Capítulo 45

Pantano Dismal, Virginia

06:33

Temperatura: 35 grados


Su madre le estaba gritando.

– Te envié a la universidad para que recibieras una educación. Para que hicieras algo en la vida. De acuerdo, has hecho algo…, pero algo bien distinto.

– ¡Tráeme un maldito vaso de agua! -gritó Tina en respuesta-. Y saca de aquí a esos camareros de esmoquin.

Entonces se sentó y observó la mariposa azul.

Agua. Lagos. Corrientes heladas. Patatas fritas. Oh, qué calor tenía. Le ardía la piel. Deseaba arrancársela a tiras. Arrancársela hasta los huesos y rodar por el barro. ¡Qué agradable sería!

La piel del antebrazo se retorcía. Las sangrientas heridas ondeaban y supuraban. Larvas. Horribles larvas blancas que se retorcían bajo su piel y se alimentaban de su carne. Debería extraerlas y comérselas. ¿Sabrían a pollo?

Qué bonita era la mariposa azul. Cómo se deslizaba por el aire. La criatura ascendió como danzando y desapareció. Desearía poder bailar así. Bailar y revolotear y ascender hacia el cielo. Poder deslizarse hacia la confortable sombra de un haya gigantesca… o un lago… o la fresca corriente de una montaña.

La piel le picaba. Le picaba muchísimo. Ella se rascaba sin cesar. Pero no servía de nada. Calor, calor, calor. Tenía tanta sed. El sol estaba saliendo. Iba a arder con fuerza. Deseaba llorar, pero no le quedaba nada de agua en el cuerpo. Se removía entre el barro, intentado con desesperación conseguir un poco de líquido que llevarse a la boca.

Su madre le estaba gritando de nuevo: «¡Mira lo que has hecho!» Pero ella no tenía fuerzas para responderle.

– Lo siento -susurró.

Entonces cerró los ojos y soñó con los intensos inviernos de Minnesota. Soñó con su madre tendiéndole los brazos. Y rezó para que el final llegara pronto.


Tardaron un par de horas en llegar al pantano. La entrada de visitantes se encontraba en el lado oriental, en Carolina del Norte, pero como Kathy Levine asumía que el asesino se habría movido por el campo de juego de Virginia, condujo la pequeña caravana hacia una entrada de excursionistas situada en Virginia, en el lado occidental. Los tres vehículos se detuvieron en el sucio aparcamiento de tierra y Kathy se puso al mando de las tareas de búsqueda. En primer lugar les entregó silbatos.

– Recuerden, tres silbidos es la llamada internacional de socorro. Si tienen problemas, quédense quietos, utilicen el silbato y les encontraremos.

A continuación les entregó mapas.

– Los bajé de Internet antes de salir del motel. Como pueden ver, el pantano Dismal forma básicamente un rectángulo. Por desgracia para nosotros, se trata de un rectángulo muy largo. Aunque inspeccionemos solo la mitad que pertenece a Virginia, tendremos que recorrer más de cuarenta mil hectáreas. Es un área demasiado extensa para siete personas.

Mac cogió uno de los mapas, que mostraba una extensión ensombrecida, entrecruzada por un laberinto de líneas. Siguió las diversas marcas con el dedo.

– ¿Qué es esto?

– Las líneas entrecortadas representan los senderos de excursionismo y ciclismo que recorren el pantano. Las líneas más anchas son caminos no pavimentados. Las líneas delgadas y oscuras indican la situación de los viejos canales, que en su mayoría fueron excavados por esclavos hace cientos de años. Antaño, cuando el nivel del agua era mayor, utilizaban los canales para transportar los cipreses y los enebros.

– ¿Y ahora?

– La mayoría de los canales son una confusión pantanosa. No hay agua suficiente para navegar con una balsa, pero tampoco están lo bastante secos para poder caminar por ellos.

– ¿Y los caminos?

– Son anchos. Lisos y herbolados. Ni siquiera se necesita tracción en las cuatro ruedas. -Levine ya había entendido adonde quería llegar-. A los visitantes no se les permite desplazarse en vehículo por estos caminos, pero nadie sabe lo que ocurre bajo el manto de la noche…

Mac asintió.

– De acuerdo. Nuestro hombre tuvo que transportar un cuerpo inconsciente de unos cincuenta kilos hasta el centro del pantano. Sin duda, llevó a la víctima a un lugar remoto, donde nadie pudiera encontrarla enseguida, pero para ello tuvo que hacerlo por carretera, pues cargar con una mujer por estas cuarenta mil hectáreas habría sido imposible. ¿Dónde nos deja eso?

Todos examinaron el mapa y enseguida advirtieron que los caminos de excursionismo estaban bastante centralizados, pues trazaban una clara cuadrícula que ocupaba la mayor parte del lado occidental del pantano. Lo que ellos tenían más cerca era un simple bucle marcado como un sendero de tablones. Lo descartaron al instante, considerándolo demasiado turístico. Mas allá descansaba la oscura sombra ovalada del lago Drummond, también repleto de senderos de excursionismo, caminas y acequias. Sin embargo, más allá del lago, tanto al este como al norte y al sur, el mapa se convertía en un sólido campo gris, entrecruzado esporádicamente por viejos caminos sin pavimentar. Allí era donde el pantano se convertía en un lugar solitario.

– Tenemos que coger los coches -murmuró Kimberly-. Hay que llegar al lago.

– Ahí iniciaremos la búsqueda -convino Mac, dedicando a Levine una mirada intensa-. Seguro que no la dejó junto a un camino pues, según indica la cuadrícula, a la víctima le habría resultado muy sencillo escapar.

– Cierto.

– Tampoco la dejó en un canal, porque podría haberlo seguido para alejarse del pantano.

Kathy asintió en silencio.

– La llevó al bosque -concluyó Mac-. Probablemente, a algún punto del cuadrante nororiental, donde los árboles y el espeso follaje la desorientarían y la población de depredadores es más elevada y mucho más peligrosa. En un lugar así podría gritar todo lo que quisiera sin que nadie la oyera.

Guardó silencio unos instantes. A pesar de la temprana hora, hacía mucho calor. El sudor se deslizaba por sus rostros y manchaba sus camisas. Aunque aún estaba amaneciendo, el aire era tan pesado que sus corazones latían muy deprisa y sus pulmones tenían que hacer un gran esfuerzo para absorber el oxígeno. Las condiciones eran duras, casi brutales. ¿En qué estado se encontraría la joven, que llevaba más de tres días atrapada en este lugar?

– Ir allí será peligroso -dijo Kathy-. En esa zona hay zarzas tan espesas que ni siquiera podremos abrirnos camino a machetazos. Podríamos estar caminando tranquilamente por tierra sólida y, de repente, hundirnos hasta las rodillas en el barro. Hay osos y gatos monteses. Y también serpientes mocasín de agua, víboras cobrizas y serpientes cascabel de bandas. Aunque no suelen atacar, en cuanto abandonemos los senderos entraremos en su territorio y es muy posible que eso no les guste.

– ¿Cascabel de bandas? -dijo Kimberly, nerviosa.

– Es más corta que su prima y tiene una cabeza plana y triangular que te pone los pelos de punta. La mocasín de agua y la víbora cobriza se mueven por las zonas húmedas y pantanosas. La cascabel de bandas prefiere las rocas y los montones de hojas secas. Por último están los insectos: mosquitos, moscas amarillas, mosquitos zancudos, garrapatas y pulgas… Aunque no solemos prestar atención a los insectos, las sobrecogedoras hordas de mosquitos y moscas amarillas contribuyen a que el pantano Dismal sea considerado uno de los lugares menos hospitalarios de la Tierra.

– ¿En serio?-murmuró Ray, con voz sombría. Estaba dando palmetazos al aire, cerca de su rostro. Los primeros mosquitos ya habían percibido su olor y, a juzgar por el creciente zumbido que llenaba el aire, los demás estaban de camino.

Mientras Ray y Brian buscaban en sus bolsas repelente de insectos, la atmósfera quedó suspendida. Si aquella joven se encontraba en la zona salvaje del pantano, por supuesto que irían a por ella. A nadie le gustaba la idea, pero tampoco iban a rebatirla.

– Escuchen -dijo Kathy, lacónica-, los mayores peligros del día son la deshidratación y los golpes de calor. Todos tendrán que beber al menos un litro de agua cada hora. Lo mejor es beber agua filtrada, pero en caso de necesidad pueden beber agua del pantano. Aunque parezca que hayan estado lavando calcetines sucios en ella, la verdad es que es inusualmente pura, pues la preservan los ácidos tánicos de la corteza de los juníperos, eucaliptos y cipreses. De hecho, antaño llenaban barriles de esta agua para las largas travesías por mar. El hábitat y el agua han variado ligeramente desde entonces, pero teniendo en cuenta las temperaturas que alcanzaremos hoy…

– Hay que beber -dijo Mac.

– Sí, hay que beber mucho. El líquido es nuestro amigo. Ahora den por hecho que tienen suerte y encuentran a Tina con vida. Ante una víctima que sufre deshidratación y un golpe de calor severo, la prioridad principal es reducir su temperatura corporal. Hay que mojarle el cuerpo y masajear sus extremidades para facilitar la circulación sanguínea. Hay que darle agua, pero también muchas galletitas saladas o, mejor aún, una solución salina. Es posible que se enfrente a ustedes, pues las víctimas de un golpe de calor severo suelen delirar y mostrarse combativas. También es posible que parezca estar perfectamente lúcida y, al momento siguiente, se abalance sobre ustedes. No intenten razonar con ella. Redúzcanla e hidrátenla lo más rápido posible. Ya les culpará más adelante de su dolor de mandíbula. ¿Alguna pregunta?

Nadie tenía ninguna. Los mosquitos llegaban en hordas y zumbaban ante sus ojos, sus oídos y sus bocas. Ray y Brian dieron algunos palmetazos descorazonados, pero los mosquitos no parecieron advertirlo. Todos se rociaron el cuerpo con repelente, pero a los insectos no pareció importarles.

Acto seguido comprobaron por última vez el equipo. Todos llevaban agua, botiquines de primeros auxilios y silbatos. Todos tenían un mapa y un montón de repelente de insectos. Estaban preparados. Guardaron las mochilas en sus vehículos y Ray abrió el portal de la carretera principal que conducía al lago Drummond. De uno en uno, empezaron a avanzar hacia el pantano.

– Es un lugar espeluznante -murmuró Ennunzio, cuando el primer canal oscuro y enfangado apareció a su derecha y serpenteó amenazador entre los árboles.

Mac y Kimberly guardaron silencio.


En un pantano, todo crecía más. Kimberly agachó la cabeza por cuarta vez, intentando abrirse paso entre la espesa vegetación de retorcidos cipreses y juníperos exuberantes. Los troncos de los árboles eran tan gruesos que no podía rodearlos con los brazos y algunas hojas eran más grandes que su cabeza. En otros lugares, las ramas y las enredaderas se entremezclaban de tal forma que tenía que quitarse la mochila para poder pasar por el estrecho espacio que dejaban.

El sol se había convertido en un recuerdo distante que centelleaba sobre el dosel que se alzaba a gran altura. Mac, Ennunzio y ella avanzaban por una silenciosa y cenagosa calma, pues el esponjoso suelo absorbía el sonido de sus pasos. El intenso aroma de la vegetación, demasiado madura, inundaba sus fosas nasales y les provocaba arcadas.

En un día diferente, en otras circunstancias, suponía que aquel pantano le habría parecido hermoso: brillantes flores naranjas de madreselva moteaban el cenagoso suelo; preciosas mariposas azules aparecían entre los rayos de sol, jugando al corre que te pillo entre los árboles; y docenas de libélulas verdes y doradas revoloteaban por el camino, ofreciendo delicados destellos de color en la penumbra.

Kimberly era muy consciente del peligro. Montones de hojas secas se agrupaban en la base de los árboles, creando un hogar perfecto para las serpientes, y las plantas trepadoras, tan gruesas como su brazo, se aferraban a los árboles en nudos asfixiantes. También había claros, secciones del pantano que habían sido taladas décadas atrás y en las que ahora los redondeados tocones salpicaban el oscuro paisaje como hileras infinitas de lápidas en miniatura. Allí el suelo era más suave, cenagoso y restallante, pues los sapos y las salamandras saltaban de sus escondites para escapar de los pasos que se aproximaban.

Había cosas que se movían en los oscuros recesos del pantano. Cosas que Kimberly no veía, pero oía susurrar en el viento. ¿Un ciervo? ¿Un oso? ¿Un gato montes? No estaba segura. Solo sabía que daba un respingo cada vez que oía uno de esos ruidos distantes y que el vello de la nuca se le erizaba.

La temperatura debía de rondar los cuarenta grados y, sin embargo, tuvo que reprimir un escalofrío.

Mac dirigía al pequeño grupo, Kimberly avanzaba tras él y Ennunzio cerraba la marcha. Mac intentaba trazar una cuadrícula delimitada por dos caminos de tierra. Al principio les había parecido buena idea, pero como los arbustos y los árboles les cerraban el paso, constantemente se veían obligados a virar un poco a la derecha y después un poco a izquierda, a coger este desvío y después aquel otro, Mac tenía una brújula, así que era posible que supiera dónde estaban. En lo que a Kimberly respectaba, ahora era el pantano quien mandaba. Ellos caminaban por donde este les dejaba caminar y pasaban por donde les dejaba pasar. El sendero les estaba llevando hacia un lugar cada vez más oscuro y decadente, donde las ramas de los árboles eran más gruesas, y tenían que arquear los hombros para poder pasar por aquellos huecos estrechos y constreñidos.

No hablaban demasiado. Avanzaban lentamente entre las abrasadoras y húmedas enredaderas buscando señales de ramitas rotas, tierra movida o vegetación herida que sugirieran el paso reciente de un ser humano. Hacían turnos para dar un único toque de silbato o gritar el nombre de Tina Krahn. Saltaban troncos gigantescos que los rayos habían derribado, serpenteaban entre peñascos especialmente grandes e intentaban abrirse paso a machetazos entre los densos y espinosos matorrales.

Mientras tanto, su preciosa reserva de agua no hacía más que descender. Todos respiraban entre jadeos, sus pasos eran inconstantes y sus brazos temblaban debido al calor.

Kimberly tenía la boca seca, una señal clara de que no estaba bebiendo el agua suficiente. Advirtió que tropezaba con creciente frecuencia y que tenía que sujetarse a las ramas de los árboles y los arbustos para no caer. El sudor le picaba en los ojos. Las moscas amarillas revoloteaban alrededor de su rostro, intentando posarse en las comisuras de la boca o en la suave piel que tenía detrás de las orejas.

Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban caminando. Tenía la impresión de llevar la vida entera en esta humeante jungla, abriéndose paso entre las gruesas y húmedas hojas solo para descubrir otra asfixiante eternidad de enredaderas, zarzas y arbustos.

De pronto, Mac alzó la mano.

– ¿Habéis oído eso? -preguntó.

Kimberly se detuvo, llenó de aire sus pulmones y agudizó los oídos. Allí. Solo un instante. Una voz en el viento.

Mac se giró con el rostro bañado en sudor y una expresión triunfal y decidida.

– ¿De dónde Viene?

– ¡De allí! -gritó Kimberly, señalando hacia la derecha.

– No, yo creo que viene de allí -dijo Mac, señalando hacia adelante. Frunció el ceño-. Los malditos árboles distorsionan el sonido.

– Bueno, de algún punto situado en esa dirección.

– ¡Vamos!

Entonces, una repentina comprensión absorbió las últimas gotas de humedad que quedaban en la boca de Kimberly.

– Mac -dijo-, ¿dónde está Ennunzio?

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