Richmond, Virginia
08:31
Temperatura: 30 grados
– ¿Por qué le has preguntado sobre Hawai? -quiso saber Mac treinta segundos después, mientras regresaban al vestíbulo del Instituto Cartográfico.
– Porque el ayudante del médico forense dijo que la víctima llevaba un folleto de viajes a Hawai en el bolso.
Mac la sujetó del brazo y ambos detuvieron sus pasos al instante. Mac estaba muy serio. Kimberly respiró con fuerza y miró con intensidad letal los dedos que le rodeaban la muñeca.
– No recuerdo que ayer mencionaras eso -dijo él, con voz grave.
– No se me ocurrió. El ayudante del forense comentó lo del folleto de pasada y la verdad es que yo tampoco le presté demasiada atención. Sin embargo, anoche recordé lo que habías dicho, que el asesino dejaba cosas en los bolsos de algunas víctimas, como una tarjeta de visita o la servilleta de una cafetería… Y entonces pensé en el folleto.
Mac le soltó la muñeca.
– ¿Y anoche recordaste algo más?
– Sí. Me acordé de atarme el cuchillo.
Mac sonrió.
– ¿Dónde lo llevas ahora? ¿En el tobillo? ¿En la cara interna del muslo? Te juro que eso ha sido lo primero que he pensado al verte esta mañana. Tan poca ropa y, sin embargo, sé que en algún lugar de ese esbelto cuerpecillo descansa un cuchillo de siete centímetros. Cariño, te juro que eres la única mujer que conozco que es capaz de hacer pensar a un hombre en cuchillos.
Mac acercó su cabeza a la de Kimberly. Olía a jabón. Era un olor limpio, intenso. Kimberly retrocedió un paso de inmediato. Tenía la extraña sensación de que le habían arrancado el aire de los pulmones.
– Si soy buen chico, ¿luego me dejarás registrarte? -murmuró Mac-. ¿O prefieres que sea malo?
– Eh, eh, eh. -Kimberly recuperó la compostura, levantó las manos y las situó con firmeza entre ellos-. ¡No voy a enrollarme contigo!
– Por supuesto que no.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– No eres el tipo de mujer con la que se pueda tener una aventura fortuita, Kimberly. Lo sé perfectamente. Contigo, supongo que sería algo muy serio. -Asintió y, de pronto, sus ojos azules se ensombrecieron, un gesto que le impresionó mucho más que sus bromas. Entonces, Mac se enderezó y se volvió hacia el vestíbulo-. Bueno, ¿dónde estará esa geóloga?
Echó a andar y Kimberly tuvo que hacer un esfuerzo enorme para alcanzarle.
Cinco minutos después, Mac llamó a una puerta cerrada cuyo rótulo rezaba: Jennifer York. La puerta se abrió en el acto.
– ¿Sí? -preguntó una joven. Al igual que Ray Lee Chee, iba vestida de un modo informal, con pantalones de color caqui, una camisa blanca de cuello redondo y recias botas de excursionismo.
Mac esbozó una sonrisa y fue directo al grano.
– ¿Es usted Jennifer York, verdad? Soy el agente especial Mac McCormack. Y esta es… la investigadora oficial Quincy. Hemos venido a hablar con su colega Ray Lee Chee para hacerle algunas preguntas referentes al caso que estamos investigando y nos ha recomendado que acudiéramos a usted, como experta en el campo de la geología.
La mujer pestañeó varias veces seguidas. Al principio, su mirada se había posado en el rostro de Mac, pero ahora se había deslizado hacia la amplia extensión de su pecho.
– ¿Agente especial? ¿Como la policía?
– Sí, señora. Estamos trabajando en una situación especial, en un secuestro…, por llamarlo de algún modo. En la escena encontramos algunos objetos, como hojas de árbol y rocas. Necesitamos que las identifique para que podamos encontrar a la víctima. ¿Podría dedicarnos unos minutos de su tiempo? Estoy seguro de que nos será de gran ayuda.
Mac le dedicó una última y hechizadora sonrisa y la mujer estuvo a punto de tropezar mientras abría la puerta de par en par y les invitaba a pasar. Pareció advertir brevemente la presencia de Kimberly, pero enseguida volvió a posar sus ojos en Mac. Era indudable que aquel tipo tenía un don con las mujeres.
La oficina de Jennifer York era muy similar a la de Ray Lee Chee: una modesta disposición de estanterías llenas a rebosar, archivadores repletos de papeles y un práctico escritorio. La mujer permaneció de pie, tocando suavemente la mesa con una mano y la otra apoyada en la parte baja de la espalda, que había arqueado en un intento poco sutil de realzar sus pechos.
– Bueno -dijo Kimberly, ganándose por fin la atención de la mujer-. Nos estábamos preguntando si existe alguna relación entre Hawai y Virginia.
– ¿Se refiere a los dos estados?
– Sí, creo que son estados. ¿Sabe si existe alguna relación entre ambos?
La morena miró a Kimberly durante un prolongado momento hasta que, de repente, abandonó su pose felina y se sentó en la silla. Al oír hablar de trabajo, su expresión se había vuelto seria.
– La verdad es que, desde la perspectiva de la geología, existe cierta conexión. Solemos comparar el Blue Ridge del Parque Nacional Shenandoah con las Islas Hawaianas porque ambos fueron creados, en parte, por flujos de lava basáltica. En esencia, hace mil millones de años, lo que ahora llamamos Blue Ridge eran en realidad las montañas Grenville, que creemos que podrían haberse extendido desde Terranova hasta Texas y haber sido tan altas como el Himalaya. Con el paso del tiempo, esta cadena montañosa se fue erosionando hasta que, hace unos seiscientos millones de años, pasó a convertirse en una serie de arrolladoras colinas. Entonces tuvimos los volcanes Catoctin.
– ¿Volcanes? -preguntó Mac sorprendido-. ¿En Virginia?
– Más o menos. Se abrió una enorme falla en el valle y el magma basáltico del manto terrestre se filtró en la superficie, inundando el valle y creando la formación Catoctin, que se encuentra en la sección septentrional del parque.
– ¿La formación Catoctin todavía existe? -preguntó Mac-. ¿Y su geología es similar a la de Hawai?
– Sí, la formación Catoctin todavía existe -respondió Jennifer, dedicándole una cálida sonrisa-. Sin embargo, su geología no es exacta. El basalto de Hawai es negro, mientras que las rocas del Parque Nacional Shenandoah son de color verde oscuro. Básicamente, un proceso llamado metamorfismo hizo que el basalto del Shenandoah se recristalizara en nuevos minerales como clorita, epidota y albita, que conceden a las rocas ese matiz verdoso.
Debido a dicha alteración, a las rocas del Shenandoah ya no las llamamos basaltos, sino metabasaltos.
Mac se volvió hacia Kimberly, que pudo leer la pregunta que había en sus ojos. La víctima había sujetado una roca en sus manos. ¿Había sido de color verdoso? No lo recordaba. Desde su posición no había tenido una buena perspectiva y aquella roca había sido uno de los primeros objetos que los investigadores del NCIS se habían llevado.
– ¿Es extraño encontrar metabasaltos en el parque? -preguntó Mac.
– En absoluto. Sobresalen a los lados del camino cuando se accede desde la entrada septentrional del parque y hasta llegar a Thornton Gap. Después hay otro tramó de unos treinta kilómetros desde Stony Man hasta Swift Run Gap. Y hay más durante todo el camino, hasta el extremo meridional del parque.
– ¿Hay algún tipo de roca que sea poco frecuente?-preguntó Kimberly.
York tuvo que meditar su respuesta.
– Bueno, el Parque Nacional Shenandoah cuenta con tres lechos de roca principales. Como ya les he dicho, los metabasaltos se encuentran en el norte y el sur; el siliciclasto, en la sección meridional o alrededor del Thornton Gap; y el granito, en la zona central del parque. Los siliciclasto, que son rocas sedimentarias que contienen cantidades abundantes de sílice, se localizan en una pequeña sección del parque, pero creo que el granito ocupa una zona más definida, pues se agrupa en la sección central. De todos modos, cada tipo de lecho de roca presenta ciertas variaciones. Por ejemplo, dependiendo del lugar donde se encuentren, ciertos tipos de granito tendrán mayor concentración de un mineral que de otro. Lo mismo ocurre con los metabasaltos y los siliciclasto.
– ¿No todas las rocas se forman del mismo modo? -preguntó Mac.
– Exacto. -Le dedicó otra cálida sonrisa, como una profesora felicitando a su estudiante favorito-. Los geólogos nos pasamos la vida analizando rocas. Básicamente, observamos bajo un microscopio polarizado un corte transversal de la muestra. El hecho de determinar los componentes minerales de la roca permite delimitar con mayor precisión la zona del parque en la que se encuentra esa roca concreta. En algunos casos, puede tratarse de un área muy reducida. Aquí no disponemos de semejante equipo, pero si me dejan la roca, estaré encantada de efectuar una serie de llamadas…
– La verdad es que no tenemos la roca…
Ella arqueó una ceja.
– ¿No la tienen?
– No -repitió-. Pero tenemos un folleto de viajes a Hawai.
York parpadeó. Era evidente que intentaba comprender aquella frase, pero finalmente desistió.
– Bueno, sin una muestra de roca, no estoy segura de qué decirles. Sí, en el Parque Nacional Shenandoah hay montones de rocas. Y sí, algunas son similares a las que pueden encontrarse en Hawai. Sin embargo, no sé qué más puedo decirles. El Parque Nacional Shenandoah engloba unas treinta y dos mil hectáreas. Allí hay montones de rocas y áreas de interés geológico.
– ¿Tiene algún libro o alguna guía de rocas que nos podamos llevar? -preguntó Kimberly-. De ese modo, en cuanto consiguiéramos la muestra, podríamos buscar la información.
– No sería lo bastante específica. A simple vista, solo lograrían determinar si la roca en cuestión es basalto, granito o siliciclasto… Eso reduciría a la mitad su área de búsqueda, pero aún les quedarían dieciséis mil hectáreas. Para analizar de verdad una roca, es necesario observar sus componentes minerales a través del microscopio.
– ¿Y no dispone de ningún microscopio que nos pueda prestar? -preguntó Kimberly, débilmente.
– Son bastante caros. Creo que el Gobierno estadounidense se daría cuenta.
– Maldito gobierno.
– Consigan la roca y llámenme -dijo York-. Estaré encantada de ayudarles.
Una vez más, sus ojos estaban fijos en Mac.
– Lo intentaremos -dijo Mac, diligente. Kimberly sabía que solo estaba siendo amable. Nunca tendrían acceso a la roca que habían encontrado en la mano de la víctima. Eran unos intrusos que nunca podrían acceder a esa prueba real que podría proporcionarles una información tan relevante.
– Una última pregunta -dijo Kimberly-. ¿En el Parque Nacional Shenandoah hay serpientes de cascabel?
York pareció sorprendida.
– Bastantes. ¿Por qué lo pregunta?
– Solo quería saberlo. Supongo que será mejor que me ponga unas botas bien gruesas.
– Cuidado con las rocas -advirtió York-. A las serpientes de cascabel les gusta enrollarse entre sus grietas y recovecos o incluso dormir sobre su superficie caldeada por el sol hasta el anochecer.
– Entendido.
Mac le tendió la mano y York le dedicó una sonrisa deslumbrante, a la vez que arqueaba una vez más la espalda. Kimberly recibió un apretón de manos bastante más tenso. Seguramente, porque no tenía acento sureño ni los músculos de Mac.
Regresaron a la puerta principal. Al otro lado del cristal, el cielo ya había adoptado una ardiente tonalidad azul brillante.
– No ha ido tan bien. -Mac se detuvo junto a la puerta, como si se estuviera preparando para abandonar la comodidad del aire acondicionado y regresar una vez más al calor.
– Al menos tenemos algo por donde empezar -replicó Kimberly, con firmeza-. Todas las señales apuntan al Parque Nacional Shenandoah.
– Sí, a sus treinta y dos mil hectáreas. Pero debemos encontrar a esa muchacha lo antes posible. -Agitó la cabeza, contrariado-. Necesitamos helicópteros. Y equipos de búsqueda y rescate. Y a la Guardia Nacional. Y media docena de perros. Esa pobre mujer…
– Lo sé -dijo Kimberly, en voz baja.
– No es justo. Una víctima secuestrada merece toda la ayuda del mundo. Y en cambio…
– Solo nos va a tener a nosotros.
Mac asintió y las líneas de frustración que cruzaron su bronceado rostro estuvieron a punto de hacer que Kimberly alargara la mano para acariciárselo. Se preguntó a quién le habría sorprendido más aquel contacto no solicitado: ¿a él o a ella?
– Necesitamos provisiones -dijo Mac-. Y después será mejor que nos pongamos en marcha. Nos espera un largo viaje hasta el Shenandoah, sobre todo porque no sabemos adonde vamos.
– Vamos a encontrarla -dijo Kimberly.
– Necesitamos más información. Maldita sea. ¿Por qué no cogí aquella roca?
– Porque eso habría significado cruzar la línea. El forense se había deshecho de la hoja, pero la roca…
– Ya había sido debidamente guardada y etiqueta. Supongo que en estos momentos se encuentra en algún laboratorio criminalista -dijo Mac, con amargura.
– Vamos a encontrarla -repitió Kimberly.
Mac contempló la puerta de cristal en completo silencio. Sus sombríos ojos azules brillaban por la frustración pero, durante un instante, la expresión de su rostro se suavizó.
– Kimberly, la entusiasta -susurró.
– Sí.
– Espero que tengas razón. -Echó un vistazo a su reloj-. Las diez de la mañana -anunció en voz baja, mientras empujaba la pesada puerta-. Caray, empieza a hacer calor.
Tina despertó lentamente y al instante fue consciente de dos cosas: de la intensa sed que tenía -tanta que se le había hinchado la lengua, que parecía de algodón en su boca- y del incesante zumbido que resonaba a su alrededor.
Abrió los ojos, pero no pudo ver nada entre la gruesa maraña de cabellos rubios, que se habían pegado a su rostro empapado en sudor. Apartó los largos mechones, pero solo pudo ver una oscura y confusa neblina. Sin embargo, no tardó en descubrir a qué se debía aquel zumbido.
Se puso en pie de un salto y agitó los brazos, frenética, mientras intentaba sofocar el grito que ascendía por su garganta. Eran mosquitos. Estaba cubierta de la cabeza a los pies por cientos de mosquitos que zumbaban, revoloteaban y le picaban.
Malaria, pensó al instante. O el mosquito que transmite el virus de la encefalitis. O la peste bubónica, por lo que a ella respectaba. Nunca había visto tantos insectos juntos. Revoloteaban alrededor de su cabeza y hundían sus hambrientos aguijones en su piel. Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios.
Sus pies aterrizaron en el barro y sus sandalias de plataforma con ocho centímetros de tacón se hundieron de inmediato en la acuosa marisma. Sintió un pequeño alivio cuando el barro le cubrió los pies, pero entonces cometió el error de bajar la mirada y esta vez gritó con todas su fuerzas. Allí mismo, deslizándose junto a su tobillo, entre el barro, había una larga serpiente negra.
Tina se encaramó con rapidez a la roca en la que había estado recostada. Los mosquitos se apiñaban a su alrededor, hambrientos. Ahora también podía ver a otros cazadores: moscas amarillas, mosquitos zancudos y otras criaturas zumbantes de todo tipo y tamaño. Rodeaban su cabeza y sus hombros, buscando la piel desprotegida de su cuello, las comisuras de su boca y el blanco de sus ojos. Los puntos rojos inflamaban sus orejas, párpados y mejillas, y tenía las piernas cubiertas de manchas coloradas. De algunas de ellas escapaba sangre fresca, cuyo aroma atraía a nuevos mosquitos. Empezó a batir palmas… y al instante empezó a darse palmadas por todo el cuerpo.
– Morid, morid, morid -jadeaba. Y lo hacían. Sus cuerpos regordetes y sobrealimentados reventaban entre sus dedos y las palmas de sus manos se manchaban con su propia sangre. Los mataba por docenas, pero cientos de ellos se apresuraban a ocupar sus puestos y a morder dolorosamente su tierna piel.
Se dio cuenta de que estaba llorando y respiró hondo, intentando llenar de oxígeno sus pulmones. Entonces, en medio de aquel frenesí, ocurrió lo inevitable: su estómago se retorció. Apoyándose sobre manos y rodillas, la joven vomitó por el borde de la roca en el barro que tenía debajo y que olía tan raro.
Agua. Bilis verdosa. El preciado alimento que tanto necesita. Su estómago se contrajo de nuevo y su cabeza desapareció entre sus hombros mientras vomitaba. Los mosquitos aprovecharon aquella oportunidad para enjambrarse sobre sus hombros, codos y pantorrillas. La estaban devorando viva y no podía hacer nada por evitarlo.
Los minutos pasaron. El nudo de su estómago se relajó; las náuseas remitieron y dejaron de constreñir sus entrañas. Temblando, se enderezó de nuevo, echó hacia atrás su larga y sudada melena y sintió nuevos aguijonazos en sus orejas.
Los mosquitos danzaban ante sus ojos, buscando piel que morder. Los apartó zarandeando los brazos, pero sus movimientos eran los de una mujer que es consciente de que no puede vencer al enemigo. Aunque matara a mil insectos, mil más ocuparían su lugar. Oh, Dios…
Le ardía la garganta y la piel le abrasaba. Acercó sus manos temblorosas a su rostro y descubrió que también estaban cubiertas de picaduras coloradas y airadas. Entonces contempló el cielo candente, donde el sol había empezado a brillar con todas sus fuerzas. La jaula del perro había desaparecido y, al parecer, ella había sido arrojada a algún tipo de foso cenagoso, donde se convertiría en alimento para los insectos, las serpientes y Dios sabía qué más.
– La buena noticia -susurró Tina para sus adentros-, es que no parece haber cerca ningún pervertido sexual desquiciado.
Se echó a reír y al instante empezó a llorar. Entonces susurró, con una voz que solo oyeron los mosquitos y las serpientes:
– ¡Lo siento tanto, mamá! ¡Oh, Dios, que alguien me saque pronto de aquí!