Según todas las guías, a los vieneses les gusta bailar casi con tanta pasión como les gusta la música. Pero todos esos libros se escribieron antes de la guerra, y era evidente que sus autores no habían pasado toda una noche en el Club Casanova de la Dorotheergasse. La dirección de la banda era tal que te hacía pensar en la más ignominiosa retirada, y el torpe pisoteo inspirado en Terpsícore se parecía a la imitación de un oso polar encerrado en una jaula demasiado pequeña. Para encontrar pasión tenías que mirar el hielo que se rendía ruidosamente al alcohol de tu vaso.
Después de una hora en el Casanova me sentía tan irritado como un eunuco en un baño lleno de vírgenes. Recomendándome paciencia, me recosté en mi reservado de terciopelo y satén rojo y contemplé tristemente los cortinajes de tienda india que colgaban del techo. Lo último que podía hacer, a menos que quisiera acabar como los dos amigos de Becker (dijera él lo que dijera, a mí no me quedaban muchas dudas de que estaban muertos) era dar vueltas por aquel sitio preguntando a los habituales si conocían a Helmut König o quizá a su novia Lotte.
Con aquella decoración tan ridiculamente lujosa, el Casanova no parecía el tipo de sitio que un alma pusilánime habría preferido evitar. No había esmóquines extragrandes en la puerta ni nadie por allí con aspecto de llevar algo más letal que un palillo de plata, y los camareros eran todos loablemente atentos. Si König había dejado de frecuentar el local no era porque tuviera miedo a que le metieran los dedos en el bolsillo.
– ¿Ya ha empezado a girar?
Era una chica alta, despampanante, con ese tipo de cuerpo exuberante que habría podido adornar un fresco italiano del siglo XVI: toda pechos, vientre y trasero.
– El techo -explicó, moviendo la boquilla en vertical hacia arriba.
– Todavía no.
– Entonces podrías invitarme a tomar algo -dijo, y se sentó a mi lado.
– Empezaba a preocuparme que no aparecieras.
– Lo sé, soy el tipo de chica con la que llevas tiempo soñando. Bueno, pues aquí estoy.
Llamé al camarero y dejé que ella pidiera un whisky con soda.
– No soy de los que sueñan mucho -le dije.
– Vaya, eso sí que es una lástima, ¿no? -dijo encogiéndose de hombros.
– Y tú, ¿con qué sueñas?
– Mira -dijo, moviendo la cabeza y haciendo oscilar su cabello castaño, largo y brillante-, estamos en Viena. No puedes ir por ahí describiendo tus sueños a cualquiera. Nunca se sabe, podrían decirte exactamente lo que significan y entonces, ¿qué pasaría?
– Suena casi como si tuvieras algo que ocultar.
– No veo que tú vayas por ahí como un hombre-anuncio. La mayoría de la gente tiene algo que ocultar. Especialmente en estos tiempos. Sobre todo lo que tienen en la cabeza.
– Bueno, un nombre no parece demasiado difícil. El mío es Bernie.
– ¿Diminutivo de Bernhard, como el perro que rescata a los montañeros?
– Más o menos. Que me dedique a rescatar o no depende de la cantidad de coñac que lleve encima. No soy tan fiel cuando voy cargado.
– No he conocido nunca a ningún hombre que lo fuera. -Señaló con la cabeza mi cigarrillo-. ¿Puedes darme uno de esos?
Le pasé el paquete y la observé mientras colocaba uno en la boquilla.
– No me has dicho cómo te llamas -dije encendiendo un fósforo con la uña.
– Veronika, Veronika Zartl. Es un placer conocerte. No me parece haber visto tu cara por aquí antes. ¿De dónde eres? Tu acento es de un pifke.
– De Berlin.
– Me lo parecía.
– ¿Hay algo malo en ello?
– No si te gustan los pifkes. Da la casualidad de que a la mayoría de los austríacos no les gustan. -Hablaba con el acento lento, casi campesino, que parecía típico de los vieneses modernos-. Pero a mí no me importa. A veces me confunden con una pifke. Eso es porque no quiero hablar como los demás. -Soltó una risita-. Es tan divertido oír a un abogado o un dentista hablar como si fuera un tranviario o un minero solo para que no lo confundan con un alemán.En su mayoría, solo lo hacen en las tiendas, para estar seguros de que reciben el buen servicio al que todos los austríacos creen tener derecho. Tienes que probarlo, Bernie, y verás cómo cambia la forma en que te tratan. El vienés es bastante fácil, ¿sabes? Solo tienes que hablar como si mascaras algo y añadir «ss» al final de todo lo que digas. Hábiles, ¿verdad?
El camarero volvió con la bebida y ella la miró con cierta desaprobación.
– Sin hielo -murmuró mientras yo ponía un billete en la bandeja de plata y dejaba el cambio ante la ceja interrogativamente enarcada de Veronika.
– Con una propina así, debes estar pensando en volver por aquí.
– No se te pasa nada por alto, ¿verdad?
– ¿Es así? Que piensas en volver, quiero decir.
– Puede que sí. Pero ¿siempre está así? Hay tanto movimiento como en una chimenea vacía.
– Espera hasta que se llene y entonces desearás que vuelva a estar como ahora.
Bebió un sorbo y se apoyó en el asiento de terciopelo rojo y oro, acariciando la tapicería de satén que cubría la pared de nuestro reservado con la palma de la mano extendida.
– Tendrías que agradecer la tranquilidad -me dijo-. Nos da la oportunidad de conocernos. Igual que aquellas dos. – Hizo un ademán significativo con la boquilla hacia una pareja de chicas que estaban bailando juntas. Con su ropa chabacana, sus moños apretados y sus chillones collares de pasta parecían un par de caballos de circo. Al cruzarse sus miradas con la de Veronika sonrieron y luego se relincharon mutuamente una pequeña confidencia al oído, a una cierta distancia, para no estropearse el peinado.
Las observé mientras giraban en pequeños círculos elegantes.
– ¿Amigas tuyas?
– No exactamente.
– ¿Están… juntas?
Se encogió de hombros.
– Solo si aceptas que les merezca la pena. -Expulsó un poco de humo por la respingona nariz, riendo al mismotiempo-. Están proporcionando un poco de ejercicio a sus tacones altos, eso es todo.
– ¿Quién es la más alta?
– Ibolya. Significa «violeta» en húngaro.
– ¿Y la rubia?
– Mitzi. -Veronika estaba un poco molesta cuando dijo el nombre de la segunda chica-. A lo mejor preferirías hablar con ellas. -Sacó su maquillaje compacto y observó atentamente el carmín de los labios en el diminuto espejo-. En cualquier caso, me esperan pronto en casa. Mi madre empezará a preocuparse.
– No hay ninguna necesidad de jugar a la Caperucita Roja conmigo -le dije-. Los dos sabemos que a tu madre no le importa que te salgas del sendero y cruces el bosque. Y en cuanto a esas dos luciérnagas de allí, uno puede mirar los escaparates, ¿o no?
– Claro, pero no es necesario pegar la nariz al cristal. No cuando estás conmigo, en todo caso.
– Me parece, Veronika, que no te costaría mucho parecer una esposa. Con franqueza, no es la clase de cosas que empujan a un hombre hasta un sitio como este. -Le sonreí para que viera que seguía cayéndome bien-. Y entonces llegas tú con el rodillo de amasar en la voz. Es algo que podría devolver a cualquiera al sitio donde estaba antes de entrar por la puerta.
Me devolvió la sonrisa.
– Me parece que tienes razón -dijo.
– ¿Sabes? Me parece que eres nueva en este tipo de asuntos.
– Por Dios -dijo, y la sonrisa empezó a volverse amarga-, ¿no lo somos todos?
Salvo porque estaba cansado, quizá me habría quedado un poco más en el Casanova, incluso podría haberme ido a casa con Veronika. En lugar de ello, le di el paquete de cigarrillos en pago por su compañía y le dije que volvería al día siguiente.
Ya bien entrada la noche en la ciudad, no era el mejor momento para comparar Viena con cualquier otra metrópoli, con la posible excepción de la ciudad perdida de la Atlántida. He visto un paraguas comido por las polillas quedarse más tiempo abierto que Viena. Veronika me había explicado, mientras nos bebíamos varias copas más, quelos austríacos preferían pasar la noche en casa, pero que cuando decidían salir de juerga, empezaban temprano, tan temprano como las seis o las siete; lo cual me dejaba volviendo lentamente hacia la Pensión Caspian, por una calle desierta, cuando solo eran las diez y media, con la única compañía de mi propia sombra y el sonido de mis pasos zigzagueantes.
Después de la enrarecida atmósfera de Berlín, el aire de Viena sabía tan puro como la canción de los pájaros. Pero era una noche fría y, tiritando dentro del abrigo, apresuré el paso, sintiendo desagrado por el silencio y recordando la advertencia de Liebl sobre la predilección de los soviéticos por los secuestros nocturnos.
Sin embargo, al mismo tiempo, al cruzar la Heldenplatz en dirección al Volksgarten y más allá del Ring, Josefstadt y mi pensión, era fácil darte cuenta de que estabas pensando en los ivanes. Incluso tan lejos del sector soviético como estaba, había abundante evidencia de su omnipresencia. El Palacio Imperial de los Habsburgo era uno de los muchos edificios públicos del centro de aquella ciudad administrada por fuerzas internacionales ocupado por el Ejército Rojo. Encima de la puerta principal había una estrella roja colosal, en el centro de la cual se veía una foto de Stalin de perfil, contrastando con otra significativamente más borrosa de Lenin.
Fue cuando pasaba al lado del Kunsthistorische Museum en ruinas cuando noté que había alguien detrás de mí, alguien que se ocultaba entre las sombras y los montones de escombros. Me detuve, miré alrededor y no vi nada. Luego, a unos treinta metros, junto a una estatua de la que solo quedaba el torso, parecida a algo que, en una ocasión, había visto en un cajón del depósito de cadáveres, oí un ruido y un momento después vi cómo rodaban algunas piedrecitas por el alto terraplén de los escombros.
– ¿Te sientes un poco solo? -chillé, lo bastante bebido para no sentirme estúpido al hacer aquella pregunta tanridícula. La voz resonó contra el lateral del museo en ruinas-. Si lo que te interesa es el museo, hemos cerrado. Las bombas, ¿sabes?, esas cosas horribles. -No hubo respuesta y me eché a reír-. Si eres un espía, tienes suerte. Esa es la profesión que hay que tener, especialmente si eres vienés. No tienes que creer en mi palabra; me lo ha dicho uno de los ivanes.
Sin dejar de reír, me di media vuelta y seguí andando. No me molesté en ver si me seguían, pero al entrar en la Mariahilferstrase, volví a oír pasos cuando me paré a encender un cigarrillo.
Como te diría cualquiera que conociera Viena, aquella no era exactamente la ruta más directa para ir a la Skodagasse. Yo mismo me lo dije. Pero había una parte de mí, probablemente la que estaba más afectada por el alcohol, que quería averiguar con obstinación quién me seguía y por qué.
El centinela estadounidense que hacía guardia delante del Stiftskaserne estaba pasando frío. Me observó atentamente mientras pasaba por el otro lado de la vacía calle y pensé que quizá incluso reconociera que el hombre que me seguía era un compatriota y miembro de la sección de Investigaciones Especiales de su propia policía militar. Es probable que estuvieran en el mismo equipo de béisbol o en cualquier juego que los soldados norteamericanos practicaran cuando no estaban comiendo o corriendo detrás de las mujeres.
Algo más arriba de la cuesta de la ancha calle eché una mirada a mi izquierda y, a través de un portalón, vi un estrecho pasaje cubierto que parecía llevar, bajando varios tramos de escalones, a una calle lateral. Instintivamente me escondí en el interior. Quizá Viena no gozara de una vida nocturna fabulosa, pero era perfecta para cualquiera que fuera a pie. Alguien que supiera moverse por las calles y las ruinas, que recordara los pasajes más convenientes, ofrecería, pensé, incluso al cordón de policía más esforzado, una caza mejor que Jean Valjean.
Delante de mí, fuera de mi vista, alguien más bajaba los escalones y, pensando que mi perseguidor quizáconfundiera sus pasos con los míos, me pegué a la pared y lo esperé en la oscuridad.
Al cabo de menos de un minuto, oí el ruido cada vez más cercano de alguien que corría ágilmente. Luego los pasos se detuvieron en lo alto del pasaje mientras trataba de decidir si era seguro o no entrar detrás de mí. Al oír los pasos del otro hombre, empezó a avanzar.
Salí de las sombras y le di un fuerte puñetazo en el estómago -tan fuerte que pensé que tendría que agacharme para recuperar los nudillos- y mientras jadeaba tratando de recuperar el aliento, le saqué la chaqueta de los hombros y la bajé para inmovilizarle los brazos. No llevaba armas, así que le cogí la cartera del bolsillo y extraje un carné de identidad.
– Capitán John Belinsky -leí-, del 430 del CIC de Estados Unidos. ¿Y eso qué es? ¿Eres un amigo de Shields?
El hombre se sentó lentamente.
– Que te jodan, boche -dijo con rabia.
– ¿Tienes órdenes de seguirme? -Le tiré el carné encima de las piernas y registré los otros compartimientos de la cartera-. Porque será mejor que pidas otro destino, Johnny. No vales mucho para este tipo de cosas; he visto bailarinas de striptease que llaman menos la atención que tú.
No había mucho interesante en el billetero: algunos billetes pequeños de dólar, unos cuantos schillings austríacos, una entrada para el cine Yanqui, algunos sellos, una tarjeta con un número de habitación del Hotel Sacher y la fotografia de una chica.
– ¿Has acabado? -preguntó en alemán.
Le tiré la cartera.
– Es guapa esa chica que llevas ahí, Johnny -dije-. ¿A ella también la perseguiste? A lo mejor tendría que darte una foto mía. Con la dirección al dorso, para que te resultara más fácil.
– Que te jodan, boche.
– Johnny -dije, empezando a subir los escalones hacia la Mariahilferstrasse-, apuesto a que eso se lo dirás a todas.