Capítulo 31

Parque Nacional Shenandoah, Virginia

03:16

Temperatura: 31 grados


Mac siguió las luces traseras del coche de Quincy, que les alejaron del frenético caos de Big Meadows y les internaron en la oscuridad de una carretera serpenteante iluminada tan solo por la luna y las estrellas.

Kimberly guardó silencio largo rato, al igual que Mac. Volvía a estar cansada, pero ahora de un modo distinto. Era el tipo de fatiga física que sentías tras un día largo y extenuante y pocas horas de sueño. El tipo de cansancio que más le gustaba. Le resultaba familiar. Y casi reconfortante. Siempre había forzado su cuerpo y siempre se había recuperado con rapidez. En cambio, sus destrozadas emociones…

Mac se inclinó y le cogió la mano. Momentos después, ella le estrujó los dedos entre los suyos.

– Me vendría bien un poco de café -dijo él-. Unos cinco litros.

– A mí me vendrían bien unas vacaciones. Unas cinco décadas.

– ¿Y qué tal una ducha fría?

– ¿Y qué me dices de aire acondicionado?

– Y ropa limpia.

– Y una cama blandita.

– Y una bandeja gigante de galletas de mantequilla mojadas en leche.

– Y una jarra de agua helada con rodajas de limón.

Ella suspiró. Él la imitó.

– No vamos a acostarnos en breve, ¿verdad? -preguntó en voz baja.

– Creo que no.

– ¿Qué ha ocurrido?

– No estoy seguro. Apareció tu padre y nos dijo que había llegado el equipo del FBI encargado del caso y que ya no estábamos invitados a la fiesta. Malditos sean los federales.

– ¿Han sacado a Rainie y a papá del caso? -preguntó Kimberly, incrédula.

– Todavía no. Probablemente ha ayudado el hecho de que ambos apagaran los teléfonos móviles y efectuaran una rápida retirada. De todos modos, parece que los federales están intentando volver a inventar la rueda y tu padre sabe que no hay tiempo para eso. Hemos estado trabajando con Kathy Levine para identificar qué objetos del cuerpo de la víctima podrían ser pistas y nos hemos llevado la mitad. Creo que esto nos convierte, oficialmente, en desertores. ¿De verdad deseas ser agente del FBI, Kimberly? Porque después de esto…

– Que se joda el FBI. Ahora cuéntame el plan.

– Trabajaremos con Rainie y con tu padre. Intentaremos encontrar a las dos muchachas que quedan, después buscaremos al hijo de puta que hizo todo esto y lo clavaremos a la pared.

– Eso es lo más bonito que he oído en toda la noche.

– Bueno -dijo él, con modestia-. Me esfuerzo.


Poco después, el coche de Quincy se detuvo en uno de los miradores panorámicos y Mac le siguió. Debido a lo avanzado de la hora, no había otros coches en las proximidades y se encontraban lo bastante lejos de Skyline Drive como para ser invisibles desde la carretera. Los cuatro salieron de sus respectivos vehículos y se reunieron alrededor del capó del coche de alquiler de Mac.

La noche seguía siendo caliente y pesada. Los grillos cantaban y las ranas croaban, pero incluso esos sonidos sonaban apagados. Era como si todo permaneciera en silencio, expectante. Debería haber rayos y truenos. Vendría bien una impresionante tormenta de esas que caían durante el mes de julio, que trajera consigo lluvia purificante y temperaturas más frescas. Sin embargo, la ola de calor se cernía sobre ellos, cubriendo el mundo con una pegajosa humedad y silenciando a la mitad de las criaturas de la noche.

Quincy se había quitado la chaqueta, se había aflojado la corbata y se había arremangado.

– De modo que tenemos tres pistas posibles -dijo, intentando comenzar una conversación-. Un frasco de líquido, arroz y el polvo que cubría el pelo de la víctima. ¿Alguna idea?

– ¿Arroz? -preguntó Kimberly.

– Sin cocinar, blanco, de grano largo -le informó Mac-. Al menos, eso es lo que dijo Levine.

Kimberly movió la cabeza hacia los lados.

– Eso no tiene sentido.

– Le gusta complicar las cosas cada vez más -replicó Mac-. Bienvenida a las reglas del juego.

– ¿A qué distancia cree que se encuentran las otras dos muchachas? -preguntó Rainie-. Si ese tipo secuestró a diversas chicas, es posible que la primera víctima hable por las otras tres. Al fin y al cabo, solo es un hombre y tiene una cantidad de tiempo limitada para hacerlo todo.

Mac se encogió de hombros.

– No estoy seguro de su nueva forma de actuar. Puedo decirle que en Georgia se movía por todas partes. Comenzó en un parque estatal famoso por su garganta de granito, después se desplazó a los campos de algodón, después a la ribera del río Savannah y por último a las marismas saladas de la costa. Cuatro regiones claramente distintas del estado. Aquí, como usted bien dice, existen ciertos asuntos prácticos que le limitan a la hora de deshacerse de los cuerpos, sobre todo si tiene que hacerlo en menos de veinticuatro horas.

– La logística necesaria para transportar diversos cuerpos es complicada -comentó Quincy.

– Es probable que el vehículo elegido sea una furgoneta, pues esta ofrece la posibilidad de esconder a las mujeres secuestradas, inyectarles veneno en las venas y llevarlas al lugar elegido. En este caso habrá necesitado bastante espacio, teniendo en cuenta que se llevó a cuatro mujeres.

– ¿Cómo se las habrá apañado para secuestrar a cuatro jóvenes a la vez? -murmuró Kimberly-. Se supone que al menos una de ellas intentaría pelear.

– Dudo que tuvieran ninguna oportunidad. Su método de emboscada preferido consiste en utilizar una pistola de dardos. Se acerca al coche, les dispara ketamina de efecto rápido y ellas se sumergen en la tierra de los sueños antes de poder protestar. Si se acerca otro coche, puede fingir ser el conductor de cuatro jóvenes que han bebido demasiado. Entonces, en cuanto deja de haber moros en la costa, las mete en su furgoneta, les inyecta más ketamina para que sigan estando inconscientes durante el tiempo necesario e inicia la segunda fase de su plan maestro. No es un asesino brillante, pero es evidente que hace bien su trabajo.

Todos asintieron con tristeza. Sí, no cabía duda de que ese hombre hacía bien su trabajo.

– Rainie me ha dicho que ha recibido una nueva llamada -le dijo Quincy a Mac.

– Sí, en la escena. El tipo que llamó me juró que no era el asesino. Se puso furioso cuando le acusé de los crímenes y me dijo que solo intentaba ayudar y que lamentaba que hubieran muerto más chicas. No quiso decirme su nombre ni el del asesino, pero me aseguró que él era un tipo decente.

– Ese hombre miente -dijo Quincy, con voz monótona.

– ¿De verdad lo cree?

– Piense en las dos últimas llamadas. La primera la recibió la noche antes de que encontraran a la primera víctima…, por casualidad, más o menos en el mismo momento en que el asesino debía de estar tramando su emboscada o, quizá, cuando ya había secuestrado a las jóvenes. La segunda la ha recibido esta noche, cuando estaba en la escena del crimen de la segunda víctima. Creo que el agente especial Kaplan lo consideraría una sospechosa coincidencia.

– ¿Cree que el Ecoasesino está cerca? -preguntó Mac.

– A los asesinos les gusta mirar. ¿Por qué este tipo iba a ser diferente? Además, ha dejado un rastro de migajas para que lo sigamos, así que quizá también le gusta seguir nuestros avances. -Quincy suspiró y se apretó el puente de la nariz-. Antes dijo que el servicio de investigación de Georgia había intentado encontrar al Ecoasesino. Rastrearon las drogas utilizadas, establecieron el perfil estándar de las víctimas e investigaron a veterinarios, excursionistas, campistas, amantes de los pájaros y todo tipo de personas a las que les gusta la vida al aire libre.

– Sí.

– Y crearon un perfil. Según este, el asesino es un varón de raza blanca, con una inteligencia superior a la media y, probablemente, un trabajo mediocre. Viaja con frecuencia, tiene habilidades sociales limitadas y tendencia a estallar en cólera cuando se siente frustrado.

– Eso es lo que nos dijo el experto.

– Hay dos cosas que me sorprenden -continuó Quincy-. La primera es que creo que ese tipo es más listo de lo que ustedes creen, pues, por definición, este juego les obliga a centrar su atención inmediata y sus recursos en encontrar a la segunda víctima y no al asesino.

– Bueno, al principio…

– Un rastro se enfría, Mac. Todos los detectives lo saben. Cuanto más tiempo pasa, más difícil resulta encontrar al sospechoso.

Mac asintió a regañadientes.

– Sí, de acuerdo.

– Y en segundo lugar, ahora sabemos algo muy interesante que ustedes no sabían.

– ¿Qué?

– Que ese hombre tiene acceso a la base de los marines de Quantico… y eso estrecha el círculo de sospechosos a un grupo de personas relativamente pequeño del estado de Virginia. Se trata de una pista que no debemos desperdiciar.

– ¿Cree que ha hecho esto un marine o un agente del FBI? -preguntó Mac, con el ceño fruncido.

Quincy tenía una mirada distante en los ojos.

– Todavía no lo sé, pero el cadáver que dejó en Quantico y las llamadas telefónicas que le ha hecho… Sé que ahí hay algo importante, pero todavía no sé de qué se trata. ¿Podría transcribir la conversación que ha mantenido con él esta noche? ¿De forma literal, incluyendo todos los comentarios que haya hecho el informante? El doctor Ennunzio querrá leerlo.

– ¿Crees que todavía va a ayudarnos? -preguntó Kimberly.

– Estás dando por sentado que sabe que nos han retirado el caso. -Quincy se encogió de hombros-. Es un académico de oficina; los agentes de campo nunca se acuerdan de informar de estas cosas a sus colegas. Ellos viven en su mundo y los de la Unidad de Ciencias de la Conducta viven en el suyo. Además, vamos a necesitar su ayuda. De momento, esas cartas y esas llamadas son la única prueba directa que tenemos del Ecoasesino. Si queremos romper este patrón, debemos identificarle. De lo contrario, no estaremos tratando la enfermedad, sino solo los síntomas.

– Supongo que no va a abandonar a esas dos chicas -dijo Mac, con aspereza.

– Sí que voy a hacerlo -respondió Quincy con voz calmada-. Pero usted no.

– ¿Divide y vencerás? -preguntó Rainie.

– Exacto. Mac, usted y Kimberly se centrarán en la búsqueda de esas muchachas. Rainie y yo proseguiremos con la búsqueda del asesino.

– Podría ser peligroso -dijo Mac.

Quincy se limitó a sonreír.

– Por eso me llevo a Rainie conmigo. Pretendo que solo intente acercarse a ella.

– Amén -dijo Rainie.

– Podríamos probar de nuevo con el Instituto de Cartografía -propuso Kimberly-. Podríamos llevarles las pruebas que tenemos. No estoy segura de qué hacer con el arroz, pero seguro que un hidrólogo sabrá decirnos algo sobre el fluido.

Mac asintió.

– Es posible que también sepan algo sobre el arroz. Quizá, es como la conexión Hawai. Para un hombre corriente podría no significar nada, pero en manos del experto apropiado…

– ¿Dónde están esas oficinas? -preguntó Quincy.

– En Richmond.

– ¿A qué hora abren?

– A las ocho en punto.

Quincy consultó la hora en el reloj.

– Buenas noticias, chicos. Al fin podremos dormir un poco.


Abandonaron el parque nacional, se detuvieron en el motel de uno de los pueblos cercanos y reservaron tres habitaciones. Quincy y Rainie desaparecieron de inmediato en la suya, Mac se dirigió a su cuarto y Kimberly hizo lo propio.

Los muebles eran escasos y deslucidos. La cama estaba cubierta por una descolorida colcha azul y estaba hundida por el centro debido al exceso de huéspedes que habían dormido en ella. El olor era el típico de una habitación de motel: olía a tabaco rancio y a limpiacristales.

Pero tenía una habitación. Y tenía una cama. Podía dormir.

Kimberly conectó el aire acondicionado, se quitó la ropa empapada en sudor y se metió en la ducha. Restregó con la esponja su maltrecho cuerpo y se lavó el cabello una y otra vez, mientras intentaba olvidar las rocas, las serpientes y la tortuosa muerte de la joven. Siguió frotándose sin parar, hasta que se dio cuenta de que nunca sería suficiente.

Volvía a pensar en Mandy. Y en su madre. Y en la muchacha que habían encontrado en Quantico. Y en Vivienne Benson. Pero las víctimas se mezclaban en su mente. En ocasiones, el cadáver de los bosques de Quantico tenía el rostro de Mandy; en ocasiones, la joven de las rocas iba vestida como Kimberly; y en ocasiones, era su madre quien corría entre los árboles, intentado escapar del Ecoasesino, a pesar de que ya había sido asesinada por un demente hacía seis años.

Un investigador tenía que ser objetivo. Un investigador tenía que ser desapasionado.

Kimberly por fin salió de la ducha, se puso una camiseta y usó la descolorida toalla para secar el vapor del espejo. Entonces contempló su reflejo. Su rostro pálido y magullado. Sus mejillas hundidas. Sus labios descarnados. Sus ojos azules demasiado grandes.

Jesús. Parecía demasiado asustada para ser ella.

Estuvo a punto de venirse abajo. Sus manos se sujetaron con fuerza al borde del lavamanos, hundió los dientes en el labio inferior y se esforzó con amargura en encontrar una pizca de cordura en su ser.

Durante toda su vida había tenido un objetivo. Disparar armas. Leer libros sobre homicidios. El mundo del crimen le resultaba fascinante, como buena hija de su padre que era. Todos los casos eran enigmas que resolver Deseaba aquel reto. Deseaba llevar una placa. Salvar al mundo Ser siempre la que estaba al mando.

Kimberly, una mujer dura y fría, sentía ahora su mortalidad como un profundo agujero en lo más profundo de su estómago. Y sabía que ya no era tan dura.

Tenía veintiséis años y le habían despojado de todas sus defensas. Ahora se había convertido en una joven consternada que era incapaz de comer y de dormir. Y tenía miedo a las serpientes. ¿Salvar al mundo? Si ni siquiera era capaz de salvarse a sí misma.

Debería renunciar, dejar que su padre, Rainie y Mac se ocuparan de todo. Ya había renunciado a la Academia. ¿Acaso importaría que desapareciera ahora? Podía pasar el resto de su vida acurrucada en un armario, con las manos unidas alrededor de las rodillas. ¿Quién la culparía? Había perdido a la mitad de su familia y había estado a punto de ser asesinada en dos ocasiones. Si alguien tenía razones para sufrir una crisis nerviosa, ese alguien era ella.

Pero entonces empezó a pensar de nuevo en las dos jóvenes desaparecidas Mac ya les había dicho sus nombres. Karen Clarence y Tina Krahn. Dos universitarias a las que les había apetecido salir a tomar algo con sus amigos una abrasadora noche de martes.

Karen Clarence. Tina Krahn. Alguien tenía que encontrarlas. Alguien tenía que hacer algo. Puede que, con todo, fuera la digna hija de su padre, pues no podía limitarse a dar media vuelta. Podía abandonar la Academia, pero no podía dar la espalda a este caso.

Se oyó un golpe en la puerta. Kimberly alzó lentamente la mirada. Sabía quién había al otro lado. Debería ignorarle…, pero ya estaba cruzando la habitación.

En cuanto abrió la puerta supo que Mac había dedicado aquellos treinta minutos a ducharse y afeitarse.

– Hola -dijo él en voz baja, entrando en el dormitorio.

– Mac, estoy demasiado cansada…

– Lo sé. También yo. -La cogió del brazo y la condujo hacia la cama. Ella le siguió a regañadientes. Puede que le gustara el olor de su jabón, pero también deseaba con desesperación estar sola.

– ¿Te he comentado que no suelo dormir bien en las habitaciones de los moteles? -preguntó Mac.

– No.

– ¿Te he comentado que estás fantástica llevando solo esa camiseta?

– No.

– ¿Te he comentado lo guapo que estoy yo cuando no llevo nada encima?

– No.

– Bueno, es una lástima, porque todo eso es cierto. Pero tú estás cansada y yo también, así que esto es todo lo que vamos a hacer esta noche. -Se sentó en la cama e intentó que ella le imitara, pero Kimberly permaneció en pie.

– No pueda hacerlo -susurró.

Él no insistió. En vez de ello, extendió uno de sus largos brazos y le acarició la mejilla. Sus ojos azules ya no sonreían, sino que la observaban con atención, con una expresión sombría. Cuando Mac la miraba de esta forma, Kimberly apenas era capaz de respirar.

– Esta noche me has dado un buen susto -dijo él, en voz baja-. Cuando estabas en aquellas rocas, rodeada por todas aquellas serpientes, tuve mucho miedo.

– Yo también tuve miedo.

– ¿Crees que estoy jugando contigo, Kimberly?

– No lo sé.

– ¿Te molesta que flirtee o que sonría?

– A veces.

– Kimberly -su pulgar le acarició de nuevo la mejilla-. Te aseguro que eres la mujer más hermosa que he conocido jamás y no sé cómo decirte que sin ti, los pensamientos se convierten en una especie de línea recta.

Ella cerró los ojos.

– No…

– ¿Te apetece pegarme? -murmuró él-. ¿Te apetece gritar y chillar al mundo entero, o quizá lanzar el cuchillo? No me gusta verte enfadada, cariño. Daría lo que fuera por no verte triste.

Eso bastó. Kimberly se dejó caer en la cama junto a él, sintiendo que algo grande y frágil cedía en su pecho. ¿Sería eso la debilidad? ¿Estaba sucumbiendo? Ya no lo sabía. Y tampoco le importaba. De pronto deseaba apoyar la cabeza en su amplio pecho y rodearle con los brazos la delgada cintura. Deseaba sentir su calor y que sus brazos la abrazaran con fuerza. Deseaba sentir su cuerpo sobre el suyo, exigiendo y tomando y conquistando. Deseaba algo fiero y rápido. Deseaba no tener que pensar ni sentir. Simplemente ser.

Le culparía de todo por la mañana.

Alzó la cabeza y rozó sus labios con los suyos. Su aliento le hacía cosquillas en la mejilla y sentía el temblor de su cuerpo. Entonces le besó la mandíbula. Era suave. Cuadrada. La siguió hasta llegar al cuello, donde podía ver su palpitante pulso. Mac había apoyado las manos en su cintura y no las movía, pero ahora podía sentir su tensión, su fornido cuerpo inmovilizado por el gran esfuerzo que hacía Mac por controlarlo.

Percibió una vez más la fragancia de su jabón. Después, el olor a menta de su boca. Y los tonos especiados de su loción de afeitado sobre su mejilla recién afeitada. Vaciló de nuevo. Los elementos eran personales, poderosos. Las cosas que él había hecho por ella no tenían nada que ver con el sexo por el sexo.

Iba a llorar de nuevo. Oh, Dios, odiaba sentir aquel nudo en el pecho. No deseaba seguir siendo aquella criatura. Deseaba volver a ser Kimberly, la mujer fría y lógica. Cualquier cosa tenía que ser mejor que pasarse el día llorando. Cualquier cosa tenía que ser mejor que sentir tanto dolor.

Las manos de Mac se habían movido. Se cerraron en su cabello y lo acariciaron con suavidad. Entonces, sus dedos se deslizaron desde sus sienes hasta las tersas líneas de su cuello.

– Shhh -murmuró-. Shhh.

Kimberly no era consciente de haber emitido sonido alguno.

– Ya no sé quién soy.

– Solo necesitas dormir, preciosa. Lo verás todo mejor por la mañana. Todo será mejor por la mañana.

Mac la acostó a su lado. Ella se dejó llevar sin protestar, sintiendo la creciente presión del cuerpo de Mac sobre su cadera. Ahora hará algo, pensó. Pero no lo hizo. Simplemente la acurrucó en la curva que formaba su cuerpo. Kimberly sentía el calor de su pecho en la espalda y sus brazos, que parecían bandas de acero, alrededor de la cintura.

– A mí tampoco me gustan los moteles -dijo de pronto, y casi pudo sentir su sonrisa contra su cabello. Al minuto siguiente, supo que se había quedado dormido.

Kimberly cerró los ojos y rodeó con sus dedos los brazos de Mac. Y durmió mejor de lo que lo había hecho en años.

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