Fredericksburg, Virginia
18:45
Temperatura: 33 grados
Tina Krahn, de veinte años, estaba cruzando la puerta principal de su sofocante apartamento cuando sonó el teléfono. Dejando escapar un suspiro, la joven regresó a la cocina y respondió con un «hola» impaciente a la vez que se secaba el sudor de la nuca con la mano. Dios, aquel calor era inaguantable. El domingo habían aumentado los niveles de humedad y, desde entonces, la temperatura resultaba insoportable. Aunque acababa de salir de la ducha, el fino vestido playero verde ya se había pegado a su cuerpo y podía sentir las gotas de humedad que se deslizaban por su canalillo.
Hacía media hora, su compañera de piso y ella habían decidido ir a cualquier lugar en donde hubiera aire acondicionado. Betsy había ido a buscar el coche y, justo cuando Tina se disponía a salir, había sonado el teléfono.
Era su madre quien hablaba desde el extremo contrario de la línea. Al oír su voz, Tina hizo una mueca.
– Hola, mamá -dijo, con forzado entusiasmo-, ¿Qué tal estás?
Sus ojos se deslizaron hacia la puerta principal. Deseaba que Betsy reapareciera para poder indicarle que necesitaba un minuto más, pero no tuvo esa suerte. Ansiosa, golpeó el suelo con el pie. Se alegraba de que su madre se encontrara en Minnesota, a miles de kilómetros de distancia, y no pudiera ver su expresión de culpabilidad.
– Bueno, la verdad es que estaba a punto de salir. Sí, es martes. No, mamá, no cambian los días; solo la zona horaria.
Este comentario le hizo ganarse una reprimenda. Tina cogió una servilleta de la mesa de la cocina para secarse el sudor de la frente y sacudió la cabeza al advertir, casi al instante, que volvía a estar empapada. Se dio unos golpecitos en el labio superior.
– Claro que tengo clase mañana. No tenemos ninguna intención de beber como cosacas, mamá. -Tina no solía beber nada que tuviera más grados que el té helado, pero su madre no se lo creía. Su hija había decidido ir a la universidad, algo que a su madre se le antojaba idéntico a haber elegido el camino del pecado, pues ya se sabe que en todos los campus universitarios hay alcohol. Y fornicación-. No sé adónde vamos a ir, mamá. Simplemente vamos a salir. Esta semana hace un calor insoportable. Tenemos que encontrar un lugar con aire acondicionado antes de que suframos una combustión espontánea.
Aquellas palabras preocuparon a su madre y Tina levantó una mano, intentando detener su diatriba antes de que comenzara.
– No, no estaba hablando de forma literal. No, en serio, mamá. Estoy bien. Simplemente hace mucho calor, pero nada que no pueda soportar. La universidad de verano es genial y el trabajo va bien…
La voz de su madre se volvió más dura.
– Solo trabajo veinte horas a la semana. Por supuesto que me estoy centrando en los estudios. De verdad que todo va bien. Te lo juro.
Pronunció estas tres últimas palabras con un tono demasiado agudo. Tina hizo otra mueca, mientras se preguntaba cómo era posible que las madres tuvieran un radar interno. Debería haberse ido sin responder la llamada. Cogió otra servilleta y se secó la cara. Ya no sabía si aquel sudor se debía solo al calor o también a los nervios.
– No, no salgo con nadie.
Al menos, esta afirmación era cierta.
– Cortamos el mes pasado, mamá. Ya te lo dije.
Más o menos.
– No, no estoy desconsolada. Soy joven. Sobreviviré.
Al menos, eso era lo que le decían Betsy, Vivienne y Karen.
– Mamá…
No consiguió continuar.
– Mamá…
Su madre seguía hablando con voz seria. Los hombres eran malos. Tina era demasiado joven para salir con nadie. Ahora, lo único que tenía que hacer era centrarse en sus estudios. Y en su familia, por supuesto. No debía olvidar nunca sus raíces.
– Mamá…
Su madre subió el tono de voz. «¿Por qué no vuelves a casa? Casi nunca vienes a verme. ¿Acaso te avergüenzas de mí? Ya sabes que no tiene nada de malo ser secretaria. No todas las chicas pueden disfrutar de la maravillosa oportunidad de ir a la universidad»…
– Mamá, escucha. Tengo que irme.
Silencio. Las cosas no iban bien, pues solo había una cosa peor que los sermones de su madre: sus silencios.
– Betsy me está esperando en el coche -insistió Tina-. Pero te quiero, mamá. Te llamaré mañana por la noche. Te lo prometo.
No lo haría. Ambas lo sabían.
– O, en cualquier caso, te llamaré el fin de semana.
Eso era más probable. Su madre suspiró al otro extremo del hilo. Quizá se había calmado o quizá seguía sintiéndose herida. Nunca era fácil saberlo. Su padre se había marchado de casa cuando Tina tenía tres años y, desde entonces, su madre había estado sola. Sí, era mandona, nerviosa y, en ocasiones, incluso tirana, pero había trabajado muy duro para que su hija pudiera ir a la universidad.
Se había esforzado mucho, había trabajado duro y la había querido mucho. Sin embargo, Tina sabía que lo que más temía su madre era no haberle dado suficiente.
Tina pegó el teléfono a su empapada oreja y por un instante, en el silencio, tuvo tentaciones de contárselo. Entonces, su madre dejó escapar un nuevo suspiro y el momento pasó.
– Te quiero -repitió, con un tono más suave de lo que había pretendido-. Tengo que irme. Te llamaré pronto. Adiós.
Colgó antes de que pudiera cambiar de opinión, cogió su enorme bolso de lona y se encaminó hacia la puerta. Betsy estaba sentada en su bonito Saab descapotable, con el rostro brillante por el sudor y una expresión interrogadora en los ojos.
– Era mi madre -explicó Tina, dejando caer el bolso en el asiento trasero.
– Oh, no le habrás…
– Todavía no.
– Cobarde.
– No lo niego. -No se molestó en abrir la puerta del copiloto, sino que apoyó el trasero en el borde del vehículo y se dejó caer sobre el profundo asiento de cuero beis. Sus largas piernas quedaron suspendidas en el aire. Llevaba unas sandalias marrones de corcho con un tacón ridículamente alto, las uñas pintadas de fucsia y, en el tobillo, una mariquita roja tatuada de la que su madre aún no había oído hablar-. ¡Ayúdame! ¡Me estoy derritiendo! -exclamó con dramatismo, mientras se llevaba el dorso de la mano a la frente.
Betsy esbozó una sonrisa y puso el coche en marcha.
– Y se supone que mañana hará más calor. Dicen que el viernes alcanzaremos los cuarenta grados.
– Dios, preferiría morir ahora.
Tina se enderezó, comprobó que llevaba bien puesta la goma que sujetaba su densa melena rubia y se puso el cinturón. Estaba lista para la acción. Sin embargo, a pesar de su tono despreocupado, tenía una expresión demasiado sombría: la luz había abandonado sus ojos azules y había sido reemplazada por cuatro semanas de preocupación.
– Eh, Tina -le dijo Betsy, momentos después-. Todo irá bien.
Tina se obligó a sí misma a mirarla y le cogió la mano.
– ¿Cuidaremos la una de la otra? -preguntó, con voz suave.
Betsy le sonrió.
– Siempre.
Para él, la puesta de sol era uno de los espectáculos más hermosos del mundo. El cielo brillaba en ámbar, rosa y melocotón, iluminando el horizonte con mortecinas ascuas de luz solar. El color cubría las nubes como las pinceladas de un artista, salpicando sus formas blancas y onduladas de matices iridiscentes que iban del dorado al púrpura hasta llegar de forma inevitable al negro.
Siempre le habían gustado las puestas de sol. Recordaba que cada tarde, después de cenar, salía con su madre y su hermano al porche de su desvencijada cabaña. Los tres se apoyaban en la balaustrada y contemplaban el descenso del sol tras las montañas distantes. Ninguno de ellos hablaba, pues habían aprendido a guardar silencio a una edad temprana.
Aquel momento pertenecía a su madre. Para ella, era una forma de religión. Siempre se situaba en la esquina occidental del porche para contemplar el descenso del sol y, durante un breve instante, sus facciones se suavizaban, sus labios se curvaban en una pequeña sonrisa y sus hombros se relajaban. Entonces, en cuanto el sol se escondía en el horizonte, dejaba escapar un largo y profundo suspiro y el momento llegaba a su fin. Los hombros de su madre recuperaban la tensión y las arrugas de preocupación añadían años a su rostro. Sin perder ni un segundo, los apremiaba a entrar de nuevo en casa y continuaba con sus tareas. Su hermano y él se esforzaban en ayudarla, intentando no hacer demasiado ruido.
Solo cuando ya era prácticamente un adulto había empezado a preguntarse sobre aquellos momentos que pasaba con su madre. ¿Qué significaba que solo se sintiera relajada durante la puesta de sol, que señalaba que el día había llegado a su fin? ¿Qué significaba que el único momento del día en que parecía feliz fuera cuando la luz del sol exhalaba su último aliento?
Su madre había muerto antes de que pudiera formularle estas preguntas, pero el hombre suponía que eso era lo mejor que podía haberle ocurrido.
Regresó a la habitación de su hotel. Aunque había pagado la noche entera, pretendía marcharse en media hora. No echaría de menos este lugar. No le gustaban las estructuras construidas con cemento, ni las habitaciones producidas en masa y provistas tan solo de una ventana. Eran lugares muertos, la versión moderna de las tumbas, y le resultaba inconcebible que los americanos estuvieran dispuestos a pagar una enorme cantidad de dinero para dormir en aquellos ataúdes de fabricación barata.
En ocasiones temía que la falsedad de estas habitaciones, con sus colchas de colores chillones, sus muebles de conglomerado y sus moquetas de fibra, penetraran en su piel, entraran en su corriente sanguínea y le hicieran despertar una mañana deseando comer un Big Mac.
Este pensamiento le inquietó tanto que tuvo que respirar hondo varias veces para poder recuperar la calma. No fue buena idea, pues el aire apestaba: hedía a aislante de fibra de vidrio y a ficus de plástico. Se frotó las sienes con furia y supo que tendría que irse antes de lo que había previsto.
Ya había guardado la ropa en el petate. Solo le faltaba comprobar una cosa.
Envolvió la mano en una de las toallas de baño, la acercó a la parte inferior de la cama y, lentamente, sacó un maletín marrón. Parecía el maletín de un ejecutivo, lleno de hojas de cálculo, calculadoras de bolsillo y dispositivos electrónicos personales. Sin embargo, era muy diferente.
En él descansaba una pistola de dardos. Estaba estropeada, pero no le costaría demasiado trabajo repararla. Sacó la caja metálica que guardaba en el bolsillo interior del maletín y contó los dardos que contenía. Una docena, todos ellos cargados con 550 miligramos de ketamina. Los había preparado por la mañana.
Dejó la caja metálica en su sitio y examinó el resto del contenido: dos rollos de cinta adhesiva de gran resistencia y una bolsa de papel marrón llena de clavos. Junto a la cinta adhesiva y los clavos descansaba un frasco de cristal de hidrato de cloral, un sedante que, gracias a Dios, no había utilizado nunca. Junto al hidrato de cloral había una botella impermeabilizada de agua que había permanecido en el congelador del minibar hasta hacía quince minutos, para que la parte externa se congelara y el contenido se mantuviera frío, pues el Ativan se cristalizaba si no se mantenía refrigerado.
Tocó la botella de nuevo. Estaba helada. Bien. Era la primera vez que utilizaba este sistema y estaba un poco nervioso, pero la botella parecía estar cumpliendo con su cometido. Era una de esas cosas que podías comprar en Wal-Mart por menos de cinco dólares.
El hombre respiró hondo e intentó recordar si necesitaba algo más. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez y la verdad es que estaba nervioso. Últimamente, las fechas bailaban un poco en su cabeza: recordaba con claridad aquellas cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo, mientras que los acontecimientos del día anterior adquirían un tono borroso y onírico.
Ayer mismo, cuando había llegado a este lugar, los tres años anteriores habían llameado en su mente en tecnicolor y con todo lujo de detalles, pero esta mañana todo había empezado a desvanecerse. Temía esperar demasiado y que los recuerdos se borraran por completo. Temía que desaparecieran en el negro olvido junto al resto de sus pensamientos, pues entonces no podría hacer más que esperar impotente a que algo, lo que fuera, ascendiera hasta la superficie.
Panecillos tostados, galletitas saladas. Y agua. Galones de agua. Muchos.
Los tenía en la furgoneta. Los había comprado el día anterior, también en el Wal-Mart… ¿o había sido en el Kmart? Aquel detalle ya había desaparecido, se había deslizado en las profundidades de un foso. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Ayer. Había comprado cosas. Reservas. En unos grandes almacenes. ¿Acaso importaba en cuál? Había pagado en efectivo, ¿no? ¿Y había quemado la factura?
Por supuesto que sí. La memoria le jugaba malas pasadas, pero eso no era excusa para que se comportara como un estúpido. Su padre siempre se había mostrado firme al respecto. En su opinión, el mundo estaba dirigido por imbéciles que serían incapaces de encontrarse el culo, aunque contaran con la ayuda de una linterna y las dos manos. Sus hijos tenían que ser mejores que ellos. Tenían que ser fuertes. Tenían que mantenerse erguidos. Tenían que aceptar su castigo como hombres.
El hombre dejó de mirar a su alrededor y volvió a pensar en el fuego, en el calor de las llamas…; pero todavía era pronto, de modo que borró de su mente aquel pensamiento y lo envió hacia el vacío, aunque sabía que no permanecería allí demasiado tiempo. Tenía su bolsa de viaje. Tenía su maletín. Y tenía provisiones en la furgoneta. Ya había limpiado la habitación con amoníaco y agua. No había dejado ninguna huella.
Perfecto.
Solo le faltaba recoger una última cosa. Se encontraba en un rincón de la sala, sobre aquella espantosa moqueta de fibra. Era un pequeño acuario rectangular, cubierto por una sábana amarillenta y descolorida.
El hombre se colgó al hombro la correa del petate y después la del maletín, para poder levantar con ambas manos el pesado acuario de cristal. La sábana empezó a resbalar. Del interior de sus amarillentas profundidades llegaba un ominoso cascabeleo.
– Shhh -murmuró-. Todavía no, amor mío. Todavía no.
El hombre avanzó hacia la penumbra de color rojo sangre, hacia el asfixiante y pesado calor. Su cerebro cobró vida y nuevas imágenes aparecieron en su mente. Falda negra, tacones altos, cabello rubio, ojos azules, blusa roja, manos atadas, cabello oscuro, ojos marrones, piernas largas, uñas que arañaban, blancos y destellantes dientes.
El hombre cargó su equipaje en la furgoneta y se sentó al volante. En el último minuto, su errática memoria chisporroteó y se llevó una mano al bolsillo de la camisa. Sí, también llevaba la tarjeta de identificación. La sacó y la inspeccionó por última vez. Era una tarjeta de plástico en la que solo aparecía una palabra, escrita en letras blancas sobre fondo negro: «Visitante».
La giró. Sin lugar a dudas, el dorso de aquella tarjeta de seguridad resultaba mucho más interesante, pues allí ponía: «Propiedad del FBI».
El hombre sujetó la tarjeta al cuello de su camisa. El sol se estaba poniendo. El cielo pasó del rojo al púrpura y, después, al negro.
– El reloj hace tictac -murmuró, poniendo el coche en marcha.