Las presentaciones individuales continuaron y se prolongaron prácticamente durante toda la tarde del jueves. Mattias había determinado el nivel y los demás participantes aceptaron el reto. Ninguno de ellos quería unirse a un pelotón de mediocres aportando una historia de escaso interés, no en vano todos ocupaban puestos directivos. Desfilaron historias a cual más apasionante. Monika no era capaz de escuchar más que a medias. Cuando por fin acabó su presentación y la atención de todos pasó a concentrarse en el siguiente participante, comprendió perfectamente la cantidad de energía que había exigido su intervención. Las fuerzas que aún le quedaban las necesitaba para mantenerse derecha en la silla. Hacía tanto tiempo que no se acercaba a aquel recuerdo… Y las veces que se veía obligada a hacerlo pasaba rauda por encima, dejando los detalles en compasivas sombras.
Voces extrañas se sucedían unas a otras, separadas tan sólo por el ruido de los aplausos. Ella también participaba aplaudiendo lo justo para no llamar la atención. Y todo el tiempo era consciente de que él estaba sentado allí. En la silla de al lado estaba la persona que poseía un rasgo de carácter del que ella sin duda carecía.
Elegir siempre lo correcto. Tenerlo tan profundamente integrado en el propio carácter que nunca se suscitase la duda, ni siquiera cuando rondaba la muerte, cuando el miedo cegaba el entendimiento. Giró un momento la cabeza para verlo, quiso saber si podía leerse en sus rasgos. Quiso ver cuál era el aspecto de una persona que era todo lo que ella siempre soñó ser, lo que no podría llegar a ser nunca, puesto que lo que no se había hecho ya no tenía remedio. Él estaba muerto para siempre y ella sería siempre la que no apagó la sauna y la que luego ni siquiera dio aquellos dos pasos de más.
Aquella noche quedó demostrada esa carencia de su personalidad y, desde entonces, no había pasado un día sin que la sintiese dentro, mortificándola. La profesión elegida, todas sus prestigiosas posesiones, su modo implacable de obligarse a obtener cada vez mejores resultados, todo era una manera de intentar compensar ese defecto suyo. De justificar el hecho de estar viva mientras que él estaba muerto. Eso era lo que había conseguido con su lucha, ese único logro: verse libre de la certeza de que, en el fondo de su ser, era una persona egoísta y cobarde, eso jamás podría cambiarlo. O se era o no se era. Y cuando se había demostrado que se era, uno no merecía amor.
Aunque siguiera vivo.
Después de la asamblea inicial se fue a su habitación. Los demás continuaron en el bar, pero ella no tenía fuerzas. No tenía fuerzas para confraternizar y charlar y fingir que todo estaba en orden. Se sentó en la cama sopesando en la mano el móvil apagado. Tenía tantas ganas de oír su voz…, pero él detectaría que algo no iba bien y ella no podría contárselo. Y la experiencia de aquella tarde desató la duda una vez más. En realidad, él no sabía quién era ella.
Estaba totalmente sola, ni siquiera con Thomas podía compartir la vergüenza que soportaba.
La culpa. Nunca se permitió el lujo de procesar su duelo. No en profundidad. Porque, ¿cómo iba a permitírselo? Su presencia le faltaba hasta límites insospechados desde que se quedó sola en la casa, con su madre. Le faltaba de un modo que no había imaginado posible hasta entonces. El siempre estuvo allí y era una obviedad que así seguiría siendo. Nadie podía llenar su espacio. Pero su duelo era tan mezquino que mancillaría la memoria de su hermano. Ella no tenía ese derecho. A cambio, hacía cuanto estaba en su mano por que la pérdida de su madre se hiciese más soportable, intentaba estar alegre, complacerla, animarla en la medida de lo posible. Le envidiaba el derecho a poder entregarse y complacerse en su dolor sin obligaciones para con los que aún quedaban con vida. Su dolor era noble, genuino, no como el de Monika, que servía en la misma medida para ocultar una verdad que se le hacía insoportable.
La traición. Conmocionada, comprendió que la vida fuera de su hogar continuaba como si nada hubiese ocurrido. Nada estaba patas arriba ni había cambiado después del horror acontecido. Las mismas personas viajaban en el autobús por las mañanas, los mismos programas en televisión, el vecino seguía ampliando su casa. Todo seguía sin que el entorno se apercibiese de que él no estaba, sin que se notase. Y la propia vida de Monika seguía también. El recuerdo de su hermano perdería un día su contorno definido y palidecería, el hueco permanecería sin duda, pero el mundo cambiaría de modo que el vacío de la ausencia de su hermano fuese cada vez menos evidente. El camino que él habría emprendido se iría estrechando para, al final, desaparecer en la incertidumbre, transformarse en la intriga de quién habría llegado a ser y de cómo se habría conformado su vida. Y nada había que ella pudiese hacer para cambiar lo ocurrido.
Nada.
Éxito, admiración, estatus. Todos los días de su vida estaba dispuesta a cambiar todo lo cosechado por la posibilidad de poder hacerlo de otro modo.
Porque lo que la muerte exigía era ilógico. Lo que reclamaba que uno comprendiera por completo. Aceptar la verdad incondicional del «nunca más».
Nunca más.
Nunca más, en la vida.
Comió en la habitación. Poco antes de la cena, llamó a Åse y se excusó aduciendo dolor de cabeza. Un cuarto de hora más tarde llamaron a la puerta y allí estaba Åse, con una bandeja llena de comida.
– Le he dicho a la gurú que cenarías en la habitación. Espero que te mejores.
La venció el sueño tan pronto como se tumbó en la cama y durmió casi nueve horas. Se refugió en el descanso para eludir los remordimientos por no haber llamado a Thomas, tal y como le había prometido. «No vuelvas a dejarme solo con un teléfono mudo. No sé si lo resistiré una vez más.» Cuando se despertó, marcó su número, aunque en realidad era demasiado temprano.
– ¿Dígame?
Oyó que él también acababa de despertarse.
– Soy yo. Perdona que no te llamara ayer.
Él no respondió y su silencio la llenó de temor. Intentó inventarse una excusa, pero no tenía ninguna que pudiera confesarle. Y mentir no quería. A él, no. Thomas tenía todo el derecho del mundo a guardar silencio. Ella sabía perfectamente cómo se sentiría si él se hubiese ido a hacer un curso y no la hubiera llamado.
«Sólo te pido una cosa, que seas sincera, que digas las cosas como son, para que yo sepa lo que está pasando.»
Monika cerró los ojos.
– Perdón, Thomas. Ayer fue un día espantoso y, cuando terminó, me encerré en la habitación, no tuve fuerzas ni para bajar a cenar.
– Vaya, parece un curso divertido. ¿Qué fue tan espantoso?
Había en su voz un eco extraño y comprendió que sus palabras habían empeorado las cosas. Lo había descalificado al no llamarlo y hacerlo partícipe en lugar de arreglárselas por sí sola.
Como de costumbre.
Destrozaría aquello también. Su cobardía se cobraría su precio una vez más y le arrebataría lo que más deseaba tener. Lo único que él le exigía era sinceridad, y eso era lo único que ella era incapaz de ofrecer. El secreto seguiría allí como una rozadura y mantendría la distancia entre los dos. Puro y cierto, allí estaba, a su alcance, aquel sueño en el que había dejado de confiar siquiera. Ningún éxito en este mundo podía compararse con la fortaleza que el amor de Thomas era capaz de infundirle. Y aun así, no era suficiente. Ella no era un ser heroico y nada podía hacer al respecto, pero al menos debería reunir el valor necesario para atreverse a contarlo.
«Si los dos somos sinceros, no tendremos nada que temer, ¿no crees?» Tal y como siempre había deseado, no sentir miedo.
Sabía que tenía que contárselo y, en honor a la verdad, ¿qué tenía que perder? Lo perdería a él de todos modos si continuaba callando.
Tenía que atreverse.
Pero no ahora, no por teléfono. Quería verle la cara.
– Te lo contaré cuando llegue a casa. Y oye, Thomas…
Al menos confesaría esa otra verdad, que también le resultaba tan difícil.
– Te quiero.
Pasaron el viernes y el sábado. Persistía en su resolución de contárselo y halló reposo en el hecho de haber elegido una dirección. El intenso ritmo del curso le ayudó a distraerse. Saturada de conocimientos sobre visiones y objetivos, reparto eficaz del trabajo, cómo motivar al personal subalterno y cómo crear un clima positivo, la noche del sábado se sentó a una de las mesas del hermosamente adornado comedor. Hasta ahora, siempre había comido con Åse y las dos mujeres habían profundizado en su relación. Comparar a Åse con un soplo de aire fresco era decir poco, era más bien un huracán que arrasaba cada vez que uno se le acercaba. Monika la apreciaba mucho y ya había pensado en invitarla a cenar a ella y a su marido Börje en alguna ocasión, con ella y Thomas. Cena de parejas.
Si Thomas seguía con ella.
– ¿Está libre este asiento?
Se volvió a mirar y allí estaba Mattias. Hasta ahora sólo habían intercambiado unas cuantas frases; en las comidas anteriores, ella había ido eligiendo otras mesas distintas de la suya sin detenerse a analizar el porqué.
– Claro.
Pero, en realidad, no quería.
– Tú te llamas Monika, ¿verdad?
Ella asintió, él retiró la silla y se sentó. A su derecha, donde la última vez.
Había en cada plato una servilleta artísticamente doblada y Mattias contempló un instante la construcción antes de demolerla y colocarse la servilleta en la rodilla.
– Fue una presentación impresionante la tuya. No he tenido ocasión de decírtelo hasta ahora.
Derecho al grano. Conocía el tipo: gente que había pasado por grandes crisis, que habían salido fortalecidos de sus experiencias y que no se dignaban a recurrir a la palabrería de corrección tradicional. A la diana y punto. Estuviesen o no preparados los demás.
– Gracias, lo mismo digo.
Åse vino a salvarla. Con el habitual barullo, se sentó en la silla de enfrente y desplegó enseguida su servilleta sin dedicarle una ojeada siquiera al artístico doblez.
– ¡Dios, qué hambre tengo! -Leyó disgustada el pequeño menú que decoraba cada plato de postre-. ¿Carpaccio de salmón? Eso se lo come uno mientras se muere de hambre.
Mattias se echó a reír. Monika tenía una incómoda conciencia de su presencia. Su existencia misma era un puro recordatorio inmenso.
Otras personas fueron a sentarse a su mesa y pronto estuvieron ocupadas las ocho sillas. El ambiente casi podía calificarse de familiar. Fue un recurso genial por parte de la dirección del curso obligarlos a sincerarse ya desde la presentación. Después de aquello, ningún asunto les pareció demasiado privado como para compartirlo con los demás. Monika sabía ya más de algunos de los participantes que de sus compañeros de trabajo. Pero ellos no sabían demasiado de ella. Y se preguntaba si alguno más habría embellecido la verdad ligeramente cuando se les presentó la oportunidad.
– ¿Y cómo está ahora tu mujer?
Era Åse la que preguntaba y se dirigía a Mattias. Hacía ya rato que había engullido su carpaccio de salmón y ahora untaba mantequilla en una rebanada de pan ácimo, a la espera del primer plato.
– Pues mira, bastante bien, la verdad. Nunca se restablecerá por completo, pero lo suficiente como para que todo funcione. Y ya no sufre dolores. Si la conocierais y no supierais nada, no se lo notaríais; es más bien eso, que le duele si pasa mucho rato sentada y cosas así.
– ¿Y vuestra hija, qué edad tiene?
A Mattias se le ilumino la cara al hablar de ella.
– Daniella cumplirá un año dentro de tres semanas. Es curioso esto de ser padre. De repente, me cuesta muchísimo estar fuera de casa un par de días. Mientras uno está fuera, pasan montones de cosas.
Todos los comensales asintieron confirmando sus palabras; al parecer, todos tenían hijos pequeños que, en un par de días, llegaban a cambiar bastante. Tan sólo Åse era de otra opinión.
– A mí me parecía maravilloso estar fuera de casa un par de días cuando los niños eran pequeños. ¡El solo hecho de poder dormir una noche entera! En cambio, ahora que son mayores, echo de menos el ruido de sus piececitos buscándote de puntillas por la noche.
Åse le había hablado de sus hijos. Un hijo mayor y su hija, que era su orgullo. Su hijo nació sin brazos, por razones desconocidas, y ella le había confesado lo contradictorio de sus sentimientos después del parto y la posterior alegría al comprobar la extraordinaria capacidad de los niños para adaptarse a las circunstancias. Ahora le había dado dos nietos.
Monika tomó un trago de vino y se retrepó en la silla. Echaba de menos a Thomas. Se aisló del ruido de alrededor y disfrutó. Era algo grande tener un motivo por el que añorar como ella lo hacía. Llevaba toda su vida deseando tener alguna vez una razón para añorar así. Y ahora la tenía, por fin.
De repente, se dio cuenta de que Mattias se dirigía a ella.
– Perdona, ¿qué decías? Estaba con la cabeza en otro lugar.
Mattias sonrió.
– Sí, me he dado cuenta. Pero parecía que era un buen lugar, así que no quiero incomodarte.
Como si no la hubiese incomodado ya lo suficiente. Sentía un rechazo instintivo a hablar con él, pero por otro lado, no quería pasar por desagradable. Si no le quedaba más remedio, tendría que ser algo neutral.
– ¿Tú en qué trabajas?
La pregunta casi rechinaba de puro aburrido, pero Mattias no se dejó amedrentar.
– Acabo de empezar en una nueva empresa como jefe de personal de un gran comercio de accesorios deportivos; no es una de las grandes cadenas, sino una compañía independiente. Nunca había sido jefe, por eso me mandaron a este curso.
– Exhibió una sonrisa burlona-. No es que a mí me pareciera tan necesario, porque sólo hay seis empleados, pero el propietario del negocio es amigo mío y sabe lo mal que lo pasamos económicamente después del accidente de Pernilla. Ya sabes, lo que conté de que no teníamos seguro y eso.
Monika quería decir algo apropiado, que se alegraba por él o algo así, pero se le habían agotado las mentiras, así que hizo un comentario general sobre las compañías de seguros y él picó y, de improviso, se vieron inmersos en una interesante conversación. Por más que le hubiese gustado, no lo pudo negar. Mattias era un compañero de mesa muy agradable y, durante la hora siguiente, Monika se divirtió de verdad e incluso rio de buena gana varias veces. ¡Y cómo hablaba de su mujer, con cuánto amor y lealtad! No pasaban diez minutos sin que ella saliese a relucir en la charla. Monika se preguntaba si Thomas hablaría así de ella algún día. Si ella llegaría a ser una parte tan natural y obvia de su vida. Mattias le habló de los terribles años posteriores al accidente y sobre cómo los habían unido más aún. Entre risas, les contó cómo intentaron llenar el vacío dejado por su gran interés por el submarinismo. Cómo fueron probando una afición tras otra pero, puesto que dichas aficiones no podían costar dinero, la oferta era bastante limitada. Cuando más sinceramente rio fue al referirle su valeroso intento de convertirse en observadores de pájaros. Y que, tras pasar un día entero agazapados entre arbustos y no tener más que una urraca y dos aguzanieves en su haber, se vieron obligados a admitir que sería más divertido contar la historia que volver a vivirla. Pero un buen día, después de una visita a la biblioteca, Pernilla empezó a leer sobre la historia de Suecia y, con el tiempo, su interés creció hasta el punto de que más parecía una obsesión. Mattias confesó con una sonrisa que Pernilla se apasionó con Gustavo II Adolfo y los demás señores, pero que le parecía bien, pues tal afición no le afectaba a la espalda. Y le contó también lo contento que estaba por su nuevo trabajo, puesto que las deudas contraídas por la rehabilitación de Pernilla serían por fin abordables, por no hablar del coste de todos los quiroprácticos y masajistas, imprescindibles para que no sufriese dolores.
El tintineo de una copa acalló la conversación de todas las mesas y las miradas sondearon la sala en busca del origen del sonido. La monitora se había puesto de pie.
– Quería aprovechar ahora que estamos todos reunidos. Quiero que me digáis si podríais plantearos prolongar un par de horas la jornada de mañana, así tendremos tiempo de abordar todos los temas. Me temo que, de lo contrario, tendríamos que cancelar la charla sobre el tratamiento del estrés.
El curso, según el programa, tendría que terminar para la hora del almuerzo. Ella le había prometido a su madre que la recogería a las tres para ir a visitar la tumba.
– Todos aquellos que no tengan inconveniente, que levanten la mano.
Prácticamente todos lo hicieron, Åse incluida. El único de su mesa, aparte de la propia Monika, que no alzó la mano fue Mattias. Åse la vio y seguramente tomó conciencia de su papel de chófer, porque bajó la mano enseguida.
– Vaya, ¿tienes prisa por volver a casa?
Monika no tuvo tiempo de contestar, pues la monitora volvió a tomar la palabra.
– Parece que la mayoría puede quedarse, así que eso haremos. Por lo demás, espero que sigáis disfrutando de la cena.
Åse arrugó la frente.
– Espera, voy a comprobar una cosa.
Se levantó y se marchó sin más explicación de cuáles eran sus planes. Mattias apuró su copa.
– A mí no me importa saltarme el tratamiento del estrés, a cambio descanso unas horas más en casa. Sé que el resto de los que venían conmigo también tenían prisa por volver.
Él también había compartido coche. Pertenecía al grupo del que Åse le habló cuando las dos emprendieron su viaje el jueves anterior. Monika pensó que era la última vez que iba sin su coche. Si asistía a un curso otra vez, cosa que dudaba mucho en las circunstancias actuales, procuraría ser independiente. Llamar a su madre y cancelar la visita al cementerio quedaba descartado. Ya había abusado bastante de su escasa paciencia.
Åse volvió y se sentó en la silla.
– No, no ha podido ser, ya tenían el coche lleno. Pensé que podrías irte con el otro grupo de la ciudad si tenías prisa, porque ellos también se van pronto. Pero bueno, qué más da, pasaré del tratamiento del estrés.
Aquella parte era la razón por la que Åse había asistido al curso y ahora se la perdería por culpa de Monika. ¡Cómo detestaba las eternas visitas a la tumba! Deseaba con todas sus fuerzas haber podido decirle a Åse que no importaba, que se quedaría allí dos horas más, si era importante para ella. Pero sabía lo que eso implicaría. Semanas de indignado silencio en las que su madre, sin pronunciar una palabra, lograría reforzar la voz recriminatoria de la conciencia que le decía que ella siempre pensaba en sí misma en primer lugar. Y cuando su madre se acercaba tanto a la verdad, la existencia se le hacía insoportable. Su única salida era deshacerse en atenciones y andarse con cuidado hasta que todo volviese a la normalidad. Y ahora no soportaría una situación así. Justo ahora, que había decidido atreverse a confesárselo todo a Thomas. Tenía que elegir.
– Quisiera poder decirte que me quedo, pero tengo una visita domiciliaria a un paciente mañana a primera hora de la tarde.
Sintió que se ruborizaba y fingió que le había entrado algo en el ojo como pretexto para esconder la cara. Allí estaba sentada mintiendo y, una vez más, quedaba demostrado. Ella no se sacrificaba en tanto que Mattias no vacilaba jamás.
– Si tienes tanta prisa por volver, puedes ocupar mi lugar en el otro coche, y Åse y yo nos quedamos al tratamiento del estrés. No creo que Daniella aprenda a hablar justo mañana antes de las cuatro.
Le costó admitir la gratitud que sentía.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Yo quiero volver a casa cuanto antes, pero no por nada urgente. Espero y regreso con Åse.
Y así quedó decidido.
Nada cambió a su alrededor. Todo parecía igual que hacía un instante. A veces resulta muy extraño que no veamos las encrucijadas que nos cambian la vida justo en el instante en que las estamos pasando.