Capítulo 10

Quántico, Virginia

14:03

Temperatura: 36 grados


El agente especial McCormack iba a conseguir que la echaran de la Academia del FBI. Kimberly reflexionó sobre ello mientras conducía por las sinuosas carreteras de Quántico, en dirección a la autopista principal. Después de hablar con Mac, se había duchado y se había puesto el uniforme adecuado: pantalones de uniforme y la camisa azul marino de la Academia del FBI. A continuación había guardado su pistola Crayola en la funda de la pretina de sus pantalones y había añadido las esposas al cinturón. Aunque contaba con el prestigio de ser una nueva agente, deseaba causar una buena impresión.

Podría haberle dicho que no. También reflexionó sobre ello mientras conducía. La verdad es que no conocía de nada a aquel tipo. Sí, era atractivo y tenía unos ojos azules preciosos, pero no sabía nada de él. Ni siquiera estaba segura de creer la historia que le había contado. Sí, estaba convencida de que el Ecoasesino había causado estragos en el estado de Georgia, pero aquello había ocurrido tres años atrás, a cientos de kilómetros de Virginia. ¿Por qué un chiflado de Georgia iba a asesinar de repente en Virginia? ¿Y por qué un chiflado de Georgia iba a dejar un cadáver en la puerta del FBI?

Aquello no tenía ningún sentido. Mac simplemente había visto lo que necesitaba ver. No era el primer policía obsesionado con un caso ni tampoco sería el último.

Pero nada de esto explicaba la razón por la que Kimberly había decidido saltarse las clases de la tarde, una infracción que podía quedar registrada en su expediente. Ni tampoco explicaba la razón por la que en estos momentos se dirigía hacia la oficina del médico forense del condado, a pesar de que su supervisor le había dicho de forma explícita que se mantuviera alejada del caso. Sabía que con este pequeño acto de insubordinación podía conseguir que la echaran de la Academia.

Y sin embargo, había aceptado en el mismo instante en que Mac se lo había pedido. Deseaba hablar con el médico forense. Deseaba estar presente en la autopsia de una pobre chica a la que nunca había conocido.

Deseaba… Deseaba saber lo ocurrido. Deseaba conocer el nombre de la joven y sus sueños ahora truncados. Deseaba saber si había sufrido o si había muerto con rapidez. Deseaba saber qué errores había cometido el asesino, para poder seguirle y conseguir que se hiciera justicia, pues aquella muchacha merecía algo mejor que ser abandonada en el bosque como si fuera basura.

En definitiva, Kimberly estaba proyectando. Como antigua estudiante de psicología, reconocía las señales. Y como hija y hermana de dos mujeres que habían sufrido una muerte violenta, sabía que no podría parar aunque lo intentara.

Había encontrado a la víctima y había estado a solas con ella en las oscuras sombras del bosque. Ahora no podía darle la espalda y alejarse.

Kimberly había seguido las indicaciones que le habían dado en la base de los marines. Había preguntado por el investigador del NCIS y le habían dicho que ya se había marchado pues deseaba estar presente en la autopsia de la víctima.

El hecho de que el agente especial Kaplan estuviera presente en la autopsia lee concedía una buena excusa para intentar participar en el proceso. Se había acercado a la morgue para hablar con él, pero ya que estaba aquí…

Lo malo era que un agente especial experimentado recelaría más que un médico forense extenuado sobre las intenciones de una nueva agente que intentaba colarse en su investigación.

Esta era la razón por la que Mac le había pedido ayuda. Sabía que Kaplan no iba a permitir que otro agente participara en el caso; en cambio, una simple estudiante… «Saca a relucir tus puntos débiles», le había aconsejado. «Nadie sospecha nunca de un insignificante novato».

Kimberly aparcó el coche delante de un vulgar edificio de cinco plantas y respiró hondo. Se preguntó si en alguna ocasión su padre se habría sentido tan nervioso como ella por un caso. ¿Alguna vez se había desviado del camino correcto? ¿Alguna vez lo había arriesgado todo para averiguar la verdad sobre la muerte de una joven en un mundo en el que asesinaban a tantas rubias?

Su frío y distante padre. Fue incapaz de imaginarle nervioso y, de alguna forma, esto la alentó. Enderezó los hombros y se puso en marcha.

Nada más entrar, el olor la abrumó. Era demasiado antiséptico, demasiado estéril. Era el olor de un lugar que, definitivamente, tenía cosas que ocultar. Se acercó a la zona de recepción, que estaba cercada por un cristal, realizó su petición y agradeció que la recepcionista la dejara pasar de inmediato.

Kimberly siguió un largo pasillo de paredes sombrías y suelos de linóleo hasta llegar a la parte posterior del edificio. Aquí y allá había camillas de metal dispuestas contra paredes de color hueso y puertas de acero gris que conducían a otros lugares, con controles de seguridad que pedían códigos de acceso que ella desconocía. Aquí el aire era más frío. Sus pasos resonaban con fuerza y los fluorescentes zumbaban sobre su cabeza.

Sus manos temblaban sobre sus costados y podía sentir las primeras gotas de sudor deslizándose pegajosamente por su espalda. Debería ser un alivio encontrarse en este gélido lugar y escapar del asfixiante calor del exterior, pero no lo era.

Al llegar al final del pasillo empujó una puerta de madera que conducía a un nuevo vestíbulo. Este era el lugar donde se encontraba la oficina del médico forense. Pulsó un timbre y no se sintió demasiado sorprendida cuando se abrió una puerta y el agente especial Kaplan asomó la cabeza.

– ¿Está buscando al forense? En estos momentos está ocupado.

– En realidad, le estaba buscando a usted.

El agente especial Kaplan enderezó la espalda. Estaba tan cerca que Kimberly pudo ver el suave brillo plateado de su cabello oscuro, que llevaba cortado al estilo militar. Tenía el rostro arrugado, los ojos severos y unos labios estrechos que se reservaban la opinión antes de sonreír. No era un hombre cruel, pero sí un tipo duro. Al fin y al cabo, era el encargado de mantener a raya al conjunto del NCIS y los marines.

Esto no iba a ser fácil.

– Soy la nueva agente Kimberly Quincy -se presentó, tendiéndole la mano. El hombre se la estrechó con firmeza a la vez que le dedicaba una expresión cautelosa.

– Se ha dado un buen paseo.

– Me han dicho que quería hacerme algunas preguntas y, teniendo en cuenta la intensidad de mi programa, pensé que sería más sencillo que yo le encontrara. En la base de los marines me dijeron que estaba aquí, de modo que decidí acercarme.

– ¿Sabe su supervisor que ha abandonado la Academia?

– No se lo he dicho directamente, pero cuando hablé con él por la mañana, hizo hincapié en la importancia de que cooperara al cien por cien en la investigación del NCIS. Por supuesto, le aseguré que haría todo lo que estuviera en mi mano por ayudar.

– Aja -replicó Kaplan.

Pero eso fue todo. Permaneció junto a la puerta, observándola y permitiendo que el silencio se alargara. Si este hombre tenía hijos, seguro que nunca intentarían salir a hurtadillas por la noche.

Los dedos de Kimberly estaban desesperados por moverse, así que metió las manos en los bolsillos y deseó una vez más llevar encima su Glock. Era difícil intentar proyectar seguridad cuando ibas armado con una pistola de juguete pintada de rojo.

– Tengo entendido que ha visitado la escena del crimen -dijo Kaplan, de pronto.

– Me acerqué a echar un vistazo.

– Dio un buen susto a mis chicos.

– Con el debido respeto, señor, sus chicos se asustan fácilmente.

Los labios de Kaplan esbozaron algo parecido a una sonrisa.

– Eso mismo les he dicho -replicó y, por un instante, ambos fueron cómplices en aquella conspiración. Sin embargo, el momento pasó-. ¿Por qué le interesa tanto este caso, nueva agente Quincy? ¿Su padre no le enseñó nada mejor?

Los hombros de Kimberly se tensaron y, al darse cuenta, se obligó a sí misma a respirar con calma.

– No solicité entrar en la Academia porque mis intereses se centraran en la costura.

– ¿Eso significa que, para usted, este caso simplemente tiene un interés académico?

– No.

Su respuesta hizo que el hombre frunciera el ceño.

– Se lo preguntaré otra vez. ¿Por qué está aquí, nueva agente Quincy?

– Porque yo la encontré, señor.

– ¿Porque usted la encontró?

– Sí, señor. Y me gusta terminar aquello que empiezo. Mi padre me lo enseñó.

– No le corresponde a usted llevar este caso.

– No, señor. Es su caso. Yo solo soy una simple estudiante. Sin embargo, le agradecería que tuviera la bondad de dejarme observar.

– ¿Bondad? Nadie me considera bondadoso.

– Su imagen no quedará dañada si permite que una novata inexperta esté presente durante una autopsia y vomite hasta las entrañas, señor.

Los labios del agente se curvaron y aquella sonrisa cambió el contorno de su rostro, haciéndolo atractivo e incluso cercano. El humano que había en él salió al exterior y Kimberly pensó que todavía había alguna esperanza.

– ¿Ha presenciado alguna vez una autopsia, nueva agente Quincy?

– No, señor.

– Le advierto que no le impresionará la sangre, sino el olor. O quizá el zumbido de la sierra quirúrgica cuando le corten el cráneo. ¿Cree que está preparada?

– Estoy bastante segura de que vomitaré, señor.

– En ese caso, puede pasar -dijo, antes de murmurar- lo que hay que hacer para formar a un novato.

Tras mover la cabeza hacia los lados, Kaplan abrió la puerta y le permitió acceder a la fría y estéril sala.


Tina sentía náuseas, pero intentaba reprimirlas con todas sus fuerzas. Su estomago se contrajo, su garganta se tensó y la bilis empezó a ascender. Con amargura y dolor, la obligó a descender de nuevo.

Tenía la boca sellada con cinta adhesiva y le aterraba la idea de ahogarse en su propio vómito.

Se encogió un poco más, haciéndose un ovillo. Esta postura pareció aliviar en parte los calambres que sentía en el abdomen. Puede que esto le concediera unos minutos más. ¿Y entonces qué? No lo sabía.

Vivía en una negra tumba de oscuridad. No veía nada y oía muy poco. Sus manos estaban atadas a la espalda, pero la cinta no le apretaba demasiado. Creía que sus tobillos también estaban atados pues, cada vez que movía los pies, oía un sonido burbujeante y conseguía un poco de espacio adicional.

De todos modos, la cinta no servía para nada. Hacía horas que se había dado cuenta de ello. Su verdadera prisión no era la cinta adhesiva que inmovilizaba sus extremidades, sino el contenedor de plástico en el que estaba atrapado su cuerpo. La oscuridad le impedía saberlo con certeza pero, teniendo en cuenta el tamaño y el hecho de que hubiera una puerta metálica en la parte delantera y agujeros abiertos en la parte superior, suponía que había sido encerrada en una caja para transportar animales grandes. De hecho, creía estar atrapada en una jaula para perros.

Al principio había llorado, pero después, dejándose llevar por la cólera, había aporreado las paredes de plástico y había intentado derribar la puerta metálica. Lo único que había conseguido con aquella rabieta había sido un hombro magullado y unas rodillas contusionadas.

Más tarde había dormido, pues el miedo y el dolor la habían dejado extenuada. Al despertar había descubierto que habían retirado la cinta adhesiva que sellaba su boca y que habían dejado un galón de agua y una barrita de cereales a su lado. Sintiéndose ofendida, había tenido tentaciones de rechazar aquel alimento. ¡Ella no era ningún mono amaestrado! Pero entonces, pensando en el bebé que llevaba en las entrañas, había bebido el agua con avidez y había comido la barrita que le proporcionaría proteínas.

No tardó demasiado en descubrir que el agua debía de contener alguna droga pues, poco después de bebería, se había quedado profundamente dormida. Al despertar de nuevo, la cinta volvía a cubrir su boca y el envoltorio de la barrita energética había desaparecido.

Había sentido deseos de llorar. Las drogas no podían ser buenas, ni para ella ni para el bebé.

Resultaba extraño que, hacía tan solo cuatro semanas, no hubiera sabido si deseaba tener aquel bebé. Pero Betsy había llevado a casa el libro de la Clínica Mayo sobre el desarrollo del feto y habían contemplado juntas las fotografías. Ahora sabía que a las seis semanas de gestación, el bebé ya medía doce milímetros. Tenía una cabeza grande, con ojos pero sin párpados, y unas piernas y brazos diminutos, con manos y pies similares a remos. En una semana, su bebé mediría veinticuatro milímetros y en sus manos y pies aparecerían diminutos dedos palmeados que lo convertirían en la semilla de lima más bonita del mundo.

En otras palabras, su bebé ya era un bebé. Un ser diminuto y precioso que Tina ansiaba sostener en sus brazos algún día. Y sabía que sería mejor que disfrutara con intensidad de ese momento, porque su madre la mataría poco después.

Su madre. Oh, Dios. El simple hecho de pensar en ella le hacía sentir deseos de llorar. Si le ocurría algo a Tina… La vida ya había sido demasiado injusta con aquella mujer que había trabajado tan duro para que su hija pudiera tener una vida mejor.

Tenía que estar más alerta. Tenía que prestar más atención. No estaba dispuesta a desaparecer de este modo. Se negaba a convertirse en una estúpida estadística. Agudizó de nuevo los oídos, intentado descubrir alguna pista sobre lo que estaba ocurriendo.

Estaba bastante segura de encontrarse en un vehículo. Sentía movimiento, pero le confundía el hecho de no ver nada. Quizá, la jaula descansaba en la parte posterior de una camioneta cubierta con una lona o, quizá, en el interior de una furgoneta. No creía que fuera de noche, pero como tampoco alcanzaba a ver el reloj, no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que la habían secuestrado. Entonces recordó que había estado durmiendo. Las drogas y el miedo le habían pasado factura.

Se sentía sola. Aquel pozo oscuro le resultaba demasiado estéril, pues estaba inundado de gemidos de miedo y carecía del suave susurro de la respiración de otra persona. A pesar de la oscuridad reinante, tenía la certeza de ser el único ser vivo encerrado en ese lugar. Puede que eso fuera bueno. Puede que solo la hubiera secuestrado a ella. Quizá, solo se la había llevado a ella.

Pero, por alguna razón, lo dudaba y este pensamiento le hizo sentir deseos de llorar.

¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Acaso era un pervertido que secuestraba a jóvenes universitarias para llevarlas a su escondite y hacerles cosas inenarrables? Todavía estaba vestida. Incluso llevaba sus sandalias con tacones de ocho centímetros. Y también le había dejado el bolso. No creía que un pervertido hiciera algo así.

Quizá se dedicaba a la trata de blancas. Había oído varias historias. En ultramar pagaban montones de dinero por una chica blanca. Puede que terminara en un harén… o trabajando en un club de mala muerte de Bangkok. Bueno, cuando a su hermosa presa le empezara a crecer la barriga, se llevarían una buena sorpresa. Así aprenderían a hablar antes de actuar.

Su bebé nacería en la esclavitud, en la prostitución, en la pornografía…

La bilis volvió a ascender por su garganta e intentó reprimir sus deseos de vomitar.

No puedo vomitar, intentó decirle a su vientre. Tienes que darme un respiro. Tienes que retener toda la comida y el agua que ingiera. Ya sabes que no hay mucha comida, así que tenemos que conseguir que esas calorías sirvan para algo.

Era muy importante que retuviera el alimento pues, por extraño que sonara, cuanto menos comía, peores se volvían las náuseas. Básicamente, comer le hacía vomitar y la falta de comida le provocaba más deseos de vomitar.

Con cierta demora advirtió que el movimiento desaceleraba. Agudizó los oídos y percibió el chirrido de los frenos. El vehículo se había detenido.

Su cuerpo se tensó y sus manos atadas buscaron a tientas la mochila negra, que sujetó como si fuera un arma. Sabía que no iba a servirle de nada, pues tenía las manos atadas a la espalda, pero necesitaba hacer algo. Mantenerse activa era mejor que limitarse a esperar que ocurriera algo…

De repente se abrió una puerta y la brillante luz del sol entró en el vehículo, haciendo que Tina parpadeara como un búho. Y al instante sintió que un intenso muro de calor caía sobre ella. Oh, Dios, en el exterior hacía un calor asfixiante. Retrocedió, pero no pudo escapar del aire abrasador.

Ante la puerta abierta se alzaba un hombre. Sus rasgos eran un sudario negro rodeado por un halo de luz del sol. Alzó los brazos y un paquete de celofán cayó entre las barras de plástico. Y después otro. Y otro más.

– ¿Tienes agua? -preguntó.

Ella intentó hablar, pero entonces recordó la cinta de su boca. Tenía agua, pero quería más, así que movió la cabeza hacia los lados.

– Tienes que racionar tus reservas con más cuidado -le regañó.

Ella deseaba escupirle, pero solo pudo encogerse de hombros.

– Te daré otra jarra, pero eso será todo. ¿Entendido?

¿Qué había querido decir con eso? ¿Que eso sería todo lo que iba a darle hasta que la dejara en libertad o que eso sería todo lo que iba a darle hasta que la violara, la matara o la vendiera a un grupo de hombres enfermos y retorcidos?

Su estómago se revolvió de nuevo y cerró los ojos, esforzándose en contener las náuseas.

Lo siguiente que sintió fue un pinchazo en el brazo. Una maldita aguja. Oh, no, la estaba drogando de nuevo.

Sus músculos se fundieron al instante y se dejó caer contra el lado de la jaula mientras el mundo empezaba a desvanecerse. La puerta de la perrera se abrió, una jarra de agua se materializó junto a ella y, al momento siguiente, una mano le arrancó la cinta de la boca. Le picaban los labios. La sangre se deslizaba por la comisura de su boca.

– Come y bebe -dijo el hombre, con voz calmada-. Necesitarás fuerzas al anochecer.

La puerta de la jaula se cerró de golpe y todo volvió a quedar a oscuras. Ya no veía la luz del sol. El calor se había quedado en el exterior.

Tina se deslizó hacia el suelo de la Jauja, levantó las piernas y curvó su cuerpo alrededor del estómago en un gesto protector. Poco después, las drogas ganaron la batalla y se la llevaron muy lejos.

Загрузка...