El hombre se dio cuenta por primera vez en el año 1998. Dos chicas salieron de fiesta una noche y nunca más regresaron a casa. Deanna Wilson y Marlene Mason fueron las primeras. Ambas estudiaban en la Universidad Estatal de Georgia, compartían habitación y eran buenas chicas en todos los aspectos; sin embargo, el Atlanta Journal-Constitution no publicó su desaparición en primera página. No era noticia que alguien desapareciera. Y menos aún en una gran ciudad.
Poco después, la policía encontró el cadáver de Marlene Mason junto a la interestatal 75 y eso hizo que las cosas empezaran a moverse un poco. A los habitantes de Atlanta no les gustaba que una de sus hijas hubiera aparecido muerta en una interestatal. Y menos aún una chica blanca de buena familia. En Atlanta no deberían ocurrir cosas así.
El caso Mason fue un verdadero enigma. La muchacha estaba completamente vestida y su bolso, intacto. No presentaba señales de agresión sexual ni de robo. De hecho, se encontraba en una postura tan apacible que el motorista que la encontró pensó que estaba dormida; sin embargo, Mason ingresó cadáver en el hospital. Sobredosis de droga, dictaminó el médico forense, a pesar de que sus padres negaron con vehemencia que su hija pudiera haber hecho algo así. Enseguida, todos se formularon la siguiente pregunta: ¿dónde estaba su compañera de habitación?
Para los ciudadanos de Atlanta, aquella fue una semana desagradable. A pesar de que el termómetro superaba los treinta y ocho grados centígrados, todos unieron sus esfuerzos para buscar a la universitaria desaparecida. La búsqueda se inició con ahínco, pero enseguida se suspendió. Todos estaban acalorados, cansados o tenían que ocuparse de otros asuntos. Además, la mitad del estado imaginaba que ambas compañeras de habitación habían discutido, posiblemente por algún chico, y que Deanna Wilson había matado a su amiga. La gente veía Ley y orden. Sabía que estas cosas ocurrían.
Al llegar el otoño, una pareja de excursionistas halló el cadáver de Deanna Wilson en lo alto de la Garganta Tallulah, a más de ciento cincuenta kilómetros de Atlanta. La muchacha todavía llevaba su traje de fiesta y sus tacones de ocho centímetros, pero su cadáver no presentaba un aspecto tan apacible como el de su compañera, pues las bestias carroñeras lo habían encontrado. Además, su cráneo estaba partido en pedazos, quizá porque la joven había caído de cabeza por uno de aquellos despeñaderos de granito. Digamos, simplemente, que la madre naturaleza no mostró ningún respeto por sus zapatos Manolo Blahnik.
Su muerte planteó un nuevo enigma. ¿Cuándo había fallecido? ¿Dónde había estado desde que fue vista por última vez en aquel local de Atlanta hasta que murió? ¿Había matado ella a su compañera de habitación? Su bolso fue hallado en la Garganta Tallulah. No había restos de droga en su cuerpo. Pero lo más extraño de todo era que tampoco se encontraron su vehículo ni las llaves.
El cadáver quedó en manos de la Oficina del Sheriff del Condado de Rabun y, una vez más, los medios de información se olvidaron del caso.
El hombre recortó y archivó algunos artículos, aunque no sabía por qué. Simplemente lo hizo.
En el año mil novecientos noventa y nueve volvió a ocurrir, cuando llegó una nueva ola de calor que disparó las temperaturas y los temperamentos. Dos muchachas fueron de fiesta una noche y nunca más regresaron. Kasey Cooper y Josie Anders eran de Macon, Georgia, y puede que no fueran tan buenas chicas, pues ambas eran menores de edad y no deberían haber tenido acceso al local, donde trabajaba el novio de Anders como portero. Sin embargo, el joven afirmó que las chicas estaban totalmente sobrias cuando las vio montarse en el Honda Civic blanco de Kasey Cooper. Sus angustiadas familias añadieron que ambas eran estrellas del atletismo y que nunca habrían ido a ninguna parte sin oponer resistencia.
En esta ocasión, los ciudadanos de Atlanta se pusieron un poco más nerviosos. Todos se preguntaban qué estaba ocurriendo… y dejaron de preguntárselo dos días después, cuando el cadáver de Josie Anders fue hallado en la US 441, a dieciséis kilómetros de la Garganta Tallulah.
La Oficina del Sheriff del Condado de Rabun se puso a trabajar de inmediato, organizando equipos de rescate, contratando perros exploradores y llamando a la Guardia Nacional. Esta vez, el Atlanta Journal-Constitution publicó la noticia en primera plana, pues la insólita doble desaparición era muy similar a la acontecida el verano anterior y exactamente lo que ocurría cuando una persona desaparecía durante una ola de calor.
El hombre advirtió algo que la primera vez había pasado por alto. Solo era un pequeño detalle, una nota que aparecía bajo las cartas al director: «El reloj hace tictac… El planeta agoniza… Los animales lloran… Los ríos gritan. ¿Pueden oírlo? El calor mata…».
Entonces, el hombre supo por qué había comenzado a reunir aquellos recortes de periódico.
Peinaron la Garganta Tallulah, pero no hallaron el cuerpo de Kasey Cooper hasta el mes de noviembre, cuando el condado de Burke inició la recolección del algodón. Tres hombres que operaban una cosechadora se llevaron la sorpresa de sus vidas cuando encontraron el cadáver de una joven justo en el centro de una extensión de miles de hectáreas destinadas al cultivo del algodón. La muchacha todavía vestía un pequeño vestido negro de fiesta.
En esta ocasión no hubo huesos rotos ni extremidades destrozadas. El médico forense dictaminó que Kasey Cooper, de diecinueve años de edad, había sufrido un fallo multiorgánico, seguramente debido a un golpe de calor severo. Por lo tanto, la habían abandonado con vida en aquel campo de algodón.
Hallaron una garrafa de agua vacía a unos cinco kilómetros del cadáver momificado. El bolso estaba a ocho kilómetros de distancia. Nunca encontraron su coche ni las llaves.
Todos estaban muy nerviosos, sobre todo cuando alguien de la oficina del forense dejó que se filtrara la noticia de que Josie Anders había muerto por una sobredosis de Ativan, un medicamento de prescripción, inyectado en sangre. Aquel dato les resultó demasiado siniestro. En dos años habían desaparecido dos parejas de chicas. En ambas ocasiones, las jóvenes habían sido vistas por última vez saliendo de un bar. En ambos casos, la primera había aparecido muerta en una carretera principal, mientras que la segunda había sufrido un destino mucho, mucho peor…
La Oficina del Sheriff del Condado de Rabun llamó al GBI, el Servicio de Investigación de Georgia, y la prensa centró toda su atención en la noticia. Durante semanas, aparecieron nuevos titulares sensacionalistas en la primera página del Atlanta Journal-Constitution: «El GBI busca asesino en serie». Los rumores corrían, los artículos se multiplicaban y el hombre los fue archivando de forma diligente.
La fría sensación de su pecho aumentaba en intensidad y ahora, cada vez que sonaba el teléfono, empezaba a temblar.
Pero el GBI no mostró una actitud tan sensacionalista. «Hay una investigación en marcha», anunció el portavoz de la policía estatal. «Eso es todo lo que el Servicio de Investigación de Georgia tiene que decir al respecto». Hasta que llegó el verano del año dos mil y, con él, la primera ola de calor.
Esta vez tuvo lugar en el mes de mayo. Dos hermosas estudiantes de la Universidad Estatal de Augusta partieron hacia Savannah un fin de semana y nunca regresaron a casa. Habían sido vistas por última vez en un bar. El vehículo en el que viajaban estaba desaparecido en combate.
En esta ocasión, el caso recibió la atención de la prensa nacional y miles de votantes asustados invadieron las calles. El hombre rebuscaba furioso entre los montones de periódicos mientras los agentes del GBI emitían afirmaciones absurdas, tales como: «De momento no hay razones para pensar que los tres casos puedan estar relacionados».
Pero el hombre sabía que lo estaban. La gente sabía que lo estaban. Y una nueva carta al director les anunció que no se equivocaban. Fue publicada el martes, treinta de mayo, y sus palabras fueron exactamente las mismas que el año anterior: «El reloj hace tictac… El planeta agoniza… Los animales lloran… Los ríos gritan. ¿Pueden oírlo? El calor mata…».
El cadáver de Celia Smithers fue hallado en la US 25 a la altura de Weynesboro, a tan solo veinticinco kilómetros del campo de algodón en el que habían encontrado a Kasey Cooper hacía seis meses. Smithers estaba completamente vestida y conservaba su bolso. No había indicios de traumatismo ni de agresión sexual, solo una oscura magulladura en el muslo izquierdo y un punto más pequeño, como el que dejaría una aguja, en la parte superior del brazo izquierdo. Causa de la muerte: sobredosis de Ativan, un tranquilizante de prescripción.
La gente enloqueció y la policía se puso manos a la obra de inmediato, pues Tamara McDaniels, la mejor amiga de Smithers, también había desaparecido. En esta ocasión, la policía no buscó en los campos de algodón del condado de Burke, sino que envió equipos de voluntarios a las enlodadas riberas del río Savannah. Y el hombre pensó que, por fin, los agentes empezaban a comprender el juego.
En ese momento debería haber cogido el teléfono y haber marcado el número de emergencias. Podría haber sido un informador anónimo. O un lunático perturbado que creía saberlo todo.
Pero no lo hizo, pues no sabía qué decir.
– Tenemos razones para creer que la señorita McDaniels sigue viva -anunció el agente especial del GBI Michael «Mac» McCormack, en los informativos de la noche-. Creemos que nuestro sospechoso secuestra a las mujeres por parejas. Mata a la primera de inmediato, pero abandona a la segunda en un lugar remoto. En este caso, tenemos razones para creer que ha elegido una zona del río Savannah. Hemos reunido a unos quinientos voluntarios para que peinen el río, porque nuestro objetivo es llevar a Tamara de vuelta a casa, sana y salva.
Acto seguido, el agente especial McCormack había hecho una revelación sorprendente. También él había visto las cartas al director, así que había hecho un llamamiento al autor de dichas notas para que se pusiera en contacto con ellos. La policía deseaba escucharle. La policía deseaba ayudar.
Los informativos de las once informaron de que los equipos de búsqueda y rescate ya habían descendido por el río Savannah y en las Noticias de la Fox bautizaron al sospechoso como «Ecoasesino», un lunático perturbado que, sin duda, creía que asesinando a esas muchachas lograría salvar el planeta. Una especie de Jack el Destripador.
El hombre deseaba gritarles y decirles que no tenían ni idea, pero no podía hacerlo. Escuchó las noticias. Archivó con obsesión los recortes de periódico. Encendió velas durante la vigilia organizada por los afligidos padres de la pobre Tamara McDaniels, que la última vez que había sido vista llevaba una ceñida falda negra y zapatos de tacón con plataforma.
Esta vez no apareció ningún cuerpo, pues el río Savannah pocas veces renuncia a aquello que toma.
Pero el año 2000 todavía no había terminado.
Durante el mes de julio, las temperaturas superaron los treinta y ocho grados a la sombra. Dos hermanas, Mary Lynn y Nora Ray Watts, quedaron en el TGI Friday con unos amigos para tomar unos helados con los que combatir el calor. Ambas muchachas desaparecieron en algún punto del oscuro y serpenteante camino de vuelta a casa.
Mary Lynn fue hallada dos días después en la US 301, cerca del río Savannah. Aquel día, el termómetro había alcanzado los treinta y nueve grados, pero la sensación térmica era de cuarenta y siete grados centígrados. La joven tenía una concha marrón ligeramente estriada en la garganta y las piernas cubiertas de hierbajos y barro.
La policía intentó ocultar estos detalles, del mismo modo que había ocultado muchos otros, pero un miembro de la oficina del forense volvió a filtrar esta información a la prensa.
Por primera vez, el público en general supo lo que la policía ya sabía y lo que el hombre había sospechado desde hacía un año. La gente supo por qué la primera muchacha siempre era abandonada en un lugar donde era fácil encontrarla, junto a una carretera principal. La gente supo por qué su muerte era siempre tan rápida y por qué aquel hombre secuestraba a las muchachas por parejas. La primera víctima era simplemente una herramienta desechable y necesaria para el juego. Ella era el mapa. Los agentes tenían que interpretar las pistas que contenía su cadáver del modo correcto, para poder encontrar con vida a la segunda muchacha. Pero para ello tenían que actuar deprisa. Para ello tenían que derrotar al calor.
Llegaron los grupos especiales de operaciones, llegaron los periodistas y el agente especial McCormack apareció en los informativos para anunciar que los hierbajos, la sal marina y el bígaro, elementos hallados en el cadáver de Mary Lynn, les hacían sospechar que la joven se encontraba en algún lugar de las ciento cincuenta mil hectáreas de marismas saladas que había en el estado de Georgia.
«¿Pero en qué lugar exactamente, estúpidos?», garabateó el hombre en su libro de recortes. «A estas alturas, ya deberíais conocerle mejor. ¡El reloj hace tictac!»
– Tenemos razones para creer que Nora Ray sigue viva -había anunciado el agente especial McCormack una vez más-. Y vamos a llevarla de vuelta a casa junto a su familia.
«No hagas promesas que no puedas cumplir», escribió el hombre. Pero esta vez se equivocaba.
Este fue el último artículo que guardó en su cuaderno, lleno a rebosar de recortes de prensa: «27 de julio de 2000. Nora Ray Watts ha sido rescatada de las absorbentes profundidades de una marisma salada de Georgia». La octava víctima del Ecoasesino había logrado sobrevivir cincuenta y seis horas entre la tórrida sal, bajo un sol abrasador y una temperatura de treinta y ocho grados centígrados, masticando espartina y cubriéndose el cuerpo de barro para protegerlo del calor. La fotografía publicada en el periódico la mostraba exuberante, vibrante y triunfal mientras el helicóptero de los guardacostas la alzaba hacia un cielo muy azul.
Los agentes habían aprendido las normas del juego y por fin habían ganado.
En la última página del cuaderno de recortes no había artículos, ni fotografías, ni transcripciones de los informativos nocturnos. En esa última página, el hombre había escrito con suma pulcritud cuatro palabras: «¿Y si estoy equivocado?»
Y las había subrayado.
El año 2000 llegó a su fin. Nora Ray Watts estaba viva y el Ecoasesino no volvió a atacar nunca más. Los veranos llegaban y se marchaban, las olas de calor azotaban al estado de Georgia y castigaban a sus buenos ciudadanos con temperaturas abrasadoras que reavivaban sus miedos, pero no ocurrió nada más.
Tres años después, el Atlanta Journal-Constitution publicó un artículo en retrospectiva y entrevistó al agente especial McCormack para que hablara sobre los siete homicidios que habían quedado sin resolver durante aquellos tres terribles veranos, pero el detective se limitó a decir que seguían investigando los casos.
El hombre no conservó aquel artículo, sino que lo estrujó y lo tiró a la papelera. Aquella noche bebió largo y tendido.
Todo ha terminado, pensó. Todo ha terminado y estoy a salvo. Es así de simple.
Pero en lo más profundo de su corazón creía estar equivocado. Porque para ciertas cosas, todo era cuestión de cuándo…