Capítulo 2

Quantico, Virginia

17:22

Temperatura: 34 grados


Veinte minutos más tarde, Kimberly se había retirado a la bendita soledad de su pequeño dormitorio de Washington Hall pensando que, tras la debacle de la tarde, se echaría una buena llorera. Sin embargo, acababa de descubrir que después de nueve semanas en la Academia, estaba demasiado cansada para llorar.

Así que ahora estaba desnuda en medio de la habitación, contemplando su reflejo en un espejo de cuerpo entero sin acabar de creerse lo que veía.

Podía oír a su derecha el sonido del agua. Lucy, su compañera de habitación, acababa de terminar la carrera de entrenamiento y se estaba duchando en el cuarto de baño que compartían con otras dos estudiantes. A sus espaldas oía disparos y la detonación ocasional de artillería. Las clases de la Academia Nacional y el FBI habían concluido por el día, pero Quantico seguía siendo un hervidero de actividad, pues los marines estaban realizando su entrenamiento básico al final de la calle y la Agencia Antidroga del Gobierno Estadounidense estaba ejecutando diversos ejercicios. Siempre había alguien disparando en algún punto de las ciento cincuenta mil hectáreas que ocupaban los terrenos de la Academia.

Kimberly había pisado por primera vez este lugar en el mes de mayo. Nada más apearse del autobús Dafre que la había traído desde el aeropuerto había percibido el aroma a cordita mezclado con césped recién segado y había pensado que aquello era lo mejor que había olido en su vida. La Academia le había parecido un lugar hermoso. Y sorprendentemente discreto. Sus trece grandes edificios de ladrillo beis eran idénticos a los de cualquier otra institución construida durante los años setenta. Al verlos pensabas en un instituto local o, quizá, en unas oficinas gubernamentales. Eran edificios normales y corrientes.

Tanto por fuera como por dentro. Nada más acceder al interior, veías una práctica moqueta que se perdía en la distancia. Las paredes estaban pintadas de color blanco hueso y los muebles eran escasos y funcionales: sillas de color naranja con el respaldo bajo y prácticas mesas y escritorios de roble. La Academia había abierto oficialmente sus puertas en el año 1972 y su decoración no había cambiado demasiado desde entonces.

De todas formas, el conjunto del complejo resultaba acogedor. El dormitorio Jefferson, donde se registraban los visitantes, estaba decorado con un hermoso ribete de madera y contaba con un atrio rodeado de cristal que resultaba perfecto para preparar barbacoas cuando el tiempo no invitaba a salir al exterior. Una docena de largos pasillos de cristal ahumado conectaba los diferentes edificios entre sí; cuando los recorrías no tenías la sensación de estar bajo techo, sino paseando por un campo frondoso. Por todas partes brotaban jardines donde florecían los árboles o patios de losa con bancos de hierro forjado. Los días soleados, los cadetes podían competir con las marmotas, los conejos y las ardillas, animales que solían frecuentar los arrolladores terrenos de la Academia. Y al anochecer, los brillantes ojos ámbar de los ciervos, zorros y mapaches aparecían en los límites del bosque y contemplaban los edificios con la misma atención con la que los estudiantes observaban a los intrusos. Durante su tercera semana en la Academia, Kimberly había estado contemplando un hermoso cornejo de flores blancas desde uno de aquellos pasillos acristalados cuando una gruesa serpiente negra había salido de entre las ramas y había saltado al patio de debajo.

Ella no había gritado, pero uno de sus compañeros, un ex marine, sí que lo había hecho. «Me he sorprendido», les había dicho con timidez. «De verdad, solo me he sorprendido».

Desde entonces, a todos los estudiantes se les había escapado algún grito en, al menos, una ocasión. De lo contrario, sus instructores se habrían sentido decepcionados.

Kimberly volvió a centrar su atención en el espejo de cuerpo completo y en la maltratada figura que se reflejaba en él. Su hombro derecho había adoptado un oscuro color púrpura y su muslo izquierdo era amarillo verdoso. Le dolían las costillas, sus espinillas presentaban un tono negro azulado y, tras las prácticas de tiro del día anterior, parecía que alguien le había golpeado el lado derecho del rostro con una maza para carne. Se giró y observó el cardenal que se estaba formando en la base de su espalda. La verdad es que hacía juego con la enorme quemadura de color rojo mate que descendía por la parte posterior del muslo derecho.

Hacía tan solo nueve semanas, Kimberly había sido una mujer de metro setenta, y cincuenta y dos kilos de músculo. Durante toda su vida había sido adicta al ejercicio, de modo que estaba en forma y dispuesta a superar todas las pruebas físicas. Tenía un máster en criminología, realizaba prácticas de tiro desde que tenía doce años y durante toda su vida se había movido entre agentes del FBI, pues su padre era uno de ellos. Por todas estas razones, había cruzado las recias puertas de cristal de la Academia como si fuera la propietaria de las instalaciones. Kimberly Quincy había llegado y seguía enfadada por los atentados del 11 de Septiembre, así que todas las personas malas que había ahí afuera se podían ir preparando.

Pero eso era lo que había pensado hacía nueve semanas. Ahora, en cambio…

Definitivamente, había perdido un peso que necesitaba con desesperación. Sus ojos estaban rodeados de sombras oscuras, tenía las mejillas hundidas y sus extremidades parecían demasiado delgadas para soportar su propio peso. Era una versión exhausta de su antiguo yo. Ahora, las heridas del exterior podían equipararse con las que tenía en su interior.

No podía soportar la visión de su propio cuerpo, pero tampoco era capaz de apartar la mirada.

Un sonido oxidado le indicó que el grifo del agua se había cerrado. Lucy no tardaría en salir del cuarto de baño.

Kimberly acercó una mano al espejo y siguió con el dedo el contorno de su hombro magullado. El cristal estaba frío y duro bajo su piel.

De pronto recordó algo en lo que no había pensado desde hacía más de seis años. Su madre, Elizabeth Quincy. Su ondulado cabello moreno, sus elegantes rasgos patricios, su blusa favorita, de seda y de color marfil. Su madre le sonreía con una expresión preocupada, triste y desgarrada.

– Solo quiero que seas feliz, Kimberly. Oh, Dios, desearía que no te parecieras tanto a tu padre…

Los dedos de Kimberly se demoraron en el espejo y cerró los ojos porque había cosas que seguía siendo incapaz de aceptar, a pesar de todos los años que habían transcurrido.

Al oír que Lucy corría la cortina de la ducha, Kimberly abrió los ojos, avanzó a toda prisa hacia su cama y recogió su ropa. Le temblaban las manos. Le ardía la espalda.

Se puso los pantalones cortos de nailon que le había dado el FBI y una camiseta de color azul celeste.

Eran las seis en punto. Sus compañeros estaban a punto de ir a cenar, pero Kimberly prefería ejercitarse.


Kimberly había ingresado en la Academia del FBI de Quantico la tercera semana de mayo, como estudiante de NAC 03-05, siglas que indicaban que su clase era el quinto curso de formación de nuevos agentes que se realizaba en el año 2003.

Como la mayoría de sus compañeros, durante la mayor parte de su vida había deseado convertirse en agente del FBI, de modo que decir que se había emocionado al saber que había sido admitida era quedarse bastante corto. La Academia solo aceptaba al seis por ciento de los candidatos -un porcentaje inferior al de Harvard-, así que Kimberly en realidad había sentido una mezcla de vértigo, pavor, emoción, asombro, nerviosismo, temor y desconcierto. Se había guardado para sí misma la noticia durante veinticuatro horas. Aquel había sido su secreto especial, su día especial. Después de tantos años estudiando y entrenando, esforzándose y deseándolo…

Sujetando en la mano la carta en la que le anunciaban que había sido admitida, había ido a Central Park y se había limitado a sentarse en un banco y observar el desfile de neoyorquinos que paseaban ante ella, sin poder borrar de su rostro una sonrisa estúpida.

Al día siguiente había llamado a su padre. «Es maravilloso, Kimberly», le había dicho este, con aquella voz calmada y controlada. Entonces, ella había balbucido, sin que viniera al caso: «No necesito nada. Estoy preparada para ir. De verdad, estoy bien».

Su padre y su pareja, Rainie Conner, le habían invitado a cenar, pero Kimberly había declinado el ofrecimiento, pues prefería despojarse de su larga melena rubia oscura y cortarse las uñas. Después había conducido durante cinco horas para visitar el Cementerio Nacional Arlington, donde había permanecido sentada en silencio entre aquel océano de cruces blancas.

Arlington siempre olía a césped recién segado. Era un lugar verde, soleado y brillante. Muchas personas no se habían dado cuenta, pero Kimberly sí.

Su llegada a la Academia, tres semanas más tarde, había sido similar al primer día en un campamento de verano. Todos los nuevos agentes habían sido conducidos al dormitorio Jefferson, donde los supervisores habían pasado lista mientras los nuevos reclutas sujetaban sus maletas y fingían estar mucho más tranquilos de lo que estaban en realidad.

Kimberly había recibido un conjunto de delgadas sábanas de lino y una colcha naranja como ropa de cama. También le habían proporcionado una deshilachada toalla de baño blanca y una raída toalla de mano. Les habían explicado que tendrían que hacerse ellos mismos la cama y que llevaran las sábanas sucias a la lavandería cada vez que quisieran ropa de cama limpia. A continuación les habían dado una guía del estudiante en la que se detallaban las diversas normas referentes a la vida en la Academia. La guía tenía veinte páginas.

La siguiente parada había sido el economato militar, donde, por el módico precio de trescientos veinticinco dólares, Kimberly había comprado su nuevo uniforme de agente del FBI: pantalones de cargo marrones, cinturón marrón y un polo azul marino con el logotipo de la Academia en el pecho izquierdo. Al igual que sus compañeros, también había comprado el cordón oficial de la Academia, del que pendía su placa de identificación.

No había tardado demasiado en descubrir la importancia que tenían las placas de identificación en la Academia: evitaban que los vigilantes arrestaran y expulsaran de las instalaciones a los estudiantes y permitían comer gratis en la cafetería.

Los nuevos agentes debían vestir de uniforme de lunes a viernes, desde las ocho de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde. A partir de ese momento, todos volvían a ser simples mortales y podían vestir ropa de calle, salvo sandalias, escotes palabra de honor y camisetas de tirantes. Al fin y al cabo, seguían estando en la Academia.

Las pistolas de mano tampoco estaban permitidas, de modo que Kimberly tuvo que depositar su Glock del calibre 40 en la caja fuerte del Centro de Gestión de Armas. A cambio recibió lo que los nuevos agentes conocían como «Pistola Crayola» o «Mango Rojo», una pistola de plástico rojo que tenía un peso y un tamaño similares a los de una Glock. Los nuevos agentes tenían que llevar siempre consigo las Crayola y unas esposas falsas, para acostumbrarse al peso y la sensación de ir armado.

Kimberly odiaba su Mango Rojo. Le parecía infantil y se sentía estúpida llevándolo encima. Quería que le devolvieran su Glock. En cambio, sus compañeros contables, abogados y psicólogos, que tenían una experiencia nula en armas de fuego, adoraban aquel trasto porque, aunque se les cayera del cinturón o se sentaran encima, nadie resultaba herido. Un día, Gene Yves había estado gesticulando de tal forma que su Crayola había salido disparada por los aires y había golpeado a otro nuevo agente en la cabeza. Desde entonces, a Kimberly no le había quedado más remedio que aceptar que era buena idea que no todos los reclutas fueran armados, al menos durante las primeras semanas.

Pero seguía deseando recuperar su Glock.

Después de haberse provisto de ropa blanca, uniformes y pistolas de juguete, los nuevos reclutas habían regresado a los dormitorios para conocer a sus compañeros de habitación. Al inicio de su estancia, todos eran asignados a los dormitorios Madison y Washington, donde tenían que compartir habitación con otro compañero y el cuarto de baño con otra habitación. Los dormitorios eran pequeños, pero funcionales: dos camas individuales, dos pequeños escritorios de roble y una enorme estantería. Cada cuarto de baño, pintado de azul vivido por razones que solo conocía el conserje, estaba equipado con un lavamanos y una ducha. No había bañera. A partir de la cuarta semana, muchos agentes reservaban habitaciones en algún hotel de las proximidades de Stafford, solo para poder darse un largo baño con agua caliente y aliviar así sus magullados y doloridos cuerpos. En serio.

La compañera de habitación de Kimberly se llamaba Lucy Dawbers. Tenía treinta y seis años y era una ex abogada procesal de Boston que vivía en un piso por el que le pedían dos mil dólares al mes. Aquel primer día, al ver el austero dormitorio, había gemido: «Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?»

Kimberly tenía la certeza de que Lucy, que echaba terriblemente de menos a su hijo de cinco años, sería capaz de matar por poder disfrutar de una buena copa de Chardonnay al final del día.

La buena noticia, sobre todo para aquellos reclutas a los que no les gustaba demasiado compartir habitación -por ejemplo, Kimberly-, era que a partir de la duodécima semana podían disponer de habitaciones individuales en «El Hilton», el dormitorio Jefferson. Dichas habitaciones eran ligeramente más grandes y disponían de su propio cuarto de baño. Eran un verdadero paraíso.

Pero antes, tenías que sobrevivir a aquellas doce semanas.

Tres de sus compañeros no lo habían conseguido.

En teoría, la Academia del FBI había abandonado sus métodos de campamento militar para adoptar un programa más suave. El FBI era consciente de lo caro que resultaba formar a buenos agentes, así que ahora consideraba que el paso por la Academia era un entrenamiento final y no una última oportunidad para deshacerse de los débiles.

Esa era la teoría pero, en realidad, los agentes eran puestos a prueba desde el primer día. ¿Podéis correr dos kilómetros en menos de dieciséis minutos? ¿Podéis hacer cincuenta flexiones en un minuto? ¿Podéis hacer sesenta incorporaciones completas? Tenían que ejecutar la carrera de ida y vuelta en veinticuatro segundos y trepar por la cuerda de quince metros en cuarenta y cinco.

Los nuevos agentes corrían, entrenaban, se sometían a pruebas de grasa corporal y rezaban para mejorar en aquel ejercicio que era su cruz -ya fuera la carrera de ida y vuelta, la cuerda o las cincuenta flexiones-, para poder superar los exámenes de aptitud física.

Y también estaba el programa académico: delitos administrativos, elaboración de perfiles, derechos civiles, contrainteligencia extranjera, crimen organizado y narcotráfico; interrogatorios, tácticas de detención, maniobras de conducción, trabajo confidencial e informática; conferencias sobre criminología, derechos legales, ciencia forense, ética e historia del FBI. Algunas de estas clases eran interesantes y otras insoportables. Te examinaban de todas las materias en tres ocasiones durante las dieciséis semanas que duraba el curso y no utilizaban el baremo mundano de un instituto, sino que para aprobar tenías que obtener una puntuación superior al ochenta y cinco por cierto. Si suspendías una vez, tenías la oportunidad de realizar un examen de recuperación, pero si suspendías dos veces te «reciclaban» o, lo que es lo mismo, tenías que repetir el curso.

Reciclar. Sonaba tan inocuo como un programa de deportes políticamente correcto. Aquí no había ganadores ni perdedores; simplemente te reciclaban.

Los nuevos agentes temían el reciclaje, sentían verdadero pavor y tenían pesadillas al respecto. Era una palabra odiosa que se susurraba en los pasillos. Era el terror secreto que los obligaba a seguir adelante y subir el gigantesco muro de entrenamiento de los marines, incluso ahora que habían entrado en la novena semana y todos dormían menos porque cada vez los entrenamientos eran más duros, las expectativas más altas y sabían que al día siguiente uno de ellos recibiría el premio a la hazaña mortal del día…

Aparte del entrenamiento físico y las clases teóricas, los nuevos agentes tenían que realizar prácticas de tiro. Kimberly había pensado que jugaría con ventaja en este punto, pues hacía diez años que utilizaba su Glock del calibre 40, se sentía cómoda con las armas de fuego y su puntería era inmejorable.

Pero las prácticas de tiro no consistían simplemente en colocarse ante un objetivo de papel y disparar: también disparaban sentados, como si les hubieran sorprendido en su despacho, o corriendo, arrastrándose sobre el estómago, a oscuras o realizando elaborados rituales. En uno de ellos, por ejemplo, tenían que arrastrarse sobre el estómago, levantarse y echar a correr, volver a tirarse al suelo, avanzar un poco más, incorporarse y disparar. Además, tenían que disparar con la mano derecha y con la izquierda. Y recargar el arma una vez, y otra, y otra más.

Y no utilizaban siempre la misma arma.

En primer lugar, Kimberly disparó un rifle M-16, después gastó más de mil balas con una escopeta Remington modelo 870 que tenía tal retroceso que estuvo a punto de abrirse la mejilla y romperse el hombro y después ejecutó más de cien disparos con una Heckler amp; Koch MP5/10 automática, experiencia que al menos le resultó divertida.

Ahora acudían al Callejón Hogan, donde practicaban escenarios elaborados en los que solo los actores sabían qué iba a ocurrir. Los sueños que tenía Kimberly debidos a la ansiedad -que salía de casa desnuda o que se encontraba en clase haciendo un examen sorpresa-, siempre habían sido en blanco y negro, pero desde que comenzaron las prácticas en el Callejón Hogan habían adoptado colores vividos y agresivos: aulas fucsias, calles amarillo mostaza, exámenes sorpresa salpicados de pintura púrpura y verde. En sus sueños se veía a sí misma correr por túneles infinitos que explotaban en naranja, rosa, púrpura, azul, amarillo, negro y verde.

Algunas noches despertaba fatigada por el esfuerzo físico del sueño; otras noches era incapaz de dormir y permanecía acostada, sintiendo las palpitaciones de su hombro derecho. A veces advertía que Lucy también estaba despierta, pero nunca hablaban. Se limitaban a permanecer tumbadas a oscuras, lamentándose en silencio.

Entonces, a las seis en punto, ambas se levantaban y volvían a someterse a la dura prueba que era pasar un día en la Academia.

Habían transcurrido nueve semanas y todavía faltaban siete. No muestres debilidad. No les des cuartel. Aguanta.

Kimberly estaba desesperada por conseguirlo. Era una mujer fuerte que había heredado los fríos ojos azules de su padre. Era una mujer inteligente que se había licenciado en Psicología a los veintiún años y había obtenido un máster en Criminología a los veintidós. Era una mujer decidida que se había propuesto seguir adelante con su vida a pesar de lo que les había ocurrido a su madre y a su hermana.

Era una mujer infame, la estudiante más joven de la clase y la persona sobre la que todos murmuraban en los pasillos. «¿Sabes quién es su padre? ¡Menuda desgracia ha vivido su familia! He oído que el asesino también estuvo a punto de matarla, pero que ella le disparó a sangre fría»…

Los compañeros de clase de Kimberly tomaban montones de notas en las clases de elaboración de perfiles, pero Kimberly no apuntaba nada de nada.

Bajó las escaleras y accedió al vestíbulo, donde había un montón de camisetas verdes riendo y charlando animadamente. Eran los estudiantes de la Academia Nacional, que habían terminado su jornada laboral y se dirigían a la Sala de Conferencias para tomar una cerveza bien fresca. De pronto apareció un grupo de camisetas azules causando un gran alboroto. Eran nuevos agentes, como ella, que también habían terminado su jornada y se dirigían a la cafetería para comer algo antes de ponerse a estudiar, realizar la carrera de entrenamiento o ir al gimnasio. Quizá intercambiaban conocimientos, la experiencia legal de un antiguo abogado por la práctica de tiro de un ex marine. A los nuevos agentes les encantaba ayudarse entre sí. Si les permitías hacerlo.

Kimberly cruzó las puertas y el calor la golpeó como un puño. Avanzó en línea recta hacia la relativa sombra del tramo de madera de la carrera de entrenamiento y empezó a correr.

«Dolor», «Agonía», «Sufrimiento», rezaban los carteles clavados en los árboles que se alzaban junto al sendero. «¡Resiste!» «¡Disfrútalo!».

– Ya lo hago -jadeó Kimberly.

Su dolorido cuerpo protestaba y su pecho se tensaba por el dolor, pero siguió corriendo. Cuando todo lo demás fallaba, tenías que seguir adelante. Tenías que seguir poniendo un pie delante del otro, pues así un nuevo dolor ocultaba el anterior.

Kimberly conocía bien esta lección. La había aprendido seis años atrás, cuando su hermana y su madre habían sido asesinadas y ella se encontraba en Portland, Oregón, en la habitación de un hotel con el cañón de una pistola clavado en la frente.

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