– Bueno, ¿qué tal estamos hoy? -Roy Shields se inclinó hacia adelante en la silla de al lado de mi cama y me dio unos golpecitos en la escayola del brazo. Un cable y una polea lo mantenían en el aire-. Eso debe de ser práctico -dijo-, un saludo nazi permanente. Mierda, ustedes los alemanes logran que incluso un brazo roto parezca patriótico.
Eché una rápida ojeada alrededor. Parecía un hospital bastante normal, salvo por los barrotes de las ventanas y los tatuajes en los brazos del personal de enfermería.
– ¿Qué clase de hospital es este?
– Está en el hospital militar, en el Stiftskaserne -dijo-, por su propia seguridad.
– ¿Cuánto llevo aquí?
– Casi tres semanas. Tenía un buen chichón en esa cabeza cuadrada. Se había fracturado el cráneo. Una clavícula rota, un brazo roto, costillas rotas… Ha estado delirando desde que ingresó.
– ¿Sí? Vaya, será por culpa del föhn.
Shields se rió entre dientes y luego en su cara apareció una expresión más sombría.
– Será mejor que conserve ese sentido del humor -dijo-. Tengo malas noticias para usted.
Rebusqué en mi fichero mental. La mayoría de las fichas las habían tirado al suelo, pero las que saqué parecían especialmente relevantes. Algo en lo que había estado trabajando. Un nombre.
– Emil Becker -dije recordando una cara de maníaco.
– Lo colgaron anteayer -Shields se encogió de hombros disculpándose-. Lo siento, de verdad que lo siento.
– Bueno, la verdad es que no perdieron el tiempo -comenté-. ¿Se trata de la vieja eficiencia estadounidense? ¿O es que uno de los suyos ha acaparado el mercado de sogas?
– Yo no perdería el sueño con eso, Gunther. Tanto si mató a Linden como si no, Becker se había ganado el collarín.
– No suena muy bien como anuncio de la justicia estadounidense.
– Venga ya, usted sabe que fue un tribunal austríaco el que dejó caer su bola blanca.
– Y usted les dio el taco y el yeso, ¿no es así?
Shields apartó la mirada un momento y luego se frotó la cara, irritado.
– Pero ¡qué demonios! Usted es policía. Sabe cómo son las cosas. Es algo que sucede en todos los sistemas. Solo porque se haya ensuciado uno un poco los zapatos de mierda, eso no significa que tenga que comprarse un par nuevo.
– Claro, pero uno aprende a no salirse del camino y a no coger atajos campo a través.
– Qué gracioso. Ni siquiera sé por qué estamos teniendo esta conversación. Todavía no me ha dado ni la más mínima prueba de por qué tendría que aceptar que Becker no mató a Linden.
– ¿Para que pueda solicitar un nuevo juicio?
– Un caso no está nunca completo del todo -dijo encogiéndose de hombros-. Un caso no está nunca cerrado, incluso cuando los participantes han muerto. Yo sigo teniendo algunos cabos sueltos.
– Me disgustan mucho sus cabos sueltos, Shields.
– Quizá deberían disgustarle, Herr Gunther. -Su tono era más duro ahora-. Quizá tendría que recordarle que este es un hospital militar y que está bajo jurisdicción estadounidense. Y si se acuerda, en una ocasión le advertí que no se metiera en este asunto. Ahora que ha hecho precisamente eso, yo diría que todavía tiene unas cuantas explicaciones que dar. La posesión de un arma de fuego por parte de una persona de nacionalidad alemana o austríaca, para empezar; eso va contra el Manual de Seguridad Pública del Gobierno Militar austríaco. Le podrían caer cinco años solo por eso. Luego tenemos el coche que conducía. Aparte de que llevaba esposas y no parecía estar en posesión de un carné de conducir válido, tenemos el pequeño problema de que se saltó un control militar. -Se detuvo y encendió un cigarrillo-. Así que, ¿qué va a ser: información o encarcelación?
– Se ha expresado con mucha precisión.
– Soy un hombre preciso. Todos los policías lo somos. Venga, hable.
Me recosté en la almohada resignadamente.
– Le advierto, Shields, que probablemente al final le quedarán tantos cabos sueltos como los que tenía al principio.Dudo que pueda demostrar la mitad de lo que le diga.
El estadounidense cruzó sus musculosos brazos y apoyó la espalda en la silla.
– Las pruebas son para los tribunales, amigo mío. Yo soy un detective, ¿se acuerda? Esto es para mí fichero privado.
Se lo conté casi todo. Cuando acabé había adoptado una expresión lúgubre y asentía sagazmente.
– Bueno, la verdad es que podría tragarme algo de eso.
– Me alegro -dije suspirando-, pero los pezones se me están irritando un poco, cariño. Si tiene preguntas, ¿qué tal si se las guarda para la próxima vez? Me gustaría dormir un poco.
Shields se levantó.
– Volveré mañana. Solo una pregunta más: ese tipo del Crowcass…
– ¿Belinsky?
– Belinsky, sí. ¿Cómo fue que abandonó el partido antes de tiempo?
– Quién sabe.
– Puede que yo llegue a saberlo. -Se encogió de hombros-. Preguntaré por ahí. Nuestras relaciones con los chicos de Inteligencia han mejorado desde lo de Berlín. El gobernador militar norteamericano les ha dicho que es necesario que presentemos un frente unido por si los soviéticos intentan lo mismo aquí.
– ¿Lo de Berlín? -dije-. ¿Por si acaso intentan lo mismo aquí?
Shields frunció el ceño.
– ¿No sabe nada de esto? No, claro, no puede saberlo, ¿verdad?
– Mire, mi mujer está en Berlín. ¿No sería mejor que me dijera qué ha sucedido?
Volvió a sentarse, solo que al borde de la silla, lo cual aumentaba su evidente incomodidad.
– Los soviéticos han impuesto un bloqueo militar absoluto sobre Berlín -dijo-. No dejan que entre ni salga nada de la Zona. Así que estamos enviando suministros a la ciudad por aire. Pasó el mismo día en que su amigo consiguió su propio transporte aéreo, el 24 de junio. -Sonrió fríamente-. Hay bastante tensión allí, por lo que he podido saber. Mucha gente cree que va a haber un tremendo enfrentamiento entre nosotros y los rusos. A mí, la verdad, no me sorprendería. Tendríamos que haberles dado una patada en el culo hace ya mucho tiempo. Pero no vamos a abandonar Berlín, de eso puede estar seguro. Siempre que nadie pierda la cabeza, tendríamos que poder superarlo.
Shields encendió un cigarrillo y me lo puso entre los labios.
– Siento lo de su mujer -dijo-. ¿Lleva mucho tiempo casado?
– Siete años -dije-, ¿y usted? ¿Está casado?
Negó con la cabeza.
– Supongo que nunca he encontrado a la chica adecuada. ¿Le importa que le pregunte si les ha ido bien a ustedes dos? Al ser usted detective y todo eso.
Lo pensé durante un minuto.
– Sí -dije-, nos ha ido muy bien.
La mía era la única cama ocupada en el hospital. Aquella noche una barcaza que bajaba por el canal me despertó con su sirena que parecía el balido de una oveja, y luego me abandonó para que, sin poder dormir, contemplara las tinieblas mientras su eco se perdía en la eternidad como el estrépito del triunfo final. Mirando fijamente el vacío de la más negra oscuridad, mi susurrante respiración solo servía para recordarme mi propia mortalidad; parecía que no viendo nada podía ver más allá de lo que era más tangible: la propia muerte, una silueta enjuta comida por las polillas, envuelta en pesado terciopelo verde, siempre dispuesta a apretar la silenciosa almohadilla con cloroformo en la boca y la nariz de la víctima y llevársela a un sedán negro que la esperaba para transportarla a alguna horrible zona y campo de desplazados donde la oscuridad nunca acaba y de donde nadie ha escapado nunca. Cuando la luz volvió a hostigar los barrotes de la ventana, también volvió el valor, aunque yo sabía que los ivanes de la muerte no tenían en mucha estima a aquellos que se enfrentaban a ellos sin miedo. Tanto si un hombre está dispuesto a morir como si no lo está, su réquiem suena siempre igual. Pasaron varios días antes de que Shields volviera al hospital. Esta vez venía con otros dos hombres que, a juzgar por su corte de pelo y sus caras regordetas, supuse que eran estadounidenses. Al igual que Shields, llevaban trajes de corte llamativo. Pero sus caras eran más viejas y más sabias. Tipos estilo Bing Crosbycon portafolios, pipas y emociones limitadas a sus cejas altivas. Abogados o investigadores. O gente de la corp. Shields se encargó de las presentaciones.
– Este es el mayor Breen -dijo señalando al de más edad de los dos hombres-, y este el capitán Medlinskas.
Así pues, investigadores; pero ¿de qué organización?
– ¿Qué son ustedes, estudiantes de medicina?
Shields sonrió, vacilante.
– Les gustaría hacerle algunas preguntas. Les ayudaré en la traducción.
– Dígales que me encuentro mucho mejor y agradézcales las uvas. ¿Uno de ellos podría traerme el orinal?
Shields no me hizo caso. Acercaron tres sillas y se sentaron, como los jueces en una exhibición de perros, con Shields más cerca de mí. Abrieron los portafolios y sacaron sus blocs.
– Quizá debería llamar a mi picapleitos.
– ¿Es necesario? -dijo Shields.
– Dígamelo usted. Observando a esos dos, no me parecen un par de turistas estadounidenses que quieren saber cuáles son los mejores sitios de Viena para codearse con chicas guapas.
Shields tradujo mi preocupación a los otros dos, y el de más edad gruñó y dijo algo sobre los criminales.
– El mayor dice que no se trata de un asunto criminal -informó Shields-, pero que si quiere un abogado, podemos llamarlo.
– Si no es un asunto criminal, ¿por qué estoy en un hospital militar?
– Cuando lo sacaron del coche llevaba puestas unas esposas -suspiró Shields-, había una pistola en el suelo y una metralleta en el maletero. No iban a llevarlo a una maternidad.
– En cualquier caso, no me gusta. No crea que este vendaje que llevo en la cabeza les da derecho a tratarme como a un idiota. Y además, ¿quién es esta gente? A mí me parecen espías. Reconozco el perfil; puedo oler la tinta invisible de sus dedos. Dígaselo. Dígales que la gente del CIC y del Crowcass me producen acidez de estómago porque confié en uno de los suyos y me pillé los dedos. Dígales que no estaría echado aquí si no hubiera sido por un agenteestadounidense llamado Belinsky.
– Es de eso de lo que quieren hablarle.
– ¿Ah, sí? Bueno, puede que me sintiese mejor si dejaran esos blocs de notas.
Parecieron comprender lo que decía. Se encogieron de hombros los dos a la vez y devolvieron los blocs a los portafolios.
– Una cosa más -dije-. Tengo mucha experiencia en interrogatorios. Recuérdenlo. Si empiezo a tener la impresión de que me están manipulando para luego presentar cargos criminales contra mí, entonces la entrevista se habrá acabado.
El hombre de más edad, Breen, se removió en la silla y se cogió una rodilla con las manos, lo cual no le hizo parecer más guapo. Cuando habló, su alemán no era tan malo como yo había imaginado.
– No hay ninguna objeción -dijo tranquilamente.
Y entonces empezó. El mayor me hizo casi todas las preguntas, mientras que el otro asentía y nos interrumpía ocasionalmente, en su mal alemán, para pedirme que le aclarara un comentario. Durante dos horas respondí a sus preguntas o las eludí, negándome solo a contestar directamente en un par de ocasiones, cuando me pareció que habían traspasado la raya de nuestro acuerdo. Poco a poco, sin embargo, empecé a percibir que lo que más les interesaba de mí era el hecho de que ni el CIC 970 en Alemania ni el 430 en Austria sabían nada de un tal John Belinsky. Tampoco había ningún John Belinsky relacionado, aunque fuera remotamente, con el registro central de crímenes de guerra y sospechosos de espionaje del ejército de Estados Unidos. La policía militar no tenía a nadie con ese nombre y el ejército tampoco. Sí que había un John Belinsky en las fuerzas aéreas, pero tenía casi cincuenta años, y la armada tenía tres John Belinsky, todos los cuales estaban navegando, igual que yo navegaba en un mar de dudas.
Sobre la marcha los dos estadounidenses me sermonearon sobre la importancia de tener la boca cerrada respecto a lo que había averiguado sobre la Org y su relación con el CIC. Nada podía convenirme más y lo interpreté como unaseñal clara de que en cuanto estuviera bien me permitirían marcharme. Pero mi alivio se vio atemperado por mi intensa curiosidad sobre quién era en realidad John Belinsky y qué había esperado conseguir. Ninguno de mis interrogadores me hizo partícipe de sus opiniones. Pero, naturalmente, yo tenía mis propias ideas.
En las semanas que siguieron, Shields y los dos estadounidenses vinieron al hospital varias veces más para continuar con sus indagaciones. Siempre eran exquisitamente educados, hasta llegar a ser casi cómicos; y sus preguntas siempre eran sobre Belinsky. ¿Qué aspecto tenía? ¿De qué parte de NuevaYork había dicho que procedía? ¿Podía acordarme de la matrícula de su coche?
Les conté todo lo que recordaba de él. Registraron su habitación en el Sacher y no encontraron nada; había desaparecido el mismo día en que se suponía que tenía que acudir con la caballería a Grinzing. Vigilaron un par de los bares que, según había dicho, eran sus preferidos. Me parece que incluso les preguntaron a los rusos por él. Cuando trataron de hablar con el oficial georgiano de la PI, el capitán Rustaveli, que nos había arrestado a Lotte Hartmann y a mí siguiendo las instrucciones de Belinsky, resultó que lo habían llamado urgentemente a Moscú.
Por supuesto, era demasiado tarde. El gato ya no estaba encerrado, y lo que ahora estaba claro era que Belinsky había trabajado para los rusos todo el tiempo. No era de extrañar que hubiera exagerado la rivalidad entre el CIC y la policía militar, les dije a mis nuevos amigos estadounidenses. Me consideraba un tío muy listo por haberlo descubierto tan pronto. Era de suponer que, a esas alturas, ya le habría contado a su jefe del MVD todo sobre el reclutamiento de Heinrich Müller y Arthur Nebe por los estadounidenses.
Pero había unos cuantos asuntos sobre los que guardé silencio. El coronel Poroshin era uno de esos asuntos; no quería pensar en lo que sucedería si descubrieran que un oficial de alto rango del MVD había organizado mi viaje Viena. Su curiosidad sobre mis documentos de viaje y mi licencia para la venta de cigarrillos ya fue lo bastante embarazosa. Les dije que había tenido que pagar mucho dinero para sobornar a un oficial ruso y parecieron satisfechos con esa explicación.
Para mis adentros me preguntaba si mi encuentro con Belinsky siempre habría formado parte del plan de Poroshin. Y las circunstancias de que decidiéramos trabajar juntos… ¿sería posible que Belinsky hubiera matado a aquellos dos desertores rusos como una exhibición en mi beneficio, como un modo de convencerme de su absoluto desagrado hacia todo lo soviético?
Había otra cosa sobre la que guardé un absoluto silencio: la explicación de Arthur Nebe sobre cómo la Org había saboteado el Centro de Documentación de Estados Unidos en Berlín con la ayuda del capitán Linden. Eso, decidí, era problema suyo. No tenía ningún interés en ayudar a un gobierno preparado para colgar a los nazis los lunes, martes y miércoles, y reclutarlos para sus propios servicios de seguridad los jueves, viernes y sábados. En eso, por lo menos, Heinrich Müller acertaba.
En cuando al propio Müller, el mayor Breen y el capitán Medlinkas se mostraron categóricos sobre que debía de haberme confundido. El antiguo jefe de la Gestapo llevaba mucho tiempo muerto, me aseguraron. Belinsky, insistieron, por las razones que él sabría, me había enseñado la foto de otra persona. La policía militar había registrado muy a fondo la finca vinícola de Nebe en Grinzing y había descubierto que el propietario, un tal Alfred Nolde, estaba en el extranjero, en viaje de negocios. No se encontró ningún cuerpo ni prueba alguna de que se hubiera asesinado a nadie. Y aunque era verdad que existía una organización de antiguos militares alemanes que trabajaba junto a Estados Unidos para impedir que el comunismo internacional siguiera difundiéndose, era, insistieron, del todo inconcebible que esa organización incluyera criminales de guerra nazis fugitivos.
Yo escuchaba impasible todas esas tonterías, demasiado exhausto por todo aquel asunto para importarme mucho que creyeran o, si a eso vamos, lo que querían hacerme creer. Reprimiendo mi primera reacción ante su indiferencia hacia la verdad, que fue mandarlos al infierno, me limitaba a asentir con educación, con unos modales cada vez más auténticamente vieneses. Mostrarme de acuerdo con ellos me parecía el mejor medio para acelerar mi libertad.
Shields, sin embargo, se mostraba menos complaciente. Su ayuda en la traducción se volvía más hosca y poco cooperadora conforme pasaban los días y era evidente que no estaba contento con el hecho de que los dos oficiales parecieran más interesados en ocultar que en revelar las implicaciones de lo que yo le había contado y que él, sin duda, había creído. Con gran irritación por parte de Shields, Breen declaró que estaba satisfecho de que el caso del capitán Linden hubiera llegado a una conclusión satisfactoria. La única satisfacción de Shields solo podía venir de saber que el 796 de la policía militar, todavía escocido como resultado del escándalo de los soviéticos que se habían hecho pasar por PM estadounidenses, ahora tenía algo que echarle en cara al 430 del CIC: un espía ruso que se hacía pasar por miembro del CIC, que disponía de los documentos de identidad apropiados, que se alojaba en un hotel requisado por los militares, que conducía un vehículo registrado a nombre de un oficial estadounidense y entraba y salía a sus anchas por zonas restringidas al personal estadounidense. Yo sabía que eso solo podía ser un pequeño consuelo para un hombre como Roy Shields, un policía con la obsesión bastante corriente de la pulcritud. Me resultaba fácil comprenderlo. Con frecuencia había sentido lo mismo.
En los dos últimos interrogatorios, Shields fue sustituido por otro hombre, un austríaco, y ya no lo volví a ver.
Ni Breen ni Medlinskas me dijeron que habían concluido sus indagaciones. Tampoco me dieron ningún indicio de estar satisfechos con mis respuestas. Dejaron la cuestión en suspenso. Pero así es como actúan los servicios deseguridad.
Durante las siguientes dos o tres semanas me recuperé por completo de mis heridas. Me divirtió y me chocó al mismo tiempo descubrir por medio del médico de la prisión que cuando me ingresaron en el hospital después del accidente tenía gonorrea.
– Para empezar, tuvo una suerte de todos los diablos de que lo trajeran aquí -dijo-, donde tenemos penicilina. Si lo hubieran llevado a cualquier otro sitio que no fuera un hospital militar estadounidense, habrían utilizado Salvarsan, y eso quema como un esputo de Lucifer. Y, además, tuvo suerte de que fuera solo gonorrea y no sífilis rusa. Las putas locales están llenas de eso. ¿Es que ustedes los tudescos no han oído hablar del impermeable inglés?
– ¿Se refiere al capote inglés? Claro que sí, pero no los usamos. Se los damos a los quintacolumnistas nazis, que les hacen agujeros y se los venden a los GI para que se contagien cuando se tiran a nuestras mujeres.
El doctor se echó a reír. Pero yo sabía que en una remota parte de su alma me creía. Era solo uno más entre muchos incidentes similares con que me encontré durante mi recuperación, conforme mi inglés iba mejorando y me permitía hablar con los dos estadounidenses, enfermeros del hospital de la prisión. Porque mientras reíamos y bromeábamos, siempre me parecía que había algo extraño en sus ojos, algo que nunca conseguí identificar.
Y luego, unos días antes de que me dieran el alta, lo comprendí, y al comprenderlo sentí náuseas. Como era alemán, a esos estadounidenses les producía escalofríos. Era como si, cuando me miraban, les pasaran un documental de Belsen y Buchenwald dentro de la cabeza. Y lo que aparecía en sus ojos era una pregunta: «¿Cómo pudisteis permitir que pasara? ¿Cómo pudisteis dejar que una cosa así continuara?».
Quizá, al menos durante varias generaciones, cuando otras naciones nos miren a los ojos será siempre con esa misma pregunta silenciosa en el corazón.