Capítulo 5

Fredericksburg, Virginia

22:34

Temperatura: 31 grados


– Estoy lista -dijo Tina, rozando casi con los labios la oreja de Betsy.

Había tanto ruido en el atestado local que su compañera de piso no pareció oírla. Se encontraban en las afueras de Fredericksburg, en un bar pequeño y relativamente desconocido, frecuentado por universitarios, moteros y grupos de occidentales bastante ruidosos. Aunque era martes, había tanta gente y la música estaba tan alta que a Tina le sorprendía que el techo no se hubiera desplomado sobre sus cabezas.

– Estoy lista -repitió Tina, gritando un poco más. Esta vez, Betsy la miró.

– ¿Qué? -gritó.

– Hora… de… regresar… a casa -aulló Tina en respuesta.

– ¿Vas al lavabo?

– ¡A casa!

– Ohhh. -Su compañera por fin entendió lo que le decía y la miró con atención. Sus ojos marrones adoptaron una expresión preocupada.

– ¿Estás bien?

– ¡Tengo calor!

– En serio.

– Bueno… No me encuentro demasiado bien. -La verdad era que se encontraba fatal. La coleta con la que sujetaba su larga melena rubia había desaparecido y ahora el pelo se le pegaba al cuello. Además, el sudor se deslizaba por su espalda, recorría su trasero y descendía por sus piernas hasta llegar al suelo. Y, por si eso no era suficiente, la atmósfera estaba tan cargada que, aunque intentaba respirar hondo, no conseguía que el oxígeno llegara a sus pulmones. Tenía la impresión de que estaba enferma.

– Voy a decírselo a las demás -replicó Betsy. Dicho esto, se zambulló en la atestada pista de baile en busca de Viv y Karen, que se habían perdido entre la marea humana.

Tina cerró los ojos y se prometió a sí misma que no vomitaría en un bar atestado de gente.

Quince minutos más tarde, habían logrado cruzar la puerta de salida. Mientras se dirigían hacia el Saab, seguidas por Viv y Karen, Tina se llevó una mano a la frente. Estaba caliente.

– ¿Vas a hacerlo? -le preguntó Betsy. Llevaba tanto rato gritando para hacerse oír sobre la música que su voz sonó tres decibelios más fuerte en el silencio absoluto del aparcamiento. Todas hicieron una mueca.

– No lo sé.

– Tía, será mejor que me digas si vas a vomitar -le advirtió Betsy, con seriedad-. No me importa sujetarte la cabeza sobre el váter, pero me niego a que vomites en mi coche.

Tina esbozó una débil sonrisa.

– Gracias.

– Puedo ir a buscarte un refresco -se ofreció Karen, a sus espaldas.

– Quizá deberíamos esperar un rato -sugirió Viv. Karen, Betsy y ella se detuvieron, pero Tina ya había montado en el Saab.

– Solo deseo meterme en la cama -murmuró-. Por favor, volvamos a casa.

Cerró los párpados y apoyó la cabeza en el respaldo. Con los ojos cerrados, el mareo pareció remitir. Apoyó las manos en su vientre y la música empezó a desvanecerse mientras se sumía en un sueño que necesitaba de forma desesperada.

Tenía la impresión de que acababan de abandonar el aparcamiento cuando le despertó una fuerte sacudida.

– ¿Qué ocurre…? -preguntó, regresando a la realidad. El coche dio otro bandazo y ella se sujetó al salpicadero.

– La rueda de atrás -replicó Betsy, disgustada-. Creo que se ha deshinchado.

El coche dio un nuevo bandazo hacia la derecha y Tina sintió que se le removían las entrañas.

– Betsy -dijo con voz tensa-. Para el coche. ¡Ahora!

– ¡A la orden! -Betsy se dirigió hacia la cuneta derecha. En cuanto el automóvil se detuvo, Tina buscó a tientas el cierre de su cinturón de seguridad, abrió la puerta y echó a correr por la cuneta hacia los árboles que crecían al borde de la carretera. Logró agachar la cabeza justo a tiempo.

Oh, no fue divertido. En absoluto. De su estómago salieron dos tónicas y dos zumos de arándano, seguidos por la pasta que había cenado y todo aquello que había comido en los últimos veinte años. Tina permaneció encorvada y con las manos apoyadas en los muslos mientras vomitaba sus entrañas.

Voy a morir, pensó. He sido mala y estoy siendo castigada. Mi madre siempre ha tenido razón. Es imposible que consiga salir adelante. Oh, Dios, quiero irme a casa.

No sabía si estaba llorando o sudando con mayor intensidad. Con la cabeza entre las rodillas, resultaba difícil saberlo.

Poco a poco, su estómago se relajó, los espasmos cesaron y la peor parte de las náuseas quedó atrás. Tambaleándose, se enderezó y alzó la mirada hacia el cielo, pensando que sería capaz de matar por darse una ducha bien fría. Pero sabía que no iba a tener esa suerte, pues se encontraba en medio de la nada, lejos de Fredericksburg. La ducha tendría que esperar.

Dejó escapar un largo suspiro. De pronto, oyó un ruido extraño. Un ruido que no procedía de Betsy. Un ruido que no procedía de ninguna de las amigas con las que había salido de fiesta. Fue un sonido agudo, breve y metálico, similar al del cargador de un rifle regresando a su posición.

Tina se volvió lentamente hacia la carretera. Y en la ardiente y húmeda oscuridad, descubrió que no estaba sola.


Kimberly no le oyó llegar. ¡Por el amor de Dios! ¡Si se estaba formando para ser agente del FBI! ¡Si era una mujer familiarizada con el crimen a quien le causaba dolor de estómago fracasar! De todos modos, no le oyó llegar.

Estaba sola en el campo de tiro de la Academia, con una escopeta descargada y rodeada por ciento cincuenta y cinco hectáreas de oscuridad. Solo le iluminaba la luz de una linterna.

Era tarde. Hacía rato que los nuevos agentes, los marines e incluso los «estudiantes» de la Academia Nacional se habían ido a dormir. Los focos se habían apagado y los grandes árboles que se alzaban a su alrededor formaban una odiosa barrera que la separaba de la civilización, al igual que las gigantescas paredes laterales de acero, diseñadas para dividir los diferentes campos de tiro y detener las veloces balas.

No había luz y no se oía ningún sonido, salvo el zumbido antinatural de una noche tan calurosa y húmeda que ni siquiera las ardillas estaban dispuestas a abandonar sus árboles.

Estaba cansada. Esa fue la mejor excusa que pudo encontrar. Había estado corriendo, levantando pesas, caminando y estudiando. Después, había comido dos barritas energéticas acompañadas de once litros de agua y se había encaminado al campo de tiro. Casi no sentía las piernas y los músculos de los brazos le temblaban por el cansancio.

Apoyó la escopeta en el hombro y prosiguió con la práctica de tiro, disparando balas inexistentes.

Tenía que sujetar la culata con firmeza contra el hombro derecho para absorber el retroceso, separar los pies a la altura de las caderas, inclinarse ligeramente hacia delante y, en el último segundo, justo mientras apretaba el gatillo con el índice derecho, empujar el arma hacia delante con la mano izquierda como si fuera el mango de una escoba y quisiera partirlo por la mitad. Lo único que deseaba era no volver a caerse de culo. Ni destrozarse el hombro. Ni abrirse la mejilla.

Solo podían utilizar munición durante las prácticas de tiro supervisadas, de modo que Kimberly no tenía forma alguna de saber qué tal lo estaba haciendo. A pesar de todo, eran muchos los nuevos agentes que venían a este lugar a practicar los movimientos pues, al fin y al cabo, cuantas más veces tenías un arma en las manos, más cómodo te sentíais con ella.

Si lo hacías las veces suficientes, era posible que se convirtiera en algo instintivo. Y si se convertía en algo instintivo, quizá superaras el siguiente examen de práctica de tiro.

Se inclinó hacia delante para efectuar el siguiente «disparo», pero perdió el equilibrio y sus piernas de goma se tambalearon peligrosamente. Mientras extendía una mano para intentar regresar a su posición, una voz de hombre reverberó en el pozo de oscuridad que la rodeaba.

– No deberías estar sola aquí fuera.

La reacción de Kimberly fue instintiva: giró sobre sus talones, localizó a la forma gigantesca y amenazadora que se había detenido junto a ella y golpeó su rostro con la escopeta descargada. Entonces, sin perder ni un instante, echó a correr.

Oyó un gruñido de sorpresa y de dolor, pero no se detuvo. Era tarde, se encontraba en un lugar aislado y sabía demasiado bien que a ciertos depredadores les gustaba que gritaras.

Unos pasos fuertes y rápidos resonaban a sus espaldas. Llevada por el pánico, Kimberly había tenido la mala idea de echar a correr hacia los árboles. Se estaba alejando de la ayuda e internándose en la oscuridad. Tenía que regresar al complejo de la Academia, a la luz, a la población y al FBI. El hombre empezaba a ganarle terreno.

Kimberly respiró hondo. Su corazón palpitaba con fuerza y sus pulmones chillaban. A su cuerpo apenas le quedaban fuerzas pero, por fortuna, la adrenalina era una droga poderosa.

Se centró en los pasos que resonaban a sus espaldas, intentado diferenciar su cadencia del martilleo frenético de su propio corazón. El hombre estaba acortando las distancias. Era rápido, por supuesto, pues era más alto y más fuerte que ella. Al final del día, todos los hombres lo eran.

Hijo de puta.

Se concentró en el ritmo de los pasos de su perseguidor y lo imitó. Uno, dos, tres…

El hombre extendió la mano para intentar sujetarle la muñeca izquierda pero, en ese mismo instante, Kimberly se detuvo en seco y giró a la derecha, consiguiendo que su perseguidor siguiera adelante mientras ella echaba a correr hacia las luces.

– ¡Jesús! -le oyó blasfemar.

Esbozó una sonrisa sombría y fiera, pero los pasos enseguida volvieron a sonar a sus espaldas.

¿Sería así como se había sentido su madre? A pesar de que su padre había intentado ocultarle los detalles, Kimberly sabía que había luchado amargamente hasta el final porque, un año después de lo ocurrido, había leído todos los artículos publicados por el Philadelphia Inquirer. El primero, que llevaba por título: «Casa de los horrores de alta sociedad», había descrito el rastro de sangre que había recorrido todas y cada una de las habitaciones de la casa.

¿Su madre había luchado contra aquel tipo porque sabía que era el mismo que había matado a Mandy y suponía que después iría a por Kimberly? ¿O simplemente porque se había dado cuenta, en aquellos últimos y desesperados minutos, que bajo la seda y las perlas también ella era un animal? Al fin y al cabo, todos los animales, incluso el más humilde ratón de campo, luchan por salvar su vida.

Los pasos ya sonaban a escasos centímetros de ella y las luces todavía estaban demasiado lejos. No iba a conseguirlo. Aceptó este hecho con una frialdad que le sorprendió.

El tiempo se ha terminado, Kimberly. Aquí no hay actores, ni pistolas de pintura, ni chalecos antibalas. Entonces se le ocurrió una última estratagema.

Contó los pasos del hombre para calcular el momento en que se le echaría encima y, justo cuando su forma gigantesca se abalanzó sobre ella, se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos.

Vio el rostro del hombre, tenuemente iluminado por las luces distantes. Tenía los ojos abiertos de par en par y agitaba los brazos con fuerza para intentar detenerse. Entonces, con un último movimiento desesperado, se inclinó hacia la izquierda para mirarla.

Y en ese mismo instante, Kimberly alargó la pierna para hacerle caer de bruces al suelo.

Diez segundos después, le obligó a girarse sobre su espalda, se dejó caer sobre su pecho y apoyó el filo plateado de su cuchillo de caza contra su oscura garganta.

– ¿Quién coño eres? -preguntó.

El hombre se echó a reír.


– ¿Betsy? -dijo Tina, nerviosa. No hubo respuesta-. ¿Bets?

Nada. Y había algo más que no iba bien: no se oía ningún sonido. ¿No debería estar oyendo las puertas del coche abriéndose o cerrándose? ¿O a Betsy resoplando mientras arrastraba la rueda de repuesto hacia el suelo? Debería estar oyendo algún sonido. El de otros coches. El de los grillos. El del viento en los árboles.

Pero no había nada. Absolutamente nada. La noche estaba completa y letalmente muerta.

– No me hace gracia -musitó Tina, con un hilo de voz.

Entonces oyó el sonido de una ramita al romperse. Y al instante siguiente vio su rostro.

Pálido, sombrío y puede que incluso gentil sobre el cuello vuelto de su jersey negro. Con el calor que hace, ¿cómo diablos puede llevar un jersey de cuello alto?, pensó la muchacha.

El hombre alzó un rifle y lo apoyó en su hombro.

Tina dejó de pensar y echó a correr hacia los árboles.


– ¿De qué te ríes? ¡Deja de reírte! ¡Basta ya!

El hombre se reía con tantas fuerzas que los espasmos sacudían su enorme armazón y movían a Kimberly de un lado a otro, como si fuera un barco atrapado entre las olas.

– Me ha derribado una mujer -jadeó, con un inconfundible acento sureño-. Por favor, preciosa… no se lo cuentes nunca a mi hermana.

¿A su hermana? ¿Qué diablos…?

– Ya basta. Te juro que te abriré la garganta si vuelves a mover un solo músculo.

Su tono debió de ser muy serio, pues esta vez dejó de reírse. Así estaba mejor.

– ¿Quién eres? -preguntó, crispada.

– Soy el agente especial Michael McCormack, pero puedes llamarme Mac.

Los ojos de Kimberly se abrieron de par en par, pues tuvo un mal presentimiento.

– ¿Eres del FBI? -susurró. ¡Oh, no! ¡Había derribado a un compañero! ¡Quizá a su futuro jefe! Se preguntó quién sería el encargado de llamar a su padre para decirle: «Estimado Quincy, usted ha sido una estrella entre las estrellas del FBI, pero me temo que su hija es demasiado… rara para nosotros».

– Trabajo para el GBI, para el Departamento de Investigación de Georgia -respondió él-. Soy policía estatal. Siempre hemos sentido cierta debilidad por el FBI, de modo que os hemos copiado los títulos.

– ¡Serás…! -Estaba tan enfadada que fue incapaz de pensar en las palabras correctas, así que le golpeó el hombro con la mano izquierda. Entonces recordó que ya le estaba amenazando con un cuchillo-. Estás en la Academia Nacional -le acusó, con el mismo tono que otros usarían para lanzar veneno.

– Y tú te estás formando para convertirte en agente del FBI.

– ¡Eh, que todavía estoy apretando un cuchillo contra tu garganta!

– Lo sé. -Mientras respondía, se movió ligeramente. ¿Eran imaginaciones suyas o lo había hecho para estar más cómodo debajo de su cuerpo? Mac le miró con el ceño fruncido-. ¿Por qué llevas un cuchillo?

– Porque me quitaron la Glock -replicó, sin pensarlo.

– Por supuesto. -La miró como si fuera una mujer muy sabia y no una paranoica que aspiraba a convertirse en agente federal-. ¿Puedo hacerte una pregunta personal? Hum… ¿Dónde escondes ese cuchillo?

– ¡Córtate un poco! -exclamó sofocada, al sentir que recorría todo su cuerpo con la mirada. Como hacía calor y había estado entrenando al aire libre, llevaba unos pantalones cortos de nailon y una fina camiseta azul que no tapaban demasiado. ¡Por el amor de Dios! No se había vestido para una entrevista de trabajo, sino para practicar deporte. Por otra parte, incluso a ella le sorprendía la cantidad de cosas que podías esconder en la cara interna del muslo.

– ¿Por qué me seguías? -preguntó, hundiendo un poco más la punta del cuchillo en su garganta.

– ¿Y tú por qué corrías?

Kimberly frunció el ceño, apretó los dientes y probó otra táctica.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vi que había luz y pensé que debía acercarme a echar un vistazo.

– ¡Aja! De modo que no soy la única paranoica.

– Tienes razón. Por lo que parece, los dos somos igual de paranoicos. ¿Cuál es tu excusa? La mía, que no puedo soportar el calor.

– ¡A mí no me pasa nada!

– Vale, me lo creo. Al fin y al cabo, eres tú quien tiene el cuchillo.

El hombre guardó silencio y esperó a que Kimberly hiciera algo…, ¿pero qué se suponía que tenía que hacer? La nueva agente Kimberly Quincy acababa de realizar su primera detención. Por desgracia, había detenido a un agente de la ley que tenía un rango más elevado que el suyo.

Mierda. Maldita sea. Dios, qué cansada estoy.

De repente, el último vestigio de adrenalina que le quedaba se desvaneció y su cuerpo, al que ya había exigido demasiado, se vino abajo. Abandonó su posición sobre el pecho del hombre y permitió que sus doloridas extremidades descansaran sobre la relativa comodidad del césped.

– ¿Un día largo? -preguntó el sureño, sin hacer ningún esfuerzo por levantarse.

– Una vida larga -replicó Kimberly con voz monótona. Al instante se arrepintió de sus palabras.

En completo silencio, Mac McCormack se llevó las manos a la nuca y contempló el firmamento. Kimberly le imitó y solo entonces fue consciente de la claridad del cielo nocturno, del océano de diminutas estrellas cristalinas que brillaban en lo alto. Era una noche hermosa. Probablemente, muchas chicas de su edad salían a pasear en noches como esta, cogidas de la mano de sus novios y riendo cada vez que estos intentaban robarles un beso.

Kimberly no podía imaginar una vida así. Esto era lo que siempre había deseado.

Volvió la cabeza hacia su compañero, que parecía disfrutar del silencio. Tras observarlo detenidamente, calculó que debía de medir más de metro ochenta. Era un tipo bastante grande, aunque no tanto como algunos de sus compañeros ex marines. Sin embargo, tenía pinta de ser fuerte y muy activo. Tenía el cabello oscuro, la piel bronceada y estaba en forma. Se sentía orgullosa de sí misma por haber sido capaz de derribarlo.

– Me has dado un susto de muerte -dijo ella, por fin.

– No era mi intención.

– No deberías haberte acercado con tanto sigilo en la oscuridad.

– Tienes razón.

– ¿Cuánto tiempo llevas en la Academia?

– Llegué en junio. ¿Y tú?

– Esta es mi novena semana. Me quedan siete.

– Te irá bien -replicó.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me has derrotado, ¿no? Aunque te aseguro que es la primera vez que intenta escapar de mí una chica guapa a la que decido perseguir.

– ¡Eres un presuntuoso! -le espetó, enojada.

Él se limitó a soltar una carcajada. El sonido fue profundo y retumbante, como el ronroneo de un gato montés. Kimberly decidió que aquel tipo no le gustaba. Debería levantarse y marcharse, pero le dolía demasiado el cuerpo. Así que siguió contemplando las estrellas.

– Hace calor -dijo entonces.

– Aja.

– Antes has dicho que no te gustaba el calor.

– Aja. -Guardó silencio unos instantes. Entonces, volviendo la cabeza hacia ella, añadió-: El calor mata.

Kimberly tardó un momento en darse cuenta de que estaba hablando en serio.


Las ramas de los árboles arañaban su rostro, los arbustos apresaban sus tobillos y los elevados hierbajos se enredaban en sus sandalias intentando derribarla. Con el corazón en la garganta y resoplando, Tina aceleró sus pasos y empezó a serpentear entre los árboles, esforzándose en no caer.

Tenía la impresión de que aquel tipo no la estaba siguiendo, pues no oía pasos a su espalda ni gritos airados. Era silencioso y sumamente sigiloso. Y por alguna razón, eso la asustaba aún más.

No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. ¿Por qué la seguía? Le daba miedo averiguarlo. ¿Qué le habría ocurrido a Betsy? Este pensamiento le llenó de dolor.

El aire abrasador le quemaba la garganta y la humedad del ambiente ardía en sus pulmones. Era tarde y, por instinto, había echado a correr colina abajo, en dirección contraria a la carretera. Ahora se dio cuenta de su error. Allí abajo, entre las profundas y oscuras sombras, no encontraría ayuda ni ningún lugar seguro.

Pero si lograba sacarle la suficiente ventaja, quizá podría escapar. Estaba en forma, así que podía encaramarse a un árbol y trepar hasta lo alto. O esconderse en una grieta y hacerse un ovillo tan pequeño que nunca conseguiría encontrarla. O buscar una liana y deslizarse por los aires como Tarzán en una película animada de Disney. La verdad es que le gustaría que todo esto no fuera más que una película. De hecho, en estos momentos le encantaría encontrarse en cualquier otro lugar.

El tronco salió de la nada. Un árbol muerto que posiblemente había sido derribado por un rayo décadas atrás. Tropezó primero con la espinilla y, sin poder reprimir un agudo grito de dolor, cayó de bruces al otro lado, arañándose las manos con un arbusto espinoso. Entonces, su espalda golpeó e1 terreno rocoso y el aliento escapó de su cuerpo.

Las ramas chasquearon débilmente a sus espaldas y oyó unos pasos calmados, controlados, contenidos.

¿Así era como llegaba la muerte? ¿Avanzando lentamente entre los árboles?

La espinilla de Tina palpitaba de dolor y sus pulmones se negaban a respirar. Se puso en pie, tambaleándose, e intentó dar un paso más.

Se oyó un débil silbido en la oscuridad y sintió un dolor breve y punzante. Bajó la mirada y vio que la pluma de un dardo sobresalía de su muslo izquierdo. ¿Qué era eso?

Intentó dar un paso, pues su mente seguía controlando su cuerpo y le gritaba con urgencia primaria que corriera. Pero sus piernas cedieron y Tina se desplomó sobre las hierbas que se alzaban por encima de sus rodillas, sintiendo que un extraño y fluido calor se extendía por sus venas y que sus músculos se rendían.

El pánico empezó a abandonar su consciencia y su corazón empezó a latir más despacio. Agradeciendo la suavidad de aquella respiración, sus pulmones se abrieron y su cuerpo empezó a flotar, a la vez que los bosques se alejaban girando en espiral.

Me ha drogado, pensó. Cabrón. Pero también este pensamiento se alejó a la deriva.

Unos pasos se aproximaron y lo último que vio fue su rostro, que la observaba paciente.

– Por favor -murmuró con voz pastosa, cubriéndose el vientre con las manos de forma instintiva-. Por favor… No me haga daño… Estoy embarazada.

El hombre cargó a hombros su cuerpo inconsciente y se la llevó de allí.


Nora Ray Watts estaba soñando. En su sueño todo era azul, rosa y púrpura. En su sueño, el aire parecía de terciopelo y podía girar sin parar y ver los brillantes destellos de las estrellas. En su sueño se reía a carcajadas, su perro Mumphry danzaba a sus pies e incluso sus destrozados padres esbozaban por fin una sonrisa.

Lo único que faltaba era su hermana.

De pronto se abrió una puerta que conducía a una bostezante oscuridad. La puerta le indicó por señas que se acercara y Nora Ray avanzó hacia ella, sin sentir temor alguno. Ya había cruzado esa puerta con anterioridad. En ocasiones se quedaba dormida solo para poder encontrarla de nuevo.

Nora Ray accedió al interior de sus oscuras profundidades…

Y al instante siguiente, se despertó sobresaltada. Su madre estaba a su lado en el oscuro dormitorio, zarandeándola con suavidad.

– Tenías una pesadilla.

– He visto a Mary Lynn -explicó Nora Ray, adormecida-. Creo que tiene una amiga.

– Shhh -le dijo su madre-. Déjala marchar. Solo es el calor.

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