber visto a ninguno de los amigos del Doktor Abs. Era un hombre muy reservado. Pero su amigo está bien informado. No encontrará un piso mejor por cuatrocientos schillings al mes. Este es un barrio muy bueno. -Al llegar a la puerta del piso bajó la voz-. Y libre por completo de judíos. -Sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y la introdujo en la cerradura de la gran puerta de caoba-. Por supuesto, antes del Anschluss teníamos unos cuantos. Incluso aquí en esta casa. Pero para cuando empezó la guerra, la mayoría ya se habían marchado.

Abrió la puerta y me invitó a entrar.

– Aquí tiene -dijo con orgullo-. Son seis habitaciones en total. No es tan grande como algunos de los pisos que hay en esta calle, pero tampoco es tan caro. Y completamente amueblado, como creo que ya le he dicho.

– Estupendo -dije mirando a mí alrededor.

– Me temo que todavía no he tenido tiempo de limpiarlo -dijo excusándose-. El Doktor Abs dejó mucha basura para tirar. No es que me importe. Me pagó cuatro semanas para compensarme por no haber avisado con antelación. – Señaló una puerta cerrada-. Ahí dentro todavía se pueden ver los daños causados por las bombas. Cayó una incendiaria en el patio cuando vinieron los ivanes, pero van a repararlo todo muy pronto.

– Estoy seguro de que está bien -dije generosamente.

– De acuerdo entonces. Le dejaré que eche una mirada tranquilamente, Professor Kurtz. Para que se familiarice con el sitio. Cuando lo haya visto todo, solo tiene que cerrar con llave y llamar a mi puerta.

Cuando la mujer se marchó deambulé por las habitaciones y vi que, para ser un hombre solo, Abs parecía recibir muchos paquetes CARE, el auxilio norteamericano en todo el mundo, esos paquetes con comida procedentes de Estados Unidos. Conté las cajas de cartón vacías con las iniciales distintivas y la dirección de Broad Street en Nueva York y descubrí que había más de cincuenta.

Parecía más un buen negocio que un auxilio.

Cuando acabé de mirarlo todo le dije a la mujer que estaba buscando algo más grande y le agradecí que me hubiera dejado ver el piso. Luego volví paseando a mi pensión en la Skodagasse.

No hacía mucho que había vuelto cuando llamaron a la puerta.

– ¿Herr Gunther? -dijo el que llevaba los galones de sargento.

Asentí.

– Me temo que tendrá que venir con nosotros, por favor.

– ¿Estoy arrestado?

– Perdone, ¿cómo dice?

Repetí la pregunta en mi vacilante inglés. El PM norteamericano cambió el chicle de un lado al otro de la boca con aire impaciente.

– Se lo explicarán en el cuartel general, señor.

Recogí la chaqueta y me la puse.

– No olvide coger sus papeles, señor, por favor -dijo con una sonrisa cortés-. Nos ahorrará tener que volver.

– Por supuesto -dije cogiendo el sombrero y el abrigo-. ¿Tienen vehículo o vamos a pie?

– La furgoneta está justo delante de la puerta.

La propietaria me miró cuando pasábamos por el vestíbulo. Me sorprendió ver que no parecía alterada en absoluto. Quizá ya estaba acostumbrada a que la Patrulla Internacional se llevara a sus huéspedes. O quizá se dijera que mi habitación la pagaba alguien tanto si dormía en ella como si lo hacía en una celda de la policía.

Subimos a la furgoneta y nos dirigimos hacia el norte. A los pocos metros giramos a la derecha y fuimos hacia el sur por la Lederergasse, alejándonos del centro de la ciudad y del cuartel general de la PMI.

– ¿No vamos a la Kärtnerstrasse? -pregunté.

– No es un asunto de la Patrulla Internacional, señor -explicó el sargento-. Estamos en jurisdicción estadounidense. Vamos al Stiftskaserne, en la Mariahilferstrasse.

– ¿Para ver a quién? ¿A Shields o a Belinsky?

– Ya se lo explicarán…

– … cuando lleguemos allí, ¿verdad?

La entrada al Stiftskasserne, el cuartel general del 796 de la policía militar, una imitación barroca, con sus columnas dóricas, sus grifos y sus guerreros griegos, estaba situada, algo que resultaba un tanto incongruente, entre las dos puertas gemelas de los almacenes Tiller y era parte de un edifìcio de cuatro pisos con fachada a la Mariahilferstrasse. Pasamos por el enorme arco de la entrada, dejamos atrás la parte trasera del edificio principal y cruzamos una plaza de armas hasta llegar a otro edificio, que albergaba un cuartel.

La furgoneta atravesó varios portales y se detuvo frente al cuartel. Me escoltaron al interior y, después de subir un par de tramos de escalera, hasta un despacho grande y luminoso que dominaba una vista impresionante de la torre antiaérea que se levantaba al otro lado del patio.

Shields se levantó de detrás de un escritorio y sonrió como si tratara de impresionar a un dentista.

– Entre, entre, siéntese -dijo como si fuéramos viejos amigos. Miró al sargento-. ¿Ha venido sin causar problemas, Gene? ¿O tuviste que zurrarle la badana a conciencia?

El sargento sonrió ligeramente y murmuró algo que no entendí. No era extraño que nadie entendiera nunca su inglés; los estadounidenses siempre estaban mascando algo.

– Mejor te quedas por aquí, Gene -añadió Shields-. Solo por si tenemos que ponernos duros con este tipo.

Soltó una risita y, subiéndose los pantalones, se sentó frente a mí, con las fuertes piernas bien separadas, como un samurái, salvo que probablemente era dos veces más grande que cualquier japonés.

– Antes de nada, Gunther, tengo que decirle que hay un cierto teniente Canfield, un gilipollas británico de la cabeza a los pies, en el cuartel general internacional al que le gustaría que alguien le ayudara a resolver un problemita que tiene. Parece que un cantero del sector británico ha resultado muerto cuando se le cayó una roca encima de las tetillasLa mayoría, incluyendo el jefe del teniente, piensa que probablemente fue un accidente. Lo que pasa es que el teniente es del tipo concienzudo. Ha leído a Sherlock Holmes y quiere ir a una escuela de detectives cuando deje el ejército. Tiene la teoría de que alguien ha hurgado en los libros del muerto. Bueno, yo no sé si eso es motivo suficiente para matar a nadie, pero sí que recuerdo que le vi entrar a usted en la oficina de Pichler ayer por la mañana, después del funeral del capitán Linden. -Soltó una risa cloqueante-. Joder, lo admito, Gunther. Lo estaba espiando. Vamos, ¿qué me dice?

– ¿Pichler está muerto?

– ¿Qué tal si prueba a decirlo con un tono más sorprendido? «¡No me diga que Pichler está muerto!», o «¡Cielos, no puedo creerlo!». ¿Por casualidad no sabrá lo que le ha pasado, eh, Gunther?

Me encogí de hombros.

– Puede que el trabajo se le estuviera echando encima.

Shields me rió el chiste. Se rió como si hubiera hecho un curso de risa, enseñando todos los dientes, estropeados en su mayoría, dentro de una mandíbula como un guante de boxeo azul, más ancha que la parte superior de su cabeza, de ralo cabello oscuro. Parecía vulgar, como la mayoría de estadounidenses, y de qué manera. Era un hombre grande, musculoso, con una espalda como la de un rinoceronte, y vestía un traje de franela de color marrón claro con unas solapas tan anchas y afiladas como dos alabardas suizas. Su corbata era digna de servir de toldo a la terraza de un café y llevaba unos pesados zapatos Oxford marrones. Los norteamericanos parecen sentir una atracción irresistible por los zapatos resistentes, del mismo modo que los ivanes por los relojes de pulsera; la única diferencia era que, por lo general, los compraban en las tiendas.

– Francamente, me importan un bledo los problemas de ese teniente. Es su patio el que está lleno de mierda, no el mío. Que la barran ellos. No, solo le explico que le conviene colaborar conmigo. Puede que no tenga nada que ver con la muerte de Pichler, pero estoy seguro de que no querrá malgastar todo un día explicándoselo al teniente Canfield. Así que si me ayuda, yo le ayudaré. Me olvidaré de haberlo visto en el taller de Pichler. ¿Comprende lo quele digo?

– Su alemán no deja nada que desear -dije. De cualquier modo, me chocó la rabia con que atacaba el acento, lanzándose contra las consonantes con un nivel de precisión teatral, casi como si considerara que era un idioma que necesitara hablarse con crueldad-. Supongo que no importaría que le dijera que no sé nada en absoluto sobre lo que le ha pasado a Herr Pilcher.

Shields se encogió de hombros, como excusándose.

– Como ya le he dicho, es un problema británico, no mío. Puede que usted sea inocente, pero, como le digo, seguro que sería un coñazo explicárselo a esos británicos. Le juro que creen que todos ustedes, los boches, son unos nazis hijos de puta.

Levanté las manos rindiéndome.

– Bien, entonces, ¿en qué puedo ayudarlo?

– Bueno, cuando supe que antes de ir al entierro del capitán Linden había visitado a su asesino en la cárcel, no pude controlar mi natural inquisitivo. -Su tono se hizo más penetrante-. Venga ya, Gunther. Quiero saber qué diablos está pasando entre usted y Becker.

– Doy por supuesto que conoce la versión de Becker.

– Como si la tuviera grabada en mi pitillera.

– Bueno, Becker se la cree. Y me paga para que la investigue y, eso espera, demuestre que es cierta.

– Dice que está investigando. Entonces, ¿eso en qué lo convierte?

– En un investigador privado.

– ¿Un sabueso? Vaya, vaya. -Se inclinó hacia adelante y, cogiendo el borde de mi chaqueta, palpó la tela entre los dedos. Fue una suerte que no hubiera hojas de afeitar cosidas en aquella chaqueta en particular-. No, no me lo trago. No es lo bastante cobista.

– Cobista o no, es la verdad. -Saqué la cartera y le mostré mi carné de identidad. Y luego mi vieja placa de la policía-. Antes de la guerra estaba en la policía de Berlín. Seguro que no tengo que decirle que Becker también estaba allí. De eso lo conozco. -Saqué los cigarrillos-. ¿Le importa si fumo?

– Fume, pero sin dejar de mover los labios.

– Bueno, después de la guerra no quise volver a la policía. El cuerpo estaba lleno de comunistas. -Al decir esto, lanzaba un mensaje. No conocía a un solo estadounidense a quien le gustara el comunismo-. Así que monté mi propio negocio. En realidad, a mediados de los treinta estuve un tiempo fuera del cuerpo y entonces también trabajé por mi cuenta. Así que no soy exactamente nuevo en este juego. Con tantas personas desplazadas desde la guerra, la mayoría de la gente necesita un poli honrado. Créame, gracias a los ivanes, en Berlín somos muy pocos.

– Sí, bueno, aquí pasa lo mismo. Como los soviets llegaron aquí primero, colocaron a su gente en los puestos más importantes de la policía. Las cosas están tan mal que el gobierno austríaco tuvo que acudir al jefe de los bomberos de Viena cuando buscaba un hombre recto para subcomisario de policía. -Movió la cabeza, incrédulo-. Así que es usted uno de los antiguos compañeros de Becker. ¿Qué te parece? Por todos los demonios, ¿qué clase de policía era?

– De la clase corrupta.

– No me extraña que este país ande tan mal. Supongo que también estuvo usted en las SS.

– Durante poco tiempo. Cuando averigüé lo que estaba pasando, pedí que me trasladaran al frente. Algunos lo hicieron, ¿sabe?

– No los suficientes. Por ejemplo, su amigo no lo hizo.

– No es exactamente mi amigo.

– Entonces, ¿por qué aceptó el caso?

– Necesitaba el dinero. Y necesitaba alejarme de mi mujer durante un tiempo.

– ¿Le importa decirme por qué?

Hice una pausa al darme cuenta de que era la primera vez que hablaba de ello.

– Se ha estado viendo con otro. Uno de sus compañeros oficiales. Pensé que si yo me iba por un tiempo, ella quizá decidiera qué era más importante: su matrimonio o ese schätzi suyo.

Shields asintió y luego gruñó comprensivo.

– Naturalmente, todos sus papeles están en orden.

– Naturalmente -dije, se los di y observé cómo examinaba mi carné de identidad y mi pase rosa.

– Veo que ha entrado por la zona rusa. Para alguien a quien no le gustan los ivanes, debe tener algunos contactos muy buenos en Berlín.

– Solo unos cuantos poco honrados.

– Rusos poco honrados.

– ¿Qué otra clase hay? Claro que tuve que untar a algunas personas, pero los documentos son auténticos.

Shields me los devolvió.

– ¿Lleva su Fragebogen encima?

Busqué mi certificado de desnazificación en la cartera y se lo di. Le echó una ojeada, sin ningunas ganas de leer las 133 preguntas y respuestas que había.

– Exonerado, ¿eh? ¿Cómo es que no lo clasificaron como delincuente? Todos los SS eran arrestados automáticamente.

– Vi el final de la guerra en el ejército. En el frente ruso. Y, como ya le he dicho, hice que me trasladaran fuera de las SS.

Shields resopló y me devolvió la Fragebogen.

– No me gustan las SS -dijo con un gruñido.

– Ya somos dos.

Shields contempló el enorme anillo de una fraternidad que adornaba con poca elegancia uno de sus bien almohadillados dedos.

– Comprobamos la historia de Becker, ¿sabe? No había nada cierto en ella -dijo.

– No estoy de acuerdo.

– ¿Y qué le hace pensar eso?

– ¿Cree que estaría dispuesto a pagarme cinco mil dólares para husmear por ahí, si su historia fuera solo palabrería?

– ¿Cinco mil? -Shields soltó un silbido.

– Vale la pena, si estás con la soga al cuello.

– Claro. Bueno, quizá pueda probar que el tipo estaba en algún otro sitio cuando lo cogimos. Quizá pueda encontrar algo que convenza al juez de que sus amigos no dispararon contra nosotros o de que él no llevaba encima la pistola que mató a Linden. ¿Tiene alguna idea brillante, sabueso, por ejemplo, como la que le llevó a ver a Pichler?

– Era un nombre que Becker recordó haber oído a alguien en Reklaue and Werbe Zentrale.

– ¿A quién?

– A Max Abs.

Shields asintió, reconociendo el nombre.

– Diría que fue él quien mató a Pichler. Es probable que fuera a verlo poco después que yo y averiguara que alguien que decía ser amigo suyo había estado haciendo preguntas. Puede que Pichler le contara que me había dicho que volviera al día siguiente. Así que, antes de que lo hiciera, Abs lo mató y se llevó todos los papeles donde aparecíasu nombre y dirección. O eso pensaba. Se olvidó algo que me llevó hasta esa dirección. Solo que, cuando llegué, ya se había largado. Según la propietaria, ahora estará a medio camino de Munich. ¿Sabe, Shields?, no sería mala idea que hiciera que alguien lo estuviera esperando cuando bajara de ese tren.

Shields se acarició la mal afeitada cara.

– Bien mirado, puede que no sea mala idea.

Se levantó y fue hasta detrás de su escritorio, donde cogió el teléfono y procedió a hacer una serie de llamadas, pero utilizando un vocabulario y un acento que no pude comprender. Cuando por fin colgó el aparato en la horquilla, miró la hora en su reloj y dijo:

– El tren de Munich tarda once horas y media, así que hay tiempo de sobra para asegurarnos de que reciba una cálida bienvenida cuando llegue.

Sonó el teléfono. Shields contestó, mirándome fijamente, con la boca abierta y sin parpadear, como si no hubiera creído mucho de mi historia. Pero cuando colgó el teléfono por segunda vez, sonreía.

– Una de mis llamadas ha sido al Centro de Documentación de Berlín -dijo-. Estoy seguro de que sabe qué es y que Linden trabajaba allí.

Asentí.

– Les he preguntado si tenían algo de ese Max Abs. Han sido ellos los que acaban de llamar. Parece que también fue de las SS. No es que lo busquen por crímenes de guerra, pero de todos modos es una gran coincidencia, ¿no le parece? Usted, Becker, Abs, todos viejos alumnos del pequeño y selecto círculo universitario de Himmler.

– Una coincidencia, eso es lo único que es -dije cansado.

Shields volvió a sentarse en la silla.

– ¿Sabe?, estoy totalmente dispuesto a creer que Becker sólo apretó el gatillo contra Linden y que su organización, la de usted, lo quería muerto porque había descubierto algo sobre ustedes.

– Ah, ¿y qué organización es esa? -dije sin mucho entusiasmo por la teoría de Shields.

– El movimiento clandestino Werewolf.

Me di cuenta de que me estaba riendo a carcajadas.

– ¿Esa vieja historia de la quinta columna nazi? ¿Los fanáticos que siguen escondidos para continuar una guerra deguerrillas contra nuestros conquistadores? Debe de estar de broma, Shields.

– ¿Qué es lo que no le gusta?

– Bueno, para empezar llegan un poco tarde. La guerra terminó hace tres años. Sin duda, ustedes los norteamericanos se han tirado ya a bastantes de nuestras mujeres como para saber que nunca hemos tenido intención de cortarles el cuello en la cama. El movimiento clandestino Werewolf… -Sacudí la cabeza con desdén-. Pensaba que era algo que su gente de la inteligencia se había inventado. Pero tengo que decir que nunca pensé que alguien se creyera de verdad esa mierda. Mire, puede que Linden descubriera algo sobre un par de criminales de guerra y puede que ellos quisieran quitarlo de enmedio. Pero no los hombres lobo. A ver si encontramos algo un poco más original, ¿eh?

Encendí otro cigarrillo y observé que Shields asentía y reflexionaba sobre lo que yo le había dicho.

– ¿Qué dice el Centro de Documentación de Berlín sobre el trabajo de Linden? -pregunté.

– Oficialmente, solo era un oficial de enlace del Crowcass -el registro central de crímenes de guerra y sospechosos de espionaje del ejército de Estados Unidos-. Insisten en que Linden era solo un administrador y no un agente de campo. Pero claro, si estuviera trabajando en espionaje, tampoco nos lo dirían. Tienen más secretos que la superficie de Marte. -Se levantó de detrás del escritorio y fue hasta la ventana-. ¿Sabe?, el otro día tuve entre las manos un informe que decía que dos de cada mil austríacos espiaban para los soviéticos. Mire, Gunther, en esta ciudad hay más de 1,8 millones de personas, lo cual significa que si el Tío Sam tuviera tantos espías como el Tío Pepe, habría más de siete mil justo delante de mi puerta. Por no hablar de lo que están haciendo los británicos y los franceses, o de lo que prepara la policía estatal de Viena; me refiero a la policía política dominada por los comunistas, no a la policía vienesa corriente, aunque también son un puñado de comunistas. Y hace solo unos meses se infiltró en Viena todo un grupo de policías húngaros para secuestrar o asesinar a unos cuantos de sus disidentes nacionales.

Se apartó de la ventana y volvió a sentarse frente a mí. Agarrando el respaldo de la silla como si estuviera pensando en levantarlo y estampármelo contra la cabeza, suspiró y dijo:

– Lo que trato de decir, Gunther, es que estamos en una ciudad podrida. Me parece que Hitler dijo que era una perla. Bueno, querría decir una cuenta amarilla y gastada como el último diente que le queda a un perro muerto. Francamente, miro por la ventana y veo tantas cosas que valgan la pena en esta ciudad como veo el azul del cielo cuando meo en el Danubio.

Shields se enderezó. Luego se inclinó hacia adelante y, agarrándome por las solapas de la chaqueta, me hizo poner en pie.

– Viena me decepciona, Gunther, y eso hace que me sienta mal. No haga lo mismo, compañero. Si da con algo que yo creo que tendría que saber y no viene a decírmelo, me sentiré muy ofendido. Puedo pensar en cien buenas razones para sacar su culo a patadas de esta ciudad incluso cuando estoy de buen humor, como ahora. ¿Hablo claro?

– Como el agua.

Le aparté las manos de mi chaqueta y me la alisé en los hombros. A medio camino de la puerta me detuve y dije:

– ¿Esta nueva cooperación con la policía militar estadounidense llega hasta retirarme al tipo que ha hecho que me siguiera?

– ¿Le sigue alguien?

– Lo hacía hasta que anoche le aticé.

– Estamos en una ciudad muy rara, Gunther. A lo mejor es que usted le gustaba.

– Seguro que fue por eso por lo que di por sentado que trabajaba para usted. El hombre es norteamericano y se llama John Belinsky.

Shield negó con la cabeza, con una mirada inocente en los ojos.

– Nunca había oído hablar de él. Se lo prometo, nunca he ordenado que le sigan. Si alguien le sigue, no tiene nada que ver con este despacho. ¿Sabe qué tendría que hacer?

– Sorpréndame.

– Volver a casa, a Berlín. Aquí no se le ha perdido nada.

– Quizá sí que tendría que hacerlo, lo que pasa es que no estoy seguro de que allí haya nada. Esa era una de las razones por las que he venido, ¿se acuerda?

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