Quántico, Virginia
11:33
Temperatura: 31 grados
– ¿Hora de la muerte?
– Resulta difícil decirlo -respondió el médico forense, que iba vestido de blanco-. La temperatura corporal es de treinta y cinco grados, pero el hecho de que la temperatura en el exterior rondara los treinta y uno podría haber impedido que el cuerpo se enfriara. El rigor mortis empieza a aparecer en el rostro y el cuello. -El médico se interrumpió, giró el cuerpo levemente a la izquierda y presionó un dedo enguantado contra la piel, que palideció bajo su roce-. Todavía no presenta lividez. -Enderezó la espalda y, tras reflexionar unos instantes, examinó los ojos y orejas de la muchacha-. A pesar del calor, no hay larvas de moscarda azul… pero esos insectos prefieren poner sus huevos en la boca o en una herida abierta, así que en este caso han tenido menos oportunidades. -Pareció considerar los diferentes factores una vez más y entonces dio a conocer su veredicto-. Yo diría que la muerte se produjo entre hace cuatro y seis horas.
El otro hombre, probablemente un agente especial del NCIS, levantó la mirada de sus notas, sorprendido.
– ¿De verdad cree que es tan reciente?
– Es la mejor aproximación que puedo hacer. Hasta que le hagamos la autopsia, no sabremos nada con certeza.
– ¿Cuándo la harán?
– Mañana por la mañana.
El agente especial miró con seriedad al forense.
– ¿A las seis de la mañana? -preguntó, a modo de tanteo.
El agente le miró con más dureza.
– Esta tarde -aceptó entonces.
El agente especial esbozó una sonrisa mientras el médico forense dejaba escapar un profundo suspiro. Este iba a ser uno de aquellos casos…
El oficial encargado de la investigación volvió a centrar la atención en sus notas.
– ¿Causa probable de la muerte?
– Eso es más difícil. No hay evidencia de heridas causadas por arma blanca ni balas. Tampoco presenta hemorragias locales, de modo que el estrangulamiento queda descartado. La ausencia de sangre en los oídos indica que no sufrió traumatismo craneal y el cardenal que se está formando en la cadera izquierda sugiere que el golpe que lo causó tuvo lugar poco antes de la muerte. -El forense levantó una vez más la falda azul de flores, examinó la contusión y sacudió la cabeza-. Tendré que hacer algunos análisis de sangre para saber más.
El agente asintió. Un segundo hombre, vestido con pantalones de color caqui y camisa blanca de etiqueta, se acercó para tomar fotografías con una cámara digital, mientras diversos marines de rostros sombríos montaban guardia a lo largo de la escena del crimen, que había sido acordonada en amarillo. A pesar de la sombra que proporcionaban los árboles, era imposible escapar del calor y la humedad. Los agentes especiales del NCIS sudaban bajo sus camisas de manga larga y los rostros cincelados de los jóvenes guardias estaban bañados en sudor.
El segundo agente especial, un hombre más joven de cabello rapado y mandíbula cuadrada, observó el sendero flanqueado por árboles.
– No hay indicios de que fuera arrastrada -comentó.
Asintiendo, el médico forense se acercó a las sandalias negras de la víctima, le levantó un pie y observó el tacón de su zapato.
– No hay polvo ni restos de tierra. Seguramente la transportaron hasta aquí.
– Tuvo que hacerlo un tipo fuerte -dijo el fotógrafo.
El primer agente especial los miró a ambos.
– Nos encontramos en una base de los marines ocupada por estudiantes del FBI. Todos ellos son hombres fuertes. -Se volvió hacia la víctima-. ¿Qué le ocurre en la boca?
El médico forense acercó una mano a sus mejillas y le movió la cabeza de un lado a otro. De repente, retrocedió de un salto y apartó la mano.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el agente de mayor edad.
– Yo no… Nada.
– ¿Nada? ¿Qué tipo de nada?
– Un efecto óptico -murmuró el forense, que no volvió a acercar la mano al rostro de la muchacha-. Parece hilo de coser -añadió-. Grueso, quizá del que se usa para tapizar. No es hilo de sutura y los puntos son demasiado rudimentarios para que los haya realizado un profesional. Las pequeñas motas de sangre indican que, probablemente, la mutilación fue realizada post mortem.
Una hoja verde había quedado atrapada en la enmarañada melena rubia de la mujer. El forense la apartó distraído y la hoja se alejó volando. Entonces examinó las manos de la víctima, que descansaban sobre su cabeza. Una estaba cerrada, así que extendió suavemente sus dedos y descubrió que, acurrucada en su palma, descansaba una roca dentada de color gris verdoso.
– Eh -dijo al agente especial más joven-, ¿le importaría fotografiar esto?
El tipo se acercó obediente y fotografió la prueba.
– ¿Qué es?
– No lo sé. Una roca de algún tipo. ¿Van a guardarla y etiquetarla?
– Así es. -El joven cogió una bolsa de pruebas, depositó la roca en su interior y rellenó obediente el formulario adjunto.
– No hay heridas defensivas evidentes. Oh, aquí hay algo. -El pulgar enguantado del forense levantó el brazo izquierdo de la joven para mostrar una zona roja e hinchada que había en su hombro-. Es una marca de aguja y está rodeada por un cardenal diminuto, de modo que posiblemente le inyectaron algo justo antes de morir.
– ¿Sobredosis? -preguntó el agente de mayor edad, con el ceño fruncido.
– De algún tipo, pero resulta extraño que se trate de una inyección intramuscular pues, por lo general, las drogas se administran por vía intravenosa. -El médico levantó de nuevo la falda de la joven, inspeccionó la cara interna de sus muslos y recorrió sus piernas con la mirada hasta llegar a los dedos de los pies. Finalmente inspeccionó la piel que separaba el dedo índice del pulgar-. No hay más marcas de pinchazos, de modo que no era una consumidora habitual.
– ¿Estaba en el lugar incorrecto en el momento inadecuado?
– Posiblemente.
El agente especial de mayor edad suspiró.
– Vamos a necesitar una identidad de inmediato. ¿Podría sacarle las huellas aquí?
– Preferiría esperar a la morgue, pues allí podremos examinar sus manos en busca de sangre y muestras de piel. Sin embargo, si el tiempo le apremia, puede echar un Vistazo a su bolso.
– ¿Qué?
El médico forense esbozó una enorme sonrisa, pero enseguida se apiadó del policía naval.
– Allí, en la roca que hay al otro lado del cordón que rodea el escenario del crimen. Esa mochila de cuero negro. Mi hija tiene una igual. Es el último grito.
– De todos los estúpidos, miserables e incompetentes del… -El agente especial, que no parecía demasiado contento, pidió al joven que fotografiara el bolso y ordenó a dos guardias que ampliaran el perímetro de la escena para incluir el bolso de cuero. Con las manos enguantadas, recuperó el objeto y se dirigió a su ayudante-: Tenemos que realizar un inventario completo, pero por ahora nos limitaremos a examinar en detalle la cartera.
El joven dejó la cámara y, al instante, cogió lápiz y papel.
– De acuerdo. Vamos allá. La cartera también es de cuero negro. Veamos… Contiene una tarjeta de supermercado, una tarjeta del Petco, una tarjeta del Blockbuster, otra tarjeta de supermercado y… no hay carné de conducir. Hay treinta y tres dólares, pero no hay carné de conducir, ni tarjetas de crédito ni ningún tipo de documento que incluya un nombre personal. ¿Qué nos dice eso?
– Que el asesino no quiere que conozcamos la identidad de su víctima -respondió el joven, con entusiasmo.
– Sí -respondió el agente especial de mayor edad-. ¿Y eso qué significa? Creo que estamos pasando por alto otro detalle. Las llaves. -Sacudió el bolso, pero no se oyó ningún tintineo-. ¿Qué tipo de persona no lleva llaves encima?
– ¿Podría tratarse de un ladrón? Conoce la dirección de la víctima por el carné de conducir, tiene las llaves de casa… y sabe que la chica no regresará pronto.
– Es posible. -Sin embargo, el agente estaba mirando con el ceño fruncido la boca cosida de la víctima. Kimberly, escondida detrás de un árbol, pudo leer sus pensamientos: ¿Qué tipo de ladrón cose la boca de su víctima? ¿Y qué tipo de ladrón se deshace de un cadáver en una base de los marines?
– Tengo que ir a buscar bolsas de papel para proteger las manos -anunció el médico forense-. Están en mi furgoneta.
– Le acompañaremos. Quiero revisar algunas cosas. -El agente naval de mayor edad hizo un gesto con la cabeza a su compañero, que se apresuró a ponerse en marcha. Los tres descendieron por el sendero de tierra, dejando el cadáver vigilado por los cuatro marines.
Kimberly estaba considerando el modo de abandonar sigilosamente aquel lugar cuando una mano fuerte le cogió por la muñeca y, al instante siguiente, una segunda mano le tapó la boca. No se molestó en gritar; en vez de ello, le mordió.
– Mierda -rugió una voz profunda en su oído-. ¿Alguna vez hablas antes de disparar? Si sigo tropezando contigo, no me va a quedar ni solo un músculo sano.
Kimberly reconoció la voz y, a regañadientes, relajó la presión de sus dientes. A cambio, el hombre apartó sus manos de ella.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -susurró Kimberly, lanzando una mirada furtiva a los guardias apostados en la escena del crimen, antes de girarse para mirar el semblante sombrío del agente especial McCormack.
– ¿Qué ha ocurrido? -Al instante levantó una mano para indicarle que guardara silencio-. Si tú estás así, no quiero imaginar cómo habrá acabado el otro tipo.
Kimberly se llevó una mano a la cara y advirtió que tenía diversos arañazos en la nariz y las mejillas, salpicados de puntos de sangre seca. Su apresurada carrera por el bosque había pasado factura. No era de extrañar que su supervisor hubiera intentado enviarla a su cuarto a descansar.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -repitió Kimberly, en voz baja.
– Oí un rumor y decidí seguirlo. -Su mirada recorrió brevemente su cuerpo-. Y también he oído decir que una estudiante de la Academia encontró el cadáver. ¿Debo asumir que has tenido tú ese honor? ¿Te parece bien abandonar la ruta de la carrera de entrenamiento físico?
Kimberly le miró colérica. El agente se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en la escena del crimen.
– Quiero esa hoja -rugió su voz en su oreja-. La que el médico forense apartó de la cabeza de la víctima…
– No es el protocolo correcto.
– Eso díselo a él, querida. Quiero esa hoja. Y ya que estás aquí, podrías ayudarme a conseguirla.
Ella se apartó de un salto.
– No pienso…
– Lo único que tienes que hacer es distraer a esos guardias. Conversa con ellos, distráelos con esos ojos azules y, en menos de sesenta segundos, yo habré terminado.
Kimberly le miró con el ceño fruncido.
– Tú distraes a los guardias y yo cojo la hoja -replicó.
Él la miró como si fuera ligeramente retrasada.
– Querida -dijo, hablando con voz cansada-, tú eres la chica.
– ¿Y por eso no puedo coger una hoja? -preguntó, alzando la voz sin darse cuenta.
El agente especial volvió a cubrirle la boca con la mano.
– No, pero sin duda posees más atractivo para esos muchachos que yo. -Contempló el sendero arbolado, en la dirección por la que se habían alejado el médico forense y ambos investigadores navales-. Vamos, preciosa. No tenemos el resto de nuestras vidas.
Este tío es un idiota, pensó ella. Y un machista. A pesar de todo asintió. El medico forense había sido negligente al retirar aquella hoja del cabello de la joven, así que lo mejor sería que alguien la recuperara.
Mac señaló a la pareja de guardias y le indicó que quería que los llevara hacia el frente, pues así podría acercarse por detrás.
Treinta segundos después, Kimberly respiró hondo, salió de entre los árboles y empezó a avanzar por el sendero de tierra. Entonces, giró con brusquedad a la izquierda y echó a andar hacia la pareja de guardias.
– Necesito ver el cadáver un momento -dijo, con tono jovial.
– Se encuentra en un área restringida, señora -dijo el primer centinela, con la mirada fija en algún punto situado más allá de su oreja izquierda.
– Oh, estoy segura de ello. -Kimberly hizo un ademán con la mano y siguió caminando.
Sin realizar ningún tipo de esfuerzo, el guardia se movió discretamente hacia la izquierda y le cerró el paso.
– Disculpe -dijo Kimberly, con firmeza-, pero creo que no me ha entendido. Estoy acreditada. Formo parte del caso. Por el amor de Dios, fui la primera oficial que estuvo presente en la escena.
El marine la miró con el ceño fruncido, sin dejarse impresionar. La otra pareja de guardias había empezado a acercarse para ayudar a sus compañeros. Mientras Kimberly les dedicaba una sonrisa enfermizamente dulce, vio que el agente especial McCormack accedía al claro tras ellos.
– Señora, debo pedirle que se marche -dijo el primer centinela.
– ¿Dónde está el registro de la escena del crimen? -preguntó Kimberly-. Tráiganlo y les demostraré que mi nombre aparece en él.
Por primera vez, el marine vaciló. Kimberly no se había equivocado: aquellos tipos eran simples soldados de infantería. No sabían nada sobre procedimientos de investigación ni sobre jurisdicción legal.
– En serio -insistió, acercándose un paso más y haciendo que todos empezaran a impacientarse-. Soy la nueva agente Kimberly Quincy. Esta mañana, aproximadamente a las ocho horas y veintidós minutos, encontré a la víctima y aseguré la escena para el NCIS. Quiero seguir este caso.
Mac ya se encontraba a medio camino del cadáver. Para lo grande que era, se movía con un sigilo sorprendente.
– Señora, esta zona pertenece a los marines y está restringida a los marines. A no ser que venga acompañada por el agente apropiado, no podrá acceder a la escena del crimen.
– ¿Y quién es el agente apropiado?
– Señora…
– Señor, yo encontré a esa muchacha por la mañana. Comprendo que usted tenga que cumplir con su deber, pero no voy a permitir que una pobre chica se quede sola con un puñado de hombres vestidos de camuflaje. Necesita tener cerca a una de las suyas. Es así de simple.
El marine la miró colérico. Era evidente que, en su cabeza, aquellas palabras habían cruzado alguna línea que rozaba la locura. El hombre suspiró y pareció luchar consigo mismo para mostrarse paciente.
Mac ya se encontraba en la zona por la que había revoloteado la hoja antes de posarse en el suelo. Estaba apoyado sobre manos y rodillas y avanzaba con cautela. Por primera vez, Kimberly fue consciente del problema al que se enfrentaban. Había demasiadas hojas secas en el suelo, rojas, amarillas y marrones. ¿De qué color era la que había quedado atrapada en el cabello de la joven? Oh, Dios, ya no lo recordaba.
Los guardias de refuerzo se habían acercado un poco más y tenían las manos en la empuñadura de sus rifles. Kimberly alzó la barbilla y les desafió a disparar.
– Tiene que marcharse -repitió el primer guardia.
– No.
– Señora, o se marcha por sí misma o nos veremos obligados a ayudarla.
Mac ya tenía una hoja en las manos. La sostenía en alto y la observaba con el ceño fruncido. ¿También él se estaba preguntando de qué color era la hoja que llevaba la víctima en el pelo o acaso lo recordaba?
– Pónganme una mano encima y les demandaré por acoso sexual.
El marine pestañeó. Kimberly también lo hizo. La verdades que, en lo que a amenazas se refería, esta era perfecta. Incluso Mac había vuelto la cabeza hacia ella y la miraba impresionado. Al ver que la hoja que sostenía en la mano era verde, Kimberly se relajó. Aquello tenía sentido. Las hojas que había en la escena estaban secas, pues habían caído durante el otoño, así que no cabía duda de que aquella hoja verde había venido con el cadáver. Lo había conseguido. Lo habían conseguido.
Los guardias de refuerzo se habían situado detrás de la primera pareja y ahora, cuatro pares de ojos masculinos la miraban con atención.
– Tiene que marcharse -repitió una vez más el primer marine, con una voz que ya no sonaba tan convincente.
– Solo estoy haciendo lo correcto para ella -replicó Kimberly, en voz baja.
Aquello pareció desarmarle aún más, pues el hombre apartó la mirada y la posó en el camino de tierra. Kimberly advirtió que seguía hablando.
– Yo tenía una hermana, ¿sabe? No era mucho mayor que esa muchacha. Una noche, un tipo la emborrachó, la metió en un coche y lo estrelló contra un poste telefónico. Después huyó y la dejó ahí sola, con la cabeza incrustada en el parabrisas. Pero mi hermana no murió en el acto, ¿sabe? Permaneció viva largo rato. Siempre me he preguntado… ¿Sintió cómo se deslizaba la sangre por su rostro? ¿Fue consciente de lo sola que estaba? Los médicos nunca me lo dijeron, pero me pregunto si lloró, si fue consciente de lo que le estaba ocurriendo. Tiene que ser lo peor del mundo, saber que te estás muriendo y que nadie venga a salvarte. Por supuesto, ustedes no tienen que preocuparse de esas cosas. Son marines, así que siempre acudirá alguien en su ayuda. Sin embargo, las mujeres del mundo no contamos con esa certeza. A mi hermana no la ayudó nadie.
Todos los marines habían agachado la cabeza. Su voz había sonado más dura de lo que había pretendido, de modo que la expresión de su rostro debía de ser terrible.
– Tienen razón -dijo entonces-. Debería marcharme. Regresaré más tarde, cuando hayan regresado los agentes que están al cargo de la investigación.
– Será lo mejor, señora -respondió el marine, que todavía era incapaz de mirarla a los ojos.
– Gracias por su ayuda. -Vaciló y entonces dijo, sin poder evitarlo-: Por favor, cuiden de ella por mí.
Kimberly dio media vuelta apresuradamente y, antes de que le diera tiempo a decir otra estupidez, se alejó por el sendero.
Dos minutos después, sintió la mano de Mac en su brazo. Al ver su expresión sombría supo que había oído sus palabras.
– ¿Has conseguido la hoja? -le preguntó.
– Sí.
– En ese caso, ¿te importaría decirme por qué estás aquí?
– Porque durante todos estos años le he estado esperando -respondió.