Condado de Lee, Virginia
16:53
Temperatura: 38 grados
– ¿Hola? ¿Hola? ¿Puedes oírme? -Kimberly había encontrado un conducto de unos doscientos milímetros que se adentraba en el suelo y parecía la sección de una tobera. Miró a través de él, intentando ver adonde conducía, pero solo vio oscuridad. Deslizó la mano por la parte superior y no le cupo ninguna duda de que soplaba una corriente de aire procedente de algún lugar. Lanzó un guijarro para hacerse una idea de la profundidad, pero nunca lo oyó aterrizar.
Mac ya corría hacia ella, seguido de Nora Ray. Kimberly se agachó y ahuecó las manos junto a la boca para amplificar su voz.
– ¿Hay alguien ahí?
Apoyó la oreja en la boca del tubo. ¿Había oído movimiento? ¿El sonido de algo que se movía en las oscuras y húmedas profundidades? Resultaba difícil saberlo con certeza.
– ¡Hoooolaaaaaa! Mac por fin se detuvo junto a ella. Tenía el cabello de punta por el sudor y los pantalones y la camisa pegados a la piel. Cayó de rodillas a su lado y acercó la boca a la tobera.
– ¿Hay alguien ahí? ¿Karen Clarence? ¿Tina Krahn? ¿Estáis ahí?
– Quizá está dormida -murmuró Kimberly.
– O inconsciente.
– ¿Estáis seguros de que esto conduce a la caverna? -preguntó Nora Ray.
Kimberly se encogió de hombros.
– No, pero tampoco sabemos con certeza que la joven esté cerca de aquí.
– Esto no puede ser la entrada -replicó Nora Ray-. Nadie podría pasar por este agujero.
– No, no puede ser la entrada, pero podría ser un respiradero o un tragaluz. Alguien se tomó la molestia de colocar aquí esta tubería y eso tiene que significar algo.
– La caverna es muy grande -murmuró Mac. También él lanzó un guijarro, pero el resultado fue idéntico-. Según la página web, existen diversas salas conectadas por largos túneles y algunas de ellas son del tamaño de una pequeña catedral. Puede que esta tubería conduzca a una de esas salas y permita que entre un poco de luz natural.
– Necesitamos una entrada -dijo Kimberly.
– ¿En serio?
– Yo me quedaré aquí y seguiré gritando. Nora Ray y tú seguiréis buscando la entrada. Puede que oigáis la reverberación de mi voz y que eso os ayude a encontrarla. Además… -Kimberly vaciló-, si una de las muchachas está ahí abajo, no quiero que piense que nos hemos ido. Quiero que sepa que vamos a encontrarla. Que todo acabará pronto.
Mac asintió y le dedicó una mirada que no supo descifrar. Nora Ray y él prosiguieron la búsqueda, mientras Kimberly se sentaba en el suelo polvoriento y acercaba la boca a la tubería oxidada.
– Soy Kimberly Quincy -gritó. No estaba segura de qué decir, así que empezó por lo básico-. Estoy con el agente especial Mac McCormack y con Nora Ray Watts. Hemos venido a ayudarte. ¿Puedes oírme? Yo no puedo. Si estás demasiado débil para gritar, podrías golpear algo.
Esperó. Nada.
– ¿Tienes sed? Traemos agua y comida. También tenemos una manta. Tengo entendido que las cuevas son frías, incluso en esta época del año. Y apuesto a que estás harta de la oscuridad.
Esta vez le pareció oír algo. Guardó silencio y contuvo el aliento. ¿Un golpe contra las rocas? ¿O quizá una joven asustada y muerta de frío, arrastrándose hacia el agujero que se abría en el techo de la cueva?
– Hay un equipo de búsqueda y rescate en camino. Y también especialistas en carsts. Traen el equipo necesario para sacarte de ahí. Por cierto, si crees que ahí abajo hace frío, espera a ver el calor que hace aquí arriba. Más de treinta y ocho grados a la sombra. Pronto echarás de menos el frescor de la caverna, pero estoy segura de que te encantará volver a ver la luz del sol. Y los árboles y el cielo y los rostros sonrientes de los miembros del equipo de rescate, que están ansiosos por encontrarte.
Hablaba sin parar. O, mejor dicho, divagaba. Le extrañaba que su voz sonara tan clara.
– No tengas miedo. Sé lo duro que es estar sola en la oscuridad, pero ya estamos aquí. Llevamos mucho tiempo buscándote. Vamos a entrar en esa caverna y a llevarte de nuevo a la luz. Y vamos a encontrar al hombre que te hizo esto, para que nunca más vuelva a ocurrir nada similar.
Ahora oyó sonidos. Unos sonidos sorprendentemente fuertes, como si alguien aplastara gravilla. Kimberly levantó la cabeza, emocionada, pero entonces se dio cuenta de que aquel sonido no procedía de la tubería, sino de los dos polvorientos camiones que avanzaban hacia ella. Uno llevaba la pegatina de un murciélago pegada a la ventanilla del conductor.
El primer camión se detuvo y un hombre salió corriendo hacia la parte posterior. Sin perder ni un instante, abrió la puerta de carga y empezó a sacar su equipo.
– ¿Es usted quien ha informado de la desaparición de un espeleólogo? -gritó el hombre, hablando por encima del hombro. El segundo camión ya se había detenido y de él habían salido dos hombres que también se apresuraron a recoger su equipo.
– Sí.
– Lamento la demora. Habríamos llegado antes si no hubiera sido por ese maldito árbol. ¿Qué puede decirnos de la persona desaparecida?
– Creemos que fue abandonada en la caverna hace al menos cuarenta y ocho horas. No va debidamente equipada y lo más probable es que solo le dejaran un galón de agua.
El hombre la miró con seriedad.
– ¿Qué? ¿Le importaría repetírmelo?
– No es espeleóloga -replicó Kimberly-. Solo es una muchacha, la víctima de un crimen violento.
– ¿Bromea?
– No.
– Demonios, no estoy seguro de querer saber nada más. -El hombre se volvió hacia sus compañeros-. Bob, Ross, ¿habéis oído eso?
– Una chica que no va debidamente equipada, perdida en algún lugar de la caverna. No quieres saber nada más -respondieron sin dedicar ni una sola mirada a Kimberly, pues estaban ocupados poniéndose calzones largos a pesar del calor reinante. A continuación, cada uno de ellos cogió un recio mono azul y se lo puso encima de los calzones. Ambos sudaban con profusión, pero no parecía importarles.
– Soy Josh Shudt -se presentó tardíamente el primero, acercándose y tendiéndole la mano-. Yo no diría que soy el líder de este grupo, pero probablemente soy lo que más se aproxima. Hay otros dos hombres en camino, pero teniendo en cuenta lo que acaba de contarnos, nos pondremos en marcha de inmediato.
– ¿Esta tubería conduce a la caverna?
– Sí, señora. Es un tragaluz que conecta con la cámara principal que descansa bajo sus pies.
– He estado hablando por ella. No sé si me habrá oído…
– Estoy seguro de que esa joven se lo agradece -dijo Shudt.
– ¿Puedo acompañarles?
– ¿Dispone de equipamiento?
– Solo llevo lo puesto.
– Eso no es equipamiento. Dentro de la cueva hay una temperatura constante de doce grados. Es como meterse en una puta nevera, incluso antes de entrar en contacto con el agua. Para llegar a la caverna Orndorff hay que descender doce metros por una cuerda hasta llegar al suelo, que está cubierto por unos setenta centímetros de agua. Después hay que recorrer nueve metros de túneles anegados que apenas miden unos treinta centímetros de altura y solo entonces se accede a la cámara principal, que afortunadamente tiene una bóveda de unos doce metros. Espero que no tropecemos con ningún mapache rabioso ni con ninguna serpiente venenosa.
– ¿Serpientes? -preguntó Kimberly, con un hilo de voz.
– Sí, señora. Al menos no hay murciélagos. Me entristece decir que la Caverna Orndorff agoniza. Y aunque los murciélagos la siguen considerando un invernáculo aceptable, en esta época del año están fuera comiendo insectos. De octubre a abril es otra historia y, si eres espeleólogo, no te aburres ni un momento.
– Pensaba que eran barranquistas.
– No, señora. Somos espeleólogos; nos dedicamos a explorar cuevas. Así que no se preocupe. Encontraremos a la joven desaparecida. ¿Saben cómo se llama?
– Karen o Tina.
– ¿Tiene dos nombres?
– No sabemos cuál de las dos víctimas es.
– Dios mío, de verdad que no quiero saber nada más sobre su caso. Usted haga su trabajo y nosotros haremos el nuestro.
Shudt regresó al camión y empezó a vestirse mientras Mac y Nora Ray se acercaban a todo correr. Tras efectuar unas rápidas presentaciones, Mac, Kimberly y Nora Ray se hicieron a un lado mientras los tres hombres se ponían gruesas botas de excursionismo y recios guantes de cuero y preparaban sus mochilas.
Habían traído consigo diversas cuerdas de brillantes colores. Con hábiles movimientos, las enrollaron y las cargaron a los hombros. Tras probar diferentes fuentes de iluminación, se ajustaron los cascos. Shudt miró a sus compañeros y gruñó a modo de aprobación. Entonces, regresó a la parte trasera de su camión y sacó un tablero largo.
Lo utilizarían para sacar a la víctima de la caverna si era incapaz de caminar por sí misma. O si estaba muerta.
Shudt miró a Mac.
– Nos iría bien que alguien nos ayudara con las cuerdas desde la superficie. ¿Alguna vez ha trabajado con anclajes?
– He practicado un poco de montañismo.
– Entonces es nuestro hombre. Adelante.
Shudt se volvió por última vez hacia Kimberly.
– Siga hablando por la tubería -le dijo-. Nunca se sabe.
Los hombres dieron media vuelta y se internaron en el bosque. Kimberly se sentó una vez más en el suelo y Nora Ray la imitó.
– ¿Qué le decimos? -murmuró la joven.
– ¿Qué era lo que más deseabas oír?
– Que todo iba a terminar. Que iban a sacarme sana y salva de ahí.
Kimberly reflexionó unos instantes y, entonces, ahuecó las manos alrededor de la boca y se inclinó sobre la tubería.
– ¿Karen? ¿Tina? Soy Kimberly Quincy de nuevo. El equipo de búsqueda y rescate ya va para allí. ¿Me oyes? Lo más duro ha terminado. Pronto estarás de nuevo en casa, con tu familia. Pronto estarás a salvo.
Tina había escarbado todo cuanto podía escarbar. Había empezado al nivel de las rodillas y había hecho agujeros hasta donde podía alcanzar. Entonces, a modo de experimento, había introducido los embarrados dedos de los pies en los dos primeros agujeros, se había sujetado a los siguientes con las manos y había conseguido trepar medio metro.
Sus piernas temblaban con fuerza. De repente se sentía ligera como una pluma y, al mismo tiempo, tan pesada como un ancla. Subiría disparada hacia la superficie como una araña humana o caería pesadamente al suelo y nunca más sería capaz de levantarse.
– Vamos -susurró entre sus agrietados labios. Siguió trepando.
Cuando ya casi llevaba un metro, sus brazos temblaban tanto como sus piernas y su estómago se contrajo con un doloroso calambre. Apoyó la cabeza contra la densa manta de enredaderas, rezó para no vomitar y siguió trepando.
Hacia el sol. Era ligera como una pluma. Podía trepar como Spiderman.
Ya casi llevaba dos metros cuando se detuvo, exhausta. Ya no había más asideros y seguía sin confiar en las plantas. Con torpeza, intentó sujetarse con la mano derecha, se puso de puntillas sobre los dedos de los pies, alzó la mano derecha sobre su cabeza y hundió la lima en la pared. La vieja madera se desmigajó bajo los movimientos del metal, devolviéndole la esperanza. Movió la lima con furia, imaginándose ya en lo alto.
Quizá encontraría un lago en la superficie. Un inmenso oasis de color azul. Se lanzaría a él de cabeza y flotaría entre sus suaves olas. Se sumergiría y dejaría que el agua limpiara el barro de su cabello. Entonces nadaría hacia el frescor del centro y bebería de su lago fantástico hasta que su estómago se hinchara como un balón.
Y cuando llegara al otro lado sería recibida por un camarero vestido de esmoquin, cargado con una bandeja de plata repleta de esponjosas toallas blancas.
Soltó una carcajada. Los delirios ya no le preocupaban demasiado, pues eran la única fuente de alegría que podía tener.
Los fragmentos de madera llovían sobre su cabeza y el dolor repentino y fiero que sintió en sus brazos fatigados le recordó su tarea. Exploró el agujero que acababa de hacer con las yemas de los dedos. Podía doblarlos en aquella tosca abertura. Había llegado el momento de moverse de nuevo. ¿Cómo era aquel viejo tema televisivo? Tenía que seguir adelante, hasta la cima, donde por fin obtendría un pedazo del pastel.
Con gran dolor obligó a su cuerpo a dar un paso más; su trasero sobresalía precariamente y sus brazos temblaban por el esfuerzo. Avanzó diez agotadores centímetros y, entonces, quedó encallada una vez más.
Había llegado el momento de hacer otro agujero. El brazo izquierdo le dolía demasiado para poder soportar su peso, así que se sujetó con el derecho y escarbó el agujero con la mano izquierda. Los movimientos eran torpes. No sabía si estaba haciendo un agujero o si estaba arrancando el conjunto del tablero, pues le resultaba demasiado difícil mirar.
Se aferró a la pared con sus temblorosas piernas y sus extenuados brazos. Enseguida tuvo hecho el siguiente agujero y llegó el momento de dar un paso más. Entonces cometió el error de mirar hacia arriba y estuvo a punto de echarse a llorar.
El cielo estaba tan arriba. ¿A cuánta distancia? ¿A tres o cuatro metros? Las piernas le dolían y los brazos le ardían. No sabía cuánto más podría aguantar y solo había recorrido dos metros y medio. Tenía manos y pies de araña, pero no la fuerza de ese animal.
Solo deseaba su lago. Deseaba flotar entre sus frías olas. Deseaba nadar hasta el otro lado y fundirse entre los brazos de su madre, para llorar con pesar y pedirle perdón por todas las cosas malas que le había hecho.
Que Dios le diera fuerzas para trepar por aquella pared. Que Dios le diera valor. Su madre la necesitaba y su bebé también. No deseaba morir como una rata en una trampa. No deseaba morir en soledad.
Solo un agujero más, se dijo a sí misma. Trepa y haz un agujero más. Entonces podrás regresar al barro a descansar.
Hizo un agujero más. Y después otro. Y entonces se prometió a sí misma, entre jadeos, que solo necesitaba hacer otro más…, que se convirtió en dos y después en tres, hasta que al final había logrado escalar unos tres metros y medio.
Ahora la imagen era aterradora. No debía mirar abajo. Tenía que seguir adelante, aunque sus hombros se le antojaran demasiado elásticos. Era como si las articulaciones hubieran cedido y ya no los sujetaran. Se tambaleó diversas veces y tuvo que sujetarse con los dedos; sus hombros chillaban, sus brazos ardían y ella gritaba de dolor, aunque tenía la garganta tan seca que solo lograba emitir una especie de graznido, el sonido de protesta de una lija.
Siguió trepando. Hacia la cima. Por fin iba a conseguir un pedazo del pastel.
Lloraba sin lágrimas. Se sujetaba con desesperación a la madera podrida y a las frágiles enredaderas, esforzándose en no pensar en lo que hacía. Había superado el umbral del dolor. Había rebasado el límite de su resistencia.
Visualizó a su madre. Visualizó a su bebé y siguió adelante, haciendo un agujero y después otro más.
Cuatro metros y medio. El borde superior estaba tan cerca que podía ver los hierbajos que asomaban por el saliente. La vegetación de la superficie. Su boca reseca se hizo agua ante aquel pensamiento.
Se quedó mirando durante demasiado tiempo y olvidó lo que estaba haciendo. Entonces, su cuerpo exhausto y deshidratado no pudo aguantar más. Alzó la mano, pero sus dedos se negaron a sujetarse a la pared.
Y Tina cayó hacia atrás.
Por un momento, sintió que quedaba suspendida en el aire. Podía ver sus brazos y piernas agitándose, como si fueran los de un estúpido dibujo animado. Entonces, la realidad se impuso y la gravedad reclamó su cuerpo.
Tina aterrizó en el barro.
Esta vez no gritó. El barro la engulló por completo y, después de todos estos días de encierro, Tina no protestó.
Cuarenta y cinco minutos después, Kimberly seguía hablando. Hablaba sobre el agua y la comida y el calor del sol. Hablaba sobre el tiempo y la temporada de béisbol y los pájaros que volaban por el cielo. Hablaba sobre los viejos y nuevos amigos y lo bueno que sería conocerlos en persona.
Hablaba sobre resistir. Hablaba sobre no tirar nunca la toalla. Hablaba sobre los milagros y el hecho de que podían hacerse realidad si tan solo lo deseabas con la suficiente fuerza.
Entonces Mac salió de entre los árboles y, en cuanto vio su rostro, Kimberly dejó de hablar.
Diecisiete minutos después, el cadáver fue extraído del pozo.