Stafford, Virginia
21:34
Temperatura: 31 grados
– ¿Qué te ocurre, cariño? Esta noche pareces inquieto.
– No soporto el calor.
– Es un comentario insólito, tratándose de alguien que vive en Hotlanta [1].
– Siempre he querido mudarme.
Genny, una pelirroja de cuerpo firme, rostro bastante arrugado y ojos genuinamente amables, le dedicó una mirada inquisidora a través de la neblina azulada del ahumado bar.
– ¿Cuánto tiempo llevas en Georgia, Mac? -preguntó, intentando hacerse oír por encima del barullo.
– Desde que no era más que un destello en los ojos de mi padre.
Ella sonrió, sacudió la cabeza y apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal.
– En ese caso, nunca cambiarás de ciudad, cariño. Créeme. Eres georgiano y no hay nada que puedas hacer al respecto.
– Lo dices porque eres tejana.
– Desde que solo era un destello en los ojos de mi tatarabuelo. Los yanquis van de un lado a otro, cariño, pero los sureños echamos raíces.
El agente especial del GBI Mac McCormack aceptó sus palabras con una sonrisa y volvió a centrar su mirada en la puerta principal del atestado bar. Observaba a la gente que entraba y, de forma inconsciente, seguía con la mirada a todas las parejas de chicas. Sabía que era un esfuerzo inútil, pero en días como este, cuando la temperatura superaba los treinta grados, le costaba pensar.
– ¿Cariño? -dijo Genny, para reclamar una vez más su atención.
Mac volvió la cabeza hacia ella y esbozó una pesarosa sonrisa.
– Lo siento. Te juro que mi madre me educó mejor.
– En ese caso, no permitiremos que lo sepa. La reunión de hoy no ha ido bien, ¿verdad?
– ¿Cómo lo has…?
– Yo también soy oficial de policía, Mac. No me infravalores solo porque soy guapa y tengo buenas tetas.
Él abrió la boca para protestar, pero Genny hizo un ademán con la mano para que guardara silencio. Entonces, rebuscó en su bolso hasta que encontró un cigarrillo. Mac le ofreció fuego y ella esbozó una sonrisa de gratitud, aunque en esta ocasión, no se formaron tantas arrugas alrededor de sus ojos. Ninguno de los dos habló durante un rato.
Él bar estaba tan lleno que era imposible moverse sin tocar a nadie, y la gente seguía entrando. Más de la mitad de aquellas personas eran colegas de la Academia Nacional -detectives, sheriffs e incluso algún policía militar- que estaban realizando un curso de once semanas en Quantico. Mac no había imaginado que el bar estaría tan lleno un martes por la noche, pero era evidente que la gente huía de sus hogares, quizá para escapar del calor.
Genny y él habían llegado hacía tres horas y habían podido hacerse con unos asientos que siempre eran difíciles de conseguir. Por lo general, los estudiantes de la Academia Nacional se demoraban en la sala de juntas hasta la una o las dos de la madrugada, bebiendo cerveza, intercambiando historias de guerra y rezando para que no les fallaran los riñones. Solían bromear diciendo que el curso duraba once semanas porque los riñones de los estudiantes no lograrían sobrevivir a la duodécima.
Sin embargo, esta noche la gente estaba inquieta, pues el calor y la humedad eran insoportables. La temperatura había empezado a ascender el domingo y, según decían, iría en aumento hasta el viernes. Caminar por la calle era como moverse entre un montón de toallas mojadas: en cinco minutos, la camiseta se te pegaba al cuerpo; en diez, los pantalones se quedaban enganchados a los muslos. Estar dentro de la Academia no era mucho mejor, pues su arcaico sistema de aire acondicionado rugía con fuerza, pero solo conseguía ofrecer una temperatura de veintinueve grados.
Los estudiantes habían empezado a salir en procesión de las instalaciones de la Academia poco después de las seis, desesperados por disfrutar de un poco de aire fresco. Genny y Mac no habían tardado demasiado en seguirles.
Se habían conocido hacía ocho semanas, durante los primeros días del curso. «Los sureños tenemos que hacer piña», había bromeado Genny. «Sobre todo en una clase repleta de yanquis que hablan a toda velocidad». Pero mientras decía esto, sus ojos habían observado con atención los amplios pectorales de Mac, que se había limitado a sonreír.
A sus treinta y seis años, Mac era consciente de que las mujeres lo consideraban atractivo. Medía metro ochenta y nueve, tenía el cabello negro, los ojos azules y la piel bronceada, pues le encantaba correr, ir en bicicleta, pescar, cazar, practicar senderismo, piragüismo, etcétera. Bastaba con nombrar un deporte para que te dijera que lo había practicado con su hermana pequeña y sus nueve primos. Un estado tan diverso como Georgia ofrecía montones de opciones, y a los McCormack les enorgullecía aprender las lecciones de la forma más dura. El resultado de tanto deporte era un cuerpo esbelto y musculoso que parecía agradar a las mujeres de todas las edades, contratiempo que Mac soportaba con estoicismo. Resultaba de gran ayuda que a él también le gustaran las mujeres… «Demasiado», en opinión de su exasperada madre, que estaba ansiosa por tener una nuera y montones de nietos. Mac suponía que eso ya llegaría, pero de momento había consagrado su vida al trabajo.
Sus ojos se deslizaron una vez más hacia la puerta. Acababan de entrar dos muchachas, seguidas por otras dos. Todas conversaban alegremente. Se preguntó cómo se marcharían: ¿Juntas? ¿Por separado? ¿Con amantes recién conocidos? ¿Sin ellos? ¿Qué sería más seguro? Odiaba las noches calurosas.
– Tienes que intentar olvidarlo -le dijo Genny.
– ¿Qué?
– Lo que está llenando de arrugas tu atractivo rostro.
Mac apartó los ojos de la puerta por segunda vez y, tras dedicar una mirada irónica a su compañera, alzó su cerveza y la giró entre sus dedos.
– ¿Alguna vez has tenido uno de esos casos?
– ¿Te refieres a esos que se arrastran bajo tu piel, invaden tu cerebro y hechizan tus sueños de tal forma que, aunque hayan transcurrido cinco, seis, diez o veinte años, sigues despertándote en plena noche gritando? No, cariño, nunca he tenido un caso así. -Apagó el cigarrillo y rebuscó en su bolso para coger otro.
– Mientes, preciosa -se burló Mac, alzando de nuevo el encendedor. Los ojos azules de Genny se lo agradecieron mientras acercaba la cabeza a sus manos y aceptaba la llama.
Momentos después enderezó la espalda, inhaló el humo y lo exhaló.
– Bueno, chico guapo -dijo entonces-. Esta noche no vamos a enrollarnos, así que podrías hablarme de la reunión.
– No se celebró -replicó él.
– ¿Te dejó colgado?
– Por un pez más gordo. Según el doctor Ennunzio, ahora impera el terrorismo.
– Y se impone sobre un caso de hace cinco años -añadió ella.
Mac esbozó una sonrisa torcida, apoyó la espalda en el respaldo y extendió sus bronceadas manos.
– Murieron siete muchachas, Genny. Siete muchachas que nunca regresaron a casa junto a sus familias. Ellas no tuvieron la culpa de que las matara un asesino en serie normal y corriente, en vez de una amenaza terrorista importada.
– La batalla de los presupuestos.
– Por supuesto. La Unidad de Ciencias de la Conducta solo cuenta con un lingüista forense, el doctor Ennunzio, a pesar de que en esta nación hay miles de lunáticos que se dedican a escribir amenazas. Al parecer, las cartas al director ocupan un puesto inferior en la lista de prioridades, pero en mi mundo esas cartas son la única pista que tenemos. Mi departamento no me envió a esta prestigiosa Academia para proporcionarme una formación continuada, sino para que me entrevistara con ese hombre y consiguiera información de un experto sobre la única pista decente que nos queda. Sin embargo, tendré que regresar a Atlanta sin haber hablado con ese doctor y me despedirán con una patada en el culo.
– Tu culo no te importa lo más mínimo.
– Sería más sencillo si me importara -replicó Mac, adoptando un tono serio.
– ¿Has pedido ayuda a alguien de la Unidad de Ciencias de la Conducta?
– A todos quienes me han dicho la hora en el vestíbulo. Maldita sea, Genny. No soy arrogante; simplemente deseo detener a ese tipo.
– Podríais buscarlo por vuestra cuenta.
– Ya lo hemos intentado, pero no conseguimos nada.
Genny reflexionó mientras le daba otra calada a su cigarro. A pesar de lo que ella creía, Mac no se había dejado engañar por el tamaño de sus pechos. Como sheriff, Genny estaba al mando de doce hombres. Y nada menos que en Texas, un estado en el que las mujeres deseaban ser animadoras o, mejor aún, Miss América. En otras palabras, Genny era dura, inteligente y sumamente experimentada. Mac estaba seguro de que había tenido que ocuparse de varios casos de esos que se arrastran bajo tu piel… y teniendo en cuenta el calor que hacía en el exterior y la temperatura que alcanzarían a finales de semana, Mac deseaba que compartiera con él sus conocimientos.
– Han pasado tres años -dijo ella, por fin-. Es mucho tiempo para un depredador en serie, así que es posible que tu hombre haya sido encarcelado por algún otro delito. No sería la primera vez que ocurre algo así.
– Podría ser -replicó Mac, aunque su tono sugería que no estaba de acuerdo con aquella observación.
Ella asintió con la cabeza.
– Bueno, a ver si esta te convence: quizá está muerto.
– Aleluya y alabado sea el Señor -replicó Mac, con una voz carente de convicción. Hasta hacía seis meses, había barajado aquella teoría y había deseado que fuera cierta, pues los tipos violentos solían llevar vidas violentas que les conducían a fines violentos. En su opinión, eso era perfecto y lo mejor para el bolsillo de los contribuyentes.
Pero hacía seis meses, había recibido una carta que lo había cambiado todo…
Resulta extraño el modo en que una simple carta puede sacudir por completo tu mundo. Resulta extraño el modo en que una simple carta puede frustrar tres años de trabajo de todo un departamento y hacer que arda en llamas aquello que hasta hacía menos de veinticuatro horas se cocía a fuego lento. Pero no podía contárselo a Genny, pues eran detalles que solo compartías cuando era estrictamente necesario.
Al igual que la verdadera razón por la que deseaba hablar con el doctor Ennunzio. O el motivo por el que se encontraba en el estado de Virginia.
Se le hizo un nudo en el estómago cuando sintió una vibración en la muñeca. Echó un vistazo al busca, en el que habían empezado a centellear diez números. Los primeros indicaban que la llamada procedía de Atlanta. Y los siguientes…
¡Mierda!
– Tengo que irme -dijo, poniéndose en pie.
– ¿Tan guapa es ella? -bromeó Genny.
– Preciosa, esta no es mi noche de suerte.
Dejó caer treinta dólares sobre la mesa, los suficientes para pagar sus bebidas y las de Genny.
– ¿Tienes quien te lleve? -Su voz fue hosca y la pregunta ruda. Ambos se dieron cuenta.
– Nunca es difícil reemplazar a un hombre.
– Me has herido profundamente, Genny.
Ella sonrió y sus ojos se demoraron en su complexión atlética. La expresión de su rostro era triste.
– Cariño, no te he herido en absoluto.
Pero Mac ya se estaba dirigiendo hacia la puerta.
En cuanto la cruzó, el calor abofeteó su rostro. Sus alegres ojos azules se oscurecieron y su expresión jovial se volvió sombría. Habían transcurrido cuatro semanas desde la última vez que había recibido una llamada y empezaba a preguntarse si ya no habría ninguna más.
Mac McCormack, agente especial del GBI, abrió su teléfono móvil y marcó furioso el número.
Su interlocutor respondió a la primera señal.
– Ni siquiera lo están intentando -reverberó en su oído una voz distorsionada. Ignoraba si se trataba de un hombre, de una mujer o del propio Mickey Mouse.
– ¿Estoy aquí, no? -replicó Mac, nervioso. Se detuvo en el oscuro aparcamiento y miró a su alrededor. Estaba llamando a un teléfono de Atlanta, pero dudaba que su interlocutor se encontrara allí, pues solo era necesario tener un móvil de Georgia para llamar con ese prefijo desde cualquier otro estado.
– Ese hombre está más cerca de lo que usted cree.
– En ese caso, considero que debería dejar de hablar con acertijos y contarme la verdad. -Mac miró a la derecha y a la izquierda. Nada.
– Le envié por correo la verdad -canturreó la voz incorpórea.
– Me envió un acertijo. Yo manejo información, no juegos infantiles.
– Usted maneja muertes.
– Usted tampoco lo está haciendo mucho mejor. Vamos, ya han pasado seis meses. Dejemos de bailar de una vez y pongámonos a trabajar. Seguramente usted querrá algo… y yo sé que quiero algo. ¿Qué me dice?
La voz guardó silencio un largo momento. Mac se preguntó si por fin había conseguido que se sintiera avergonzado, pero al instante siguiente le inquietó pensar que podía haber enojado a ese hombre/mujer/ratón. Sujetó con más fuerza el teléfono, apretándolo contra la curva de su oreja. No podía permitirse perder esta llamada. Mierda, cuánto odiaba todo esto.
Seis meses atrás, Mac había recibido por correo la primera «carta», que en realidad se trataba de un recorte de prensa, una carta al director del periódico Virginian-Pilot. El breve párrafo había sido espantosamente idéntico a las notas editoriales de hacía tres años: «El planeta agoniza… Los animales lloran… Los ríos gritan… ¿Pueden oírlo? El calor mata…»
La bestia volvía a agitarse después de tres años de inactividad. Mac ignoraba qué había ocurrido durante aquel intervalo, pero sus compañeros y él se estremecían al pensar qué podría hacer en esta ocasión.
– El calor va en aumento -canturreó la voz.
Mac contempló frenético la oscuridad… Nadie, Nada. ¡Mierda!
– ¿Quién es usted? -preguntó-. Vamos, dígamelo.
– Él está más cerca de lo que usted cree.
– Entonces dígame su nombre. Así podré detenerle y nadie resultará herido. -Decidió cambiar de táctica-. ¿Acaso tiene miedo? ¿Acaso le teme? Confíe en mí, podemos protegerle.
– Él no desea hacerles daño, pero tampoco puede hacer nada por evitarlo.
– Si le importa esa persona o si le preocupa su propia seguridad, no tema. Existen procedimientos concretos para estos casos. Tomaremos las medidas apropiadas. Vamos, ese hombre ha matado ya a siete muchachas. Dígame su nombre. Permita que solucione este problema. Le aseguro que habrá hecho lo correcto.
– Yo no tengo todas las respuestas -replicó la voz, que sonó tan pesarosa que Mac estuvo a punto de creerle. Pero entonces añadió-: Deberían haberle detenido hace tres años, agente especial. ¿Por qué sus hombres no le atraparon?
– Si coopera con nosotros, esta vez lo conseguiremos.
– Ya es demasiado tarde -dijo su interlocutor-. Nunca ha podido soportar el calor.
La conexión se interrumpió y Mac se quedó en medio del aparcamiento, sujetando con fuerza el diminuto teléfono móvil y dejando escapar una maldición. Pulsó el botón de llamada una vez más, pero nadie respondió y nadie volvería a hacerlo hasta que fuera el propietario de aquella voz quien decidiera volver a ponerse en contacto con él.
– Mierda -repitió Mac-. Mierda, mierda, mierda.
Abrió la puerta de su coche de alquiler y se deslizó en el asiento. Allí dentro, la temperatura debía de rondar los noventa y tres grados. Apoyó la frente en el volante y lo golpeó con la cabeza tres veces. Ya había recibido seis llamadas telefónicas, pero seguía sin saber nada y el tiempo se estaba acabando. Mac lo sabía, lo presentía desde el domingo, cuando el mercurio había empezado a ascender.
Al día siguiente se pondría en contacto con su oficina en Atlanta e informaría de esta última llamada. El grupo de expertos la analizaría una y otra vez… y entonces esperaría, porque a pesar del tiempo transcurrido, lo único que podían hacer era esperar.
Mac apoyó la frente en el volante y dejó escapar un largo suspiro. Estaba pensando de nuevo en Nora Ray, en cómo se había iluminado su rostro cuando había salido del helicóptero de rescate y había visto a sus padres al otro lado del rotor. Y en cómo había desfallecido su expresión treinta segundos después, cuando les había preguntado, emocionada e impaciente: «¿Dónde está Mary Lynn?»
Entonces, su voz se había convertido en un agudo lamento que no hacía más que repetir: «No, no, no, oh, Dios, por favor, no».
Su padre había intentado abrazarla, pero Nora Ray se había dejado caer sobre el asfalto y se había envuelto en la manta militar, como si esta pudiera protegerla de la verdad. Sus padres no habían tardado demasiado en derrumbarse junto a ella, creando un nexo verde de pesar que nunca sería aliviado.
Aquel día habían ganado, pero también habían perdido.
¿Qué ocurriría en esta ocasión?
Hacía calor, era tarde y un hombre había vuelto a escribir una carta al director.
Regresad a casa, jovencitas. Cerrad las puertas con llave y apagad las luces. No acabéis como Nora Ray Watts, que salió a tomar un helado con su hermana pequeña y acabó abandonada en un lugar aislado, hundida en el fango y soportando que los cangrejos de mar le mordisquearan los dedos de los pies y las navajas le desgarraran las palmas de las manos, mientras las aves carroñeras trazaban círculos sobre su cabeza.