16

Era tarde cuando llegué al Club Casanova. Estaba lleno de franceses, que estaban llenos de lo que fuera que bebieran los franceses cuando querían agarrar una buena. Veronika tenía razón, después de todo; prefería el Casanova cuando estaba tranquilo. Al no conseguir encontrarla entre la muchedumbre, le pregunté al mismo camarero al que había dado una propina tan generosa la noche anterior si la había visto por allí.

– Estaba aquí hace solo unos diez o quince minutos -respondió-. Me parece que se ha ido al Koralle. -Bajó la voz e inclinó la cabeza hacia mí-. No le gustan mucho los franceses. Y a decir verdad, a mí tampoco. Los británicos, los norteamericanos, incluso los rusos… como mínimo se puede respetar a los ejércitos que tuvieron algo que ver con nuestra derrota. Pero ¿los franceses? Son unos cabrones. Créame, lo sé. Vivo en el Bezirk 15, en el sector francés. – Alisó el mantel-. ¿Qué va a tomar, señor?

– Creo que yo también iré a echar un vistazo al Koralle. ¿Sabe dónde está?

– Está en el Bezirk 9. En la Porzellangasse, al lado de la Berggasse y muy cerca de la prisión policial. ¿Sabe dónde?

Me eché a reír.

– Empiezo a saberlo.

– Veronika es una buena chica -añadió el camarero-. Para ser una chocolatera.


La lluvia descargaba contra el centro de la ciudad empujada desde el este y el sector ruso. Se convirtió en granizo al contacto con el frío aire de la noche y azotó los cuatro flancos de la Patrulla Internacional cuando aparcaron frente al Casanova. Con apenas un gesto de saludo al portero y sin decir una palabra pasaron a mi lado y entraron en busca de vicios soldadescos, esa manifestación acomodaticia de lujuria exacerbada por la combinación de país extranjero, mujeres hambrientas y una provisión inagotable de cigarrillos y chocolate.

En el ya familiar Schottenring crucé para pasar a la Währinger Strasse y me dirigí hacia el norte a través de IaRooseveltplatz bajo la sombra lunar de las torres gemelas de la Votivkirche, que, pese a su enorme altura, que taladraba el cielo, había logrado, no se sabía cómo, sobrevivir a todas las bombas. Estaba a punto de entrar en la Berggasse por segunda vez aquel día cuando, procedente de un gran edificio en ruinas al otro lado de la calle, oí a alguien gritar pidiendo socorro. Diciéndome que no era asunto mío, me detuve sólo un segundo, con intención de proseguir mi camino. Pero luego volví a oír el grito, una voz de contralto casi reconocible.

Noté el miedo en la piel mientras andaba rápidamente en dirección al sonido. Había un montón de escombros amontonados contra la abombada pared del edificio y, después de trepar a lo alto, miré por el hueco vacío de una ventana de arco al interior de una sala semicircular con las proporciones de un pequeño teatro.

Eran tres los que forcejeaban en el pequeño espacio iluminado por la luna junto a una pared recta frente a las ventanas. Dos eran soldados rusos, sucios y andrajosos, que reían a carcajadas mientras trataban de arrancarle la ropa a una tercera figura: una mujer. Supe que era Veronika incluso antes de que ella levantara la cabeza hacia la luz. Chilló, y el ruso que le sujetaba los brazos y los dos faldones del vestido que su camarada, arrodillado sobre los pies de Veronika, había rasgado, la abofeteó con fuerza.

– Pakazhitye, dushka, enséñamelo, cariño -dijo entre grandes risotadas bajando de un tirón la ropa interior de Veronika hasta sus temblorosas rodillas. Se puso en cuclillas para admirar su desnudez-. Pryekrasnaya, precioso – dijo, como si estuviera contemplando un cuadro, y luego metió la cara entre el vello pubico-. Vkoosnaya, tozhe, sabroso, además -dijo con un gruñido.

El ruso volvió la cara desde las piernas de la chica al oír mis pasos entre los escombros que cubrían el suelo y, al ver el trozo de tubería de plomo que yo llevaba en la mano, se levantó poniéndose al lado de su amigo, que empujó aVeronika a un lado.

– Sal de aquí, Veronika -grité.

Sin necesitar que la animara, cogió el abrigo y corrió hacia una de las ventanas, pero el ruso que la había lamido parecía tener una idea diferente y la agarró por la melena. En aquel mismo momento balanceé la tubería golpeando un lado de su repugnante cabeza con un sonido metálico y adormeciéndome el brazo con la vibración del golpe. Empezaba a pensar que le había dado demasiado fuerte cuando noté una tremenda patada en las costillas y luego un furibundo rodillazo en la entrepierna. La tubería se me cayó al suelo lleno de trozos de ladrillo y noté el sabor a sangre en la boca mientras la seguía lentamente. Doblé las piernas contra el pecho y me quedé inmóvil esperando que la enorme bota del hombre me alcanzara de nuevo y acabara conmigo. En lugar de ello oí un golpe sordo, corto y mecánico como el sonido de una remachadora, y cuando la bota golpeó de nuevo, lo hizo muy por encima de mi cabeza. Con una pierna todavía en el aire, el hombre osciló durante un momento como un bailarín de ballet borracho y luego cayó muerto a mi lado, con la frente trepanada limpiamente por una bala certera. Gemí y cerré los ojos un momento. Cuando volví a abrirlos y me incorporé apoyándome en el antebrazo, había un tercer hombre acuclillado frente a mí y durante un segundo escalofriante me apuntó directamente a la cara con el cañón con silenciador de su Luger.

– Jódete, boche -dijo, y luego, sonriendo, me ayudó a levantarme-. Iba a zurrarte yo mismo, pero parece que esos dos ivanes me han ahorrado el trabajo.

– Belinsky -resollé, sujetándome las costillas-. ¿Tú qué eres? ¿Mi ángel de la guardia o qué?

– Sí. Es una vida maravillosa. ¿Estás bien, boche?

– Lo del pecho iría mejor si dejara de fumar. Sí, estoy bien. ¿De dónde diablos has salido?

– ¿No me habías visto? Estupendo. Después de lo que dijiste de seguir a alguien, me leí un libro sobre el asunto.Me disfracé de nazi para que no te fijaras en mí.

Miré alrededor.

– ¿Has visto adonde ha ido Veronika?

– ¿Quieres decir que conoces a la dama? -Zigzagueó hasta el soldado que yo había derribado con la tubería y que yacía sin sentido en el suelo-. Creía que eras un don Quijote.

– Solo la conozco desde anoche.

– Antes de tropezarte conmigo, supongo. -Belinsky contempló al soldado un momento, luego le apuntó con la Luger en la nuca y apretó el gatillo-. Está fuera -dijo sin demostrar más emoción que si hubiera disparado contra una botella de cerveza.

– Joder -dije entre dientes, abrumado por su exhibición de insensibilidad-. Habrías sido útil en un grupo de combate.

– ¿Qué?

– He dicho que espero que perdieras el tranvía anoche por mi culpa. ¿Tenías que matarlo?

Se encogió de hombros y empezó a desenroscar el silenciador de la Luger.

– Dos muertos son mejor que uno vivo para testificar en los tribunales. Créeme, sé lo que digo. -Golpeó la cabeza del iván con la punta del zapato-. De todos modos, a estos ivanes no los echarán en falta. Son desertores.

– ¿Cómo lo sabes?

Belinsky señaló dos fardos de ropa y equipo que había en el suelo al lado de la puerta y, junto a ellos, los restos de una fogata y una comida.

– Parece que llevaban un par de días escondidos por aquí. Supongo que se aburrían y les apetecía un poco de… – buscó la palabra adecuada en alemán y luego, sacudiendo la cabeza, completó la frase en inglés-… coño. -Enfundó la Luger y dejó caer el silenciador en el bolsillo del abrigo-. Si los encuentran antes de que las ratas los devoren, los polis imaginarán que fue el MVD quien lo hizo. Pero yo apuesto por las ratas. Viena tiene las ratas más enormes que hayas visto nunca. Suben directamente desde las cloacas. Bien pensado, por como huelen esos dos, yo diría quetambién han estado allá abajo. La cloaca principal sale en el Stadt Park, justo al lado de la comandancia soviética y el sector ruso. -Se encaminó hacia la ventana-. Venga, boche, vamos a buscar a esa chica tuya.

Veronika estaba un poco más abajo de la Währinger Strasse, lista para echar a correr como alma que lleva el diablo si hubieran sido los dos rusos quienes salieran del edificio.

– Cuando he visto entrar a tu amigo, he esperado para ver qué pasaba -explicó.

Se había abotonado el abrigo hasta el cuello y, salvo un pequeño moretón en la mejilla y las lágrimas en los ojos, no habría dicho que parecía una chica que había escapado por los pelos de que la violaran. Volvió, nerviosa, la mirada hacia el edificio con una pregunta en los ojos.

– No te preocupes -dijo Belinsky-. No volverán a molestarnos.

Cuando Veronika acabó de darme las gracias por salvarla y a Belinsky por salvarme a mí, los dos la acompañamos hasta el edificio medio derrumbado de la Rotenturmstrasse donde tenía una habitación. Allí nos dio las gracias de nuevo y nos invitó a subir, una invitación que rechazamos, y solo después de que le prometiera visitarla por la mañana logramos convencerla de que cerrara la puerta y se fuera a la cama.

– Por el aspecto que tienes, diría que no te sentaría mal una copa -dijo Belinsky-. Déjame invitarte. El Bar Renaissance está a la vuelta de la esquina. Es un lugar tranquilo y podremos hablar.

Cercano a la catedral de San Esteban, que estaba siendo restaurada, el Renaissance de la Singerstrasse era una imitación de taberna húngara con música zíngara. La clase de sitio que aparece en un puzzle; no había duda de que era popular entre los turistas, pero resultaba una pizca demasiado ostentoso para mi gusto sencillo y melancólico. Había una única compensación importante, como explicó Belinsky: servían Csereszne, un aguardiente húngaro de cerezas. Y para alguien a quien acababan de darle de patadas, sabía incluso mejor de lo que Belinsky habíaprometido.

– Es una buena chica -dijo-, pero tendría que ir con más cuidado en Viena. Y tú también, si a eso vamos. Si vas a ir por ahí como un flamante Errol Flynn, tendrías que llevar algo más que pelo debajo del brazo.

– Supongo que tienes razón -dije bebiendo un sorbo de mi segundo vaso-, pero resulta extraño que me lo digas, siendo un poli y todo eso. Llevar un arma no es exactamente legal para nadie, excepto para el personal aliado.

– ¿Quién ha dicho que yo fuera poli? -dijo negando con la cabeza-. Soy del CIC, el cuerpo de contraespionaje. La policía militar no tiene ni puta idea de en qué estamos.

– ¿Eres espía?

– No, más bien somos como los detectives de hotel de Estados Unidos. No dirigimos espías; los atrapamos. Espías y criminales de guerra.

Se sirvió un poco más de Csereszne.

– ¿Y por qué me estás siguiendo?

– La verdad es que es difícil decirlo.

– Estoy seguro de que podríamos encontrar un diccionario de alemán.

Belinsky sacó una pipa ya cargada del bolsillo y mientras explicaba qué quería decir, le iba dando pipadas hasta conseguir que se encendiera.

– Estoy investigando la muerte del capitán Linden -dijo.

– Vaya coincidencia. Yo también.

– Para empezar, queremos tratar de descubrir qué le trajo a Viena. Le gustaba guardar las cosas muy en secreto. Trabajaba mucho solo.

– ¿También estaba en el CIC?

– Sí, en el 970, estacionado en Alemania. El mío es el 430. Estamos estacionados en Austria. La verdad es que tendría que habernos informado de que venía a nuestro sector.

– Y ni siquiera envió una postal, ¿eh?

– Ni una palabra. Es probable que porque no había ninguna razón para que viniera. Si estaba trabajando en algo que afectaba a su país, tendría que habérnoslo dicho. -Belinsky soltó un anillo de humo y se lo apartó de la cara con un gesto-. Era lo que podríamos llamar un investigador de despacho. Un intelectual. La clase de hombre que podríassoltar ante una pared llena de archivos con la orden de encontrar la receta óptima de Himmler. El único problema es que, como era un tipo tan brillante, no anotaba nada. -Belinsky se dio unos golpecitos en la frente con la boquilla de la pipa-. Todo lo guardaba aquí, lo cual hace que resulte un incordio averiguar qué estaba investigando para ganarse un almuerzo de plomo.

– Tus policías militares creen que el movimiento clandestino Werewolf puede tener algo que ver en el asunto.

– Eso me han dicho.

Observó atentamente el humeante contenido de la cazoleta de su pipa de madera de cerezo y añadió:

– Con franqueza, todos estamos dando palos de ciego en este asunto. De cualquier modo, ahí es donde tú entras en mi vida. Pensamos que quizá descubrieras algo que nosotros no podríamos conseguir, al ser nativo, en comparación, quiero decir. Y si lo hacías, yo estaría allí en aras de la democracia libre.

– Investigación criminal por poderes, ¿eh? No sería la primera vez que pasa. Odio decepcionarte, pero yo también estoy bastante a oscuras.

– Puede que no. Después de todo, conseguiste que mataran al cantero. En mi marcador, eso se anota como resultado. Significa que molestaste a alguien, boche.

Sonreí.

– Puedes llamarme Bernie.

– Tal como yo lo veo, Becker no te haría entrar en el juego sin darte algunas cartas. El nombre de Pichler probablemente sería una de ellas.

– Puede que tengas razón -admití-, pero en cualquier caso, no tengo un juego como para apostarme la camisa.

– ¿Me dejas echarle una mirada?

– ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Te he salvado la vida, boche -gimió.

– Demasiado sentimental. Sé más práctico.

– Está bien. Entonces, quizá te pueda ayudar.

– Eso está mucho mejor.

– ¿Qué quieres?

– Es más que probable que a Pichler lo asesinara un hombre llamado Abs, Max Abs. Según los PM, estuvo en lasSS, pero poco tiempo. De cualquier modo, se ha subido a un tren para Munich esta tarde y van a hacer que alguien lo reciba allí. Espero que me cuenten lo que suceda, pero necesito saber más cosas de Abs. Por ejemplo, quién era este tipo. -Saqué el dibujo de la lápida de Martin Albers hecho por Pilcher y lo extendí sobre la mesa delante de Belinsky-. Si puedo descubrir quién era Martin Albers y por qué Max Abs pagó su lápida, quizá esté en camino de descubrir por qué Abs decidió que era necesario matar a Pichler antes de que hablara conmigo.

– ¿Quién es ese Abs? ¿Qué relación tiene con todo esto?

– Antes trabajaba para una empresa de publicidad, aquí en Viena. La misma firma que dirigía König. König es el hombre que dio instrucciones a Becker para pasar archivos a través de la Frontera Verde. Documentos que iban a parar a manos de Linden.

Belinsky asintió.

– De acuerdo -dije-. Veamos mi segunda carta. König tenía una amiguita llamada Lotte que solía ir por el Casanova. Quizá alternara un poco por allí, aceptara un poco de chocolate, todavía no lo sé. Algunos amigos de Becker se presentaron allí y en otros sitios y no volvieron a casa a merendar. Mi idea era poner a Veronika sobre la pista. Pensaba que primero tendría que conocerla un poco. Pero claro, ahora que ya me ha visto cabalgando mi caballo blanco vestido con mi armadura blanca de los domingos, no tendré que esperar tanto.

– ¿Y si Veronika no conoce a esa Lotte? Entonces, ¿qué?

– ¿Y si piensas en algo mejor?

Belinsky se encogió de hombros.

– Por otro lado, tu plan tiene sus ventajas.

– Y otra cosa. Tanto Abs como Eddy Holl, el contacto de Becker en Berlín, trabajan para una empresa con sede en Pullach, cerca de Munich. La Compañía de Utilización Industrial del Sur de Alemania. Quizá quieras tratar de averiguar algo sobre ella. Por no hablar de por qué Abs y Holl han decidido trasladarse allí.

– No serían los dos primeros boches en ir a vivir en la zona norteamericana -dijo Belinsky-. ¿No te has fijado? Las relaciones están empezando a ponerse un poco tensas con nuestros aliados comunistas. Según las noticias de Berlín, han empezado a destruir muchas de las carreteras que conectan los sectores este y oeste de la ciudad.

Puso una cara que dejaba clara su falta de entusiasmo y luego añadió:

– Pero veré qué puedo descubrir. ¿Algo más?

– Antes de marcharme de Berlín me tropecé con una pareja de cazadores de nazis llamados Drexler. Linden les llevaba paquetes del auxilio americano de vez en cuando. No me sorprendería que trabajaran para él; todo el mundo sabe que es así como el contraespionaje estadounidense paga los servicios.

– ¿No se lo podemos preguntar a ellos?

– No serviría de mucho. Están muertos. Alguien deslizó una bandeja llena de bolitas de Zyklon-B por debajo de su puerta.

– De todos modos, dame la dirección. -Sacó un cuaderno y un lápiz.

Cuando se la di frunció los labios y se frotó el mentón. Tenía una cara tan ancha que parecía imposible, con unas cejas espesas en forma de cuerno de caza que se curvaban hasta la mitad de la cuenca de los ojos, el cráneo de algún animalillo como nariz y unas arrugas absurdas grabadas, que, añadidas a la cuadrada barbilla y a las ventanas de la nariz, de un fuerte ángulo, completaban un rostro perfectamente heptagonal. La impresión global era la de una cabeza de carnero apoyada sobre un pedestal en forma de uve.

– Tenías razón. No es una gran ayuda, ¿verdad? Pero es mejor que la que yo tenía.

Con la pipa apretada entre los dientes, cruzó los brazos y fijó la mirada en el vaso. Quizá fuera lo que bebía o quizá el pelo, que llevaba más largo que el corte militar preferido por la mayoría de sus compatriotas, pero curiosamente no parecía estadounidense.

– ¿De dónde eres? -pregunté al rato.

– De Williamsburg, Nueva York.

– Belinsky -dije, separando cada sílaba-. ¿Qué clase de nombre es ese para un norteamericano?

Él se encogió de hombros, impasible.

– Soy norteamericano de primera generación. Mi padre procede de Siberia. Su familia emigró para escapar a uno de los pogromos judíos del zar. Como ves, los ivanes tienen una tradición antisemita casi tan buena como la vuestra. Belinsky era el nombre de Irving Berlin antes de que se lo cambiara. Y en lo que respecta a nombres estadounidenses, no creo que un nombre judío como el mío suene peor que un nombre boche como Eisenhower, ¿no te parece?

– Supongo que no.

– Hablando de nombres, si vuelves a hablar con los PM, quizá sería mejor que no me mencionaras a mí ni al CIC. La razón es que hace poco jorobaron una operación que teníamos en marcha. El MVD se las arregló para robar unos cuantos uniformes de la policía militar de Estados Unidos del cuartel general del batallón en el Stiftskaserne. Se los pusieron y convencieron a los PM de la comisaría del Bezirk 19 para que los ayudaran a arrestar a uno de nuestros mejores informadores en Viena. Un par de días más tarde, otro informador nos comunicó que estaban interrogándolo en el cuartel general del MVD en la Mozartgasse. Poco después supimos que lo habían matado, pero no antes de que hablara y les diera otros nombres. Bueno, hubo un follón de todos los diablos y el comisario jefe estadounidense tuvo que darle una buena patada en el culo a más de uno por la mala seguridad de la 796. Le hicieron un consejo de guerra a un teniente y degradaron a un sargento a soldado raso. Como resultado de lo cual, el que yo sea un CIC me convierte en una especie de leproso a ojos del Stiftskaserne. Supongo que puede resultarte difícil de entender siendo alemán.

– Al contrario -dije-. Yo diría que ser tratados como leprosos es algo que los boches entendemos demasiado bien.

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