Capítulo 36

Virginia

11:34

Temperatura: 36 grados


Tina se había convertido en una salvaje. El barro manchaba sus brazos, sus piernas y su bonito vestido verde. Se había cubierto el rostro y el cuello con aquella hedionda sustancia y el limo primordial chapoteaba entre los dedos de sus pies. Cogió otro puñado pegajoso y se embadurnó el pecho con él.

Recordaba que en el instituto había leído El señor de las moscas. Según una de las anotaciones de las prácticas, Cliffs Notes, El señor de las moscas trataba en realidad sobre un sueño húmedo, aunque Tina no compartía aquella opinión. Ella recordaba sobre todo a los niños que habían quedado desamparados en la isla convirtiéndose en pequeños salvajes, cazando primero jabalíes y devorándose después los unos a los otros. La tensión y el temor que transmitía el libro resultaba sexy en cierto sentido, de modo que era posible que sí que tratara sobre sueños húmedos. Ignoraba si los chicos de su clase lo habrían leído con más entusiasmo que el resto de clásicos de la literatura.

Pero ese no era el tema. El tema era que Tina Krahn, universitaria desconcertada y juguete de un demente, por fin estaba recibiendo de la literatura una lección sobre la vida real. ¿Quién decía que en el instituto no se aprendía nada?

Lo primero que había hecho por la mañana había sido cubrirse el cuerpo de barro. El sol ya se alzaba en el cielo y amenazaba con freiría como a un insecto atrapado en el destello de una lupa. El barro olía fatal, pero era agradable sentir su frescor contra su supurante piel, cubriéndola con una gruesa capa de protección que ni siquiera los malditos mosquitos podrían cruzar. Un aroma putrefacto y almizcleño inundaba sus fosas nasales, pero su cabeza prácticamente daba vueltas por el alivio.

El barro era bueno para ella. El barro la salvaría. El barro era su amigo.

Contempló la burbujeante y restallante sustancia y se preguntó si debería comer también un poco. Se había quedado sin agua y sin galletas saladas. Sentía una dolorosa tirantez en el estómago, como si estuviera a punto de sufrir los calambres menstruales más terribles del mundo. Posiblemente, el bebé la estaba dejando. Había sido una mala madre y el bebé también quería fundirse con el barro.

¿Estaba llorando? La pesada masa de mugre que cubría sus mejillas hacía que fuera tan difícil saberlo…

El barro estaba húmedo. Sería tan agradable sentirlo deslizarse por su dolorida y hambrienta garganta. Su estómago se llenaría de una masa pesada y putrefacta y, entonces, podría dejar de digerir su propio revestimiento y alimentarse de los nutrientes del limo.

Sería tan fácil. Solo tenía que coger otro puñado de barro y acercarlo a sus labios.

Deliras, susurró la voz que sonaba al fondo de su cerebro. El calor y la deshidratación le estaban pasando factura. A pesar de la abrasadora temperatura sentía escalofríos y cada vez que se movía, el mundo giraba de un modo inquietante. A veces se descubría riendo, aunque no sabía por qué, y a veces se sentaba y lloraba…, aunque eso tenía cierto sentido.

Por la mañana, las heridas de sus brazos y piernas habían empezado a moverse. Había reventado una costra entre sus dedos y había visto, horrorizada, que cuatro larvas salían disparadas. Su carne se estaba pudriendo. Los bichos se movían por su interior alimentándose. Ya no le quedaba demasiado tiempo.

Soñaba con agua, con corrientes gélidas que ondeaban contra su piel. Soñaba con bonitos restaurantes con manteles de lino blanco, donde cuatro camareros vestidos de esmoquin le servían infinitos vasos de agua helada, llenos hasta los bordes. Comía bistecs muy hechos y patatas doblemente horneadas cubiertas de queso fundido. Comía corazones de alcachofa marinada directamente de la lata, hasta que el aceite de oliva se deslizaba por su barbilla.

Soñaba con una habitación infantil de color amarillo pálido y una cabecita pelona acurrucada en su pecho.

Soñaba con su madre, asistiendo a su funeral y permaneciendo sola junto a su tumba.

Si cerrara los ojos podría regresar al mundo de sus sueños. Podría dejar que las larvas se alimentaran de su carne. Podría dejar que su cuerpo se sumergiera en el barro. Quizá, cuando llegara el fin ni siquiera se daría cuenta. Simplemente se deslizaría en el olvido, llevándose consigo a su bebé.

Los ojos de Tina se abrieron de par en par. Se obligó a levantar la cabeza y se esforzó en ponerse en pie. El mundo giraba de nuevo y ella estaba recostada en el peñasco.

¡No podía comer barro! No podía venirse abajo. Era Tina Krahn y estaba hecha de la pasta más dura.

Su aliento escapaba en débiles jadeos y su pecho se esforzaba en respirar el sobrecalentado y húmedo aire. Avanzó tambaleante hacia una pared cubierta de enredaderas y vio que una serpiente se alejaba de ella a toda velocidad, dedicándole una siseante amenaza. Entonces se abrazó a la pared y sintió el frescor de las enredaderas en su embarrada mejilla.

Sus dedos dieron golpecitos a la estructura como si fuera un perrito bueno. Aquella superficie no parecía de cemento. De hecho…

Tina retrocedió. Sus párpados estaban tan hinchados que le resultaba difícil ver nada… Se obligó a abrirlos de par en par a la vez que retiraba las enredaderas. Madera. Esta zona del foso rectangular había sido reforzada con madera. Con traviesas de ferrocarril o algo parecido. Con viejas y descascarilladas traviesas de ferrocarril que se estaban pudriendo con el paso de los años.

Frenética, hundió los dedos en un agujero visible, tiró con fuerza y sintió que las entrañas del madero cedían un poco. Necesitaba más fuerza. Necesitaba algo más duro, una herramienta.

Una roca.

Enseguida estuvo apoyada sobre manos y rodillas, excavando entre el barro con una luz febril en los ojos. Tenía que encontrar una roca. Sacaría los tablones, treparía por la pared como Spiderman y llegaría a la superficie, donde habría frescor, agua y brotes tiernos que comer.

Ella, Tina Krahn, universitaria desconcertada y juguete de un perturbado, por fin quedaría libre.


Lloyd Armitage, palinólogo del Instituto de Cartografía y nuevo mejor amigo de Ray Lee Chee, se reunió con ellos poco después de mediodía. Tras cinco minutos de conversación, Mac, Kimberly y Nora Ray se dirigieron a la sala de conferencias que Armitage había dispuesto como laboratorio provisional. A Mac se le antojaba un entorno extraño, pero la verdad es que este caso también era extraño. Kimberly estaba alerta, pero parecía cansada hasta los huesos y mostraba aquella expresión ligeramente tensa que Mac ahora conocía tan bien. Le resultó más difícil analizar a Nora Ray, pues su rostro no mostraba emoción alguna. Mac imaginaba que había tomado una decisión importante y que ahora intentaba no pensar en ello.

– Ray Lee Chee me ha dicho que están trabajando en un caso de homicidio -comenzó Armitage.

– Recogimos pruebas en la escena -respondió Mac-. Y necesitamos rastrearlas hasta la fuente original. Me temo que no puedo decirle nada más, salvo que deberíamos haber sabido ayer lo que usted pueda contarnos.

Armitage, un hombre de edad avanzada, denso cabello y espesa barba castaña, arqueó una ceja.

– De acuerdo. Lo primero que tienen que saber es que los análisis de polen no son tan específicos como la botánica. Mi trabajo consiste, principalmente, en tomar muestras de suelo de diversos emplazamientos. Después, utilizo un poco de ácido clorhídrico y un poco de ácido fluorhídrico para separar los diferentes minerales del sedimento y lo paso todo por un tamiz. Entonces, lo mezclo con cloruro de zinc y lo introduzco en una centrifugadora médica hasta que, voilà, consigo una pequeña muestra de polen recién recogida… o una muestra de miles de años de antigüedad. Esto me permite identificar la familia vegetal que depositó ese polen, pero no la especie concreta. Por ejemplo, puedo saber si el polen procede de una robinia, pero no si es de una robinia espinosa. ¿Eso les servirá?

– No estoy seguro de saber qué es una robinia -replicó Mac-. Por lo tanto, supongo que descubra lo que descubra, será mucho más de lo que sabíamos antes.

Armitage pareció aceptar sus palabras, pues extendió la mano. Mac le tendió la muestra.

– Esto no es polen -dijo el palinólogo al instante.

– ¿Está seguro?

– Es demasiado grande. El grosor del polen es entre quinientos y doscientos micrones menor que el del aire humano. Esta sustancia tiene el tamaño de un sedimento.

A pesar de sus sospechas, el palinólogo abrió el frasco de cristal, vertió una pequeña sección del polvoriento residuo sobre un portaobjetos y lo deslizó bajo el microscopio.

– Hum -dijo-. Hum.

Transcurrió otro minuto antes de que Armitage dijera algo coherente.

– Es orgánico. Se trata de una única sustancia, no de una mezcla de diversos residuos. Parece ser algún tipo de polvo, pero más grueso. Levantó su poblada cabeza-. ¿Dónde lo encontraron?

– Me temo que no puedo decírselo.

– ¿Hallaron más pruebas en las proximidades?

– Agua y arroz crudo.

– ¿Arroz? ¿Por qué diablos encontraron arroz?

– Esa es la pregunta del millón. ¿Alguna hipótesis?

Armitage frunció el ceño, agitó las cejas un poco más y frunció los labios.

– Hábleme del agua. ¿Se la han llevado a un hidrólogo?

– Brian Knowles la ha examinado por la mañana. Nos dijo que tenía un pH extremadamente bajo, de tres con ocho, y una elevada… salinidad, creo, de quince mil microsiemens por centímetro, lo que significa que podría haber montones de minerales o iones presentes, Knowles cree que procede de una mina o que fue contaminada con residuos orgánicos.

Armitage asentía con vigor.

– Sí, sí. Posiblemente cree que procede de los condados que se dedican a la minería de carbón, ¿verdad?

– Eso creo.

– Brian es bueno. Pero han pasado algo por alto. -Lloyd sacó el portaobjetos del microscopio y entonces hizo algo totalmente inesperado, pues acercó el dedo índice a la muestra y después lo acercó a su lengua-. Es insólitamente fino, ese es el problema. En su forma más habitual, ustedes mismos lo habrían reconocido.

– ¿Sabe qué es? -preguntó Mac.

– Sin ninguna duda. Es serrín. No es polen, sino madera meticulosamente molida.

– No lo entiendo -dijo Kimberly.

– Serrín, querida. Además de las minas de carbón, la zona sudoeste del estado también posee una gran industria maderera. Esta muestra es de serrín. Y si se supone que ambas pruebas guardan relación entre sí…

– Eso esperamos -dijo Mac.

– En ese caso, el pH del agua tiene que deberse a los residuos orgánicos. Verán, si los residuos de la planta maderera no son eliminados de la forma apropiada, la materia orgánica se filtra en una corriente, donde provoca un incremento de bacterias que, con el tiempo, destruyen al resto de formas de vida. ¿Brian ha analizado ya la muestra en busca de bacterias?

– La cantidad es demasiado pequeña.

– Pero el elevado nivel de salinidad sugiere que tiene que haber algún tipo de mineral -murmuró entonces Armitage-. Es una lástima que no pueda analizarlo.

– Espere un momento -dijo entonces Kimberly-. ¿Está diciendo que esto procede de una planta maderera y no de una mina?

– Bueno, el serrín no suele encontrarse en las minas de carbón. Por eso considero que se trata de una planta maderera.

– ¿Y el serrín podría incrementar el nivel de acidez del agua?

– Toda contaminación contamina, querida. Y con una lectura de pH de tres con ocho, debo decir que esa agua procede de una fuente muy contaminada.

– Pero Knowles comentó que esa agua era capaz de perforar la ropa -comentó Mac-. ¿Las plantas madereras no deben seguir ciertas normas para deshacerse de sus residuos?

– En teoría sí, pero hay montones de serrerías en este estado y no me sorprendería que alguna de las más pequeñas, las que operan en lo más profundo del bosque, se las saltaran.

Nora Ray alzó la cabeza y miró al palinólogo con interés.

– ¿Podría tratarse de una planta maderera que haya cerrado? -preguntó-. ¿De algún lugar abandonado? -Sus ojos se deslizaron hacia Mac-. Ya sabes que ese sería el tipo de lugar que él escogería. Remoto y peligroso, como el que ambientaría una película de miedo de serie B.

– Oh, estoy seguro de que hay montones de plantas madereras abandonadas en este estado -respondió Armitage-. Sobre todo, en los condados que se dedican a la industria del carbón. Son zonas poco pobladas que, francamente, serían localizaciones ideales para una película de miedo.

– ¿Por qué? -preguntó Mac.

– Son zonas deprimidas. Muy rurales. La gente se trasladó a ellas para tener sus propios terrenos y verse libres del gobierno, pero entonces abrieron las minas de carbón, trayendo consigo hordas de personas que deseaban ganarse la vida como mano de obra barata. Por desgracia, ni los campos, ni la madera ni las minas han hecho nunca rico a nadie. Ahora solo hay amplias extensiones de terrenos deteriorados y maltratados que albergan a una población herida y maltratada. La gente a duras penas sobrevive y la vida en esas comunidades es dura.

– De modo que volvemos a tener siete condados -murmuró Mac.

– Eso es lo que creo.

– ¿Se le ocurre algo más que pueda decirnos?

– No a partir de una muestra minúscula de serrín.

– Mierda. -Siete condados. Eso no era lo bastante concreto. Quizá, si hubieran empezado ayer o antesdeayer. Quizá, si tuvieran cientos de equipos de búsqueda o a la Guardia Nacional al completo. Pero solo eran tres personas y dos de ellas ni siquiera eran agentes de la ley…

– Señor Armitage -dijo de pronto Kimberly-. ¿Dispone de algún ordenador que podamos utilizar? ¿Uno que tenga acceso a Internet?

– Por supuesto, aquí tengo mi portátil.

Kimberly ya se había levantado de la silla. Miró a Mac y a este le sorprendió la luz que brillaba ahora en sus ojos.

– ¿Recordáis que Ray Lee Chee dijo que había una «ología» para todo? -preguntó, emocionada-. Bien, voy ponerle a prueba. ¡Si me dais los nombres de los siete condados que se dedican a la industria del carbón, creo que podré encontrar nuestro arroz!

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