27

Era tarde cuando volvimos del Melodies, un club nocturno en el Bezirk 1. Belinsky aparcó frente a mi pensión, y cuando yo bajaba del coche una mujer salió rápidamente de entre las sombras de un portal cercano. Era Veronika Zartl. Le sonreí apenas, ya que había bebido demasiado para querer compañía.

– Gracias a Dios que has venido -dijo-. Llevo horas esperando.

Luego se sobresaltó al oír el comentario obsceno de Belinsky desde dentro del coche.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– Necesito que me ayudes. Hay un hombre en mi habitación.

– Pues vaya novedad.

Veronika se mordió el labio.

– Está muerto, Bernie. Tienes que ayudarme.

– No sé qué puedo hacer yo -dije dubitativo, deseando que nos hubiéramos quedado un poco más en el Melodies y diciéndome para mis adentros que una chica no tendría que fiarse de nadie en estos tiempos.

A ella le dije:

– ¿Sabes?, es trabajo de la policía.

– No puedo llamar a la policía -gimió impaciente-. Eso significaría la brigada Antivicio, la policía criminal austríaca, los funcionarios de la salud pública y un interrogatorio. Probablemente perdería mi habitación, todo. ¿Es que no lo comprendes?

– Está bien, está bien… ¿Qué ha pasado?

– Me parece que ha tenido un ataque al corazón -dijo bajando la cabeza-. Siento molestarte, pero no puedo acudir a nadie más.

Me maldije de nuevo y luego metí la cabeza en el coche de Belinsky.

– La señora necesita nuestra ayuda -gruñí sin mucho entusiasmo.

– Eso no es lo único que necesita -dijo.

Pero puso en marcha el motor y añadió:

– Venga, subid, vosotros dos.

Condujo hasta la Rotenturmstrasse y aparcó frente al edificio bombardeado donde Veronika tenía su habitación. Cuando bajamos del coche, señalé al otro lado de los guijarros oscurecidos de la Stephansplatz, a la catedral parcialmente reconstruida.

– Mira a ver si encuentras una lona por allí -le dije a Belinsky-. Yo subiré a echar una mirada. Si encuentras algo que nos sirva, tráelo al segundo piso.

Estaba demasiado borracho para discutir. En lugar de ello, se dirigió obedientemente hacia el andamiaje de la catedral mientras yo daba media vuelta y seguía a Veronika escaleras arriba.

Un hombre grande, del color de la langosta y de unos cincuenta años yacía muerto en la gran cama de roble. Es muy corriente vomitar en los casos de un fallo cardíaco de tipo congestivo. Y el vómito le cubría la boca y la nariz como si fuera una grave quemadura solar. Puse los dedos en el pegajoso cuello del hombre.

– ¿Cuánto hace que está aquí?

– Tres o cuatro horas.

– Es una suerte que lo dejaras tapado -le dije-. Cierra la ventana. -Aparté la ropa de la cama del cuerpo y empecé a levantar la parte superior del torso-. Échame una mano -ordené.

– ¿Qué estás haciendo?

Me ayudó a doblar el torso por encima de las piernas como si tratáramos de cerrar una maleta excesivamente llena.

– Mantengo en forma a este cabrón -le dije-. Un poco de quiropráctica debería retrasar la rigidez para que nos resulte más fácil meterlo y sacarlo del coche. -Apreté con fuerza en la nuca y luego, resoplando debido al esfuerzo, lo empujé para recostarlo de nuevo en las almohadas sembradas de vómito-. Este tipo ha estado consiguiendo cupones extra para comida -dije tomando aire-. Debe de pesar más de cien kilos. Es una suerte que tengamos a Belinsky para ayudarnos.

– ¿Belinsky es policía? -preguntó.

– Más o menos -dije-, pero no te preocupes, no es el tipo de poli que se interesa mucho por las cifras del crimen. Belinsky tiene cosas más importantes que hacer. Caza criminales de guerra nazis.

Empecé a doblarle los brazos y las piernas al muerto.

– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó como si sintiera náuseas.

– Tirarlo a las vías del tren. Desnudo como está, parecerá que los ivanes le dieron una pequeña fiesta y luego lo tiraron de un tren. Con un poco de suerte, el expreso le pasará por encima y le proporcionará un buen disfraz.

– Por favor, no… -dijo con voz débil-. Se portó muy bien conmigo.

Cuando acabé con el cuerpo me puse en pie y me enderecé la corbata.

– Es un trabajo duro cuando solo has cenado vodka. Pero ¿dónde coño está Belinsky?

Al ver la ropa del hombre pulcramente colocada en el respaldo de una silla en el comedor, al lado de los grasientos visillos, pregunté:

– ¿Has mirado qué hay en los bolsillos?

– No, claro que no.

– Sí que eres nueva en este juego, ¿eh?

– No comprendes nada. Era amigo mío.

– Evidentemente -dijo Belinsky al entrar. Llevaba un trozo de tela blanca-. Me temo que esto es todo lo que he podido encontrar.

– ¿Qué es?

– Un mantel de altar, me parece. Lo encontré en un armario dentro de la catedral. No parecía que lo estuvieran usando.

Le dije a Veronika que ayudara a Belinsky a envolver a su amigo en la tela mientras yo registraba los bolsillos.

– Se le da muy bien -le dijo Belinsky-. Una vez me registró los bolsillos cuando yo todavía respiraba. Dime, cariño, ¿tú y tu gordo amigo lo estabais haciendo cuando lo alcanzó la guadaña?

– Déjala en paz, Belinsky.

– Benditos son los muertos que mueren en Dios -dijo con su risita cloqueante-, pero yo, yo confío morir en una mujer divina.

Abrí la billetera del muerto y dejé caer un montón de billetes de dólar y schillings encima del tocador.

– ¿Qué estás buscando? -preguntó Veronika.

Si voy a hacer desaparecer el cuerpo de alguien, al menos quiero saber algo más de él que el color de su ropa interior.

– Se llamaba Karl Heim -dijo en voz baja.

Encontré su tarjeta profesional.

– Doctor Karl Heim -dije-. Dentista, ¿eh? ¿Era él el que te conseguía la penicilina?

– Sí.

– Un hombre al que le gustaba tomar precauciones, ¿verdad? -murmuró Belinsky-. A juzgar por el aspecto de esta habitación, comprendo por qué. -Señaló con un gesto el dinero del tocador-. Será mejor que te quedes con ese dinero, preciosa. Consigue un nuevo decorador.

Había otra tarjeta profesional en la cartera de Heim.

– Belinsky -dije-. ¿Has oído hablar de un tal mayor Jesse P. Breen, de algo llamado Proyecto de Investigación de Antecedentes de las Personas Desplazadas?

– Claro que sí -dijo, viniendo hasta donde yo estaba y cogiéndome la tarjeta de las manos-. Es una sección especial del 430. Breen es el oficial de enlace local del CIC con la Org. Si alguno de los hombres de la Org se mete en problemas con la policía militar de Estados Unidos, se supone que Breen los ayudará a arreglarlo. Bueno, a menos que sea algo muy grave, como el asesinato. Y no me extrañaría que también fuera capaz de arreglar eso, siempre quela víctima no fuera ni un norteamericano ni un inglés. Parece que nuestro gordo amigo podría ser uno de tus viejos camaradas, Bernie.

Mientras Belinsky hablaba, registré rápidamente los bolsillos de los pantalones de Heim y encontré unas llaves.

– En ese caso, sería una buena idea que tú y yo echáramos una ojeada a la consulta del buen doctor -dije-. Me da en la nariz que quizá encontremos algo interesante allí.

Tiramos el cuerpo desnudo de Heim en un tramo tranquilo de las vías del tren cerca de la Ostbahnhof, en el sector ruso de la ciudad. Yo quería marcharme lo más rápidamente posible, pero Belinsky insistió en quedarse en el coche y esperar hasta ver cómo el tren acababa nuestro trabajo. Al cabo de unos quince minutos, un mercancías con destino a Budapest y Oriente llegó traqueteando y el cadáver de Heim se perdió bajo sus muchos cientos de pares de ruedas.

– Porque toda la carne es hierba -recitó Belinsky-, y toda su importancia es como la flor de los campos: la hierba se mustiará y la flor se marchitará.

– Corta ya, ¿quieres? -dije-. Me pones nervioso.

– Pero las almas de los justos están en manos de Dios y ningún tormento las tocará. Como tú digas, boche.

– Vámonos -dije-, larguémonos de aquí.

Fuimos hacia el norte hasta Währing, en el Bezirk 18, y una elegante casa de tres plantas en la Türkenschanzplatz, al lado de un parque de buen tamaño dividido por una pequeña línea de ferrocarril.

– Podríamos haber tirado a nuestro pasajero aquí -dijo Belinsky-, a su propia puerta. Y nos hubiéramos ahorrado el viaje al sector ruso.

– Este es el sector estadounidense -le recordé-. La única manera de que te echen de un tren aquí es que viajes sin billete; incluso entonces esperan a que el tren pare.

– Así es como hace las cosas el Tío Sam, ya sabes. No, tienes razón, Bernie. Le irá mejor con los ivanes. No sería la primera vez que tiran a uno de los nuestros de un tren. Lo que no me gustaría nada es trabajar de guardavías allí; corres un terrible peligro.

Dejamos el coche y anduvimos hacia la casa.

No se veían señales de que hubiera nadie dentro. Por encima de la amplia y dentada sonrisa de una corta valla demadera, las oscuras ventanas de la casa estucada de blanco nos devolvían la mirada como si fueran las cuencas vacías de una enorme calavera. Una placa de bronce deslustrada en el pilar de la verja que, con la típica exageración vienesa, exhibía el nombre del doctor Karl Heim, especialista en ortodoncia, por no hablar de la mayoría de letras del alfabeto que lo seguían, indicaba dos entradas diferentes, una a la residencia de Heim y la otra a su consulta.

– Tú miras en la casa -dije abriendo la puerta frontal con las llaves-. Yo iré a la parte de atrás y registraré la consulta.

– Como quieras -dijo Belinsky sacando una linterna del bolsillo del abrigo.

Al ver que mis ojos se quedaban pegados a la linterna, añadió:

– ¿Qué te pasa? ¿Es que te da miedo la oscuridad? -Se echó a reír-. Vale, cógela. Yo puedo ver en la oscuridad; en mi trabajo tienes que hacerlo.

Me encogí de hombros y le alivié del peso de la linterna. Entonces metió la mano en el bolsillo y sacó su pistola.

– Además -dijo colocando el silenciador-, me gusta tener una mano libre para abrir las puertas.

– Vigila contra quien disparas -dije y me alejé.

Al otro lado de la casa, abrí la puerta de la consulta y, después de cerrarla sin hacer ruido, encendí la linterna. Mantuve la luz enfocada hacia el suelo y lejos de las ventanas por si acaso un vecino entrometido estuviera vigilando.

Me encontré en una pequeña sala de espera, donde había una serie de plantas en macetas y un terrario con tortugas de agua; por lo menos y para variar, no eran peces de colores, me dije, y consciente de que su dueño estaba muerto, espolvoreé en la superficie del agua un poco de la apestosa comida que tomaban.

Era mi segunda buena acción del día. La caridad empezaba a convertirse en una costumbre.

En el mostrador de recepción, abrí la agenda de la consulta e iluminé las páginas con la linterna. No parecía que Heim tuviera muchos clientes que dejar en herencia a sus competidores, suponiendo que tuviera alguno. En aquellos días, no había mucho dinero sobrante para dedicar al cuidado dental y no tenía ninguna duda de que Heim se ganaríamejor la vida vendiendo medicamentos en el mercado negro. Volviendo las páginas hacia atrás me encontré con dos nombres conocidos: Max Abs y Helmut König. Ambos estaban apuntados para extracciones completas a pocos días de distancia uno de otro. Había muchos otros nombres anotados para hacer extracciones completas, pero no reconocía ninguno.

Fui hasta los archivos, pero los encontré vacíos en su mayoría, con la excepción de uno que solo contenía detalles de pacientes anteriores a 1940. El archivo no tenía aspecto de haberse abierto desde entonces, lo cual me pareció raro, ya que los dentistas tienden a ser muy meticulosos con esas cosas y, en realidad, el Heim de antes de 1940 había sido muy cuidadoso con los historiales de sus pacientes, anotando los dientes residuales, los empastes y las dentaduras postizas en cada uno de ellos. ¿Se habría vuelto descuidado o sería que un volumen inadecuado de trabajo hacía que no valiera la pena mantener esos historiales tan precisos? ¿Y por qué habría tantas extracciones últimamente? No se podía negar que la guerra había dejado a un gran número de hombres, yo entre ellos, con los dientes en mal estado. En mi caso, era un legado del hambre pasado durante mi año como prisionero soviético. Pero, sin embargo, me las había arreglado para conservarlos todos. Y había otros muchos como yo. Entonces, ¿qué necesidad habría de que a König, que según sus palabras antes tenía tan buenos dientes, tuvieran que sacárselos todos? Aunque nada de esto era suficiente para que Conan Doyle escribiera un buen relato, sin ninguna duda a mí me dejó intrigado.

El consultorio se parecía mucho a cualquier otro donde yo hubiera estado. Puede que estuviera un poco más sucio, pero también es verdad que nada estaba tan limpio como antes de la guerra. Al lado de la silla de cuero negro había una gran bombona de gas anestésico. Giré la llave en el cuello de la botella, y al oír un ruido sibilante la volví a cerrar. Todo parecía estar en buen estado de funcionamiento.

Al otro lado de una puerta cerrada con llave había un pequeño almacén, y fue allí donde me encontró Belinsky.

– ¿Has encontrado algo? -me preguntó.

Le hablé de la inexistencia de historiales.

– Tienes razón -respondió Belinsky, y su voz sonaba como si estuviera sonriendo-, eso no parece alemán en absoluto.

Iluminé los estantes con la linterna.

– Mira, ¿qué tenemos aquí?

Alargó el brazo y tocó un bidón de acero con la fórmula química H2S04 pintada en amarillo en un lateral.

– Yo que tú no lo haría -dije-. Eso no procede del juego de química de un escolar. A menos que me equivoque mucho, es ácido sulfúrico. -Enfoqué la luz de la linterna hacia arriba por el lateral del bidón donde también aparecían pintadas las palabras máxima precaución-. Hay suficiente para convertirte en un par de litros de grasa animal.

– Espero que kosher -dijo Belinsky-. ¿Para qué querrá un dentista un bidón lleno de ácido sulfúrico?

– Por lo que yo sé, debe de meter su dentadura postiza dentro por la noche.

En un estante al lado del bidón, apiladas una encima de la otra, había varias bandejas de acero en forma de riñón. Cogí una de ellas y la puse bajo la luz de la linterna. Los dos contemplamos fijamente lo que parecía un puñado de pastillas de menta con una forma extraña, todas pegadas juntas como si un niño maleducado las hubiera chupado un rato y luego las hubiera guardado para después. Pero también había sangre seca en algunas de ellas.

Belinsky arrugó la nariz con un gesto de asco.

– ¿Qué coño es esto?

– Dientes. -Le pasé la linterna y saqué uno de los objetos blancos y puntiagudos para ponerlo bajo la luz-. Dientes extraídos, y no sólo uno sino varias dentaduras completas.

– Odio a los dentistas -dijo Belinsky entre dientes. Rebuscó en su chaleco y sacó uno de sus mondadientes para mordisquearlo.

– Diría que esto acaba normalmente en un bidón de ácido.

– ¿Y? -Pero Belinsky se había dado cuenta de mi interés.

– ¿Qué clase de dentista no hace más que extracciones completas? -pregunté-. En la agenda solo aparecen citas para extracciones completas. -Hice girar el diente entre los dedos-. ¿Dirías que hay algún problema en este molar? Ni siquiera tiene un empaste.

– Puede que Heim hiciera algún tipo de trabajo a destajo. O puede que le gustara extraer dientes.

– Más de lo que le gustaba tener al día los historiales de sus pacientes. No hay ninguna ficha de ninguno de suspacientes recientes.

Belinsky cogió otra de las bandejas en forma de riñón y estudió su contenido.

– Otra dentadura completa -informó. Pero algo rodó en la bandeja siguiente. Parecían cojinetes de bolas diminutos-. Vaya, ¿qué tenemos aquí? -Cogió uno y lo contempló, fascinado-. O mucho me equivoco, o cada uno de estos pequeños inventos contiene una dosis de cianuro potásico.

– Píldoras letales.

– Exacto. Eran muy populares entre algunos de tus viejos camaradas, boche. Especialmente entre el Estado Mayor de las SS y los dirigentes del partido que quizá tuvieran las agallas de preferir suicidarse antes que caer en manos de los ivanes. Creo que, al principio, fueron creadas para los agentes secretos alemanes, pero Arthur Nebe y las SS decidieron que los altos mandamases las necesitaban más. Un tipo le pedía a su dentista que le hiciera un diente falso o utilizaba una cavidad ya existente, y luego metía esta pequeña píldora dentro. Limpio y cómodo, no te creerías hasta qué punto. Cuando lo capturaban, puede que llevara un cartucho de cianuro en el bolsillo como señuelo, lo cual hacía que nuestra gente no se preocupara por examinarle los dientes. Y luego, cuando el tipo decidía que había llegado el momento, hacía saltar el diente falso, extraía la cápsula con la lengua y la mordía hasta que se rompía. La muerte era casi instantánea. Así se mató Himmler.

– Y también Goering, según me han dicho.

– No -dijo Belinsky-, él utilizó uno de los cartuchos señuelo. Un oficial estadounidense se lo devolvió a escondidas mientras estaba en la cárcel. ¿Qué te parece eso, eh? Uno de los nuestros ablandándose ante aquel gordo hijo de puta.

Soltó la cápsula de nuevo en la bandeja y me la devolvió. Me dejé caer unas cuantas bolitas en la mano para verlas más de cerca. Parecía casi increíble que unas cosas tan pequeñas pudieran ser tan mortales. Cuatro perlas diminutas como semillas para la muerte de cuatro hombres. No creo que yo hubiera podido llevar una de ellas en la boca, tanto si era con un diente falso como si no, y seguir disfrutando de la comida.

– ¿Sabes qué pienso, boche? Creo que hemos tropezado con un montón de nazis desdentados sueltos por Viena.Le seguí de vuelta a la consulta-. Supongo que estás familiarizado con las técnicas dentales para la identificación de los muertos.

– Tan familiarizado como cualquier poli -dije.

– Fue jodidamente útil después de la guerra -dijo-. Era la mejor manera de establecer la identidad de un cadáver. Como es natural, había muchos nazis muy interesados en hacernos creer que estaban muertos. Y se tomaron un montón de molestias para tratar de convencernos de ello. Cuerpos medio calcinados con documentos falsos, ya sabes, ese tipo de cosas. Bueno, por supuesto, lo primero que hacíamos era que un dentista echara una ojeada a los dientes del muerto. Incluso sin tener el historial dental, al menos se puede determinar la edad a partir de los dientes: periodontitis, hundimiento de las encías, etcétera; puedes decir con seguridad que un cadáver no es quien se supone que es.

Belinsky se detuvo y echó una mirada alrededor.

– ¿Has acabado de mirar todo esto?

Le dije que sí y le pregunté si había encontrado algo en la casa. Meneó la cabeza y dijo que no. Entonces le dije que lo mejor era que nos largáramos de allí.

Continuó con sus explicaciones cuando estuvimos dentro del coche.

– Toma el caso de Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo, por ejemplo. La última vez que lo vieron vivo fue en el búnker de Hitler, en abril de 1945. Se supone que resultó muerto en la batalla de Berlín en mayo de 1945. Pero cuando se exhumó el cadáver, después de la guerra, un experto dental especializado en cirugía de la mandíbula en un hospital del sector británico de Berlín no pudo identificar los dientes del cadáver como los pertenecientes a un varón de cuarenta y cuatro años. En su opinión, aquel cuerpo era más probablemente el de un hombre de no más de veinticinco.

Belinsky le dio al contacto, aceleró unos segundos y luego embragó.

Inclinado sobre el volante, conducía mal para ser estadounidense, haciendo dobles embragues, fallando al meter las marchas y moviendo demasiado el volante. Para mí, estaba claro que la conducción exigía toda su atención, pero continuó con su explicación, tranquilamente, incluso después de que casi matáramos a un motociclista.

– Cuando encontramos a alguno de esos bastardos, tienen documentos falsos, se peinan de modo diferente, llevan bigote, barba, gafas, lo que quieras. Pero los dientes son como un tatuaje, o a veces como una huella dactilar. Así que si algunos de ellos han hecho que les extrajeran todos los dientes, eso elimina otro posible medio de identificarlos. A fin de cuentas, un tipo que puede dispararse un cartucho debajo del brazo para eliminar un número de las SS, probablemente no tendría muchos reparos en llevar dentadura postiza, ¿verdad?

Pensé en la cicatriz que yo mismo tenía debajo del brazo y pensé que probablemente tenía razón. Para ocultarme de los rusos, no me cabía ninguna duda de que habría recurrido a sacarme los dientes, siempre que hubiera tenido la oportunidad de hacerlo sin dolor, como Max Abs y Helmut König.

– No, supongo que no.

– Puedes apostar la vida a que no. Por eso he robado la agenda de Heim. -Palmeó la parte delantera de la chaqueta, donde supuse que la tenía guardada-. Podría ser interesante descubrir quiénes eran realmente esos hombres con los dientes en mal estado. Tu amigo König, por ejemplo. Y también Max Abs. Quiero decir: ¿por qué sentiría un chófer sin importancia de las SS la necesidad de ocultar lo que tenía en la boca? A menos que no fuera un cabo de las SS en absoluto. -Belinsky se rió entusiasmado al pensarlo-. Por eso tengo que ver en la oscuridad. Algunos de tus viejos camaradas saben muy bien cómo barajar las cartas. ¿Sabes?, no me extrañaría que siguiéramos persiguiendo a algunos de esos cabrones nazis cuando sus hijos tengan que darles la comida porque ellos no pueden ni comer solos.

– En cualquier caso -añadí-, cuanto más tardes en atraparlos, más difícil será conseguir una identificación positiva.

– No te preocupes -rugió vengativo-. No nos faltarán testigos dispuestos a dar un paso adelante y declarar contra esos mierdas. ¿O es que crees que tipos como Müller y Globocnik tendrían que salirse con la suya?

– ¿Quién es Globocnik, cuándo lo han invitado?

– Odilo Globocnik. Dirigió la Operación Reinhard, construyendo la mayoría de los grandes campos de concentración de Polonia. Es otro que se supone que se suicidó en el 45. Así que, venga, dime, ¿qué crees? Ahora mismo, hay un juicio en Nuremberg. Otto Ohlendorf, comandante de uno de esos grupos especiales de las SS. ¿Crees que tendrían que colgarlo por sus crímenes de guerra?

– ¿Crímenes de guerra? -repetí cansinamente-. Mira, Belinsky, yo trabajé para la Oficina de Crímenes de Guerra de la Wehrmacht durante tres años. Así que me parece que no puedes darme clases sobre ninguna mierda de crimen de guerra.

– Solo me interesa saber cuál es tu posición, boche. Además, exactamente, ¿qué crímenes de guerra investigabais vosotros los tudescos?

– Atrocidades, por ambas partes. ¿Has oído hablar del bosque de Katyn?

– Claro. ¿Investigasteis eso?

– Yo formaba parte del equipo.

– No me digas. -Parecía verdaderamente sorprendido. Le pasaba a la mayoría de la gente.

– Francamente, creo que la idea de acusar a los combatientes de crímenes de guerra es absurdo. Los asesinos de mujeres y niños deben ser castigados, esos sí. Pero no fueron sólo judíos y polacos los que murieron a manos de gente como Müller y Globocnik. También mataron alemanes. Quizá si nos hubierais dado la más mínima oportunidad, nosotros mismos los habríamos llevado ante la justicia.

Belinsky dejó la Währinger Strasse y se dirigió hacia el sur, pasando frente al gran edificio del Hospital General y entrando en la Alser Strasse, donde, recordando lo mismo que yo, redujo la velocidad del coche a niveles más mesurados. Me di cuenta de que había estado a punto de rebatir mis palabras, pero ahora se quedó callado, casi como si se sintiera obligado a evitar ofenderme. Deteniéndose frente a mi pensión, dijo:

– ¿Traudl tenía familia?

– No, que yo sepa. Solo Becker. -Sin embargo, no estaba seguro. Aquella fotografía suya con el coronel Poroshin todavía me obsesionaba.

– Bueno, entonces no hay problema. No voy a perder ni un minuto de sueño preocupándome por su dolor.

– Es mi cliente, por si lo has olvidado. Al ayudarte a ti, se supone que estoy trabajando para demostrar que él es inocente.

– ¿Estás convencido de eso?

– Sí.

– Pero, sin duda, debes de saber que está en la lista del Crowcass.

– Eres muy listo -dije como un tonto- al dejarme hacer todo el recorrido de esta manera, solo para decirme eso.Supón que tengo suerte y gano la carrera, ¿me dejarán recoger el premio?

– Tu amigo es un asesino nazi, Bernie. Mandaba un escuadrón de la muerte en Ucrania, asesinó a hombres, mujeres y niños. Diría que merece que lo cuelguen, tanto si mató a Linden como si no lo hizo.

– Eres muy listo, Belinsky -repetí con amargura, y empecé a bajar del coche.

– Pero, para mí, es gente de poca monta. Yo voy detrás de peces más grandes que Emil Becker. Tú puedes ayudarme, puedes tratar de reparar parte del daño que ha hecho tu país. Un gesto simbólico, si quieres. Quién sabe… si suficientes alemanes hicieran lo mismo, quizá se podría saldar la cuenta.

– ¿De qué hablas? -dije desde la calle-. ¿A qué cuenta te refieres?

Me apoyé en la puerta del coche y me incliné hacia adelante para ver cómo Belinsky se sacaba la pipa de la boca.

– La cuenta de Dios -dijo en voz baja.

Me eché a reír y moví la cabeza en un gesto de incredulidad.

– ¿Qué pasa? ¿Es que no crees en Dios?

– Lo que no creo es que podamos hacer tratos con Él. Tú hablas de Dios como si vendiera coches de segunda mano. Te he juzgado mal. Eres mucho más norteamericano de lo que pensaba.

– Ahí es donde te equivocas. A Dios le gusta hacer tratos. Mira el pacto que hizo con Abraham, y con Noé. Dios es un mercader, Bernie. Solo un alemán podría pensar que un trato es una orden directa.

– Ve al grano, ¿quieres? Porque hay grano, ¿no?

Su forma de actuar parecía indicarlo así.

– Voy a ser franco contigo…

– Oh, creía que ya lo habías sido hace un rato.

– Todo lo que te he dicho es verdad.

– Solo que aún queda algo más, ¿no?

Belinsky asintió y encendió la pipa. Sentí ganas de arrancársela de la boca de un manotazo. En vez de hacerlo, volví a entrar en el coche y cerré la puerta.

– Con tu inclinación a decir las verdades que te convienen, tendrías que conseguir trabajo en una agencia de publicidad. Oigámoslo.

– Pero no te pongas como una furia hasta que haya acabado, ¿vale?

Asentí secamente.

– Bien. Para empezar, nosotros, el Crowcass, creemos que Becker es inocente del asesinato de Linden. Verás, la pistola con que lo mataron fue utilizada para matar a alguien en Berlín hace casi tres años. Los de balística compararon aquella bala con la que mató a Linden y las dos fueron disparadas con la misma arma. Para el momento de la primera muerte, Becker tenía una coartada bastante buena: estaba prisionero en un campo ruso. Claro que podría haber comprado la pistola después, pero todavía no he llegado a la parte interesante, la parte que me hace desear que Becker sea inocente.

»La pistola era una Walther P38, especial para las SS. Examinamos los números de serie del archivo del Centro de Documentación de Estados Unidos y descubrimos que la misma pistola pertenecía a una serie entregada a los oficiales de alto rango de la Gestapo. Esta arma en concreto se la dieron a Heinrich Müller. Era una posibilidad muy remota, pero comparamos la bala que mató a Linden con la que mató al hombre que desenterramos y que se suponía que era Heinrich Müller y… ¿qué te parece? Dimos en el blanco. El que mató a Linden quizá fuera también responsable de meter a un falso Heinrich Müller en la tumba. ¿No lo ves, Bernie? Es la mejor pista que hemos tenido de que el Müller de la Gestapo todavía vive. Significa que hace solo unos meses puede que estuviera aquí en Viena, trabajando para la Org, de la cual tú eres ahora miembro. Puede que incluso siga aquí.

» ¿Sabes lo importante que es eso? Piénsalo, por favor. Müller fue el artífice del terror nazi. Durante diez años controló la policía secreta más brutal que el mundo haya conocido. Ese hombre tenía tanto poder como el mismo Himmler. ¿Tienes idea de la cantidad de gente que habrá torturado, de cuántas muertes habrá ordenado, de cuántos judíos, polacos, incluso alemanes habrá matado? Bernie, esta es tu oportunidad de ayudar a vengar a todos esos alemanes muertos, de que se haga justicia.

Solté una carcajada desdeñosa.

– ¿Es así como lo llamas cuando dejas que cuelguen a alguien por algo que no ha hecho? Corrígeme si me equivoco, Belinsky, pero ¿no es eso parte de tu plan, dejar que ahorquen a Becker?

– Naturalmente, espero que no sea necesario llegar a eso, pero sí lo es, entonces que así sea. Mientras la policíamilitar tenga a Becker, Müller no se asustará. Y si eso implica colgar a Becker, de acuerdo. Sabiendo lo que sé de Emil Becker, no perderé el sueño. -Belinsky estudió mi cara atentamente en busca de alguna señal de aprobación-. Vamos, eres un poli. Tú sabes cómo funcionan las cosas. No me digas que nunca has tenido que trincar a alguien por una cosa porque no podías probar otra. Al final todas las cuentas acaban cuadrando.

– Claro que lo he hecho, pero no cuando se trataba de la vida de alguien. Nunca he jugado con la vida de nadie.

– Siempre que nos ayudes a encontrar a Müller, estamos dispuestos a olvidarnos de Becker. -La pipa emitió una corta señal de humo, que parecía expresar una creciente impaciencia por parte de su dueño-. Mira, lo que te estoy diciendo es que pongas a Müller en el banquillo en lugar de a Becker.

– Y si encuentro a Müller, ¿qué? No creo que deje que me acerque y le ponga las esposas. ¿Cómo se supone que voy a encerrarlo sin que me vuele la cabeza?

– Eso puedes dejármelo a mí. Lo único que tienes que hacer es descubrir exactamente dónde está. Me telefoneas y mi equipo del Crowcass hará el resto.

– ¿Cómo lo reconoceré?

Belinsky tendió el brazo hacia el asiento trasero y cogió una cartera de piel barata. La abrió y sacó un sobre del cual sacó una fotografia de tamaño pasaporte.

– Este es Müller -dijo-. Parece que habla con un fuerte acento de Munich, así que, incluso si ha cambiado radicalmente de aspecto, no tendrás ninguna dificultad en reconocer su voz.

Me observó mientras yo colocaba la foto para que le diera la luz del farol y la miraba fijamente durante un rato.

– Tendrá cuarenta y siete años ahora. No es muy alto, y tiene unas grandes manos de campesino. Puede que siga llevando su anillo de casado.

La fotografía no decía mucho del hombre. No era una cara muy reveladora, pero, sin embargo, sí que era extraordinaria. Müller tenía un cráneo cuadrado, una frente alta y unos labios finos y tensos. Pero eran los ojos lo que te atrapaba, incluso en una foto como aquella. Los ojos de Müller eran como los de un muñeco de nieve; dos trozos de carbón negro y helado.

– Aquí tienes otra -dijo Belinsky-. Que se sepa, son las dos únicas fotos suyas que existen.

La segunda era una foto de grupo. Había cinco hombres sentados en torno a una mesa de roble como si hubieran estado cenando en un agradable restaurante. Reconocí a tres de ellos. A la cabecera de la mesa estaba Heinrich Himmler, jugueteando con su lápiz y sonriendo a Arthur Nebe, que estaba a su derecha. Arthur Nebe, mi viejo camarada, como hubiera dicho Belinsky. A la izquierda de Himmler, y visiblemente pendiente de cada una de las palabras del Reichsführer SS, estaba Reinhard Heydrich, el jefe de la RSHA, asesinado por terroristas checos en 1942.

– ¿Cuándo se tomó esta foto? -pregunté.

– En noviembre de 1939. -Belinsky se inclinó y señaló a uno de los otros dos hombres de la foto con la boquilla de la pipa-. Este de aquí es Müller -dijo-, el que está sentado al lado de Heydrich.

La mano de Müller se había movido en el mismo instante en que el objetivo de la cámara se abría y se cerraba; estaba borrosa como si tapara el papel que había encima de la mesa, pero incluso así el anillo de boda era visible con toda claridad. Tenía la mirada baja, casi como si no escuchara a Himmler. En comparación con Heydrich, la cabeza de Müller era pequeña. Llevaba el pelo cortado muy corto, afeitado incluso hasta la parte superior del cráneo, donde lo había dejado crecer un poco en una zona pequeña y muy bien cuidada.

– ¿Quién es el que está sentado frente a Müller?

– ¿El que toma notas? Es Franz Josef Huber. Era el jefe de la Gestapo en Viena. Puedes quedarte las dos si quieres. Son solo copias.

– Todavía no he aceptado ayudarte.

– Pero lo harás. Tienes que hacerlo.

– En este mismo momento tendría que decirte que te den por culo, Belinsky. ¿Sabes?, yo soy como un piano viejo, no me gusta que me manipulen. Pero estoy cansado. Y he bebido demasiado. Puede que mañana pueda pensar con un poco más de claridad.

Abrí la puerta del coche y bajé de nuevo.

Belinsky tenía razón: la carrocería del gran Mercedes negro estaba llena de abolladuras.

– Te llamaré por la mañana -dijo.

– Hazlo -dije, y cerré la puerta de golpe.

Se alejó conduciendo como si fuera el cochero del mismísimo diablo.

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