33

La mañana era brillante, clara y fría. De camino al centro, al cruzar el parque de delante del nuevo ayuntamiento, una pareja de ardillas aparecieron de un salto para decirme hola y ver si llevaba algo para desayunar. Pero antes de acercarse captaron la angustia que me nublaba el rostro y el olor a miedo que emitía. Es probable que incluso tomaran nota mental del pesado bulto que tenía en el bolsillo de la chaqueta y se lo pensaran mejor. Eran unas criaturitas muy listas. Bien mirado, no hacía tanto que en Viena se disparaba contra los pequeños mamíferos para comérselos. Así que se apresuraron a desaparecer, como peluches de piel vivos.

En el agujero donde vivía Veronika estaban acostumbrados a que la gente, en su mayoría hombres, entraran y salieran a cualquier hora del día o de la noche, y aun si la casera hubiera sido la más misántropa de las lesbianas, dudo que me hubiera prestado mucha atención de haberme encontrado en las escaleras. Pero dio la casualidad de que no había nadie por allí y subí hasta la habitación de Veronika sin que nadie me preguntara nada.

No necesité reventar la puerta para entrar. Estaba abierta de par en par, igual que todos los cajones y armarios. Me pregunté por qué se habían tomado la molestia cuando todas las pruebas que necesitaban colgaban todavía del respaldo de la silla donde el doctor Heim las había dejado.

– Esa zorra estúpida -murmuré con ira-. ¿De qué sirve deshacerse del cuerpo de alguien si dejas su traje en la habitación?

Cerré un cajón de golpe. El impacto desprendió uno de los patéticos bocetos de Veronika de la cómoda y lo hizo caer flotando hasta el suelo como una enorme hoja muerta. König había puesto la habitación patas arriba por pura maldad. Y luego se la había llevado a Grinzing. Con una importante reunión allí durante la mañana, no se me ocurría que hubieran ido a ningún otro sitio. Eso suponiendo que no la mataran directamente. Por otro lado, si Veronika les había dicho la verdad de lo sucedido, que una pareja de amigos la habían ayudado a librarse del cuerpo de Heimdespués de que sufriera un ataque al corazón, entonces (si había omitido mencionar el nombre de Belinsky y el mío propio) quizá la dejarían marchar. Pero había una posibilidad muy real de que la maltrataran igualmente, solo para asegurarse de que les había contado todo lo que sabía, y que para cuando yo llegara para tratar de ayudarla, ya supiesen que yo era el hombre que se había deshecho del cuerpo de Heim.

Me acordé de lo que Veronika me había contado de su vida de judía en los Sudetes durante la guerra, cómo se había ocultado en los retretes, en sótanos sucios, en armarios y en desvanes. Y luego los seis meses que había pasado en un campo para personas desplazadas. «Un poco de mala suerte», era como lo había descrito Lotte Hartmann. Cuanto más lo pensaba, más me parecía que Veronika había disfrutado muy poco de lo que se pudiera llamar una vida de verdad.

Miré la hora en mi reloj de pulsera y vi que eran las siete. Todavía faltaban tres horas para la reunión; y más tiempo aún antes de que llegara Belinsky con «la caballería», como él decía. Y como los hombres que se habían llevado a Veronika eran quienes eran, había una posibilidad muy real de que no viviera tanto. Parecía que no me quedaba otra alternativa que ir a buscarla yo mismo.

Saqué el revólver, abrí el barrilete de seis cartuchos y comprobé que estuviera totalmente cargado antes de dirigirme escaleras abajo. Afuera, cogí un taxi en la parada de la Kärtnerstrasse y le dije al conductor que fuera a Grinzing.

– ¿Adónde de Grinzing? -preguntó, separándose rápidamente del bordillo.

– Se lo diré cuando lleguemos allí.

– Usted manda -dijo, acelerando al entrar en el Ring-. Solo lo preguntaba porque allí todo estará cerrado a estas horas de la mañana. Y no parece que vaya usted a dar una caminata por las colinas, al menos con ese abrigo. -El coche traqueteó cuando pasamos por un par de baches enormes-. Y además no es austríaco. Lo sé por el acento. Parece un pifke. ¿Estoy en lo cierto?

– Sáltese la clase de la universidad de la vida, ¿quiere? No estoy de humor.

– Está bien. Solo lo preguntaba por si estaba buscando un poco de diversión. Verá, a unos minutos de Grinzing, en la carretera a Cobenzl, hay un hotel, el Schloss-Hotel Cobenzl. -Luchó por hacerse con el volante cuando el coche se metió en otro bache-. Ahora lo usan como campo para personas desplazadas. Hay chicas allí que puede tener a cambio de unos cigarrillos. Incluso a estas horas de la mañana, si le apetece. Alguien con un abrigo como el suyo podría tener dos o tres a la vez. Hacer que representen una bonita actuación entre ellas, si sabe a qué me refiero. – Soltó una risotada vulgar-. Algunas de esas chicas han crecido en los campos de personas desplazadas. Tienen la moral de los conejos, se lo digo yo. Harán cualquier cosa; créame señor, sé de lo que hablo, yo crío conejos. -Rió con entusiasmo al pensar en ello-. Podría arreglarle algo; en la parte de atrás del coche. A cambio de una pequeña comisión, claro.

Me incliné hacia adelante en el asiento. No sé por qué me tomé la molestia. Quizá porque no me gustan los chulos. Quizá porque no me gustaba mucho su cara, clavada a la de Trotski.

– Eso sería espléndido -dije en tono muy duro-. Si no fuera por una mesa-trampa rusa con la que me tropecé en Ucrania. Los partisanos habían puesto una granada con detonador de tensión detrás de un cajón que dejaron medio abierto con una botella de vodka dentro, solo para llamar la atención. Yo llegué, tiré del cajón, liberé la presión y la granada detonó. Me arrancó limpiamente la carne y dos legumbres del vientre. Estuve a punto de morir del shock y luego de la pérdida de sangre. Y cuando por fin salí del coma, estuve a punto de morir de amargura. Le aseguro que si veo un poco de almeja, es probable que me vuelva loco de frustración. Es probable que mate al que tenga más cerca, de pura envidia.

El taxista miró hacia atrás por encima del hombro.

– Lo siento -dijo nerviosamente-, no quería…

– Olvídelo -dije casi sonriendo.

Cuando pasamos por delante de la casa amarilla le dije al taxista que siguiera hacia lo alto de la colina. Había decidido que me acercaría a la casa de Nebe desde atrás, cruzando los viñedos.

Como los contadores de los taxis de Viena eran viejos y desfasados, era costumbre multiplicar la tarifa que mostraban por cinco para llegar a la suma total que había que pagar. En el contador aparecían seis schillings cuando le dije que parara y eso fue lo único que el taxista me pidió, y le temblaba la mano cuando cogió el dinero. El coche ya se había marchado con el motor rugiendo cuando me di cuenta de que el hombre se había olvidado de sus matemáticas.

Me quedé allí, en un sendero barroso al lado de la carretera, preguntándome por qué no habría tenido la boca cerrada, ya que había pensado en pedirle al taxista que esperara un rato. Ahora, si encontraba a Veronika, tendría el problema de cómo escapar de allí. «Yo y mi labia -pensé-. El pobre imbécil solo me ofrecía un servicio.» Pero se equivocaba en una cosa. Había algo abierto: un café algo más arriba en la Cobenzlgasse, el Rudelshof. Decidí que si me iban a matar, prefería recibir el tiro con algo en el estómago.

El café era un lugar acogedor, si no te molesta la taxidermia. Me senté debajo del ojo, redondo y brillante como una cuenta, de una comadreja con aspecto de tener ántrax y esperé que el propietario, de cara congestionada, llegara arrastrando los pies hasta mi mesa.

– Buenos días nos dé Dios -dijo-, hace una hermosa mañana.

Me aparté de su aliento a destilado.

– No hay duda de que usted ya está disfrutando de ella -dije, volviendo a utilizar mi bocaza una vez más.

Se encogió de hombros y anotó lo que quería.

El desayuno vienes de cinco schillings que engullí sabía como si el taxidermista lo hubiera preparado durante su tiempo libre entre disecado y disecado; el café tenía posos, el panecillo era tan fresco como una talla de marfil y huevo estaba tan duro que podía haber salido de una cantera. Pero me lo comí. Tenía tantas cosas en la cabeza que, probablemente, me habría comido la comadreja si alguien se hubiera tomado la molestia de ponerla encima de una tostada.

Al salir del café, anduve calle abajo un trecho y luego salté por encima de un muro a lo que pensé que debía de ser el viñedo de Arthur Nebe.

No había mucho que ver. Las viñas, plantadas en pulcras hileras, eran todavía jóvenes, apenas más altas que mi rodilla. Aquí y allí, en una especie de vagonetas altas, había lo que parecían motores a reacción abandonados pero que eran, en realidad, los quemadores que utilizaban por la noche para calentar el aire alrededor de los brotes y protegerlos de las últimas heladas. Todavía estaban calientes al tacto. El campo tendría unos cien metros cuadrados y no ofrecía muchas posibilidades para ocultarse. Me pregunté cómo desplegaría Belinsky a sus hombres. Aparte de arrastrarte sobre la barriga a lo largo del campo, lo único que podías hacer era permanecer cerca del muro mientras te dirigías hacia los árboles que había justo detrás de la casa amarilla y los edificios anexos.

Cuando llegué a los árboles, miré si veía algún signo de vida, y al no ver ninguno avancé cautelosamente, hasta que oí voces. Al lado del mayor de los anexos, una construcción larga y con entramado de madera que parecía un granero, había dos hombres, a ninguno de los cuales reconocí, de pie, charlando. Cada uno acarreaba un bidón de metal a la espalda, conectado por una manguera de goma a un tubo de metal, largo y delgado, que llevaba en la mano y que supuse que sería algún tipo de artefacto para rociar las cosechas.

Por fin acabaron la conversación y se dirigieron al lado opuesto del viñedo, como si fueran a iniciar su ataque contra las bacterias, los hongos y los insectos que les amargaban la vida. Esperé hasta que estuvieron lejos, al otro lado del campo, antes de salir del cobijo de los árboles y entrar en el edificio.

Un olor afrutado y mohoso me dio en la nariz. Grandes cubas y barriles de madera de roble estaban alineados debajo de las vigas del techo como si fueran enormes quesos. Recorrí toda la longitud del piso de piedra y salí al otro extremo del primer edificio para encontrarme con otro, construido en ángulo recto con respecto a la casa.

Esta segunda edificación contenía cientos de barriles de roble, que descansaban de lado como si esperaran que aparecieran unos perros San Bernardo gigantes a recogerlos. Había unas escaleras que se internaban en la oscuridad. Parecía un buen lugar para encerrar a alguien, así que encendí la luz y bajé a echar una mirada. Pero solo había miles de botellas de vino, cada estante señalado por una pequeña pizarra en la cual había, escritos con tiza, unos números que debían de significar algo para alguien. Regresé arriba, apagué la luz y me quedé de pie al lado de la ventana. Empezaba a parecerme que Veronika podría estar en la casa después de todo.

Desde donde estaba tenía la vista despejada a través de un corto patio empedrado y hasta la parte oeste de la casa. Delante de una puerta abierta, un gato, sentado, me contemplaba fijamente. Al lado de la puerta vi la ventana de lo que parecía una cocina. Había una forma grande y brillante en la repisa que pensé que sería un cazo o una tetera. Al cabo de un rato, el gato se dirigió, andando lentamente, hacia el edificio donde yo me escondía y le maulló a algo que estaba al lado de la ventana donde yo me encontraba. Durante un segundo o dos me miró fijamente con sus ojos verdes y luego, sin razón aparente, echó a correr alejándose. Volví a mirar hacia la casa y continué vigilando la puerta y la ventana de la cocina. Al cabo de unos minutos, decidí que no había peligro en dejar la nave de los barriles y empecé a cruzar el patio.

No habría dado tres pasos cuando oí el ruido rasposo del seguro de una automática y, casi al mismo tiempo, noté el frío acero del cañón de una pistola contra la nuca.

– Pon las manos detrás de la cabeza -dijo una voz no muy clara.

Hice lo que me decían. La pistola presionándome debajo de la oreja se notaba lo bastante pesada como para ser una 45. Suficiente como para dar cuenta de una gran parte de mi cráneo. Me estremecí cuando me encajó el arma entre la mandíbula y la yugular.

– Muévete y mañana te echamos a los cerdos como pienso -dijo golpeándome los bolsillos y quitándome el revólver.

– Descubrirás que Herr Nebe me está esperando -dije.

– No conozco a ningún Herr Nebe -dijo con voz pastosa, casi como si la boca no le funcionara bien.

Naturalmente no tenía muchas ganas de volverme y echarle una buena mirada para estar seguro.

– Sí, es verdad que se cambió de nombre.

Traté de recordar el nuevo apellido de Nebe. Mientras, oí cómo el hombre se apartaba un par de pasos.

– Ahora ve hacia la derecha -me dijo-, hacia los árboles. Y no tropieces con los cordones de los zapatos ni nada por el estilo.

Parecía enorme y no muy listo. Y hablaba un alemán con un acento extraño, como prusiano, pero diferente; más parecido al viejo prusiano que había oído hablar a mi abuelo, casi como el alemán que había oído en Polonia.

– Mira, estás cometiendo un error -dije-. ¿Por qué no lo compruebas con tu jefe? Me llamo Bernhard Gunther. Hay una reunión aquí esta mañana a las diez. Tengo que tomar parte en ella.

– Todavía no son ni las ocho -gruñó mi captor-. Si vienes a una reunión, ¿por qué llegas tan temprano? ¿Y por qué no has venido por la puerta principal, como las visitas normales? ¿Cómo es que has venido a través de los campos? ¿Y por qué husmeabas por las otras construcciones?

– Llego temprano porque tengo un par de tiendas de vinos en Berlín -dije-. Pensé que sería interesante echar un vistazo por la finca.

– Desde luego que estabas echando un vistazo. Eres un fisgón. -Soltó una risita de cretino-. Y yo tengo órdenes de matar a los fisgones.

– A ver, espera un minuto…

Me volví para encontrarme con un demoledor golpe de la pistola y, mientras caía, vi por un momento a un hombre enorme con la cabeza afeitada y una especie de mandíbula asimétrica. Me agarró por el pescuezo, tiró de mí para volver a ponerme de pie y yo me pregunté por qué nunca se me habría ocurrido coser una hoja de afeitar debajo de esa parte del cuello. Me llevó a empujones a través de la hilera de árboles y bajando una pendiente hasta un pequeño claro donde había varios cubos de basura. Una columna de humo y un olor nauseabundo y dulzón salían del tejado de una pequeña cabaña de ladrillo: allí era donde incineraban los residuos. Al lado de varias bolsas de lo que parecía cemento y encima de algunos ladrillos había una chapa de hierro oxidado. El hombre me ordenó que la apartara.

Ya lo tenía. Era letón. Un enorme y estúpido letón. Decidí que si estaba trabajando para Arthur Nebe debía de ser de una división de las SS letonas, que sirvieron en uno de los campos de exterminio polacos. Se utilizaron muchos letones en lugares como Auschwitz. Los letones ya eran antisemitas entusiastas cuando Moses Mendelssohn era uno de los hijos favoritos de Alemania.

Tiré de la chapa, apartándola de lo que se reveló como una especie de viejo desagüe o pozo negro. Y no había duda de que olía igual de mal. Fue entonces cuando volví a ver al gato. Surgió de entre dos sacos etiquetados como óxido de calcio al lado del pozo. Maulló con desdén, como si dijera: «Te advertí de que había algo en el patio, pero no quisiste escucharme». Un olor acre, terroso, surgió del pozo y se me puso la carne de gallina. «Tienes razón -maulló el gato, como salido de un cuento de Edgar Allan Poe-, el óxido de calcio es un álcali barato para tratar los suelos ácidos. Justo lo que esperarías encontrar en un viñedo, pero también se llama cal viva y es un compuesto muy, muy eficaz para acelerar la descomposición humana.»

Horrorizado, comprendí que el letón sí que tenía intención de matarme. Y ahí estaba yo tratando de situar suacento como si fuera una especie de filólogo y de recordar las fórmulas químicas que había aprendido en la escuela.

Fue entonces cuando lo vi bien por primera vez. Era grande y musculoso como un caballo de circo, pero apenas te fijabas en eso al mirarle la cara; toda la parte derecha estaba torcida, como si tuviera una enorme bola de tabaco de mascar en la boca; el ojo derecho miraba fijamente y muy abierto, como si fuera de cristal. Seguramente habría podido besarse su propia oreja. Y con tanta sed de cariño como debía de tener con aquella cara, probablemente tenía que hacerlo.

– Arrodíllate al lado del pozo -gruñó, como un neanderthal al que le faltaran un par de cromosomas vitales.

– No irás a matar a un viejo camarada, ¿verdad? -dije, tratando desesperadamente de recordar el nuevo nombre de Nebe o incluso el de uno de los regimientos letones. Pensé en gritar pidiendo ayuda, salvo que sabía que si lo hacía me mataría sin vacilar.

– ¿Tú, un viejo camarada? -dijo despectivo, sin que pareciera costarle mucho.

– Obersturmführer en el Primer Regimiento Letón -dije tratando, sin lograrlo, de parecer despreocupado.

El letón escupió entre los arbustos y me miró sin expresión con su ojo saltón. La pistola, un enorme Colt automático de acero azul, siguió apuntándome directamente al pecho.

– El Primero Letón, ¿eh? No pareces letón.

– Soy prusiano -dije-. Mi familia vivía en Riga. Mi padre trabajaba en los astilleros en Dantzig. Se casó con una rusa.

Le ofrecí unas palabras en ruso para confirmar mis palabras, aunque no podía recordar si en Riga se hablaba principalmente ruso o alemán.

Entornó los ojos, uno más que el otro.

– A ver, ¿en qué año se fundó el Primero Letón?

Tragué saliva y escarbé en mi memoria. El gato maulló dándome ánimos. Razonando que la formación de un regimiento letón debía haber seguido a la Operación Barbarroja de 1941, dije:

– 1942.

Desplegó una sonrisa horrible y cabeceó negando con un lento sadismo.

– 1943 -dijo, avanzando un par de pasos-. Fue en 1943. Ahora arrodíllate o te dispararé en la barriga.

Lentamente me dejé caer de rodillas al borde el pozo, sintiendo la humedad del suelo a través de la tela del pantalón. Había visto demasiados asesinatos de las SS para no saber qué iba a hacer: un tiro en la nuca, mi cuerpo cayendo limpiamente dentro de una tumba ya preparada y unas cuantas paletadas de cal viva por encima. Se me acercó por detrás dando un amplio rodeo. El gato se sentó para observar, con la cola envolviéndole pulcramente el trasero. Cerré los ojos y esperé.

– Rainis -dijo una voz, y pasaron varios segundos. Apenas me atrevía a levantar la mirada para ver si me había salvado.

– Está bien, Bernie. Puedes levantarte.

Expulsé el aliento en un único y enorme erupto de terror. Débil, con las rodillas temblequeantes, me levanté del borde del pozo y me volví para ver a Arthur Nebe, de pie a unos pocos metros detrás de la bestia letona. Me irritó mucho ver que estaba sonriendo.

– Me alegro de que lo encuentres tan divertido, doctor Frankenstein -dije-. Ese jodido monstruo tuyo por poco me mata.

El letón asintió enfurruñado y enfundó el Colt.

– Estaba fisgando -dijo, sumiso-. Lo pillé.

Me encogí de hombros.

– Hace una bonita mañana. Pensé que podía venir y echar una ojeada a Grinzing. Solo estaba admirando tu finca cuando aquí, Lon Chaney, me metió una pistola por la oreja.

El letón sacó mi revólver del bolsillo de la chaqueta y se lo dio a Nebe.

– Llevaba un hierro, Herr Nolde.

– Pensando en dedicarte a la caza menor, ¿no es así, Bernie?

– Todo cuidado es poco en estos tiempos.

– Me alegra que pienses eso -dijo Nebe-. Me ahorra el trabajo de disculparme. -Sopesó el arma en la mano y luego se la metió en el bolsillo-. De cualquier modo, me la quedaré de momento, si no te importa. Las armas ponen nerviosos a algunos de nuestros amigos. Recuérdame que te la devuelva antes de que te vayas. -Se volvió hacia el letón-. Está bien, Rainis, no te preocupes. Solo estabas haciendo tu trabajo. ¿Por qué no vas y desayunas algo?

El monstruo asintió y se dirigió hacia la casa con el gato detrás de él.

– Apuesto a que puede comerse su propio peso en cacahuetes.

Nebe sonrió fríamente.

– Algunas personas tienen perros fieros para que las protejan; yo tengo a Rainis.

– Ya, bueno, espero que esté enseñado para no ensuciarse dentro de la casa. -Me quité el sombrero y me enjugué la frente con el pañuelo-. Yo no lo dejaría pasar de la puerta. Lo tendría atado con una cadena en el patio. ¿Dónde se cree que está? ¿En Treblinka? Ese hijo de puta se moría de ganas de matarme, Arthur.

– No lo dudo. Disfruta matando.

Nebe rechazó con un gesto de la cabeza el cigarrillo que le ofrecía, pero tuvo que ayudarme a encender el mío, ya que mi mano temblaba tanto como si estuviera hablando con un apache sordo.

– Es letón -explicó Nebe-. Era cabo en el campo de concentración de Riga. Cuando los rusos lo capturaron le pisotearon la cara y le partieron la mandíbula con las botas.

– Créeme, sé cómo debían de sentirse.

– Le paralizaron la mitad de la cara y lo dejaron un poco débil de cabeza. Siempre fue un asesino brutal, pero ahora es más parecido a un animal. Pero igual de leal que cualquier perro.

– Bueno, como es natural, ya pensaba que tendría sus puntos buenos. Riga, ¿eh? -Señalé con la cabeza hacia el pozo abierto y el incinerador-. Apuesto a que esta pequeña instalación de eliminación de residuos hace que se sienta como en casa.

Di unas caladas agradecidas al cigarrillo y añadí:

– Si a eso vamos, apuesto a que hace que los dos os sintáis como en casa.

Nebe frunció el ceño.

– Me parece que necesitas beber algo -dijo en voz baja.

– No me sorprendería. Pero asegúrate de que los cubitos no tengan mucha cal. He perdido el gusto por la cal, para siempre.

Загрузка...