Capítulo 29

Parque Nacional Shenandoah, Virginia

01:22

Temperatura: 31 grados


– Agente especial McCormack.

– El calor mata.

– Cierre el pico. ¿De verdad cree que esto es un juego? Hemos encontrado el cadáver de su última víctima con dos docenas de mordeduras de serpiente de cascabel. ¿Eso le hace sentir bien? ¿Se siente mejor al saber que ha convertido a una muchacha en alimento para víboras? No es más que un hijo de puta enfermo y no pienso volver a hablar con usted.

Mac cerró de golpe el teléfono móvil. Estaba furioso. Más furioso que nunca. Su corazón palpitaba con fuerza en su pecho y podía oír el rugido de su sangre en los oídos. Deseaba hacer algo más que gritar a un diminuto teléfono. Deseaba encontrar a aquel tipo y molerlo a palos.

Rainie le miraba sorprendida.

– Debo decirle que estoy impresionada, ¿pero de verdad cree que ha sido buena idea?

– Solo hay que esperar. -Instantes después, el teléfono volvió a sonar-. Se pone en contacto con las autoridades para ejercer el control, ¿no? No está dispuesto a permitir que sea yo quien asuma el mando de la situación, pero eso no significa que no pueda hacerle sudar-. Abrió el teléfono-. ¿Y ahora qué quiere? -Era evidente que, aquella noche, el buen policía había dejado de existir.

– Solo intento ayudar -replicó una voz malhumorada y distorsionada.

– Es usted un mentiroso y un asesino. ¿Y sabe qué? Sabemos con certeza que eso le convierte también en una persona que se hace pis en la cama. Deje de hacerme perder el tiempo, gilipollas.

– ¡No soy ningún asesino!

– Los dos cadáveres que he visto sugieren lo contrario.

– ¿Ha vuelto a hacerlo? Pensaba… Pensaba que ustedes tendrían más tiempo.

– Basta de mentiras. Sé que es usted el asesino. ¿Le apetece regodearse? ¿De eso se trata? Ha drogado a dos jóvenes y después las ha matado. Sí, es usted el tipo más miserable de la ciudad.

Rainie abrió los ojos de par en par y movió la cabeza hacia los lados, furiosa. Tenía razón, por supuesto. Si aquel tipo deseaba estimular su ego, no era buena idea animarle.

– ¡No soy el asesino! -protestó la voz, adoptando un tono agudo. Al instante, recuperó en parte el control-. Solo intento ayudar. Tiene dos opciones: o me escucha y aprende, o continúa con este juego usted sólito.

– ¿Quién es usted?

– Él se está enfadando.

– Basta de tonterías. ¿Desde dónde me llama?

– Va a atacar de nuevo. Pronto. Puede que ya lo haya hecho.

Mac decidió arriesgarse.

– Ya ha atacado de nuevo. Esta vez no se llevó a dos jóvenes, sino a cuatro. ¿Qué me dice de eso?

Una pausa. Era evidente que su interlocutor estaba sorprendido.

– Yo no sabía…, no pensaba…

– ¿Por qué está ahora en Virginia?

– Porque creció aquí.

– ¿Es de Virginia? -Mac alzó la voz mientras intercambiaba miradas de preocupación con Rainie.

– Sus primeros dieciséis años -replicó el hombre.

– ¿Cuándo se trasladó a Georgia?

– No lo sé. Han pasado… años. Tiene que entenderlo. No creo que quiera hacer ningún daño a esas muchachas. Solo pretende ponerlas a prueba. Si permanecieran tranquilas, si fueran astutas y si mostraran un poco de fuerza…

– Por el amor de Dios, son solo niñas.

– También lo fue él.

Mac movió la cabeza hacia los lados. ¡Estaba tachando al asesino de víctima! No estaba dispuesto a escuchar esa mierda.

– Escuche, tengo dos muchachas muertas y otras dos en peligro. Dígame su nombre y acabe con todo esto. Usted tiene la capacidad de hacerlo. Podría convertirse en el héroe. Simplemente dígame su maldito nombre.

– No puedo.

– Entonces, envíemelo por correo.

– ¿El primer cuerpo le condujo al segundo?

– Dígame su jodido nombre.

– Entonces, el segundo le conducirá al tercero. Muévase deprisa. No sé… no estoy seguro de qué hará a continuación.

La comunicación se cortó. Mac blasfemó y arrojó el teléfono a los arbustos, asustando a un mapache que rebuscaba en la basura. Sin embargo, con este gesto no consiguió calmar su malhumor.

Deseaba echar a correr montaña arriba. Deseaba zambullirse en una gélida corriente. Deseaba echar hacia atrás la cabeza y aullar a la luna. Deseaba soltar todas las obscenidades que había aprendido en la niñez y, entonces, hacerse un ovillo y echarse a llorar.

Llevaba demasiado tiempo trabajando en este caso para seguir viendo tantas muertes.

– Mierda -dijo por fin-. Mierda, mierda, mierda.

– No le ha dado ningún nombre.

– Me ha jurado que no es el asesino. Me ha jurado que solo intenta ayudar.

Rainie observó el cadáver.

– Podría estar equivocada.

– Seamos serios. -Mac suspiró, enderezó los hombros y avanzó con decisión hacia el cadáver-. Las cuatro jóvenes desaparecieron a la vez… ¿Sabe si viajaban en el mismo vehículo?

– Eso creemos.

– En ese caso no disponemos de demasiado tiempo-. Se agachó y retiró la bolsa de plástico del cadáver de la joven.

– ¿Qué está haciendo?

– Buscar pistas, porque si la primera víctima nos condujo a la segunda, la segunda nos conducirá a la tercera.

– Oh, mierda -replicó Rainie.

– Sí. ¿Sabe qué? Vaya en busca de Kathy Levine y dígale que vamos a necesitar ayuda. Y cantidades ingentes de café.

– ¿Los exhaustos voluntarios no podrán descansar?

– Esta noche no.


Nora Ray volvía a soñar. Se encontraba en un lugar alegre, en la tierra de la fantasía, donde sus padres sonreían y su difunto perro bailaba, mientras ella flotaba en un estanque de agua fresca y sedosa que acariciaba dulcemente su piel. Amaba este lugar, ansiaba venir aquí.

Podía oír reír a sus padres, contemplar un cielo azul en el que nunca ardía un sol abrasador y sentir la pureza cristalina del agua en sus extremidades.

Volvió la cabeza al ver que la puerta se abría. Y sin vacilar, dejo atrás el estanque.

Mary Lynn recorría a caballo kilómetros de pastos verdes. Copo de Nieve galopaba por los campos de margaritas salvajes y saltaba sobre los troncos caídos. La joven tenía la postura tensa y compacta de un jinete y sostenía las riendas con manos ligeras y firmes. El caballo surcaba los cielos y Mary Lynn le acompañaba. Era como si ambos fueran solo uno.

Nora Ray cruzó la verja. Había dos chicas sentadas en la baranda superior. Una era rubia y la otra, morena.

– ¿Sabes dónde estamos? -le preguntó la rubia a Nora Ray.

– Estáis en mi sueño.

– ¿Te conocemos? -preguntó la morena.

– Creo que conocimos al mismo hombre.

– ¿Podremos montar a caballo? -preguntó la morena.

– No lo sé.

– Ella es muy buena -dijo la rubia.

– A mi hermana nunca se le ha resistido ningún caballo -anunció con orgullo Nora Ray.

– Yo también tengo una hermana -dijo la morena-. ¿Soñará conmigo?

– Cada noche.

– Eso es muy triste.

– Lo sé.

– Ojalá pudiera hacer algo.

– Estás muerta -replicó Nora Ray-. No puedes hacer nada. Ahora, creo que todo depende de mí.

Entonces su hermana desapareció, el campo se desvaneció y, antes de que estuviera preparada, ella empezó a alejarse del estanque. Despertó en su cama, con los ojos abiertos de par en par, el corazón latiendo a mil por hora y sujetándose con fuerza a la colcha.

Nora Ray se incorporó muy despacio. Se sirvió un vaso de agua de la jarra que descansaba en su mesita de noche y bebió un largo trago, sintiendo cómo el frío líquido se deslizaba por su garganta. En ocasiones sentía la sal endureciéndose como escarcha alrededor de su boca, cubriendo su barbilla y envolviendo sus labios. En ocasiones, recordaba la intensa e inextinguible sed que sentía en todos los poros de su piel, mientras el sol brillaba con todas sus fuerzas, la sal se endurecía y ella enloquecía por beber. Agua, había agua por todas partes, pero no tenía ni una gota que beber.

Terminó el vaso de agua y dejó que la humedad se demorara en sus labios, como el rocío sobre los pétalos de una rosa. Entonces abandonó la habitación.

Su madre dormía en el sofá, con la cabeza encorvada con torpeza hacia un lado. En la tele, Lucille Ball se metía en un tonel de uvas y empezaba a pisotearlas. Su padre estaba en la habitación contigua, durmiendo solo en la cama de matrimonio.

El silencio que reinaba en la casa hizo que Nora Ray sintiera una soledad que amenazó con partir en dos su corazón. Habían pasado ya tres años, pero nadie se había curado. Nada iba mejor. Todavía podía recordar el áspero tacto de la sal blanqueando la última gota de humedad que quedaba en su cuerpo. Todavía podía recordar la rabia y la confusión que había sentido mientras los cangrejos le mordisqueaban los dedos de los pies. Todavía podía recordar su deseo de sobrevivir a aquel infierno y regresar junto a su familia. Si tan solo pudiera volver a ver a sus padres y fundirse en sus amorosos brazos…

Pero su familia nunca había regresado junto a ella. Nora Ray había sobrevivido, pero ellos no.

Y ahora, habían aparecido otras dos chicas en los campos de sus sueños. Sabía qué significaba eso. La ola de calor había comenzado el domingo y el hombre que invadía sus pesadillas había recuperado su juego letal.

El reloj marcaba las dos de la madrugada, pero decidió que no importaba. Cogió el teléfono y marcó el número que se sabía de memoria. Momentos después dijo:

– Necesito contactar con el agente especial McCormack. No, no quiero dejar ningún mensaje. Necesito verle. Lo antes posible.


Tina no soñó. Su cuerpo exhausto se había rendido y ahora estaba tumbada en el barro en un sueño que bordeaba la inconsciencia. Uno de sus brazos todavía tocaba el peñasco, permitiéndole conservar un vínculo con la relativa seguridad. El resto de su cuerpo pertenecía al cieno, que se deslizaba entre sus dedos, cubría su cabello y reptaba por su garganta.

En el espeso barro había cosas que se movían. Algunas no sentían ningún interés por una presa de semejante tamaño y otras no sentían ningún interés por una comida que todavía no estaba muerta. Arriba, una oscura sombra avanzó con pesadez por el sendero y se detuvo al borde del pozo. Una cabeza gigantesca miró hacia abajo y sus oscuros ojos brillaron en la noche. Olía a carne cálida y sangrienta, una comida buena y deliciosa que era justo de su tamaño.

Nuevos olfateos. Dos zarpas gigantescas rastrillaron un lado del agujeró. La presa se encontraba a demasiada profundidad y el terreno no era manejable. El oso retrocedió, dejando escapar un gruñido. Si la criatura subía, lo intentaría de nuevo, pero mientras tanto había otras cosas buenas que comer en la oscuridad.


El hombre no dormía. A las dos de la madrugada empezó a empaquetar sus cosas. Ahora tenía que moverse deprisa. Podía sentir la oscuridad que se congregaba en los bordes de su mente. El tiempo se volvía más fluido, los momentos se deslizaban entre sus dedos y desaparecían en el abismo.

La presión aumentaba en la base de su cráneo. Podía sentirlo, una verdadera presencia física en lo alto de su columna, un nuevo zarcillo que empezaba a presionar el canal interno de su oído izquierdo. Estaba bastante seguro de que se trataba de un tumor. Ya había tenido uno, hacía años, cuando el tiempo había empezado a desvanecerse por primera vez. ¿Lo que había perdido al principio habían sido solo minutos? Ya ni siquiera podía recordarlo.

El tiempo se volvía más fluido y los agujeros negros invadían su vida. Le habían extirpado un tumor, pero había aparecido otro nuevo para devorar su cerebro. Probablemente, en estos momentos era del tamaño de una uva. O puede que incluso de una sandía. De hecho, era posible que su cerebro ya ni siquiera fuera un cerebro, sino una gigantesca masa maligna de células que se dividían de forma constante. No le cabía ninguna duda. Eso explicaría los malos sueños y las noches sin dormir. También revelaría la razón por la que el fuego le llegaba ahora con tanta frecuencia, obligándole a hacer cosas que sabía que no debía hacer.

Advirtió que volvía a pensar en su madre. Su rostro pálido, sus hombros delgados y encorvados. También pensaba en su padre, en su forma de moverse por la pequeña cabaña del bosque.

«Un hombre tiene que ser duro, muchachos, un hombre tiene que ser fuerte. No escuchéis nunca a nadie que trabaje para el gobierno, pues ellos solo desean convertirnos en personas dependientes e incapaces de opinar, que no saben vivir sin ayudas federales. Nosotros no somos así, muchachos. Nosotros tenemos tierras. Y mientras conservemos nuestras tierras, siempre seremos fuertes».

Y él era lo bastante fuerte para golpear a su esposa, maltratar a sus hijos y retorcerle el pescuezo al gato. Era lo bastante fuerte y vivía en un lugar lo bastante aislado para hacer lo que le diera la gana sin que ningún vecino oyera los gritos.

Las oscuras nubes de tormenta se estaban congregando, rugían. Ahora estaba sentado, atado a la silla, mientras su padre ataba a su hermano, su madre lavaba los platos y su padre les decía que enseguida les tocaría a ellos Ahora, su hermano y él estaban escondidos debajo del porche delantero, planeando su gran huida; sobre sus cabezas, su madre lloraba y su padre le decía que entrara a limpiarse la maldita sangre que ensuciaba su rostro Y ahora era medianoche y su hermano y él se estaban escabullendo por la puerta principal, en el último momento se habían girado y habían visto a su madre, pálida y silenciosa a la luz de la luna Marchaos, decían sus ojos Escapad mientras podáis. Lágrimas silenciosas surcaban sus magulladas mejillas Ellos habían regresado al interior y ella los había abrazado con fuerza, como si fueran la única esperanza que le quedaba.

Y en aquel momento había sabido que odiaba a su madre tanto como la amaba. Y había sabido que ella compartía ese mismo sentimiento con su hermano y con él. Eran cangrejos apiñados en el fondo de un cubo, subiéndose los unos sobre los otros de forma que, nunca, ninguno de ellos lograra quedar en libertad.

El hombre osciló sobre sus piernas. Sentía que la oscuridad se aproximaba y que su cuerpo se tambaleaba al borde del abismo. El tiempo se deslizaba entre sus dedos.

El hombre se giró, golpeó la pared con el puño y dejó que el dolor le obligara a regresar a la realidad. La sala volvió a enfocarse. Los oscuros puntos abandonaron sus ojos. Bien.

El hombre se dirigió a su vestidor y cogió la pistola.

Y se preparó para lo que ocurriría a continuación.

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