Virginia
15: 30
Temperatura: 36 grados
Tina soñó con fuego. Estaba atada a una estaca en medio de un montón de ramitas, sintiendo cómo las llamas le lamían las piernas mientras la multitud congregada aplaudía.
– Mi bebé -les gritaba-. ¡No hagáis daño a mi bebé!
Pero a nadie le importaba. Todos se reían. Las lenguas de fuego le calcinaron los dedos, empezando por las yemas y ascendiendo a gran velocidad hacia los codos. Pronto su cabello ardió en llamas que quemaron sus orejas y chamuscaron sus pestañas. El calor del fuego se intensificó y se abrió paso por su boca para abrasar sus pulmones. Sus globos oculares se derritieron, sintió como se deslizaban por su rostro y, entonces, el fuego se coló en las cuencas y devoró con ansia su carne, mientras su cerebro empezaba a hervir y su rostro se desollaba del cráneo…
Tina despertó asustada. Levantó la cabeza, que descansaba sobre la roca, y fue consciente de dos cosas a la vez: que tenía los ojos tan hinchados que era incapaz de abrirlos y la sensación de que le ardía la piel.
Los mosquitos todavía se enjambraban a su alrededor. Y también las moscas amarillas. Movió los brazos débilmente, en un intento de apartarlas. No le quedaba nada de sangre. Deberían dejarla en paz y buscar una presa fresca, en vez de contentarse con una joven exhausta que estaba al borde de la deshidratación. Pero eso a los bichos no parecía importarles. Además, estaba bañada en sudor de la cabeza a los pies y, al parecer, en el mundo de los insectos, eso la convertía en un manjar digno de dioses.
El calor era insoportable. Ahora el sol brillaba justo sobre su cabeza, abrasándole la piel abotagada por las picaduras y agrietándole los labios.
Tenía la garganta seca e inflamada. La piel de sus brazos y piernas se contraía bajo el intenso resplandor del sol y tiraba incómodamente de sus articulaciones. Tenía la impresión de ser un pedazo de carne que había permanecido demasiado tiempo al sol. Literalmente, estaba siendo curada para convertirse en un trozo de cecina humana.
Tienes que moverte. Tienes que hacer algo.
Tina ya había oído aquella voz con anterioridad, en el fondo de su mente. Al principio le había dado esperanzas, pero ahora solo la llenaba de desesperación. No podía moverse, no podía hacer nada. No era más que forraje para los mosquitos y, si abandonaba su roca, también sería alimento para las serpientes. Estaba segura de ello. Antes de que las picaduras de los mosquitos hubieran sellado sus ojos, había reconocido aquel lugar lo mejor que había podido. Se encontraba en una especie de pozo de unos tres o cuatro metros de diámetro, cuya amplia boca bostezaba al menos a seis metros de altura. Tenía la roca. Tenía su bolso. Y tenía el galón de agua que le había dejado aquel hijo de puta, seguramente para burlarse de ella.
Eso era todo. Un pozo. Roca. Agua. Y por todo su alrededor, aquel barro de olor extraño que se filtraba bajo su anaquel de roca. No estaba dispuesta a abandonar la roca y pisar el cieno, pues había visto moverse cosas en la marisma que descansaba a sus pies. Cosas oscuras y resbaladizas que, con toda certeza, estarían encantadas de alimentarse de carne humana. Cosas que realmente le aterraban.
Bebe.
No puedo. Si lo hago, me quedaré sin agua y moriré.
Ya te estás muriendo. Bebe.
Buscó a tientas la botella de agua. Estaba caliente al tacto. Había bebido un poco al despertar, pero había vuelto a tapar apresuradamente su preciada reserva. Sus recursos eran limitados. En el bolso guardaba un paquete de chicles, seis galletas de mantequilla de cacahuete y un pequeño Boggie con doce galletitas saladas. Alguna ventaja tenía que tener el hecho de estar embarazada.
Estaba embarazada. Se suponía que debería estar bebiendo como mínimo ocho vasos de agua diarios para dar sustento a la nueva infraestructura que se estaba creando en su cuerpo. Y debería estar comiendo unas trescientas calorías adicionales al día. Y debería estar haciendo reposo. En el libro de preparación a la maternidad que había leído no hablaban sobre cómo sobrevivir con tres sorbos de agua y un par de galletitas. ¿Cuánto tiempo podría continuar así? ¿Y su bebé?
Este pensamiento la desanimó, pero al mismo tiempo le infundió fuerzas. Su voz interna tenía razón. No sobreviviría si permanecía de brazos cruzados en aquella roca dejada de la mano de Dios en aquel pozo dejado de la mano de Dios. Ya estaba agonizando, así que podría hacer algo para rebelarse contra su destino.
Sus dedos hinchados se pelearon con el tapón de plástico de la garrafa hasta que este salió volando y desapareció entre el barro. No importaba. Acercó la garrafa a sus labios y bebió con ansia. El agua estaba caliente y sabía a plástico cocido, pero la bebió agradecida. El primer sorbo aplacó su garganta oxidada. El segundo fue indulgente y maravilloso. Y tras el tercero, la apartó de sus labios y jadeó, intentando coger aire y desesperada por beber un poco más. Su sed era como una bestia independiente, que acababa de despertar y estaba hambrienta.
– Galletitas saladas -se dijo con firmeza-. La sal es buena.
Posó la jarra con cuidado, palpando la roca en busca de un lugar estable: Enseguida encontró el bolso y, tras pelearse con la cremallera durante unos dolorosos minutos, logró abrirlo.
Los mosquitos habían regresado, atraídos por el olor del agua fresca. Las moscas amarillas revoloteaban alrededor de sus labios y se posaban en las comisuras como si estuvieran dispuestas a beber el agua directamente de su boca. Las palmeó con furia y tuvo la breve satisfacción de sentir que sus cuerpos regordetes reventaban contra sus dedos. Enseguida llegaron más moscas que se arrastraron por sus labios, sus ojos y el suave tejido del interior de sus orejas, y supo que tenía que dejarlas hacer lo que quisieran. Debía ignorar sus constantes picaduras y su espantoso zumbido. Tenía que renunciar a esta batalla o, sin duda, perdería la guerra.
Rebuscó en su bolso, con una expresión sombría. Sus dedos encontraron el Boggie de galletitas saladas y sacó seis. Una docena de mordiscos después, se las había comido todas. La textura salada y seca no tardó en intensificar su sed.
Solo un sorbito más, pensó. Para que bajaran las galletitas saladas. Para suavizar el dolor que sentía porque las moscas, las moscas, las moscas… Estaban por todas partes, zumbando y mordiéndole. Y cuanto más intentaba ignorarlas, más se posaban en ella y hundían sus diminutos dientes en su piel. No iba a conseguirlo. Iba a volverse loca y lo mínimo que podía hacer una persona perturbada era beber.
Alcanzó la botella, pero enseguida retiró la mano. Tenía agua. No mucha, pero sí suficiente. Además, no sabía cuánto tiempo llevaba aquí. Antes, había pasado una hora entera gritando sin ninguna suerte. Sospechaba que aquel desgraciado se había deshecho de ella en un lugar remoto y aislado…, y si eso era cierto, sobrevivir dependía de ella. Tenía que ser inteligente, permanecer calmada. Tenía que idear un plan.
Se frotó los ojos. Fue una mala idea pues, al instante, sintió que le abrasaban. Sería tan agradable sentir un poco de esa agua por el rostro… Si se lavara los ojos, quizá conseguiría abrirlos y ver algo. Si se limpiaba el sudor, quizá los mosquitos la dejarían en paz.
Menuda estupidez. Aquello solo era una quimera. Estaba sudando de la cabeza a los pies, el vestido playero verde se le pegaba a la piel y tenía la ropa interior empapada. La única vez que había pasado tanto calor había sido en una sauna sueca. Lavarse la cara solo la aliviaría durante un par de segundos; entonces, volvería a estar bañada en sudor y sintiéndose miserable.
La clave estaba en organizar sus recursos y utilizarlos de forma frugal.
Y tenía que escapar del sol. Debía encontrar un lugar sombrío y relativamente fresco para pasar el día y buscar el modo de escapar durante la noche.
Ahora recordó el parte meteorológico. Haría calor. Y las temperaturas irían en aumento. Probablemente rebasarían los cuarenta grados a finales de semana. No tenía demasiado tiempo, sobre todo porque ya se sentía muy cansada.
Tenía que moverse. Tenía que salir de este foso o moriría.
Tina todavía no estaba preparada para morir. Apoyó los dedos sobre sus hinchados y doloridos párpados y los obligó a abrirse. Una especie de líquido viscoso se deslizó por su rostro. Mantuvo los párpados abiertos con decisión, permitiéndose tan solo unos breves y rápidos parpadeos.
Al principio, nada. Y entonces… la sustancia viscosa se separó de sus ojos y el mundo empezó a enfocarse lentamente. Brillante, duro, castigador.
Tina inspeccionó su entorno. A sus pies descansaba una especie de cieno espeso y húmedo. Sobre su cabeza, a unos cinco o seis metros de altura, la boca del foso. ¿Y más allá? No tenía ni idea. No veía arbustos, árboles ni matojos. Sin embargo, fuera lo que fuera, no le cabía duda de que tenía que ser mejor que lo que había aquí debajo.
Centró su atención en las paredes. Se puso en pie con cautela al borde del peñasco, contó hasta tres y dejó que la parte superior de su cuerpo cayera hacia adelante. Sus manos, rojas e hinchadas, golpearon con fuerza la superficie. Por un momento sintió un dolor abrumador y restallante, pero entonces estuvo allí, con los pies en el peñasco y el resto de su cuerpo apoyado contra la pared del pozo.
La pared estaba más fría de lo que había imaginado. Y húmeda. Resbaladiza. Parecía estar cubierta de algas o musgo. Tina estaba tan asqueada que sintió deseos de apartar las manos, pero se obligó a sí misma a extender los dedos y palpar la roca en busca de asideros.
No es ninguna roca, decidió momentos después. La áspera textura era demasiado uniforme, no había ningún nudo que sobresaliera ni ninguna grieta zigzagueante. Era una superficie arenosa que le arañaba suavemente las palmas. Hormigón, advirtió de repente. Oh, Dios mío. Estaba en un foso construido por el hombre. ¡Aquel hijo de puta la había arrojado al infierno que había creado con sus propias manos!
¿Eso significaba que se encontraba en el patio posterior de alguna casa? Los pensamientos se precipitaban por su mente. ¿Quizá en algún tipo de zona residencial? Si tan solo pudiera trepar por el hueco y encontrar la forma de salir a la superficie…
Pero si estaba en una zona habitada, ¿por qué nadie había respondido a sus gritos? ¿Y por qué aquel lodo era tan extraño? ¿Por qué en aquel barro pegajoso reptaban cosas que prefería no ver…?
Quizá aquel tipo tenía una casa en el campo o en lo más profundo del bosque. Quizá, su hogar estaba en algún lugar apartado de la civilización, donde nunca nadie podría ser más listo que él.
Eso tenía bastante sentido, teniendo en cuenta su tendencia a secuestrar muchachas jóvenes.
De todos modos, si pudiera escalar hasta lo alto… En cuanto estuviera en la superficie podría correr, esconderse, buscar una carretera, seguir una corriente… Aunque estuviera en el medio de la nada, allí arriba tendría una oportunidad, y eso era más de lo que tenía aquí abajo.
Siguió examinando las rugosas paredes con las manos. Ahora más deprisa. Con más determinación. Momentos después encontró lo que buscaba: una enredadera. Y otra. Y otra más. Una planta invasora de algún tipo que, o bien buscaba el barro o bien intentaba escapar de él. No le importaba.
Tina enrolló las tres enredaderas alrededor de su mano y tiró de ellas para probar su resistencia. Parecían fuertes y flexibles. Quizá podría utilizarlas. Podría apoyar los pies en la pared sin tocar el barro y trepar por ellas. ¿Por qué no? Lo había visto hacer docenas de veces en la televisión.
Ahora que tenía un objetivo, se puso seria. Se impulsó de nuevo hasta su rocoso anaquel y examinó sus bienes mundanos. Necesitaba su bolso, pues allí guardaba comida y otros objetos que solo Dios sabía si podrían resultarle útiles. Esta parte era sencilla. Se lo colgó del hombro e intentó no hacer ninguna mueca cuando el cuero se deslizó sobre su carne quemada por el sol. Lo de la garrafa de agua era más complicado, pues no le cabía en el bolso y no creía que pudiera sujetarla con una mano y trepar por las parras al mismo tiempo.
Durante un breve momento consideró la idea de bebérsela de un trago. ¿Por qué no? Sería tan agradable sentir cómo se deslizaba por su garganta, húmeda y refrescante. Además, en cuanto escapara de este infierno dejaría de necesitarla, ¿no?
Era imposible saberlo. Ni siquiera sabía qué había allí arriba. No, tenía que llevarse el agua consigo. Aunque pesara y estuviera caliente al tacto. Era la única que tenía.
Su vestido. El tejido era fino y etéreo. Podría romperlo en tiras y utilizarlas para atar la garrafa a su bolso. Sujetó con ambas manos el dobladillo y tiró con fuerza, pero el material se escabulló al instante de su agarre. Sus dedos estaban tan hinchados que se negaban a cooperar. Lo intentó una y otra vez, jadeando con fuerza, frenética.
Pero el maldito tejido no se rompió. Necesitaba tijeras. Y esa era una de las muchas cosas que no llevaba en el bolso.
Intentó contener los sollozos y volvió a sentirse derrotada cuando los mosquitos, para agradecer su inmovilidad, intentaron alimentarse de nuevo. Tenía que moverse, tenía que hacer algo.
¡El sujetador! Podía quitárselo y anudarlo alrededor de la garrafa de agua; así, los tirantes harían las veces de asa. O mejor aún, podía atar el sujetador a la correa del bolso pues, de este modo, tendría las manos libres para escalar. Perfecto.
Levantó el dobladillo de su vestido playero y lo separó de su piel. Al instante, los mosquitos y las moscas se emocionaron. Carne pálida, nuevas zonas carentes de sangre. Intentó no pensar en ello mientras se quitaba el sujetador empapado en sudor. El tejido de nailon estaba pegajoso al tacto.
Hizo una mueca y, cuando por fin logró quitárselo, dejó escapar un suspiro.
Le parecía una crueldad volver a ponerse aquel sudoroso y apestoso vestido. Hacía tanto calor que estaría mucho mejor desnuda, sin ningún tejido incómodo que rozara su piel salada y dolorida. Además, así incluso la más ligera brisa le refrescaría el pecho, la espalda…
Apretó los dientes y se obligó a sí misma a ponerse de nuevo el vestido. La prenda se mostró poco cooperativa, pues no hizo más que enrollarse y retorcerse mientras ella se contoneaba. Por un instante sus pies resbalaron sobre la roca. Se tambaleó, insegura, sin apartar la vista del lodo que cubría él suelo. Entonces cayó sobre la roca y se sujetó con fuerza.
Su corazón le aporreaba las costillas. Oh, deseaba acabar de una vez con esto. Deseaba regresar a casa. Deseaba ver a su madre. Deseaba estar en Minnesota en invierno, cuando podía correr por la calle y dejarse caer sobre la profunda nieve blanca. Recordó el sabor de los copos en la punta de la lengua, la sensación de los cristales de hielo al derretirse en su boca, el suave cosquilleo de la nieve cayendo sobre sus pestañas.
¿Estaba llorando? Le resultaba difícil saberlo, debido al sudor que cubría su rostro y las moscas que se enjambraban en las comisuras de sus ojos.
– Te quiero, mamá -susurró Tina. Apartó de su mente aquel pensamiento, pues sabía que de lo contrario se echaría a llorar.
Dio varias vueltas al sujetador alrededor del asa de la garrafa y, a continuación, la ató a su bolso. El peso dificultaba sus movimientos y el agua parecía estar a punto de derramarse, pues había perdido el tapón, pero tendría que valer. Ya tenía sus provisiones consigo. ¿Ahora qué?
Se puso en pie sobre la roca y volvió a dejarse caer sobre la pared. Sus manos arañaron la superficie, deteniendo su caída. Entonces buscó las enredaderas y encontró seis. Enrolló tres en cada mano, doloridas por el efecto del sol, pero había llegado el momento de sonreír y soportar el dolor.
Tina se deshizo de sus poco prácticos zapatos y respiró hondo por última vez. El sol caía con fuerza sobre su cabeza. El sudor se deslizaba por sus mejillas. Los insectos zumbaban, zumbaban, zumbaban…
Tina tiró de las plantas con ambas manos, a la vez que impulsaba su pie derecho hacia la pared. Arañó con los dedos la resbaladiza superficie en busca de un lugar donde sujetarse, encontró un punto más seco y los hundió en el. Tras contar hasta tres, se impulsó hacia arriba con los brazos y, al instante sintió que las enredaderas cedían. Mientras caía de espaldas, intentó buscar con las piernas su rocoso anaquel. La garrafa de agua oscilaba de un lado a otro, desequilibrándola aún más. No iba a conseguirlo. Iba a caerse en aquel apestoso cieno.
Tina movió desesperada las manos, liberándolas de las enredaderas. Se estrelló de costado contra la roca, giró en un remolino, rodó y se sintió agradecida al advertir que caía de bruces sobre la estable superficie. ¡El agua! ¡El agua! ¡El agua! Sus manos buscaron frenéticas la garrafa, que por arte de magia seguía derecha y contenía su preciada carga.
Volvía a estar en su roca, tenía un poco de agua, estaba a salvo.
Las enredaderas cayeron en el cieno de debajo. Y mientras lo hacían, se fijó en sus extremos. Habían sido cortados a media altura. Entonces aparecía revoloteando una hoja de papel blanco que parecía haber sido arrancada de su lugar de descanso por la turbulencia de arriba.
Tina extendió una cansada mano y sintió que el papel se posaba en su palma.
Lo acercó a los ojos.
Ponía: «El calor mata».
– ¡Hijo de puta! -Tina intentó gritar, pero tenía la garganta demasiada seca y las palabras escaparon por su boca como un simple susurro. Sé humedeció los labios, pero no sirvió de nada. Sintiéndose derrotada, dejó caer la cabeza mientras sus últimas energías abandonaban su cuerpo.
Necesitaba más comida. Necesitaba más agua. Necesitaba descansar de este calor desesperante si deseaba sobrevivir. Y ahora los bichos habían regresado y las moscas amarillas pretendían darse un festín con su sangre…
– No voy a morir aquí -murmuró con decisión, intentando hacer acopio de fuerza de voluntad-. Maldita sea, no voy a hacerlo.
Pero si no podía escalar hasta la boca del foso…
Muy lentamente, los ojos de Tina se posaron en el espeso y resbaladizo barro.