Virginia
20:43
Temperatura: 34 grados
Tina odiaba aquel barro. Rezumaba, restallaba y hedía. Ondulaba y se retorcía con cosas que no podía ver y prefería no conocer. Ondulaba lentamente, como una bestia viva, esperando a que ella sucumbiera.
No tenía elección. Estaba demasiado cansada y deshidratada. La piel le ardía por el exceso de sol y picaduras de insectos. Sentía que su cuerpo ardía, pero había empezado a temblar y, de forma incongruente, tenía la carne de gallina.
Se estaba muriendo; era así de simple. Las personas estaban formadas por aproximadamente un setenta por ciento de agua y eso la convertía en un estanque que literalmente se estaba secando.
Hecha un ovillo contra la cálida superficie de la roca, pensó en su madre. Quizá debería haberle hablado de su embarazo. Se habría preocupado, por supuesto, pero solo porque sabía por experiencia lo dura que podía ser la vida de una joven madre soltera. Sin embargo, en cuanto la conmoción hubiera quedado atrás, estaba segura de que la habría ayudado y ofrecido todo su apoyo.
Habría traído una pequeña vida a la tierra. Habría visto su carita arrugadita y gimoteante. Podía imaginarse a sí misma, cansada y orgullosa, llorando con su madre en la sala de partos. Podía imaginarlas eligiendo ropita para el bebé y protestando durante las tomas de la noche. Quizá habría tenido una niña, una niñita fuerte que continuara con la tradición familiar. Las tres Krahn, listas para dirigir el mundo. Oh, que se preparara el estado de Minnesota.
Se habría esforzado tanto en ser una buena madre. Quizá no lo conseguiría, pero lo intentaría con todas sus fuerzas.
Tina por fin alzó la cabeza y contempló el cielo. A través de las hendiduras de sus ojos inflados podía ver la bostezante lona azul de su prisión. El horizonte parecía más oscuro. El sol por fin se estaba poniendo, borrando su candente resplandor blanco, pero no había refrescado. La humedad seguía siendo una manta pegajosa, tan opresiva como la nube de mosquitos y moscas amarillas que se enjambraban alrededor de su rostro.
Agachó la cabeza y se miró la mano, acercándola a escasos centímetros de sus ojos. Tenía heridas abiertas por haberse rascado los cientos de picaduras de mosquito. De pronto vio que una mosca amarilla se posaba en su piel, largaba en sus heridas abiertas y depositaba un montón de huevos blancos diminutos y brillantes.
Sintió ganas de vomitar. No, no podía hacerlo. Sería un uso ineficiente de la poca agua que le quedaba. Pero de todos modos iba a vomitar. Ni siquiera había muerto y ya estaba siendo utilizada como carnaza para las larvas. ¿Cuánto tiempo podría continuar así? Su pobre bebé. Su pobre madre.
Y entonces, aquella voz práctica y calmada de Minnesota empezó a pablar de nuevo en el fondo de su cabeza: «¿Sabes qué, chávala? Ha llegado el momento de ser fuerte. O haces algo ahora o descansarás para siempre en paz».
Los ojos de Tina se deslizaron hacia el rezumante cieno negro.
Simplemente hazlo, Tina. Sé fuerte. Enséñale a esa rata de qué estás hecha. No puedes rendirte sin haber luchado antes.
Se sentó. El mundo empezó a girar a su alrededor y la bilis ascendió con rapidez hasta su garganta. Tosió para reprimir las náuseas y, tras avanzar con cautela hasta el borde del peñasco, contempló el légamo. Parecía pudín. Olía como…
¡No vomites!
– De acuerdo -susurró Tina-. Lo haré. ¡Esté preparada o no, allá voy!
Hundió el pie derecho en el cieno y, enseguida, algo rozó su tobillo y se alejó a toda velocidad. Tina se mordió el labio inferior para reprimir un grito y se obligó a hundir más el pie en el barro. Era como deslizar el cuerpo por entrañas podridas. Caliente, resbaladizo, denso…
¡No vomites!
Introdujo el pie izquierdo en el légamo, vio con claridad la silueta de una serpiente negra que se alejaba a toda velocidad y esta vez dejó escapar un largo y ronco grito de impotencia. Estaba asustada, odiaba este lugar y no sabía por qué aquel hombre le había hecho esto. Ella nunca le había hecho daño a nadie. No merecía ser arrojada a un foso donde se estaba cociendo viva, mientras las moscas depositaban huevos diminutos en las profundas heridas de su piel.
Y aunque lamentaba haber practicado el sexo sin tomar las debidas precauciones y haber echado a perder su juventud, estaba segura de que no merecía este tipo de tortura. Sin duda, su bebé y ella merecían una oportunidad para vivir una vida mejor.
Los mosquitos se apiñaban a su alrededor. Ella movía los brazos sin cesar, hundida hasta las pantorrillas en aquel cieno y haciendo lo imposible por contener las náuseas.
Sumérgete en el barro, Tina. Es como zambullirse en una piscina de agua fría. Aprieta los dientes y zambúllete en el barro. Es la única opción que tienes.
Y entonces…
Allí, en la distancia. Lo oyó de nuevo. Un sonido. ¿Pasos? No, no. Voces. ¡Había alguien en las proximidades!
Tina dirigió su cabeza hacia la boca del foso.
– ¡Eh! -intentó gritar-. ¡Eh, eh!
Pero lo único que salió por su reseca garganta fue el croar de una rana. Las voces se desvanecían. Había alguien en las proximidades, pero se estaba alejando. No le cabía ninguna duda.
Tina cogió la garrafa medio vacía y bebió varios sorbos gigantescos, con codicia. Estaba tan desesperada por conseguir ayuda que era incapaz de racionar sus reservas. Entonces, con la garganta recién lubricada, echó hacia atrás la cabeza y gritó con todas sus fuerzas.
– Eh, eh. ¡Estoy aquí! ¡Por favor, que alguien me ayude! Oh, por favor, venid…
Kimberly corría. Aunque le ardían los pulmones y tenía agujetas en los costados, siguió descendiendo por la empinada pendiente, chocando contra la espesa maleza, saltando sobre los leños putrefactos y rodeando los peñascos. Podía oír la ardiente y pesada respiración de Mac, que trotaba junto a ella.
Era un ritmo suicida. Podían torcerse un tobillo, tropezar con una roca, estrellarse contra un árbol o algo mucho, mucho peor.
Pero el sol se estaba poniendo y la luz del día escapaba entre sus dedos para ser reemplazada por una fiera penumbra que tintaba el cielo de color rojo sangre. Y el sendero, tan claro hacía tan solo quince minutos, estaba tan oscuro que desaparecía ante sus ojos.
Cuando Mac la adelantó, Kimberly obligó a sus piernas, más cortas, a seguir adelante.
La arbolada pendiente, de pronto, dio paso a un amplio claro. Los arbustos espinosos y el entramado de árboles quedaron atrás y se encontraron en una extensión de hierbajos que les cubrían las rodillas. Entonces el suelo se niveló, facilitando su avance.
Kimberly no detuvo sus pasos. Seguía corriendo a toda velocidad, intentando distinguir el rastro a la mortecina luz, cuando advirtió dos cosas a la vez: una abrupta confusión de cientos de rocas a su izquierda y, a unos cuatro metros y medio de altura, sobre la pila, una franja roja. Una falda, pensó al instante. Y un cuerpo humano. ¡Era la muchacha!
¡La habían encontrado!
Kimberly se abalanzó hacia el montón de rocas. Oyó vagamente que Mac le decía a gritos que se detuviera a la vez que intentaba cogerla por la muñeca, pero se zafó de su agarre.
– ¡Es ella!-gritó con alegría, saltando sobre la pila-. ¡Eh! ¡Eh! ¡Hola, hola, hola!
Kimberly oyó tres fuertes silbidos a su espalda, la llamada internacional de socorro. No entendió la razón. Habían encontrado a la joven. Habían salvado su vida. Había hecho lo correcto al abandonar la Academia. Lo había conseguido.
Entonces pudo ver bien a la muchacha y cualquier sensación de triunfo que hubiera podido tener estalló como una burbuja y la obligó a detenerse.
La franja roja no era un trozo de algodón teñido de rojo brillante, sino unos pantalones cortos blancos manchados de sangre seca. Y las pálidas extremidades no eran las de una joven que se había tumbado plácidamente a descansar, sino las de un cuerpo magullado e hinchado, retorcido de tal forma que resultaba imposible reconocerlo. Y entonces, mientras Kimberly contemplaba el cadáver, le pareció ver que uno de los miembros de la joven se movía.
Advirtió el sonido al instante. Un tamborileo constante y creciente. La profunda vibración de docenas y docenas de serpientes de cascabel.
– Kimberly -dijo Mac en voz baja, a sus espaldas-. Por el amor de Dios, no te muevas.
Kimberly ni siquiera se atrevió a asentir. Se quedó ahí, totalmente inmóvil, mientras a su alrededor las rocas se desdoblaban adoptando formas serpentinas.
– La muchacha está muerta -dijo por fin Kimberly. Su voz sonaba ronca y débil, cómo la de una mujer en estado de shock. Mac se acercó un poco más a las rocas pero, al tercer paso, el sonido de nuevas serpientes sacudió la pila. Se detuvo al instante.
El tamborileo parecía salir de todas partes. Diez, veinte, treinta víboras distintas. Parecían diseminarse por todo su alrededor. Dios mío, pensó Mac, acercando lentamente una mano a la espalda para alcanzarla pistola.
– Debía de estar cansada y aturdida -murmuró Kimberly-. Vio las rocas y trepó para tener una perspectiva mejor.
– Lo sé.
– Dios mío, creo que han mordido cada centímetro de su cuerpo. Nunca…, nunca había visto nada semejante.
– Kimberly, he sacado la pistola. Si algo se mueve, dispararé. Tú no hagas ningún movimiento.
– No servirá de nada, Mac. Hay demasiadas.
– Cállate, Kimberly -gruñó.
Ella volvió la cabeza hacia él y sonrió.
– ¿Quién de los dos está siendo ahora el impaciente?
– A las serpientes les gustamos tan poco como ellas a nosotros. Si permaneces tranquila y no te mueves, desaparecerán bajo las rocas. He tocado el silbato. La ayuda no tardará en llegar.
– Estuve a punto de morir una vez. ¿Te lo he contado ya? Un hombre al que creía conocer bien. Resultó que me estaba utilizando para poder acercarse a mi padre. Nos acorraló a Rainie y a mí en la habitación de un hotel y me apuntó a la cabeza con una pistola. No hubo nada que Rainie pudiera hacer. Todavía recuerdo el tacto del cañón. No era frío, sino cálido. Como carne viva. Resulta extraño sentirse tan impotente. Resulta extraño estar atrapado en los brazos de otro ser humano sabiendo que va a quitarte la vida.
– No estás muerta, Kimberly.
– No, mi padre le sorprendió. Le disparó al pecho. Treinta segundos después, todo había cambiado y yo era la que seguía con vida, aunque tenía el pelo cubierto de sangre y mi padre me estaba diciendo que todo iría bien. Fue bonito que mintiera.
Mac no sabía qué decir. La luz se desvanecía con rapidez y el montón de rocas había empezado a convertirse en otro mundo, en uno demasiado negro.
– Nunca tuvo ninguna oportunidad -murmuró Kimberly, volviendo a posar la mirada en el cuerpo de la joven-. Mírala, con sus pantalones cortos y su blusa de seda. Se había vestido para pasar un rato divertido, no para enfrentarse a la naturaleza. Esto supera con creces la crueldad.
– Le encontraremos.
– Pero no antes de que muera otra muchacha.
Mac cerró los ojos.
– Kimberly, el mundo no es tan malo como crees.
– Por supuesto que no, Mac. Es mucho peor.
Tragó saliva. La estaba perdiendo. Podía sentir cómo Kimberly se sumergía en la fatalidad, pues era una mujer que había escapado en una ocasión de la muerte y no tenía esperanzas de volver a tener tanta suerte. Deseaba decirle que saltara hacia atrás, para después estrecharla entre sus brazos y prometerle que todo iría bien.
Pero ella tenía razón. Siempre que un hombre intentaba proteger a aquellos a quienes amaba, recurría de forma inevitable a las mentiras.
– ¿Ves las serpientes? -le preguntó.
– No hay suficiente luz. Se confunden con las rocas.
– Yo no las oigo.
– No, han quedado en silencio. Quizá están cansadas. Han tenido un día muy ajetreado.
Mac se acercó un poco más. No estaba seguro de cuánto podría aproximarse a las rocas, pero no oyó ningún sonido de advertencia. En cuanto estuvo a un metro y medio, sacó la linterna e iluminó las piedras. Resultaba difícil decirlo; algunas parecían despejadas, pero otras presentaban protuberancias que bien podrían ser serpientes.
– ¿Crees que puedes saltar hasta mí? -le preguntó a Kimberly.
Se encontraba al menos a seis metros de distancia, de pie en un ángulo extraño sobre el montón de rocas. Quizá si saltaba con rapidez de una piedra a otra…
– Estoy cansada -susurró.
– Lo sé, preciosa. Yo también estoy cansado. Pero tenemos que sacarte de ahí. He empezado a acostumbrarme a tu ardiente sonrisa y a tu buena disposición. Estoy seguro de que no querrás decepcionarme ahora.
Ella guardó silencio.
– Kimberly -dijo, en un tono más apremiante-. Necesito que me prestes atención. Eres una mujer fuerte y brillante. Quiero que pienses en una solución para poder salir de esta.
Los ojos de ella se perdieron en la distancia. Mac vio que los peñascos temblaban. Era incapaz de imaginar qué estaba pensando, pero por fin se volvió hacia él.
– Fuego -dijo con voz calmada.
– ¿Fuego?
– Las serpientes odian el fuego, ¿no? ¿O quizá he visto demasiadas películas de Indiana Jones? Si enciendo una antorcha, es posible que consiga asustarlas.
Mac se movió deprisa. No era experto en serpientes, pero le parecía buena idea. Iluminándose con la linterna, no tardó en encontrar una rama caída del tamaño adecuado.
– ¿Lista?
– Lista.
Lanzó la rama al aire con un grácil movimiento. Momentos después oyó un pequeño golpe cuando ella la atrapó entre sus manos. Ambos contuvieron el aliento. Se oyó un suave sonido, abajo, a la derecha.
– Quieta -le advirtió Mac.
Kimberly se quedó inmóvil largos minutos, hasta que el sonido se desvaneció.
– Tendrás que buscar todo lo demás en la mochila -le ordenó Mac-. Si llevas un par de calcetines de lana de sobra, envuelve uno alrededor de la rama. Encontrarás la cajita de un carrete de fotos en el bolsillo delantero. La puse yo. Contiene tres bolas de algodón empapadas en vaselina. Son excelentes para encender fuego. Insértalas en los pliegues del calcetín y préndelas con la cerilla.
Alzó la linterna para iluminarla con su luz mientras ella trabajaba. Sus movimientos eran lentos y subyugados, pues intentaba no llamar la atención de las serpientes.
– No consigo encontrar mis calcetines de repuesto -dijo por fin-. ¿Qué tal una camiseta?
– Servirá.
Para cogerla tenía que dejar la mochila en el suelo. Mac iluminó brevemente el terreno que la rodeaba y le pareció que estaba despejado de serpientes. Ella la posó con sumo cuidado, pero se oyeron nuevos siseos cuando las serpientes percibieron el movimiento y mostraron su desaprobación. Se quedó quieta de nuevo, con la cintura bien erguida, y Mac pudo ver el brillo de sudor en su frente.
– Ya casi está -le dijo.
– Por supuesto. -Le temblaban tanto las manos que estuvo a punto de dejar caer la rama. Un nuevo sonido, próximo y fuerte, reverberó en la oscuridad. Mac vio que Kimberly cerraba los ojos con fuerza y se preguntó si estaría recordando otra verdad sobre aquel día en la habitación de aquel hotel: si cuando aquel hombre la había apuntado a la cabeza con la pistola, su primer pensamiento había sido que no deseaba morir.
Vamos, Kimberly, pensó. Regresa junto a mí.
Envolvió la camiseta alrededor de la rama, insertó las bolas de algodón entre los pliegues y cogió las cerillas de madera. Su temblorosa mano sostuvo en alto la primera y se oyó el sonido del fósforo arañando la caja. En cuanto la cerilla cobró vida, la acercó a las bolas de algodón y la antorcha empezó a arder.
Inmediatamente, el espacio que había a su alrededor se iluminó, revelando no una, sino cuatro serpientes de cascabel enrolladas.
– Mac -dijo Kimberly, con voz clara-. Prepárate para cogerme.
Movió la antorcha hacia delante y, al instante, las serpientes sisearon y retrocedieron, alejándose de las llamas. Kimberly bajó de un salto la primera roca. Y la segunda, la tercera y la cuarta, mientras las grietas cobraban vida y las serpientes derribaban las piedras intentando escapar de las llamas. Las rocas estaban vivas, siseaban, se retorcían, rechinaban. Kimberly se zambulló en aquella serpentina confusión.
– ¡Mac! -gritó. Salió catapultada de la última roca y se estrelló contra el duro cuerpo de Mac.
– Te tengo -dijo él, sujetándola por los hombros y quitándole la antorcha de sus manos temblorosas.
Por un momento, se quedó ahí, conmocionada y aturdida. Entonces apoyó la cabeza en su pecho y él la abrazó con más alegría y desesperación de la que debería haber mostrado.
– Mandy -murmuró Kimberly, echándose a llorar.