Capítulo 26

Quantico, Virginia

20:05

Temperatura: 36 grados


– Entonces, ¿qué tenemos? -preguntó Quincy.

Eran las ocho de la tarde y Rainie, el agente especial Kaplan, el supervisor Watson y él se habían reunido en un aula que casi nunca se utilizaba. Nadie parecía demasiado contento, en parte porque la mitad estaban agotados después de haber analizado la escena del crimen bajo aquel calor abrasador y, en parte, porque no tenían ninguna información que aportar a pesar de que ya llevaban catorce horas trabajando.

– Creo que tendríamos que seguir investigando a McCormack -insistió Kaplan-. Ya saben que en este trabajo no existen las coincidencias y el hecho de que estuviera aquí en el mismo momento en que uno de sus viejos casos se reavivara… En mi opinión, es demasiada coincidencia.

– No ha sido ninguna coincidencia; estaba planeado -replicó Rainie, irritada. Su opinión al respecto era muy clara-. Ya ha hablado con su jefe y sabe que McCormack nos ha contado la verdad.

– Todo el mundo protege a los suyos.

– ¿Está insinuando que el Servicio de Investigación de Georgia al completo está implicado en este crimen? ¿Hemos pasado de una simple coincidencia a una teoría de conspiración?

Quincy levantó la mano, deseoso de interrumpir aquella discusión antes de que empezara… una vez más.

– ¿Y qué hay del anuncio? -le preguntó a Kaplan.

– Según el director del Departamento de Asuntos Públicos, el anuncio llegó ayer con instrucciones de que fuera publicado hoy, pero el Quantico Sentry es una publicación semanal y su próxima edición no verá la luz hasta este viernes. Al director no le gustó el anuncio, pues consideraba que ocultaba un mensaje codificado, quizá relacionado con drogas, así que me lo envió.

Kaplan le pasó una copia del anuncio en cuestión, deslizándola sobre la mesa. Era un recuadro pequeño, de cinco por cinco centímetros, perfilado por un borde negro en cuyo interior había un bloque de texto. El texto rezaba: «Querido director, el reloj hace tictac… El planeta agoniza… Los animales lloran… Los ríos gritan. ¿Pueden oírlo? El calor mata…»

– ¿Por qué un anuncio? -preguntó Watson.

– El Quantico Sentry no publica cartas al director.

– ¿Cuáles son sus normas para la publicación de anuncios? -preguntó Quincy.

Kaplan se encogió de hombros.

– Se trata de un periódico civil que se publica con la colaboración del Departamento de Asuntos Públicos de esta base, de modo que cubre cualquier tema de actualidad local. Hay montones de anuncios de comerciantes locales, obras benéficas, servicios para el personal militar y demás. En realidad, no difiere demasiado de cualquier otro pequeño periódico regional. Para que el anuncio sea aceptado, tiene que estar impreso y se tiene que efectuar el pago de antemano.

– ¿De modo que nuestro hombre se tomó el tiempo necesario para conocer los requisitos de publicación y, sin embargo, no se dio cuenta de que no podría ser publicado hoy? -preguntó Watson, escéptico-. En mí opinión, ese tipo no es tan inteligente.

– Consiguió lo que quería -respondió Quincy-. Estamos leyendo el mensaje el día deseado.

– Por simple casualidad -replicó Watson.

– En absoluto. Ese hombre lo hace todo con un propósito. El Quantico Sentry es el periódico más antiguo del Cuerpo. Forma parte de su tradición y orgullo. Quería publicar en él su mensaje por la misma razón que se deshizo del cadáver en la base. Nos está acercando su crimen. Esta pidiendo a gritos nuestra atención.

– Además, encaja con el mismo patrón -prosiguió Rainie-. Hasta ahora teníamos el modus operandi del Ecoasesino, pero ahora también tenemos la carta. En mi opinión, nuestro siguiente paso es obvio.

– ¿Y cuál se supone que es? -preguntó Watson.

– ¡Llamar a McCormack! Volver a darle el caso, porque él conoce a ese tipo mejor que nosotros. Y como es muy probable que haya otra muchacha ahí fuera, creo que también deberíamos llamar a algunos expertos para, que examinaran una vez más el cadáver y esos pequeños detalles que dejó el asesino, como la serpiente de cascabel, la hoja y la roca. Vamos. Como dice el anuncio, el reloj hace tictac y ya hemos perdido el día entero.

– Los envié al laboratorio -replicó Kaplan.

– ¿Qué usted ha hecho qué? -preguntó Rainie, incrédula.

– Envié la roca, la hoja y… hum, los diversos fragmentos de serpiente al laboratorio criminalista de Norfolk.

– ¿Y qué diablos va a hacer con esos objetos un laboratorio criminalista? ¿Espolvorearlos en busca de huellas?

– No es mala idea…

– ¡Es una idea terrible! ¿No ha escuchado a McCormack? ¡Tenemos que encontrar a esa muchacha!

– ¡Basta! -Quincy habló con voz autoritaria desde el otro lado de la mesa, pero no sirvió de nada. Rainie ya se había levantado de la silla, con los puños cerrados, y Kaplan parecía estar igual de ansioso por pelear. Había sido un día muy largo. Abrasador, agotador, extenuante. El tipo de día que fomentaba las peleas en los bares y que obstaculizaba la cooperación entre casos de homicidio multijurisdiccionales.

– Debemos avanzar por dos caminos a la vez -dijo Quincy con firmeza-, de modo que cierren la boca, siéntese y préstenme atención. Rainie tiene razón. Tenemos que actuar deprisa.

Rainie volvió a sentarse muy despacio en su asiento. Kaplan la imitó y, a regañadientes, le prestó toda su atención.

– En primer lugar vamos a asumir que, quizá, ese hombre es el Ecoasesino. ¡Eh, eh, eh! -Kaplan ya estaba abriendo la boca para protestar, así que Quincy le dedicó la misma mirada severa que antaño solía utilizar con los nuevos agentes. El hombre guardó silencio al instante-. Aunque no tengamos la absoluta certeza, es evidente que este caso de homicidio coincide con un patrón previamente observado en Georgia. Teniendo en cuenta las similitudes, debemos considerar que hay otra muchacha secuestrada y, por lo tanto, debemos examinar las pruebas que hallamos en el cadáver como si fueran las piezas de un rompecabezas geográfico. -Miró a Kaplan.

– Puedo llamar a algunos expertos en botánica, biología y geología para que examinen lo que tenemos -dijo el agente especial, a regañadientes.

– Deprisa -dijo Rainie.

Kaplan le lanzó una mirada.

– Sí, señora.

Rainie se limitó a sonreír.

Quincy respiró hondo.

– En segundo lugar -continuó-, necesitamos ampliar nuestro campo de investigación. Al leer los sumarios de los casos de Georgia he tenido la impresión de que nunca supieron gran cosa sobre el asesino. Generaron un perfil y una lista de suposiciones, pero ninguna de ellas ha sido demostrada de forma alguna. Creo que deberíamos comenzar haciendo tabula rasa e ir generando nuestras propias impresiones sobre el crimen. Por ejemplo, ¿por qué el asesino dejó el cadáver en los terrenos de Quantico? Es evidente que se trata de un hombre que desea poner a prueba a las autoridades. Se siente tan invencible que se atreve a moverse por la agencia de investigación de élite de los Estados Unidos. También tenemos las diversas cartas al director, además de sus llamadas telefónicas al agente especial McCormack. Esto hace que nos planteemos diversas preguntas: ¿el asesino intenta reafirmar su sentimiento de poder y control, o se pone en contacto con los responsables de la ley con la esperanza de que lo atrapen, pues se siente culpable? ¿El informante anónimo es el asesino o alguien completamente distinto?

»Y en tercer lugar, debemos preguntarnos por qué el objetivo de su juego no son los marines ni el FBI, sino el agente especial McCormack.

– Oh, supongo que bromea -gruñó Kaplan.

Quincy le dedicó su fría y dura mirada.

– Imagine por un momento que el informante anónimo es el asesino y que, gracias a sus llamadas, ha conseguido traer al agente especial McCormack hasta Virginia. Eso significaría que el asesino pretendía atacar en esta zona y que, para poder empezar el juego, deseaba que el agente especial McCormack estuviera cerca. El anuncio del Quantico Sentry encaja en este patrón, pues el viernes el periódico habría sido distribuido por toda la base y, sin duda, McCormack habría comprendido que el juego había empezado.

Rainie parecía preocupada.

– Eso escaparía de lo normal -musitó.

– Lo sé. No es normal que un asesino fije como objetivo a un agente de la ley concreto, pero cosas más extrañas han ocurrido…, y como oficial al mando de la investigación, McCormack era el miembro más visible de los grupos de operaciones de Georgia. Si el asesino se identifica con un objetivo específico, es lógico que este sea McCormack.

– De modo que tenemos dos hipótesis -murmuró Rainie-: un psicópata corriente que intenta molestar a McCormack o un perturbado azotado por la culpabilidad que sigue asesinando a jóvenes, pero muestra señales de remordimiento. ¿Por qué ninguna de estas teorías me ayudará a dormir mejor esta noche?

– Porque en ambos casos se trata de un tipo letal. -Quincy se volvió hacia Kaplan-. Supongo que habrá pedido que analicen el anuncio del Quantico Sentry.

– Lo han intentado -replicó-, pero la verdad es que no hay mucho con lo que trabajar. El sello y el sobre son autoadhesivos, así que no hay restos de saliva. Tampoco se han encontrado huellas y, al tratarse de un anuncio impreso, no se puede analizar la caligrafía.

– ¿Y la forma de pago?

– Lo hizo en efectivo. Se supone que no se debe enviar dinero por correo pero, al parecer, nuestro asesino es un alma confiada.

– ¿Y el matasellos?

– De Stafford.

– ¿El pueblo de al lado?

– Sí, fue enviado ayer. Todos sus movimientos han sido locales. Un tipo de la zona asesina a una mujer y envía su mensaje.

Quincy arqueó una ceja.

– Es astuto. Ha hecho sus deberes. Bueno, el papel es un buen lugar por donde empezar. El doctor Ennunzio dijo que el GBI le había enviado el original de una carta al director. Me gustaría que le dejara también este anuncio, pues es posible que le proporcione cierta información que pueda cotejar.

Kaplan tuvo que reflexionar unos instantes.

– Podrá quedárselo una semana -dijo por fin-. Pero después, lo querré de vuelta en mi laboratorio.

– Su cooperación quedará convenientemente registrada -le aseguró Quincy.

Se oyeron unos golpes en la puerta. Quincy apretó los labios, frustrado por aquella intrusión ahora que por fin parecían estar avanzando, pero Kaplan ya se estaba poniendo en pie.

– Seguramente es uno de mis agentes -dijo, a modo de explicación-. Le dije que estaría por aquí.

Abrió la puerta del aula y apareció un joven con el cabello rapado que sostenía un papel en la mano. Su cuerpo prácticamente se sacudía por la emoción.

– Pensé que querría ver esto de inmediato -se apresuró a decir el muchacho.

Kaplan cogió el papel y, tras echarle un vistazo, miró al joven con seriedad.

– ¿Están seguros?

– Sí, señor. Nos lo confirmaron hace quince minutos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rainie. Incluso Watson se enderezó en su asiento. Kaplan se volvió hacia ellos lentamente.

– Ya tenemos la identificación de la joven -anunció, posando los ojos en Quincy-. Les aseguro que este caso no es como los de Georgia. Dios mío, esto es mucho, mucho peor.


– Pausa para beber.

– Enseguida.

– Kimberly, pausa para beber.

– Quiero ver qué hay al otro lado de la curva…

– O te paras para beber un poco de agua o te hago un placaje.

Kimberly le miró con el ceño fruncido. Mac, que le observaba con una expresión decidida en el rostro, se había detenido a tres metros de ella, sobre un peñasco que sobresalía por encima del riachuelo que estaban siguiendo.

Llevaban tres horas caminando y Kimberly tenía la mitad del cuerpo cubierto por un sarpullido de color rojo brillante, cortesía de la hiedra venenosa y las ortigas. Su camiseta y sus pantalones cortos estaban completamente empapados, sus calcetines emitían un sonido chapoteante a cada paso que daba y prefería no hacer comentario, alguno sobre el pegajoso casquete en el que se había convertido su cabello.

En cambio, Mac descansaba con una rodilla apoyada en el peñasco con una camisa de nailon que se amoldaba a su fornido pecho y su corto cabello moreno echado hacia atrás, realzando su rostro bronceado y cincelado. No jadeaba ni tenía ningún arañazo en la piel. A pesar de que llevaban tres horas caminando sin parar, parecía un maldito modelo de portada de la revista de venta por correspondencia L. L. Bean.

– Inténtalo -dijo Kimberly, pero por fin detuvo sus pasos y, a regañadientes, sacó la botella de agua. Estaba caliente y sabía a plástico, pero le gustó sentirla descender por su garganta. Tenía muchísimo calor. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Sus piernas temblaban. En su opinión, la carrera de obstáculos de los marines era mucho más fácil que este recorrido.

– Al menos, el calor mantiene a raya a las garrapatas -dijo Mac, intentando darle conversación.

– ¿Qué?

– Las garrapatas. No les gusta el calor. Pero te aseguro que si estuviéramos en primavera o en otoño…

Kimberly examinó frenética sus piernas desnudas. ¿Alguna de sus pecas se movía bajo aquel sarpullido rojo? Lo último que necesitaba era que uno de esos parásitos chupadores de sangre decidiera darse un banquete… De pronto advirtió la ironía que se escondía en la voz de su compañero y levantó la mirada con recelo.

– Estás jugando con fuego -gruñó.

Él se limitó a sonreír.

– ¿Vas a coger el cuchillo? Llevo todo el día deseándolo.

– No pretendo destruir tus fantasías varoniles, pero te aseguro que me arrepiento de llevarlo encima. Me está destrozando la piel del muslo y ha estado a punto de matarme.

– ¿Te lo quieres quitar? Podría ayudarte.

– ¡Por el amor de Dios!

Le dio la espalda y se pasó una mano por su corto cabello. Cuando la apartó, la palma estaba húmeda y salada. Aunque era evidente que tenía un aspecto espantoso, Mac seguía flirteando con ella. Aquel tipo era un perturbado.

Deslizó la mirada hacia el sol. Desde su posición aventajada, podía ver cómo se zambullía lentamente en el horizonte. En este lugar era fácil perder la noción del tiempo, pues los árboles proyectaban su sombra sobre el paisaje, oscureciéndolo, y la temperatura no parecía estar descendiendo. Solo ahora Kimberly fue consciente de que la noche no tardaría en llegar.

– No queda mucho tiempo -murmuró.

– No -convino él, con una voz tan sombría como la suya.

– Deberíamos iniciar el regreso. -Se inclinó para guardar la botella de agua, pero Mac se acercó a ella y le cogió la mano para impedírselo.

– Tienes que beber más.

– ¡Acabo de beber!

– No estás bebiendo lo suficiente. Apenas has bebido un litro. Ya oíste a Kathy Levine. En estas condiciones, probablemente estás sudando cada hora esa misma cantidad de líquido. Bebe, Kimberly. Es importante.

Sus dedos no se habían apartado de su brazo. No lo apretaban ni le estaba haciendo daño, pero Kimberly sintió aquel contacto con demasiada intensidad. Mac tenía las yemas de los dedos endurecidas y la palma de la mano empapada, probablemente tan sudada como el resto de su cuerpo. Y el suyo. Kimberly permaneció inmóvil.

Y por primera vez…

Pensó en acercarse un poco más. Pensó en besarle. Seguro que besaba de maravilla. Imaginaba que lo haría lentamente, con suma cautela. Para él, besar debía de ser como flirtear, una parte del juego de estimulación que había practicado durante la mayor parte de su vida.

¿Y para ella?

Sería un beso desesperado. Lo sabía con certeza. Sería un beso que transmitiría necesidad, esperanza y cólera. Sería un intento vano por dejar atrás su cuerpo y liberarse de la implacable ansiedad que ensombrecía cada paso que daba. Sería olvidar por un momento que había una joven perdida en este lugar y que, aunque lo estaba intentando con todas sus fuerzas, era posible que no fuera lo bastante buena. No había podido salvar a su hermana. No había podido salvar a su madre. ¿Por qué pensaba que esta vez sería distinto?

Porque lo necesitaba con todas sus fuerzas. Porque lo deseaba con toda su alma. Mac podía tomarse la vida como un juego, pero ella se la tomaba muy en serio.

Kimberly retrocedió, sacó de nuevo la botella de agua y bebió un largo trago.

– En momentos como este -dijo, después de beber-, deberías ser capaz de exigirte un poco más.

Su tono era beligerante, pero Mac se limitó a arquear las cejas.

– ¿Crees que soy un blando?

Ella se encogió de hombros.

– Creo que nos estamos quedando sin luz. Creo que deberíamos movernos más y hablar menos.

– Kimberly, ¿qué hora es?

– Las ocho pasadas.

– ¿Y dónde estamos?

– En algún lugar de nuestra cuadrícula de cinco kilómetros, supongo.

– Llevamos descendiendo unas tres horas. Y vamos a descender un poco más porque, al igual que tú, deseo ver qué hay detrás de ese recodo. ¿Te importaría decirme cómo vamos a conseguir completar nuestro descenso de tres horas y regresar mágicamente al campamento base en la hora de día que nos queda?

– No lo sé.

– Es imposible -explicó Mac, con voz monótona-. Cuando anochezca seguiremos caminando por este bosque. Es así de simple. La buena noticia es que, según mi mapa, nos encontramos cerca de un sendero que se dirige hacia el oeste. En cuanto veamos qué hay tras ese recodo, dejaremos un marcador y encontraremos el sendero antes del anochecer. Caminar por ahí será más sencillo y podremos usar la linterna para iluminar nuestro camino. De este modo, solo será un trayecto duro y peligroso, no un acto completamente temerario. No creas que no sé forzar los límites, preciosa. Lo único que ocurre es que he tenido más años que tú para perfeccionar la técnica.

Kimberly le miró y, de repente, asintió. Mac estaba poniendo las vidas de ambos en peligro y, de un modo perverso, esto hacía que le resultara aún más atractivo.

– De acuerdo, oh viejo sabio -bromeó, cargando la mochila a la espalda y volviéndose hacia el lecho del río.

Mac le dio un suave golpecito en la espalda y Kimberly esbozó una sonrisa que le hizo sentir mejor.

Cuando llegaron al siguiente recodo, la suerte les sonrió por primera vez en el día.

Kimberly fue la primera en verlo.

– ¿Qué es esto? -preguntó, nerviosa.

– Sigue siendo nuestra sección. No debería haber superposiciones…

Kimberly señaló el árbol y la rama rota. Después descubrió el helecho aplastado y los hierbajos pisados. Empezó a caminar más deprisa, siguiendo aquellas inconfundibles señales de avance humano que trazaban un escarpado sendero que discurría en zigzag entre los árboles. Las marcas eran inconfundibles. Eran las que dejaría una persona corriendo desesperada o, quizá, un hombre cargando a su espalda un cuerpo drogado.

– Mac -dijo, con emoción apenas contenida. Él echó un vistazo al sol.

– Kimberly -le dijo, con voz sombría-. ¡Corre!

La mujer echó a correr sendero abajo, seguida por Mac.

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