«Y si tu mano derecha te aboca al pecado, córtatela y arrójala lejos de ti, que más vale que perezca uno de tus miembros que todo tu cuerpo vaya al Gehena.»
Abrió los ojos. Era la voz de su madre. Se acercó la mano y se asqueó del olor que emanaba. Se levantó tan rápido como pudo y se dirigió al lavabo del baño, se lavó con jabón y dejó que el agua caliente enjuagase la repugnante suciedad.
Todo era culpa de Vanja. Su carta había abierto pequeños canales que Maj-Britt no podía controlar, pequeños conductos de pensamientos que ella no quería pensar le sobrevenían a hurtadillas y Maj-Britt no estaba en condiciones de mantenerlos apartados. Mientras la amenaza vino de fuera, supo domesticarla con sus viejos trucos, pero ahora nacía de dentro y sus defensas de años quedaron a ras de suelo dejando el campo libre.
Pensamientos impuros.
Acudieron a su mente muy pronto, jamás comprendió de dónde; súbitamente, allí estaban, dentro de ella, arrastrándose como gusanos negros que salían de su cerebro y le hacían desear cosas que eran impensables. Pecaminosas. Quizá, después de todo, fuese Satán mismo quien la tentara, tal y como le decían. Ahora recordaba que eso era lo que le decían.
¡Y ella no quería recordar!
De pronto, se veía obligada a aproximarse a la retícula que la protegía y, cuando se acercaba tanto, le era posible distinguir detalles del otro lado, detalles que no debían existir. Reguero tras reguero iban rezumando por los minúsculos canales hasta ensamblarse y componer piezas completas. Jirones que, hurgando, hacían emerger a la superficie todo aquello que ella creía haber olvidado y superado de una vez por todas. Paralelos a las letras escritas por Vanja, esos jirones se habían ido abriendo paso a través de su conciencia. Nadie lucharía a su lado en esta ocasión. Sus padres estaban muertos y el Jesús de sus padres la había abandonado hacía mucho tiempo.
Rezó y rezó, pero jamás le fue dado compartir su fe, Dios no quiso aceptar sus plegarias. Renunció a todo por demostrar su obediencia y por ser acogida en el amor de Dios, pero Él nunca respondió. Jamás le manifestó, con una palabra, con una señal, que la había escuchado, que era testigo de su lucha y su sacrificio. Dios la rechazó y la dejó sola con sus sucios pensamientos.
Fue a la cocina. Aún quedaba un resto de carne asada, cortó un trozo y se lo puso en la lengua: asada sólo por la superficie. Cuando volvió a tumbarse en la cama, dejó que la saliva reblandeciese y entibiase la carne antes de tragar con los ojos cerrados.
Un instante de breve placer.
Varias veces se despertó con la mano sobre los senos y sintió una vergüenza roja como la sangre. ¿Por qué había nacido en un cuerpo con tan mórbidos impulsos? ¿Por qué no pudo amarla el Dios de sus padres? ¿Por qué castigó a sus padres, cuando ella estaba dispuesta a sacrificarlo todo?
Una noche, no se despertó hasta que no era demasiado tarde. Volvió en sí justo en el momento mismo de la vergüenza.
Y su madre le habló en sueños.
Habían visto lo que hacía.
Una gran sala. Estaba sentada en una silla y allí estaba de nuevo el agua, a su alrededor. No podía moverse. Algo le pasaba a su pierna derecha, por alguna razón le impedía zafarse de allí. Un ruido la asustó y alzó la vista. Allí estaba él, delante de ella, con su traje negro, tan ingente que no alcanzaba a verle la cara. Quiso huir, pero algo tenía la pierna derecha que se lo impedía. Detrás de él, en el suelo, yacía un hombre gravemente herido, las ropas blancas destrozadas. Manaba sangre de las heridas que los clavos abrieron en sus manos y la sangre tintaba el agua de rojo y el hombre la miró suplicando ayuda.
La voz del hombre imponente resonaba como el tronar de la tormenta.
– Jesús murió en la cruz por tus pecados, porque tus manos te llevaron por el mal camino y por tus deseos impuros.
Oyó ruido a sus espaldas. Gente congregada, presente allí por su culpa, por lo que había hecho. Sentía la quemazón de sus miradas en la nuca.
– Existen tres formas de amor: nuestro amor a Dios, el amor que Dios nos profesa y el erótico, que nos aparta de Dios.
El agua avanzaba acercándosele por ambos lados. Sus padres estaban sentados a cierta distancia, con las manos entrelazadas. Suplicantes, alzaban la vista hacia el hombre que hablaba, rogando ayuda.
– La vergüenza del deseo consiste en que es independiente de la voluntad. La virtud exige un total control sobre el cuerpo. ¿Lo comprendes, Maj-Britt?
Su nombre resonaba entre las paredes, pero ella era incapaz de responder. Algo estaba asfixiándola. La gente que había detrás y la que ella no podía ver posaba las manos sobre su cabeza.
– Antes del pecado original, Adán y Eva podían reproducirse sin intervención del deseo, sin ese apetito que hoy nos doblega, el cuerpo entero se hallaba bajo el control de la voluntad.
El nivel del agua seguía subiendo. El hombre que yacía herido en el suelo desapareció bajo la superficie y ella quería acudir corriendo en su ayuda, pero no podía. Su propia pierna y todas aquellas manos la retenían. Sus padres no tardarían en desaparecer también, se ahogarían por su culpa, porque los había obligado a, en su desesperación, acudir allí para ayudarle.
– Has de aprender a cultivar y cuidar tu relación con Dios, a purificar tu espíritu infecto. Un verdadero cristiano se abstiene de la maldición de la sexualidad. Lo que has hecho es pecado, has abandonado el camino recto.
Las paredes se derrumbaron con atronador estruendo y la habitación quedó inundada de agua. Sus padres permanecían sentados en el completo silencio de su aflicción sin oponerse al agua que los cubría. Ya no era posible respirar, no respirar, no respirar.
Cuando se despertó estaba boca arriba. Intentó rodar para ponerse de costado, pero su cuerpo se lo impedía. Se le había caído al suelo el gran almohadón y ahora se hallaba inerme, presa de su propio peso. Como un escarabajo patas arriba, se esforzó en vano por recobrar el control, pero el esfuerzo le agotó las últimas reservas de oxígeno de sus pulmones. Se asfixiaría. Moriría allí, vencida por su propio cuerpo, aquel cuerpo que, durante toda su vida, gordo o delgado, constituyó su prisión. Ahora su cuerpo había triunfado. Al final, se había salido con la suya y la había derrotado, la había obligado a doblegarse y a rendirse.
Allí la encontrarían. La tal Ellinor la hallaría al día siguiente y les contaría a los demás del servicio domiciliario que murió tumbada en su propia cama, asfixiada por su propia grasa.
Por siempre una vergüenza.
Con un último esfuerzo, logró girar y ponerse de lado, hasta que cayó al suelo con estruendo. El brazo izquierdo quedó aprisionado, pero no sentía el dolor, sólo la liberación del aire al encontrar un angosto pasaje hasta los pulmones.
Saba gimió inquieta deambulando de un lado a otro de la habitación. Saba, su querida Saba. Su fiel amiga, siempre dispuesta cuando la necesitaba. Pero nada podía hacer Saba ahora. Maj-Britt seguiría allí hasta que llegase Ellinor, pero al menos no estaría muerta.
Las horas transcurrían despacio. El brazo izquierdo se le durmió casi enseguida, pero Maj-Britt no se atrevió a moverse, no se atrevió a correr el riesgo de volver a caer de espaldas. Finalmente, no le quedó otra opción. Gracias a un desplazamiento mínimo, logró dar rienda suelta al flujo sanguíneo del brazo. Lo peor era el dolor lumbar. El mismo que, últimamente, actuaba sordo e ininterrumpido pero que, cada vez con más frecuencia, se intensificaba tanto que le costaba caminar.
Tuvo suerte, Ellinor llegó temprano. El reloj que tenía junto a la cama marcaba poco más de las diez cuando por fin oyó la llave en la cerradura.
– ¡Soy yo!
No respondió. Ellinor no tardaría en encontrarla de todos modos. Oyó cómo dejaba las bolsas de la compra en la mesa de la cocina y saludaba a Saba, que se apartó de su lado al percatarse de que abrían la puerta.
– ¿Maj-Britt?
Enseguida la vio aparecer en la puerta del dormitorio. Maj-Britt vio que se asustaba.
– Por Dios santo, ¿cómo estás?
La joven se acuclilló a su lado, aún sin tocarla.
– ¡Madre mía! ¿Cuánto tiempo llevas así?
Maj-Britt era incapaz de articular palabra. La humillación que la embargaba era tan honda que sus mandíbulas se negaban a moverse. Entonces notó las manos de Ellinor sobre su cuerpo, y fue tan espantoso que sintió deseos de gritar.
– No sé si podré levantarte yo sola. Me temo que tendré que solicitar los servicios de guardia de Trygghetsjouren.
– ¡No!
La amenaza disparó el bombeo de adrenalina por su cuerpo y Maj-Britt estiró el brazo hacia el larguero de la cama para intentar tomar impulso.
– Nos las arreglaremos solas. Intenta meter el cojín debajo de la espalda.
Ellinor actuó tan rápido como pudo y Maj-Britt no tardó en estar medio sentada. El dolor lumbar le daba ganas de gritar, pero resistió y siguió luchando. Y así continuaron, obligando a los cojines a entrar uno a uno. Les llevó cerca de media hora, pero lo consiguieron, sin la ayuda de Trygghetsjouren y sin necesidad de soportar su tacto repugnante. Cuando, jadeante, pudo por fin hundirse en el sillón, cuando ya todo había pasado, experimentó una sensación extraña.
Se sentía agradecida hacia Ellinor.
No tenía por qué hacer aquello. Según las reglas, debería haber llamado al servicio de Trygghetsjouren. Pero Ellinor renunció porque ella se lo pidió y, entre las dos, lo consiguieron.
Hubo de rebuscar la palabra en lo más hondo.
– Gracias.
Maj-Britt la dijo sin mirarla pues, de haberlo hecho, habría quedado impronunciada en la garganta.
Durante la hora siguiente no se dijeron gran cosa. La sensación de haberse convertido de pronto en un equipo, de que la experiencia compartida había obligado a Maj-Britt a bajar la guardia, le resultaba amenazadora. Había contraído una deuda de gratitud que Ellinor fácilmente podría utilizar si ella no se mantenía alerta. Aquello no significaba que fuesen amigas. Nada más lejos. Ya tenía a Saba, no necesitaba a nadie más.
No tuvo fuerzas para colocar las bolsas de la compra y oyó que Ellinor empezaba a sacar la comida y que abría la puerta del frigorífico.
– ¡Vaya! ¡Aún queda un montón de comida!
– Puedo comérmelo ahora, si te hace sentir mejor.
Se mordió la lengua, no era su intención, pero las palabras surgieron solas. Se sentía arrepentida pero la sola idea de desdecirse la llenaba de indignación. Tenía una deuda de gratitud. A la larga, se le haría insoportable.
Ellinor apareció en la puerta.
– Es que me ha sorprendido. Me refiero a la comida. No estarás enferma o algo así, ¿verdad?
Maj-Britt observó la carta. Observó el texto que había dejado sin leer y lo leído, que habría querido no ver jamás. Ya ni siquiera la comida le reportaba el menor alivio.
– ¿Quieres que compre algo especial para la próxima vez?
– Carne.
– ¿Carne?
– Sólo carne. Olvida todo lo demás.
Se quedó en el sillón mientras Ellinor iba limpiando a su alrededor, esforzándose al máximo por hacer como si la joven no existiera. Notaba la mirada preocupada de Ellinor, pero la ignoró. Sabía que no se saldría con la suya, los servicios sociales jamás consentirían en comprar sólo carne. Había luchado largo y tendido por sus raciones adicionales de comida, aquello sería extralimitarse definitivamente.
Pero la carne era lo único que mitigaba aquellos pensamientos que volvían a invadirla.
Ellinor estaba ya en la puerta cuando, de pronto, se dio la vuelta, vacilante.
– ¿Sabes qué?, te voy a dejar mi número de móvil en la mesilla de noche, al lado del teléfono. Por si ocurre otra vez, digo.
Se metió en el dormitorio pero volvió enseguida.
– Nos vemos pasado mañana.
Se fue por el pasillo y, ya con la puerta abierta, le gritó:
– Por cierto, en la mesa de la cocina he dejado los tapones para los oídos que pediste. Adiós.
Maj-Britt no respondió. Estaba tan horrorizada que sólo quería llorar. Un duro nudo en la garganta le provocó una mueca y se cubrió la cara con la mano hasta que Ellinor se marchó.
Ellinor era desconcertante. Maj-Britt no se explicaba de ninguna manera tanta amabilidad, que, además, no cedía por cuestionable que fuese su conducta. Tenía motivos de sobra para abrigar sospechas, porque algo debía de esperar Ellinor a cambio. Era como uno de esos sueltos publicitarios que le echaban por el buzón, a veces impresos con letras ornamentales, como si sólo se lo hubiesen enviado a ella. «Querida Inga Maj-Britt Pettersson, nos complace ofrecerte este fantástico producto.» Cuanto más ventajosa parecía la oferta, tanto mayor era el motivo de sospecha. Cuidadosamente oculto en la profusión de amables fórmulas existía siempre un inconveniente y, cuanto más difícil de detectar, más razón había para ser cauto. Nada se hacía por pura buena voluntad. Siempre existía el interés por obtener un beneficio. Así funcionaba el mundo y todos hacían lo posible por obtener su parte.
Como ese tipo de reclamos publicitarios era Ellinor. Tenía motivos más que sobrados de desconfianza.
Tomó la pinza y la extendió en busca de la carta. Allí estaba, sobre la mesa, como un imán a la espera de su rendición. Ya no tenía fuerzas para seguir oponiendo resistencia. Le temblaban las manos cuando la desplegó para seguir leyendo.
…Jamás olvidaré el día en que cuestioné la fe de tu padre. Bien mirado, ahora no comprendo cómo me atreví. Acabábamos de estudiar en la escuela que el cristianismo no era la religión más grande del mundo y recuerdo que me sorprendió mucho. Si había más personas que creían en otro dios, ¡quizá ellas estuviesen en lo cierto! ¡Dios santo, cómo se enfadó tu padre! Me explicó que ese tipo de razonamientos me llevarían al infierno y, aunque no me terminé de creer lo que me dijo, me llevó mucho tiempo olvidar sus palabras. Fue la primera vez que sentí a Dios como una amenaza. Tu padre decía que todos aquellos que no reconocían a Jesucristo como hijo de Dios no serían recibidos en el reino de los cielos y a mí me habría gustado preguntarle por todos los que vivieron antes de que naciera Jesucristo. Si no era un tanto injusto para ellos, puesto que ni siquiera habían tenido la oportunidad. Pero claro, no tuve valor. Con una vez tuve bastante ese día.
Me parecía tan extraño que los hombres fuésemos tan «pecaminosos» y que en la iglesia tuviésemos que pedirle a Dios que «nos perdonase los pecados», los hubiésemos cometido o no. Recuerdo que tú intentaste hacerme entender que no sólo contaban los pecados que uno cometía conscientemente, sino que también contaba el pecado original, con el que nacíamos. «En virtud de nuestra concepción carnal basada en nuestra pecaminosa semilla.» Jamás olvidaré esas palabras. Me resultaron tan desconcertantes que tardé varios años en desecharlas, cuando comprendí que «la concepción carnal» era nuestra única manera de reproducirnos. Y decidí que seguramente Dios quería que hiciéramos aquello, ya que tanta molestia se había tomado al crearnos.
Cuando éramos más pequeñas, el sexo era algo que interesaba a los chicos, «por desgracia», y que nosotras «aprenderíamos a soportar» con el tiempo, pero en ningún momento debíamos «dejarnos llevar». No es de extrañar el desconcierto que nos embargó después, en la adolescencia, cuando sólo pensábamos en los chicos y nosotras mismas, de forma totalmente voluntaria, teníamos ganas de «dejarnos llevar» un poco. Me habría gustado que, entre todas las amonestaciones y la propaganda aterradora, hubiesen incluido un breve anexo advirtiendo de que era perfectamente natural que todas las personas sintiesen el deseo y la voluntad de reproducirse.
Otro recuerdo indeleble de la niñez es el de aquella vez en que encontramos las revistas en el cajón del escritorio de tu padre. Te aseguro que no me acuerdo de qué habíamos ido a hacer allí, pero supongo que fue idea mía (como solía ser cuando hacíamos algo que en realidad no debíamos). Para los parámetros de hoy en día, aquellas revistas eran bastante inocentes, pero encontrarlas en tu casa fue como descubrir un signo de Satán en la iglesia y tú te asustaste muchísimo. Estabas convencida de que alguien había entrado en la casa y las había puesto allí, pero por nada del mundo te habrías atrevido a decirles nada a tus padres. ¿Recuerdas que dejamos las revistas en el suelo y nos escondimos debajo de la cama? Aún veo las piernas de tu madre delante de mí cuando entró en la habitación, y su mano al recoger las revistas. Y, desde luego, también me acuerdo de nuestra estupefacción cuando nos dimos cuenta de que, simplemente, volvió a colocarlas en el cajón en el que las encontramos.
Después pensé que eso dice mucho de lo fuertes que son en verdad nuestros instintos, cuando ni siquiera tu padre, pese a su fe profunda, tuvo fuerzas para resistirlos.
Como quiera que sea, hoy parece que las cosas son totalmente distintas o, al menos, ésa es la impresión que me he llevado de la televisión y los periódicos. Ahora la sexualidad se potencia hasta el extremo de que parece haberse convertido en un entretenimiento comercial que exige equipamiento manual y de todo tipo. Así, de lejos, parece que se trata más bien de realizarse uno mismo y de desarrollar la capacidad de tener orgasmos más intensos y el hecho de que exista o no algo de amor en todo ello no parece tan importante. Un tanto triste, me parece a mí. Claro que qué sé yo, condenada a mi celibato carcelario.
¡Madre mía, qué carta más larga! Pero es que estoy muy contenta de que hayamos recuperado el contacto. Yo presentía que mi carta estaba destinada a llegar a tus manos.
Ya es hora de apagar la luz y mañana tengo un examen. Me han concedido el privilegio de «estudiar a distancia» (curiosa expresión, aunque, en mi caso, no puede hallarse otra más idónea). Llevo dos años estudiando filosofía teórica y acabo de empezar la tesina sobre historia de las religiones. ¡Ojalá apruebe el examen de mañana!
¡Saluda de mi parte al resto de la familia!
Te desea lo mejor,
Tu amiga Vanja
Maj-Britt bajó despacio los folios y, por primera vez en treinta años, sintió la necesidad de rezarle a Dios. Lo que había escrito Vanja era execrable. Rogó a Dios que la perdonase por las líneas que había sido inducida a leer.