Capítulo 46

Richmond, Virginia

11:42

Temperatura: 40 grados


– Le estoy diciendo que la cuarta muchacha, Tina Krahn, ha sido abandonada en algún lugar del Pantano Dismal.

– Y yo le estoy diciendo que usted no tiene autoridad alguna en este caso.

– ¡Sé que no tengo autoridad! -Quincy empezó a gritar y, al darse cuenta de lo que hacía, intentó con amargura controlar su malhumor. Había llegado a la oficina de campo del FBI en Richmond hacía treinta minutos y había pedido reunirse con el agente especial Harkoos. Este se había negado a permitirle pasar a su despacho, pero había accedido a regañadientes a reunirse con él en una sala del piso inferior. Quincy no había pasado por alto aquella falta de cortesía-. Y tampoco la quiero -intentó de nuevo Quincy-. Lo único que quiero es ayuda para encontrar a una persona desaparecida.

– Ha interferido en las pruebas -gruñó Harkoos.

– Llegué tarde a la escena y el personal del Instituto Cartográfico ya había empezado a analizar los datos. No había nada que yo pudiera hacer.

– Podría haberles obligado a detenerse hasta que llegaran los verdaderos profesionales.

– Son expertos en el campo…

– No son técnicos forenses con la formación adecuada…

– ¡Han identificado los tres emplazamientos posibles! -Quincy estaba gritando de nuevo y estaba a punto de empezar a blasfemar. Las últimas veinticuatro horas habían hecho mella en su estado emocional, de modo que se obligó a sí mismo a respirar hondo una vez más. Había llegado el momento de ser lógico, diplomático y racional. Y si no lo conseguía, tendría que matar a aquel hijo de puta-. Necesitamos su ayuda -insistió.

– Ha jodido este caso.

– Este caso ya estaba jodido. Cuatro jóvenes han desaparecido y tres de ellas han muerto. Agente, tenemos una última oportunidad de hacer las cosas bien. Hay una muchacha desaparecida, perdida en una zona pantanosa de cuarenta mil hectáreas. Llame a los equipos de rescate, encuentre a esa muchacha y tendrá su titular. Es así de simple.

El agente especial Harkoos hizo una mueca.

– Usted no me gusta -dijo, perdiendo parte de su vehemencia. Quincy había dicho la verdad y era difícil discutir sobre titulares-. Se ha comportado de un modo poco ortodoxo que ha puesto en peligro el procesamiento de este caso. Le aseguro que no voy a olvidarlo.

– Llame a los equipos de rescate, encuentre a esa muchacha y tendrá sus titulares -repitió Quincy.

– ¿Ha dicho el pantano Dismal? ¿Ese lugar es tan malo como suena?

– Sí.

– Mierda. -Harkoos cogió su teléfono móvil-. Será mejor que su gente no se equivoque.

– Mi gente -replicó Quincy- todavía no se ha equivocado.


Quincy acababa de abandonar el edificio para reunirse con Rainie y Nora Ray en el coche cuando sonó su móvil. Era Kaplan, que llamaba desde Quantico.

– ¿Ha detenido a Ennunzio? -le preguntó el agente especial.

– No es él -dijo Quincy-. Es su hermano.

– ¿Su hermano?

– Según Ennunzio, su hermano mayor asesinó a su madre hace treinta años. La quemó viva. Ennunzio no le ha visto desde entonces, pero su hermano dejó una nota en la tumba de sus padres con el mismo mensaje que las notas que envía ahora el Ecoasesino.

– Quincy, según sus registros personales, Ennunzio no tiene ningún hermano.

Quincy guardó silencio, con el ceño fruncido.

– Puede que ya no le considere de la familia. Han transcurrido treinta años y las últimas horas que pasaron juntos no fueron exactamente un momento Kodak.

Hubo una pausa.

– Esto no me gusta -dijo Kaplan-. Algo va mal. Escuche, le llamaba porque acabo de hablar con la secretaria de Ennunzio. Al parecer, hace dos años estuvo de baja tres meses para someterse a una operación de cirugía mayor. Los médicos le extirparon un tumor cerebral. Según su secretaria, Ennunzio empezó a quejarse de que sufría jaquecas hace seis meses. Está muy preocupada por él.

– Un tumor…

– Usted es el experto, pero los tumores cerebrales pueden incidir en la conducta, ¿verdad? Sobre todo, aquellos que crecen en lugares concretos…

– En el sistema límbico -murmuró Quincy, cerrando los ojos e intentando pensar deprisa-. En casos de traumatismo o tumor cerebral suele observarse un acusado cambio en la conducta del sujeto; lo llamamos irascibilidad acentuada. Aquellos que por lo general sonde trato agradable se convierten en personas violentas y agresivas que utilizan un vocabulario grosero.

– ¿Y es posible que se desate una furia asesina?

– Ha habido algunos casos de asesinatos en masa -respondió Quincy-. Pero algo tan frío y calculado como esto… De todos modos, un tumor puede desencadenar episodios psicóticos que pavimentan el camino. Agente especial, ¿está delante del ordenador? ¿Puede buscar el nombre de David Ennunzio? Búsquelo en los registros de nacimientos y defunciones del condado de Lee, Virginia.

Rainie ahora le miraba con curiosidad, al igual que Nora Ray.

– ¿David no es el nombre del doctor Ennunzio? -susurró Rainie.

– Eso es lo que habíamos dado por supuesto.

– ¿Lo que habíamos dado por Supuesto?-Sus ojos se abrieron de par en par y Quincy supo lo que estaba pensando: cuando realizas una investigación, nunca debes dar nada por supuesto. Kaplan tomó de nuevo la palabra.

– Según las necrológicas, David Joseph Ennunzio murió el 14 de julio de 1972, a la edad de trece años. Murió en el incendio que asoló su casa, junto a su madre. ¡Jesús! Franklin George Ennunzio los sobrevivió. El doctor Frank Ennunzio. Quincy, Ennunzio ya no tiene ningún hermano.

– Tenía un hermano pero lo mató. Mató a su hermano, a su madre… y puede que también a su padre. Después pasó todos esos años intentando ocultar su crimen y olvidar, hasta que algo más grave apareció en su cabeza.

– ¡Tiene que detenerle ya! -gritó Kaplan.

– No puedo -musitó Quincy-. Está en el pantano Dismal. Con mi hija.


El hombre sabía lo que tenía que hacer. Se había permitido pensar de nuevo, recordar los viejos tiempos y las viejas costumbres. Le dolía la cabeza, atormentada por rayos de dolor. Caminaba tambaleante, con las manos en las sienes. Pero el recuerdo le proporcionó claridad. Pensó en su madre, en la expresión de su rostro mientras permanecía inmóvil en la cama, viendo cómo arrojaba la lámpara de aceite al suelo de su cabaña de madera. Pensó en su hermano pequeño, que se había quedado acobardado en un rincón en vez de salir corriendo hacia la seguridad.

Ninguno de los dos había ofrecido resistencia. Ninguno de los dos había protestado. Durante aquellos largos y sangrientos años, las palizas de su padre habían ido mermando sus fuerzas y, cuando la muerte había empezado a avanzar hacia ellos, se habían limitado a esperarla.

Había sido débil hacía treinta años. Había dejado caer la cerilla y había escapado de las llamas. Había pensado en quedarse, con la certeza de que deseaba morir. Pero entonces, en el último instante, no había sido capaz de hacerlo. Había conseguido romper el hechizo hipnotizante del fuego y había cruzado la puerta a todo correr. Había oído los furiosos gritos de su madre. Había oído los lastimosos gemidos de su hermano. Y después, había corrido hacia el bosque implorando que la naturaleza le salvara.

Pero la Madre Naturaleza no había sido gentil. Había pasado hambre y calor. Había pasado semanas delirando por la sed. Y finalmente había conseguido llegar a pie a una ciudad, sin saber qué ocurriría a continuación.

Todo el mundo había sido amable con él. Todos habían adulado y abrazado al solitario superviviente de la triste tragedia. «Qué mayor y qué fuerte eres, que has sido capaz de sobrevivir en el bosque durante tanto tiempo», le decían. «Fue un verdadero milagro que lograras salir de la casa a tiempo». «Sin duda, Dios ha sido misericordioso contigo».

Le habían convertido en un héroe. Y él había estado demasiado cansado para protestar.

El fuego le había seguido acechando en sueños, pero había conseguido ignorarlo durante años. Siempre había deseado ser la legendaria ave fénix, que se alzaba sobre sus cenizas en una nueva vida mejor. Había estudiado mucho y había trabajado duro. Se había jurado a sí mismo que todo iría a mejor. Que él sería mejor. En su infancia había cometido un acto terrible pero ahora, como adulto, lo haría mejor.

Durante un tiempo había funcionado. Había sido un buen agente. Había salvado vidas, había trabajado en casos importantes y había realizado investigaciones críticas. Pero entonces el dolor había regresado, las llamas habían ardido con más fuerza en sus sueños y había permitido que el fuego le hablara y le convenciera para que hiciera cosas.

Había matado. Y había implorado a la policía que le detuviera. Había secuestrado a varias muchachas y había dejado pistas para que alguien las salvara. Se odiaba a sí mismo; estaba al servicio del fuego. Había buscado la redención en el trabajo, per o había cometido pecados más terribles en su vida personal. Al final, se había convertido en todo aquello que nunca había deseado ser.

Todo lo bello te traiciona. Todo lo bello miente. Solo puedes confiar en las llamas.

Ahora corría por los oscuros recesos del pantano. Oía que los ciervos escapaban al galope y que los sigilosos zorros corrían a ponerse a cubierto. En algún lugar, entre las hojas, se oía un siniestro cascabeleo, pero ya no le importaba.

Su cabeza palpitaba y su cuerpo imploraba descanso. Mientras tanto, sus manos jugaban con las cerillas, deslizándolas sobre las bandas de azufre y dejando que cayeran con un restallido sibilante en el barro.

La fangosa agua las apagó al instante, pero otras cayeron sobre hojas secas y otras prendieron la turba, que empezó a arder a fuego lento.

Corrió hasta el pozo y le pareció oír un sonido distante al fondo.

Dejó caer en su interior otra cerilla, solo para ella.

Todo lo bello debía morir. Todas las cosas, todas las personas, y él.


Mac y Kimberly corrían. Oían sonidos frenéticos entre la maleza, fuertes pasos que parecían proceder de todas partes y de ninguna. Ahí había alguien. ¿Sería Ennunzio? ¿Su hermano? De repente, el pantano había cobrado vida y Kimberly había cogido la Glock y la sostenía desesperada entre sus manos, bañadas en sudor.

– A la derecha -dijo Mac, jadeante.

Pero el sonido se volvió a oír casi al instante, esta vez a su izquierda.

– Los árboles distorsionan el sonido -jadeó Kimberly.

– No podemos desorientarnos.

– Demasiado tarde.

El teléfono móvil de Kimberly empezó a vibrar sobre su cadera. Lo cogió con la mano izquierda y siguió sujetando la pistola con la derecha, mientras sus ojos intentaban mirar a todas partes a la vez. Los árboles oscilaban a su alrededor y el bosque se cerraba sobre ella.

– ¿Dónde está Ennunzio? -le preguntó su padre al oído.

– No lo sé.

– No tiene ningún hermano, Kimberly. Murió hace treinta años en el incendio. Es Ennunzio. Al parecer, le extirparon un tumor cerebral y ahora sufre un brote psicótico. Debes considerar que está armado y que es peligroso.

– Papá -dijo ella, en voz baja-. Huelo a fuego.


Tina levantó la cabeza de repente. Volvía a tener los ojos hinchados y cerrados; no podía ver, pero sus oídos funcionaban bien. Ruido. Un montón de ruido. Pasos y jadeos y maleza aplastada. Era como si el pantano hirviera de actividad. ¡Habían venido a rescatarla!

– ¿Hola? -preguntó, pero por su boca solo salió un débil graznido.

Tragó saliva y lo intentó de nuevo, con mejores resultados.

Desesperada, intentó levantarse. Sus brazos temblaban con fuerza, demasiado exhaustos para soportar su peso. Pero entonces oyó de nuevo el resonar de unos pasos y la adrenalina se precipitó por sus venas. Se impulsó con los brazos para ponerse en pie, pero solo consiguió avanzar a gatas entre el barro. Algo se deslizó entre sus dedos; algo chapoteó junto a su mano.

Desistiendo, acercó un puñado de barro a sus labios y lo comió con avaricia. Humedad para su abrasada garganta y sus labios resecos. Estaban tan cerca, tan cerca, tan cerca.

– ¡Hola! -intentó de nuevo-. ¡Aquí abajo!

Su voz sonó con más fuerza. Oyó una débil pausa y percibió una presencia muy próxima.

– ¡Hola, hola, hola!

– El reloj hace tictac -susurró una voz clara, desde la superficie-. El calor mata.

Al instante, Tina sintió un intenso dolor en la mano, como si unos colmillos se hubieran hundido en su carne.

– ¡Auuu! -Se pegó un palmetazo en la mano, sintiendo el calor de las llamas-. ¡Au! ¡Au! ¡Au! -Frenética, siguió dándose palmetazos hasta que la cerilla cayó al barro. ¡Hijo de puta! ¡Estaba intentando quemarla viva!

Tina se puso en pie, tambaleante, alzó sus fatigados brazos sobre su cabeza y convirtió sus manos en puños. Entonces gritó con todas las fuerzas que le permitió su garganta, tan seca que parecía una lija:

– ¡Ven aquí a por mí, cabrón! ¡Vamos! ¡Lucha como un hombre!

Sus piernas pronto cedieron bajo su peso. Permaneció tendida en el barro, aturdida y jadeante. Oyó más ruidos, pero era el hombre, que se alejaba. Le sorprendió advertir que le echaba de menos, porque aquello había sido lo más parecido a un contacto humano que había tenido en días.

Eh, pensó débilmente. Huele a humo.


Kimberly hizo sonar su silbato. Tres pitidos fuertes. Mac la imitó. El humo se alzaba ante ellos. Corrieron hacia la pila de hojas y empezaron a golpearla y a patearla con furia para apagar las llamas.

Una nueva columna de humo empezó a ascender en vertical a su izquierda a la vez que se oía un sonido chisporroteante a su derecha. Kimberly volvió a soplar su silbato, al igual que Mac.

Entonces corrieron a la derecha y después a la izquierda, deslizándose entre los árboles e intentando apagar las docenas de montones de hojas que ardían.

– Necesitamos agua.

– Ya no queda.

¿Ropa mojada?

– Solo llevo la puesta. -Mac se quitó su empapada camisa y la usó para sofocar un tocón en llamas.

– Es Ennunzio. No tiene ningún hermano. Le extirparon un tumor cerebral y, al parecer, se ha vuelto loco. -Kimberly pateó frenética otro montón de hojas humeantes. ¿Serpientes? No había tiempo para preocuparse por ellas.

Las ramas se movieron a su derecha. Kimberly se volvió hacia el sonido y alzó la pistola, dispuesta a disparar. Un ciervo se deslizó entre los árboles, seguido de otros dos. Por primera vez fue consciente de la actividad que había a su alrededor. Las ardillas trepaban por los árboles y los pájaros remontaban el vuelo. Probablemente, pronto vería nutrias, mapaches y zorros, un éxodo desesperado de criaturas grandes y pequeñas.

– Odia lo que ama y ama lo que odia -dijo Kimberly, sombría.

– No podemos apagar todos estos fuegos sin ayuda. Tenemos que marcharnos.

Pero Kimberly estaba corriendo hacia un nuevo montón de humo.

– Todavía no.

– Kimberly…

– Por favor, Mac. Todavía no.

Arrancó la rama podrida de un árbol y golpeó con ella las llamas, mientras Mac se acercaba al siguiente montón humeante. Ambos lo oyeron a la vez. Eran gritos. Distantes y roncos.

– Eh… ¡Aquí abajo! Que alguien… me ayude.

– Tina -jadeó Kimberly.

Ambos corrieron hacia la voz.


Kimberly estuvo a punto de encontrar a Tina Krahn cayéndose encima de ella. Estaba corriendo por el bosque cuando, de repente, su pie derecho se quedó oscilando en el vacío. Sin perder ni un instante, se abalanzó hacia el borde del foso rectangular y agitó frenética los brazos hasta que Mac la sujetó por la mochila y la dejó en tierra firme.

– Debería empezar a mirar dónde piso -murmuró.

A pesar de estar bañado en sudor y cubierto de hollín, Mac esbozó una sonrisa.

– Entonces perderías parte de tu encanto.

Se tumbaron sobre el estómago y observaron el pozo. Parecía bastante grande. Medía unos tres por cuatro metros de ancho y unos seis metros de profundidad. Era evidente que no era nuevo, pues gruesas y retorcidas enredaderas cubrían la mayor parte de las paredes y Kimberly advirtió que bajo sus dedos había traviesas de ferrocarril viejas y podridas. No sabía quién había construido aquel foso, pero como los esclavos habían excavado la mayor parte de los canales, imaginaba que era allí donde dormían, para que no pudieran escapar. Bueno, hablando de dormitorios confinados…

– ¡Hola! -gritó-. ¿Tina?

– ¿Sois de verdad? -preguntó tina voz débil desde las sombras-. ¿Lleváis esmoquin?

– Nooo -respondió Kimberly lentamente mirando a Mac. Ambos recordaron las palabras de Kathy Levine: las víctimas de un golpe de calor solían sufrir alucinaciones.

El olor a humo se intensificaba. Kimberly entrecerró los ojos, intentando ver a la joven que había en el fondo del pozo. Le costó, pero lo consiguió. Estaba encaramada a una roca y cubierta de barro de la cabeza a los pies, de modo que se mezclaba a la perfección con su entorno. Kimberly apenas pudo distinguir el destello de unos dientes blancos cuando Tina habló de nuevo.

– ¿Agua? -graznó esperanzada.

– Vamos a sacarte de aquí.

– Creo que he perdido a mi bebé -susurró entonces-. Por favor, no se lo digan a mi madre.

Kimberly cerró los ojos. Aquellas palabras le llenaron de pesar; era una baja más en una guerra que nunca deberían haber tenido que librar.

– Vamos a lanzarte una cuerda -dijo Mac, con voz calmada.

– No puedo… No soy Spiderman. Estoy cansada… Muy cansada…

– Baja -le murmuró a Kimberly-. Yo os subiré.

– No tenemos camilla.

– Ata un extremo de la cuerda a su alrededor, como si fuera un columpio. Es lo único que podemos hacer.

Kimberly observó los brazos de su compañero en silencio. Se necesitaba mucha fuerza para izar cincuenta kilos de peso inerte, y Mac llevaba tres días caminando por el bosque sin apenas dormir. Él se encogió de hombros y Kimberly pudo ver la verdad en sus ojos. El humo se estaba espesando, el fuego se estaba adueñando del bosque. No les quedaban demasiadas opciones.

– Voy a bajar -gritó Kimberly, por la boca del pozo.

Mac sacó la cuerda de vinilo y efectuó un tosco amarre pasándola alrededor de su cintura y sujetándola con una abrazadera. En cuanto estuvo listo, le indicó que bajara. Kimberly descendió lentamente, intentado no retroceder por el hedor ni pensar qué tipo de criaturas se deslizaban entre el barro.

Al llegar al fondo, se quedó sobrecogida al ver a la joven. Sus huesos sobresalían y su piel rodeaba su armazón en una macabra imitación de momia viva. Tenía el cabello despeinado y cubierto de barro y los ojos tan hinchados que era incapaz de abrirlos. A pesar de la capa de barro, Kimberly podía ver las pústulas gigantescas que rezumaban sangre y pus. ¿Eran imaginaciones suyas o aquellas pústulas se movían? La joven les había dicho la verdad. En semejantes condiciones, jamás habría sido capaz de ascender sin ninguna ayuda hasta la superficie.

– Me alegro mucho de conocerte, Tina -dijo, con voz enérgica-. Me llamo Kimberly Quincy y he venido a sacarte de aquí.

– ¿Agua? -susurró, esperanzada.

– Arriba.

– Tengo mucha sed. ¿Dónde está el lago?

– Voy a atarte a esta cuerda. Tendrás que sentarte sobre ella, como si fuera un columpio. Después, el agente especial McCormack te subirá a la superficie. Si puedes usar las piernas para sujetarte contra la pared, será de gran ayuda.

– ¿Agua?

– Tendrás toda la que quieras, Tina. Pero antes tienes que subir.

La joven asintió lentamente y su cabeza se movió adelante y atrás como si estuviera borracha. Parecía aturdida y confusa, así que Kimberly se movió deprisa, pasando la cuerda alrededor de sus caderas y atándola con firmeza.

– ¿Preparado? -le preguntó a Mac.

– Preparado.

Kimberly percibió una nueva urgencia en su voz. Era evidente que el fuego se acercaba.

– Tina -le dijo-. Si quieres agua, tendrás que moverte. Ahora.

La alzó en brazos y sintió que la cuerda se tensaba al instante. Tina pareció entender a medias lo que le pedía, pero sus pies golpearon débilmente la pared. Se oyó un gruñido en la superficie, un resoplido de esfuerzo mientras Mac empezaba a tirar.

– Hay agua arriba, Tina. Hay agua arriba.

Entonces, Tina hizo algo que Kimberly no esperaba. Desde lo más profundo de su confusión, levantó sus fatigadas extremidades e insertó los pies en lo que parecían ser pequeñas hendiduras de las traviesas, para intentar ayudar.

Tina ascendía lentamente, trepando hacia la libertad y escapando de aquel infierno.

Y por un instante, Kimberly sintió que algo se aligeraba en su pecho. Cuando, desde el fondo del pozo, vio que la extenuada joven llegaba a la seguridad, le embargó una sensación de satisfacción y paz sublimes. Lo había hecho bien. Esta vez lo había hecho bien.

Tina desapareció por el borde y, segundos después, la cuerda volvió a descender.

– ¡Muévete! -gritó Mac.

Kimberly cogió la cuerda, encontró los asideros y se apresuró a subir a la superficie.

Llegó al borde del pozo a tiempo de ver que un muro de llamas envolvía los árboles y avanzaba hacia ellos.

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