Parque Nacional Shenandoah, Virginia
16:25
Temperatura: 37 grados
– Hemos dividido la zona de búsqueda en diez secciones diferentes. Cada equipo, integrado por dos miembros, deberá analizar su sección en el mapa y recorrerla trazando la cuadrícula estándar. La buena noticia es que la excursionista solo lleva veinticuatro horas desaparecida, de modo que no puede haber recorrido más de cincuenta kilómetros y eso nos confiere un área de búsqueda bastante limitada. La mala noticia es que dicho radio de cincuenta kilómetros incluye algunas de las zonas más difíciles y escarpadas del parque. Quiero que todos ustedes recuerden lo siguiente:
»En primer lugar, que un excursionista desorientado se dirige siempre hacia abajo. Está cansado y exhausto, así que en cuanto pierde el sentido de la dirección se encamina montaña abajo, aunque la ayuda se encuentre a tan solo seis metros de distancia montaña arriba. En segundo lugar, que los excursionistas suelen seguir el sonido de las corrientes de agua. Todo el mundo sabe lo importante que es el agua, sobre todo alguien que está desorientado. Si en su sección de la cuadrícula hay agua, comprueben meticulosamente los alrededores de la corriente y síganla hasta donde sea posible. En tercer lugar, salvo por los senderos de excursionismo, el terreno es difícil, el follaje denso y el suelo traicionero. Presten atención a las rocas movidas, las ramas rotas y los matojos pisados. Si esa mujer estuviera siguiendo algún sendero, a estas alturas ya la habría visto alguien. Por lo tanto, lo más probable es que se encuentre en las zonas no marcadas.
Kathy Levine se interrumpió y contempló con seriedad a los veinte voluntarios expertos en búsqueda y rescate que se habían congregado en el albergue Big Meadows.
– Ahí fuera hace calor. Sí, seguro que están pensando: «Oh, no nos habíamos dado cuenta», pero les hablo muy en serio. Cuando se alcanzan estas temperaturas, la deshidratación es una amenaza constante. Por lo general, unos dos litros de agua diarios bastan para evitarla, pero, por desgracia, en estas condiciones sus cuerpos pierden aproximadamente un litro por hora a través de los pulmones y los poros, de modo que dos litros serán insuficientes. Cada uno de ustedes debería llevar encima ocho litros de agua, pero como el peso sería prohibitivo, les vamos a exigir que lleven o bien pastillas de cloro o bien un sistema de purificación de agua. Podrán rellenar sus recipientes en los diferentes riachuelos que encuentren por el camino. No beban el agua de esas corrientes sin haberla tratado antes porque, por muy limpia y clara que parezca, en su mayor parte está contaminada por la Giardia lamblia, un parásito que les garantizo que les proporcionará siete terribles días de intensa diarrea. Beban con frecuencia, pero háganlo bien.
»Asumo que todos ustedes estarán bien hidratados, así que espero que no resbalen colina abajo ni tropiecen con un oso dormido. Quiero que tengan bien presentes estas últimas instrucciones. En primer lugar, cuidado con las serpientes de cascabel. En el parque abundan. De vez en cuando llegarán a un hermoso prado repleto de rocas desplazadas por un viejo derrumbe. Esos prados son lugares ideales para sentarse a descansar, pero les recomiendo que no lo hagan, pues las serpientes piensan lo mismo y han convertido la mayoría de esas rocas en su hogar. No vamos a discutir con ellas. En segundo lugar, cuidado con las avispas. Les gusta construir sus avisperos en las brechas del suelo o en los troncos podridos. Si las dejan en paz, ellas les dejarán en paz. Sin embargo, si tropiezan con un avispero, les recomiendo que no regresen a todo correr junto a su compañero, pues solo conseguirán arrastrarle hacia la confusión y es necesario que uno de ustedes esté en condiciones de buscar ayuda. Y en último lugar, cuidado con las ortigas. Si nunca han visto una, les diré que son unas plantas de grandes hojas verdes que nos llegan aproximadamente a los muslos. Hervidas hacen un buen caldo para la cena, pero si las tocan conocerán la versión natural de la fibra de vidrio. Los pinchos se introducen inmediatamente en la piel y emiten un veneno que permanece durante mucho tiempo. Transcurren entre treinta y sesenta minutos antes de que la inflamación remita y, para entonces, les aseguro que ya habrán renunciado a todo aquello que siempre habían deseado.
»Este parque es hermoso. Lo he recorrido casi en su totalidad durante los últimos cinco años y no se me ocurre ningún otro lugar más maravilloso en la tierra. Sin embargo, recuerden que la naturaleza exige respeto. Es necesario que nos mantengamos concentrados. Es necesario que nos movamos deprisa. Pero, en estas condiciones, también es necesario que utilicemos en todo momento la cabeza. Nuestro objetivo es encontrar a una persona, no perder a otra. ¿Alguna pregunta? -Levine hizo una pausa. Nadie tenía nada que preguntar-. Bien. En ese caso, pongámonos en marcha. Solo nos quedan cuatro horas y media de luz.
El grupo se dividió. Cada uno de los voluntarios se reunió con su compañero de equipo y salieron juntos del albergue. Todos estaban al tanto del trabajo que tenían que realizar y todos parecían haber comprendido las instrucciones. Probablemente, Mac y Kimberly eran los más inexpertos, a pesar de Mac ya había participado en diferentes tareas de búsqueda y rescate. Este tenía la impresión de que Kimberly se sentía más incómoda, pues, aunque contaba con el equipo y la forma física necesaria, ella misma había reconocido que nunca había pasado demasiado tiempo en el bosque.
Si lo que Kathy Levine había dicho era cierto, esta iba a ser una verdadera aventura.
– ¿Qué crees que ha querido decir con lo de las avispas? -preguntó Kimberly, mientras abandonaban el maravilloso frescor del albergue y accedían al calor abrasador-. Si las avispas construyen sus nidos en el suelo y nosotros caminamos sobre el suelo, ¿cómo se supone que podemos evitarlos?
– Prestando atención a dónde pisamos -replicó Mac. Se detuvo, alzó el mapa que les habían proporcionado y lo colocó de forma acorde con el entorno. Ambos formaban oficialmente el Grupo de Búsqueda D y les había sido asignada un área de ocho kilómetros cuadrados de la Zona de Búsqueda D.
– Pero si voy mirando el suelo, ¿cómo se supone que debo buscar a una mujer desaparecida o ramas rotas o lo que sea?
– Es como conducir. Miras adelante para saber qué se aproxima, después miras a tu alrededor y después vuelves a mirar adelante. Miras adelante, echas un vistazo a tu alrededor, miras adelante, echas un vistazo a tu alrededor, miras adelante… Bueno, según el mapa, debemos seguir este sendero.
– Pensaba que no íbamos a caminar por ningún sendero. Levine ha dicho que tendríamos que movernos por un terreno difícil…, aunque no sé qué diablos significa eso.
– Y es cierto -replico Mac, paciente-, pero el primer medio kilómetro debemos recorrerlo por un sendero. Después nos desviaremos y accederemos a las entrañas de la bestia.
– ¿Y cómo sabremos por dónde ir?
– Examinando el mapa y utilizando las brújulas. Es lento, pero seguro.
Kimberly apenas asintió. Observaba nerviosa el oscuro bosque que se alzaba ante ellos, enmoquetado en nueve tonos de verde. Mac veía belleza, pero ella veía algo mucho más terrible.
– Vuelve a contarme cuántas veces has hecho esto -susurró.
– Colaboré en dos de las operaciones de rescate de Georgia.
– Dijiste que la gente resultaba herida.
– Sí.
– Dijiste que el asesino preparaba escenarios como este solo para torturarnos.
– Sí.
– Es un verdadero hijo de puta, ¿verdad?
– Oh, sí.
Kimberly asintió, enderezando los hombros y alzando la barbilla en aquel gesto que Mac ya conocía tan bien.
– De acuerdo -dijo entonces, con voz tensa-. Vamos a encontrar a esa chica, vamos a alegrarnos el día y vamos a salir de este parque para poder detener a ese cabrón. ¿Trato hecho?
– Eres la mujer con la que me identifico -replicó Mac con seriedad.
Emprendieron la marcha entre los espesos y oscuros bosques.
Caminar por el sendero de tierra era fácil. Era empinado, pero manejable, pues los rebordes rocosos y las viejas raíces formaban una cascada natural de escaleras. Las sombras abundaban porque el espeso dosel de árboles impedía el paso del sol, pero resultaba más difícil escapar del calor y la humedad. Mientras descendían por el sendero, a Mac empezó a faltarle el aliento. Minutos después, su rostro se cubrió de sudor y pudo sentir que la humedad salpicaba de molestas gotitas sus omoplatos, allí donde la mochila le presionaba la camisa. El sol brillaba con fuerza, pero la humedad era su verdadero enemigo, pues podía convertir aquel bosque de alta montaña en un refugio sombrío o en una selva humeante donde cada paso requería un gran esfuerzo físico.
Mac y ella se habían cambiado de ropa para la operación. Kimberly vestía pantalones cortos de color caqui y una camiseta de algodón de manga corta, el atuendo informal de una excursionista aficionada. Mac, que contaba con mayor experiencia, se había puesto pantalones cortos de nailon y una camisa de nailon de secado rápido. En cuanto había empezado a sudar, el material sintético había secado la humedad de su cuerpo, concediéndole cierto nivel de comodidad. En cambio, Kimberly ya tenía la camiseta de algodón pegada al cuerpo y, pronto, tanto esta como los pantalones cortos empezarían a irritarle dolorosamente la piel. Mac se preguntó si Kimberly protestaría. No, estaba convencido de que no lo haría.
– ¿Crees que todavía está viva? -preguntó Kimberly, lacónica. Su aliento también escapaba en breves jadeos, pero avanzaba con paso firme. Cuando se solicitaban sus servicios, aquella mujer no decepcionaba.
– En cierta ocasión leí un estudio sobre operaciones de búsqueda y rescate -explicó Mac-. El setenta y cinco por cierto de las víctimas mortales murió durante las primeras cuarenta y ocho horas. Si realmente esa joven fue abandonada ayer, tenemos veinticuatro horas más para encontrarla.
– Por lo general, ¿qué es lo que mata a las personas perdidas? -preguntó, entre jadeos.
– La hipotermia. O en un día como este, los golpes de calor. Básicamente, la exposición a los elementos es lo que más les afecta. ¿Sabías que los niños menores de seis años que se pierden en el bosque gozan de una tasa de supervivencia más elevada?
Kimberly movió la cabeza hacia los lados.
– A los niños les resulta más sencillo confiar en sus instintos -explicó Mac-. Si están cansados, duermen y si están asustados buscan refugio. En cambio, los adultos siempre tienen la certeza de que podrán recuperar el control, así que, en vez de escapar de la lluvia, el frío o el sol, siguen caminando, convencidos de que la salvación está a la vuelta de la esquina. Y eso es exactamente lo que no se debe hacer. Las oportunidades de sobrevivir son mayores si permaneces tranquilo y te quedas quieto en un lugar. Una persona normal puede pasar hasta cinco días sin agua y hasta un mes sin comida, pero si te dedicas a caminar sin parar, te arriesgas a quedarte sin reservas, a sobreexponerte a los elementos, a caerte por un barranco, a tropezar con la guarida de un oso, etcétera. Así que ya sabes que un excursionista perdido muere durante las primeras cuarenta y ocho horas, mientras que cualquier estúpido es capaz de sobrevivir una semana entera.
Mac se interrumpió de repente. Miró de nuevo el mapa y después la brújula.
– Espera. Sí. Aquí es donde debemos desviarnos.
Kimberly se detuvo junto a él y Mac pudo sentir que su inquietud se multiplicaba inmediatamente por diez. No había ningún camino marcado ante ellos, sino tierra que descendía en picado entre un amasijo de peñascos, arbustos y hierbajos. Los árboles caídos yacían en medio de su camino, cubiertos de mullido musgo y brillantes helechos. Ramas tronchadas sobresalían a una altura peligrosamente baja, y gruesas enredaderas verdes cubrían la mitad de los árboles que había a la vista.
El bosque era frondoso, oscuro. Kathy Levine tenía razón: contenía secretos que podían ser hermosos y, a la vez, letales.
– Si nos separamos -dijo Mac, con voz tranquila-, quédate quieta y toca el silbato. Te encontraré.
A todos los miembros de los equipos de búsqueda y rescate se les habían proporcionado estridentes silbatos de plástico. Debían dar un silbido para comunicarse con sus compañeros y dos para anunciar que habían encontrado a la joven. Tres silbidos era la llamada internacional de socorro.
Kimberly había deslizado los ojos hacia el suelo. Mac la veía examinar cada roca y cada grieta en busca de señales de avispas o serpientes de cascabel. Tenía la mano apoyada sobre su muslo izquierdo. Ahí es donde lleva el cuchillo, pensó, y al instante sintió que un anticuado arrebato de lujuria masculina hacía que se le encogiera el estómago. No sabía por qué una mujer armada podía resultarle tan atractiva, pero Kimberly le encantaba.
– Todo irá bien -le dijo entonces.
Kimberly por fin le miró.
– No hagas promesas que no puedas cumplir -replicó. Acto seguido abandonó el sendero y accedió a aquel terreno repleto de maleza.
Avanzar deprisa cada vez le resultaba más difícil. Kimberly resbaló en dos ocasiones y bajó rodando media pendiente. Los largos y gruesos hierbajos le ofrecían poca tracción, a pesar de que llevaba botas de montaña, y las rocas y las raíces de los árboles surgían en los lugares más inoportunos. Si miraba hacia el suelo en busca de obstáculos, la rama de un árbol le arañaba el muslo; si miraba hacia arriba, se arriesgaba a golpearse las espinillas con un tronco caído; y si intentaba mirar a todas partes a la vez, acababa cayéndose…, por lo general, con dolorosos y sangrientos resultados.
Tras dos horas de caminata, sus piernas lucían un entramado de arañazos que hacía juego con los que todavía se estaban curando en su rostro. Logró evitar las avispas, pero sin darse cuenta metió el pie en hiedra venenosa. Dejó de tropezar con troncos caídos, pero se torció dos veces los tobillos al resbalar en una roca.
Podía decirse que no estaba disfrutando demasiado del bosque. Suponía que debería ser hermoso, pero para ella no lo era. Sentía la soledad de este lugar, donde el sonido de los pasos de su compañero era sofocado por el musgo que cubría las rocas y, aunque sabía que había otro equipo de búsqueda en un radio de cinco kilómetros, era incapaz de oír nada. Se sentía desorientada bajo aquellos gigantescos árboles que bloqueaban la luz del sol y hacían que fuera tan difícil saber en qué dirección avanzaban. Aquel terreno escarpado y ondulante les obligaba continuamente a descender para subir o a ascender para bajar. ¿Dónde estaba el norte? ¿Y el sur? ¿Y el este? ¿Y el oeste? Ya no lo sabía, y eso le hacía sentirse ansiosa de un modo que era incapaz de explicar.
El inmenso tamaño de los árboles la engullía a mayor profundidad que cualquier océano. Se ahogaba en su verdor y no estaba segura de cómo mantener la cabeza sobre la superficie o qué dirección seguir para llegar a la orilla. Era una chica de ciudad en un lugar que le resultaba completamente desconocido. En un lugar como este podían ocurrirte muchas cosas malas y era posible que nunca nadie encontrara tu cadáver.
Intentó centrarse en la mujer desaparecida para distraerse. Si la joven había comenzado la velada en un bar, seguramente llevaba sandalias. ¿Habría sido lista y se habría deshecho de ellas desde un principio? Kimberly ya había resbalado varias veces con sus botas de montaña y sabía que sería imposible moverse por este terreno con sandalias. Ir descalzo no era agradable, pero al menos podías caminar.
¿Hacia dónde se habría dirigido primero? Kathy Levine había dicho que hacia abajo, que los excursionistas que se perdían buscaban el camino más fácil. En opinión de Kimberly, avanzar por este lugar no era sencillo. Tener que mirar y decidir dónde poner el pie antes de pisar era un trabajo lento y laborioso. Quizá no era tan aeróbico como caminar montaña arriba, pero los músculos de sus piernas y glúteos ya estaban gritando, y su corazón palpitaba con furia.
¿La joven habría intentado buscar refugio? ¿Se habría detenido en algún lugar fresco a descansar? Mac le había dicho que la clave consistía en quedarse quieto. Estar tranquilo. Mantener el control. No caminar sin rumbo.
Kimberly miró a su alrededor. Los árboles se arqueaban, las sombras se alzaban amenazadoras y las profundas grietas estaban repletas de habitantes desconocidos.
Estaba segura de que la joven había echado a correr. Estaba segura de que los arbustos y las ramas la habían lastimado mientras buscaba desesperada alguna señal de civilización. Seguramente había gritado durante horas, hasta quedar afónica y necesitada de contacto humano. Y cuando había caído la noche, cuando en los bosques habían resonado los gruñidos de las grandes bestias y el zumbido de los insectos…
Probablemente, la joven había echado a correr de nuevo. Tropezando. Resbalando. Y quizá cayendo de bruces entre la hiedra venenosa o sobre algún avispero. ¿Y entonces qué le habría ocurrido? Herida, aterrorizada y perdida en la oscuridad…
Habría buscado agua para calmar sus heridas, pensando que lo que fuera que se deslizara por la corriente tenía que ser menos peligroso que las criaturas que acechaban en el bosque.
Kimberly se detuvo en seco y levantó una mano.
– ¿Oyes eso? -le preguntó a Mac.
– Agua -replicó este. Sacó el mapa de la mochila-. Hay una corriente al oeste.
– Debemos seguirla. Eso es lo que dijo Levine, ¿verdad? Que los excursionistas se sienten atraídos hacia el agua.
– Me parece buena idea.
Kimberly dio un paso a la izquierda…
Y su pie dejó de sostener su peso. Hacía un segundo había estado pisando suelo sólido, pero ahora su pierna salió disparada y ella cayó de espaldas y resbaló pendiente abajo, golpeándose la cadera contra una roca y arañándose el muslo con un tronco caído. Desesperada, intentó colocar las manos bajo su cuerpo para detenerse. Apenas era consciente de que Mac gritaba su nombre a sus espaldas.
– ¡Kimberly!
– Ahhhhhh. -¡Pum! Otro tronco apareció en su camino y se estrelló contra él con la gracia de un rinoceronte. Las estrellas brillaban ante sus ojos y un zumbido pitaba en sus oídos. Era muy consciente del sabor a sangre de su boca, pues se había mordido la lengua. Y entonces, de repente, todo su cuerpo empezó a arder.
– Mierda. Maldita sea. ¿Qué diablos ocurre? -Estaba de pie, pegándose palmetazos en los brazos y las piernas. Cómo dolía, cómo dolía, cómo dolía. Era como si un millón de termitas le mordieran la piel una y otra vez. Abandonó de un salto los hierbajos y empezó a trepar por la pendiente, sujetándose a las ramas con las manos mientras sus pies removían la hierba.
Subió cuatro metros y medio, pero no sirvió de nada. Su piel seguía ardiendo. Su sangre rugía. Observó impotente su cuerpo, que de repente se iluminó con un sarpullido de color rojo brillante.
Mac por fin llegó junto a ella.
– No te rasques. No te rasques. No te rasques.
– ¿Qué diablos es esto? -chilló, frenética.
– Felicidades, preciosa. Creo que acabas de encontrar las ortigas.