Capítulo 14

Virginia

19:52

Temperatura: 33 grados


Empezaba a estar cansado. Llevaba casi cuarenta y ocho horas despierto y había conducido durante más de dieciséis. El sol, que había brillado con intensidad durante la mayor parte del día, le había ayudado a seguir adelante, pero su luz empezaba a desvanecerse. A sus espaldas, el horizonte estaba veteado por las tonalidades rosas y anaranjadas de un sol agonizante. Ante él, en la densa zona boscosa por la que conducía, hacía tiempo que el astro rey había perdido la batalla.

La oscuridad se apiñaba bajo el espeso dosel que formaban las copas de los árboles. Las sombras crecían y se alargaban, formando profundos pozos de oscuridad que engullían el mundo que se extendía a dieciocho metros de él. Los árboles adoptaban formas retorcidas y antinaturales y las pocas hojas que quedaban en sus ramas estaban demasiado separadas. Pronto, este paisaje fue interrumpido por caravanas de anchura doble que se agazapaban en medio de los prados, rodeadas por los armazones de vehículos quemados y viejos aparatos eléctricos.

Pero el hombre no tenía que preocuparse de que nadie advirtiera su llegada.

No había niños que jugaran en estos campos. No había personas que se sentaran en estos porches delanteros. Aquí y allá podía ver sabuesos solitarios, perros flacos y huesudos con la cara hundida y las caderas prominentes, sentados en los desvencijados escalones de las caravanas. Por lo demás, solo la línea constante de zarigüeyas atropelladas marcaba su camino.

La vida todavía existía en este lugar, pero no todo el mundo podía moverse y pocas personas lograban acostumbrarse al olor que impregnaba el aire. Era un olor intenso y acre, como de huevos podridos y basura quemada, que hacía que los viejos vomitaran y que los ojos de los forasteros se llenaran de lágrimas. Era un olor que hacía que incluso los locales se preguntaran si la elevada tasa de cáncer que existía entre sus vecinos se debía realmente al azar.

Este lugar seguía perteneciendo a Virginia, aunque a la mayor parte del estado le gustaría olvidar que existía. Se suponía que Virginia era un estado hermoso, famoso por sus verdes montañas y sus idílicas playas. Virginia era para los amantes, como le gustaba decir al departamento de turismo. No se suponía que tuviera que tener este aspecto.

El hombre tomó la bifurcación de la derecha, dejó atrás el asfalto y empezó a avanzar sobre tierra. La furgoneta traqueteaba ruidosamente y el volante se sacudía bajo sus manos, aunque lo sujetaba sin demasiado esfuerzo. Sus músculos estaban cansados, pero transcurrirían varias horas antes de que pudiera descansar. Después prepararía un poco de café, se tomaría un par de minutos para estirar las piernas y los brazos y seguiría trabajando.

La vida se centraba en el esfuerzo. Debía aceptar su castigo como un hombre.

El espeso dosel de árboles quedó atrás y la furgoneta apareció en un claro, donde el oscuro cielo se hizo más brillante e iluminó una escena que parecía sacada de una pesadilla.

Las pilas de serrín que se alzaban hacia el cielo humeaban debido al calor que había quedado atrapado en su interior. Estaban cubiertas por una película blanca que algunos pensaban que era polvo, aunque en realidad era una fina capa de hongos. A su izquierda, cobertizos desvencijados con las ventanas destrozadas y las paredes vacilantes intentaban en vano cobijar cintas transportadoras largas y oxidadas que finalizaban bajo sierras gigantescas. A la luz mortecina, los dientes de aquellas sierras parecían ser de color negro. ¿Acaso estaban manchados de sangre? ¿Quizá aceite? Era imposible saberlo.

Habían cerrado este lugar hacía algunos años, pero solo cuando ya había sido demasiado tarde. El aserradero, que había permanecido escondido en este lugar remoto durante veinte años, había contaminado los ríos, había acabado con la vegetación de la superficie y había causado graves daños en el subsuelo.

Durante su juventud había estado en la serrería. Había visto a sus operarios talando los árboles con serruchos de cadena que funcionaban con gasolina. Ninguno de ellos llevaba protección en los ojos y pocos se molestaban en ponerse el casco. Los hombres se movían por aquel lugar vestidos con holgadas camisas de franela, mientras los troncos que talaban aguardan a quedar atrapados bajo las hambrientas hojas de aquellas sierras gigantescas.

Las tazas de café se diseminaban por el suelo y las latas de Coca-Cola estrujadas formaban una extensión de minas antipersona en miniatura. Las viejas hojas de las sierras habían sido arrancadas de la maquinaria y arrojadas despreocupadamente a un lado. Si te movías por este lugar sin prestar atención podías romperte las perneras del pantalón… Y si te movías sin prestar atención alguna, podías perder una pierna.

Era un lugar espeluznante. Y las montañas de serrín todavía tenían que sufrir una combustión espontánea. En cuanto eso ocurriera, Ya no habría ninguna esperanza en este lugar. Para nada ni para nadie.

Estúpidos. Habían destruido este terreno, después lo habían abandonado y habían tenido el cinismo de pensar que habían hecho las cosas bien.

El hombre salió de la furgoneta, con energías renovadas debido a la cólera que sentía. Enseguida, los insectos se arremolinaron alrededor de su rostro. Mosquitos, moscas amarillas y bichos diminutos. Llegaron en masa, atraídos por el olor a carne fresca y sudor salado. El hombre osciló la mano alrededor de su cabeza, aunque sabía que era inútil. El anochecer era la hora de los mosquitos. Y también la de los murciélagos marrones, que ya estaban descendiendo en picado sobre su cabeza, preparándose para el festín.

La muchacha que había encerrado en la parte posterior de la furgoneta no se movía. Le había administrado tres miligramos y medio de Ativan hacía cuatro horas, de modo que debería permanecer inconsciente dos más o incluso cuatro. Era importante que estuviera dormida durante el trayecto.

En primer lugar se ocupó de sí mismo y se puso un par de sobretodos azules de material sintético y elástico. Por lo general despreciaba las fibras sintéticas, pero en este lugar eran necesarias. El último análisis de agua que había realizado había revelado un pH de dos y medio… y eso significaba que la acidez del agua corroería y arrancaría literalmente su piel. Por lo tanto, era imprescindible que se protegiera con ropa sintética.

Había completado su atuendo con un par de botas de lona y unos gruesos guantes. A la cintura llevaba su equipo de emergencia: agua, galletas saladas, cerillas impermeables, una navaja suiza, una linterna, una brújula, una cuerda de nailon adicional y dos abrazaderas de reserva.

Después centró su atención en la muchacha. Era morena, pero no le importaba demasiado. Llevaba una especie de vestido diminuto de flores amarillas que no conseguía cubrir sus largas y bronceadas piernas. Parecía deportista, corredora o atleta. Puede que eso le ayudara durante los próximos días. O puede que no.

Apretó los dientes, se agachó y cargó su forma inerte a los hombros. Su brazo chilló a la vez que su espalda gemía. No pesaba demasiado, pero él no era corpulento y su cuerpo estaba fatigado tras cuarenta y ocho horas de intenso esfuerzo. Entonces se incorporó y lo peor quedó atrás.

También había traído un sobretodo para ella. La vistió del mismo modo que una niña vestiría a una muñeca, moviendo cada extremidad para ponerle la ropa, colocando los pies y las manos en los puntos adecuados y tirando de las prendas para que encajaran en su lugar.

A continuación la ató a la tabla de surf y, en el último minuto, recordó su bolso y la garrafa de agua. Entonces pensó en su rostro, en lo cerca que estaría de aquel fango tan ácido, y lo cubrió lo mejor posible con la capucha.

Se levantó y el mundo se oscureció.

¿Qué?¿Dónde? necesitaba… Tenía que…

Se encontraba en un viejo aserradero. Había traído a una muchacha con él. Había venido en su furgoneta.

El mundo empezó a girar de nuevo y la oscura nada le amenazó mientras se tambaleaba sobre sus pies y se llevaba las manos a las sienes. ¿Qué? ¿Dónde? necesitaba… Tenía que…

Se encontraba en un viejo aserradero. Correcto. Había traído a una muchacha con él… Se frotó las sienes con más fuerza, intentando mantenerse firme a pesar de la explosión de dolor. Concéntrate, enfoca. Había venido en su furgoneta y se había puesto un par de sobretodos azules. Tenía su equipo de supervivencia. Ya había cargado el agua sobre la tabla de surf. La muchacha estaba atada. Todo estaba preparado.

Esto le confundió aún más. ¿Por qué no recordaba haber preparado todo esto? ¿Qué había ocurrido?

Los agujeros negros, pensó entonces. Últimamente se sucedían con más frecuencia. El futuro y el pasado se deslizaban entre sus dedos a una velocidad aterradora. Era un hombre culto, un hombre que se enorgullecía de su inteligencia, su fuerza y su control. Sin embargo, también él formaba parte de la red de la naturaleza. Y nada vivía eternamente. Todo lo hermoso moría.

Hacía algún tiempo que las llamas aparecían constantemente en sus sueños.

El hombre se agachó, ató su cuerda a la tabla, la cargó al hombro y empezó a tirar.

Diecisiete minutos después había llegado a una pequeña grieta que se abría en el suelo. Pocas personas advertirían su presencia, pues no era más que otro sumidero en un estado cuyo subsuelo de piedra caliza estaba más agujereado que el queso suizo. Pero esta grieta era especial. Lo había sabido desde su juventud y, en aquel entonces, ya había comprendido su potencial.

En primer lugar, ató con firmeza su cuerda alrededor del grueso tronco de un árbol cercano. Después, separando los pies para conservar el equilibrio y utilizando la cuerda, hizo descender lentamente la tabla de surf por el agujero, hasta las entrañas de la tierra. Al cabo de diez minutos oyó el suave chapoteo de la tabla al posarse en el agua, así que se acercó al agujero y descendió haciendo rápel por aquella grieta hedionda. Cuando llegó al fondo, el agua le cubría hasta las rodillas, la luz se desvanecía a doce metros de altura y una oscuridad infinita le rodeaba.

Eran pocas las personas que se aventuraban más allá del aserradero. No sabían que allí existía un ecosistema completamente distinto.

Conectó su linterna, localizó el estrecho pasaje de la caverna que se abría a su derecha y se apoyó sobre manos y rodillas para avanzar a gatas. La muchacha flotaba tras él, pues había vuelto a atar la tabla a su cintura.

Minutos después, el pasaje empezó a estrecharse y el hombre tuvo que avanzar con mayor cautela por aquella aceitosa corriente de agua putrefacta. Aunque le protegían los monos sintéticos, tenía la certeza de que el agua daba lengüetadas a su piel, se abría paso por sus células y se filtraba en sus huesos. Pronto penetraría en su cerebro y entonces no habría esperanza. Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo.

El hedor putrefacto de diversas capas de guano de murciélago se combinó ahora con el de la ciénaga rezumante que chapoteaba alrededor de sus manos y rodillas. Un intenso y punzante olor a aguas residuales y residuos inundaba sus fosas nasales. El olor amenazador de la muerte.

Avanzaba lentamente, tanteando su camino a pesar de la linterna. Los murciélagos se asustaban con facilidad y no deseaba que una criatura rabiosa y muerta de pánico revoloteara ante su rostro. Lo mismo sucedía con los mapaches, aunque le sorprendería que alguno de ellos hubiera sobrevivido en este lugar. Sin duda, la mayoría de las criaturas que antaño vivían aquí habían muerto años atrás.

Ahora solo quedaba esta agua putrefacta, que corrompía los muros de piedra caliza a medida que propagaba su lenta e insidiosa muerte.

La tabla se balanceaba a sus espaldas y chocaba de vez en cuando contra su cuerpo. Entonces, cuando el techo ya estaba tan cerca que le obligaba a acercar peligrosamente el rostro a aquella corriente putrefacta, el túnel finalizó, los muros se retiraron y una inmensa caverna se extendió ante él.

El hombre se puso en pie de inmediato, sintiéndose algo avergonzado por su necesidad de levantarse, y respiró hondo varias veces, pues su necesidad de oxígeno se imponía a la aprensión que le causaba aquel hedor. Bajó la mirada y le sorprendió descubrir lo mucho que le temblaban las manos.

Debería ser más fuerte. Debería ser más duro. Pero llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir y empezaba a estar cansado.

Invirtió treinta segundos más en recuperar la compostura y, entonces, se centró en la cuerda que rodeaba su cintura. Ya estaba aquí. Lo peor había quedado atrás y volvía a ser consciente de lo deprisa que avanzaban las agujas del reloj.

Cogió en brazos a la muchacha, la acostó sobre un saliente apartado del oscuro cieno y retiró el sobretodo que protegía su cuerpo. Dejó el bolso junto a su cuerpo. Y también la garrafa de agua.

A doce metros de altura, un conducto de veinte centímetros de diámetro formaba un improvisado tragaluz en el techo. Cuando llegara la luz del día, la joven sería recibida por una estrecha lanza de luz. Suponía que eso le proporcionaría una deportiva oportunidad de sobrevivir.

Volvió a atar la tabla a su cintura y, disponiéndose a abandonar aquel lugar, dedicó una última mirada a la morena.

Estaba tumbada cerca de un pequeño charco de agua. Esa agua no estaba contaminada como la de la corriente. Todavía no. Era agua de lluvia y le permitiría resistir unos días más.

Esa agua se agitaba y ondeaba con la promesa de la vida. Había criaturas que se movían bajo su superficie, negra como el carbón. Criaturas que vivían y respiraban y luchaban. Criaturas que mordían. Criaturas que reptaban. Criaturas a las que no les gustaban los intrusos.

La muchacha empezó a gemir y el hombre se inclinó sobre ella.

– Shhh -le susurró al oído-. Todavía no quieres despertar.

Cuando el agua volvió a agitarse, el hombre dio la espalda a la joven y se marchó.

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