«Liderazgo: herramientas y métodos para producir resultados.» Se había inscrito en el curso hacía varios meses, mucho antes de que Thomas apareciese en su vida. En un tiempo en que cualquier insólita interrupción en la monotonía de su día a día era más que bienvenida. Entonces ansiaba que llegara el día de partir.
Ahora, todo era diferente. Ahora no comprendía cómo iba a soportar los cuatro días que duraba el curso.
Una empresa farmacéutica le pagaba los gastos. Ni por un instante lograron convencerla de que les preocupaban sus dotes de liderazgo o su capacidad para, como jefa, motivar al personal que tenía bajo su dirección. En todo caso, les preocupaba su capacidad para motivar a su personal para que eligiese justamente sus fármacos a la hora de extender las recetas, pero ambas partes intervenían en el juego. No era la primera vez que una farmacéutica demostraba una dosis adicional de aprecio por alguno de los médicos de la clínica. Y tampoco sería la última.
Ella misma no se consideraba demasiado buena como jefa pero, por lo que sabía, el personal de su sección estaba satisfecho. Ellos rara vez sufrían las peores cualidades de su faceta de jefa; al contrario, era más bien la propia Monika quien se llevaba todo el trabajo extra. Siempre le había costado delegar en otros las tareas más aburridas, era más fácil hacerlas uno mismo y evitarse malas caras. Si le pedía a alguien que hiciera algo, siempre sentía la necesidad de compensarlo para mantenerlo de buen humor. Pero en realidad se trataba más bien de asegurarse de que la seguirían apreciando; de que no le caería mal a nadie.
En su papel de médico tenía más seguridad en sí misma. Si no la hubieran considerado competente, no le habrían ofrecido el puesto de jefa hacía cuatro años. La clínica se administraba en régimen privado, el principal propietario de la sociedad anónima era una fundación y que le hubiesen ofrecido un puesto de director médico constituía un claro reconocimiento. Había nueve consultas y ella era responsable de Cirugía General. Claro que sus cualidades como jefa podían mejorarse y, de haber sido en su vida anterior, la vida que transcurrió antes de conocer a Thomas, se habría lanzado sobre esa tarea con todo su empeño. Ahora ya no se le antojaba tan importante. A Thomas le parecía bien como era, con todas sus carencias. Y ahora lo único que deseaba era disfrutar de esa sensación.
Tan sólo le faltaba por revelarle un defecto.
El más feo, el más bajo de todos ellos.
Estaba esperando en la estación de autobuses. Thomas la había llevado allí en el coche y, pese a que les habían pedido que mantuvieran apagados los teléfonos móviles durante los cuatro días del curso, ella le prometió que lo llamaría todas las noches. Ahora lamentaba no haber ido en coche. Una mujer a la que no conocía la llamó y le preguntó si no podían ir juntas en su vehículo, le dijo que los directores del curso le habían dado su nombre y su número. «¿Por qué no?», pensó entonces, cuando le hicieron la pregunta. Ahora habría preferido estar a solas. Estar completamente sola, disfrutando de la sensación que experimentaba. De repente, todo se había transformado en una espera cierta, eufórica. Era perfecto, no necesitaba nada más. Si aquello era la felicidad, comprendía bien el esfuerzo del ser humano por conseguirla.
Miró el reloj. Ya eran las nueve menos veinte y la mujer le prometió que la recogería a las ocho y veinte. Había casi cien kilómetros hasta el lugar donde se celebraba el curso y, si no salían pronto, llegarían con retraso a la primera reunión. Ella llevaba muy a gala su puntualidad y sintió una punzada de irritación.
Miró atrás y echó una ojeada al quiosco de prensa. Sin querer, se fijó en las portadas de los diarios vespertinos.
NIÑA DE TRECE AÑOS OBLIGADA A PROSTITUIRSE DURANTE TRES MESES.
Y al lado, la competencia.
OCHO DE CADA DIEZ PERSONAS RECIBEN EL DIAGNÓSTICO EQUIVOCADO. LA TOS PUEDE SER UNA ENFERMEDAD MORTAL. COMPRUEBE SI ES USTED UNO DE ESOS OCHO.
Meneó la cabeza. Casi cabría sospechar que los que hacían los diarios fuesen expertos en neurociencias. Apelar al sistema de alarma de sus posibles compradores era un método seguro de llamar su atención. Allí estaba, incorporado en la parte más recóndita del cerebro, con la misión, como en todos los mamíferos, de detectar posibles peligros en el entorno. Las portadas eran en sí mismas una gran señal de alarma. Una posible amenaza. Lo que necesitaban saber quienes estaban asustados era por qué, no sólo cómo y, desde luego, no contado con tan sucios detalles. Eso no detenía el miedo, más bien al contrario, y Monika sospechaba que, a la larga, la prensa vespertina ejercía en el clima social mayor influencia de lo que ella creía. Nadie podía sustraerse a su influencia y, ¿cómo iban a deshacerse los lectores de todo ese miedo que no dejaban de suministrarles, sino guardándolo en algún escondrijo para con él cargar las tintas sobre la suspicacia hacia los extranjeros y la sensación general de desesperanza?
El hecho de que la gente comprase diarios con esas portadas suponía el triunfo del cerebro primitivo sobre la inteligencia de la corteza cerebral.
Una furgoneta roja apareció a gran velocidad desde Storgatan, pero ella no le prestó mucha atención. REFORMAS BÖRJES, se leía rotulado a grandes letras en el lateral. Si no recordaba mal, la mujer dijo que se llamaba Åse. La furgoneta frenó y se detuvo con el motor en marcha. La mujer que iba al volante tenía unos cincuenta y cinco años y se inclinó hacia el asiento del acompañante para bajar la ventanilla.
– ¿Monika?
Ella sacó el asa de su maleta trolley y se acercó al coche.
– Ah, ¿así que eras tú? Hola, sí, yo soy Monika.
La mujer volvió a enderezarse en su asiento y salió de la furgoneta. Se acercó a Monika y le tendió la mano para presentarse.
– Siento que hayas tenido que esperar, pero ¿puedes creerte que no ha habido manera de arrancar el coche? Dios mío, qué desastre. He tenido que coger el de mi marido, espero que no te importe. He intentado retirar lo más gordo de la mugre de los asientos.
Monika sonrió. Hacía falta algo más que una furgoneta para echar por tierra su buen humor.
– Desde luego, no importa.
Åse tomó su maleta y la metió en la parte trasera. Monika avistó un cuadro de metal con herramientas de carpintería y un hacha de hoja roja sujeta con una cuerda. Åse cerró la puerta lateral.
– Suerte que al final sólo seremos nosotras dos. Intenté localizar a algunos más de aquí pero, por fortuna, ya se habían organizado para ir juntos. De lo contrario, habrían tenido que ir en el maletero.
– Ah, pero ¿había más gente de aquí?
– Cinco más. Sólo sé que venía alguien del ayuntamiento y alguien de la cadena de moda KappAhl, creo. O quizá de Lindex, no lo recuerdo.
Monika abrió la puerta y subió al asiento del acompañante. Un ambientador en forma de pino verde se balanceaba colgando del espejo retrovisor. Åse se dio cuenta de que Monika se había fijado en él y exhaló un suspiro.
– De verdad que quiero a mi marido, pero desde luego no se puede decir que haya tenido nunca buen gusto.
Abrió la guantera y guardó el pino. El aroma permaneció en la cabina un rato más y la mujer bajó la ventanilla antes de meter la marcha y arrancar.
– Bueno -dijo con un respiro de alivio-. Por fin estamos en camino. Un par de mañanas así al año y no llega uno a viejo.
Monika miró por la ventanilla y sonrió. Ya tenía ganas de llamar por teléfono.
El lugar del curso parecía un viejo hostal amarillo con las ventanas blancas y un anexo de reciente construcción donde se hallaban las habitaciones de hotel. El viaje estuvo lleno de risas y juiciosos razonamientos. Åse resultó ser lista y divertida, y quizás el humor fuese una cualidad necesaria en su caso, teniendo en cuenta que era jefa de un centro de rehabilitación de niñas preadolescentes y drogodependientes.
– La verdad es que no sé cómo aguanto, cuando oigo lo que han pasado algunas de las chicas. Pero cuando te das cuenta de que has contribuido a que alguna de ellas siga adelante y cambie de hábitos, ha merecido la pena.
El mundo estaba lleno de héroes.
Y de aquellos que deseaban haber sido héroes.
Según el programa que les habían enviado por correo, el curso comenzaría con la presentación de los monitores y los participantes. El resto de la tarde lo dedicarían a aprender cómo motivar a sus colaboradores «comprendiendo las necesidades básicas del ser humano». Monika sintió que su interés se esfumaba. Quería volver a casa y, cuando le dieron la llave y entró en su habitación, aprovechó para llamar. Él respondió enseguida, aunque estaba en una reunión y, en realidad, no podía hablar. Después de aquello, su motivación para aprender a «comprender las necesidades básicas del ser humano» disminuyó aún más.
Ya las conocía a la perfección.
– Bien, ya sabéis quién soy yo, así que ahora nos toca a todos saber quiénes sois vosotros. Vuestros nombres figuran en las tarjetas, de modo que eso os lo podéis saltar. Pero quiénes sois, de eso no tenemos ni idea.
Veintitrés participantes recién llegados sentados en corro escuchaban con atención a la mujer que hablaba en el centro. Ella era la única que parecía encontrarse cómoda en aquella situación, pues las miradas de los demás vagaban recelosas de un punto a otro del círculo. Monika se sorprendió de lo evidente que resultaba. Veintitrés adultos, todos ellos con puestos directivos y varios de ellos en traje de chaqueta, súbitamente arrancados de su cómodo y seguro marco de actuación y sin control alguno sobre la situación. Como por arte de magia, se habían convertido al verse allí sentados en veintitrés niños angustiados. Ella misma lo sentía, el malestar se extendía por todo su cuerpo y ni siquiera pensar en Thomas hacía más soportable su situación.
– Teniendo en cuenta el contenido del curso para esta tarde, os diré lo que propongo y deseo que contéis sobre vosotros mismos, por eso he pensado empezar con un pequeño ejercicio.
Las miradas de Monika y de Åse se cruzaron y las dos mujeres intercambiaron una breve sonrisa. Åse le había contado en el coche que ella nunca había participado en un curso de «desarrollo de la personalidad» y que, en el fondo, era un tanto escéptica al respecto. A decir verdad, lo que había suscitado su interés era el capítulo de cómo enfrentarse al estrés.
La mujer que hablaba en el centro continuó:
– Para empezar, me gustaría que todos cerrarais los ojos.
Los participantes se miraron de reojo algo inseguros, con una pregunta tácita en el semblante, antes de obedecer y retirarse a la oscuridad uno tras otro. Monika se sintió entonces más inerme aún, como si hubiera estado desnuda sin saber de qué miradas debía protegerse. Se oyó el chirrido de la pata de una silla al ser arrastrada. Lamentó haberse dejado sobornar.
– Voy a pronunciar seis palabras. Quiero que prestéis atención a vuestros pensamientos y, ante todo, que estéis atentos al primer pensamiento que os venga a la cabeza al oírlas.
Alguien carraspeó a la izquierda de Monika. Por lo demás, todo estaba en silencio, salvo por el vago rumor del sistema de ventilación.
– ¿Preparados? Bien, empezamos.
Monika cambió de postura en la silla.
La mujer hacía largas pausas entre palabra y palabra para darles tiempo de asimilarlas.
– Miedo. Dolor. Rabia. Celos. Amor. Vergüenza.
Siguió un largo silencio en el que Monika tomó plena conciencia tanto de sus pensamientos como de a qué recuerdo concreto la conducían. Seis pensamientos directos que, inexorables, la forzaron a evocar precisamente aquel recuerdo que más interés tenía en olvidar. Abrió los ojos para liberarse.
La abrumaba el deseo de levantarse y marcharse de allí.
La mayoría de los que había a su alrededor seguían con los ojos cerrados, tan sólo unos pocos habían huido, como ella, de la experiencia vivida tras los párpados. Ahora, sus tímidas miradas se encontraban para, desorientadas, buscar a toda prisa una salida.
– ¿Estáis listos? Bien, ya podéis abrir los ojos.
Todos obedecieron y se removieron en las sillas. Algunos sonreían y otros parecían reflexionar sobre lo que se les había venido a la mente.
– ¿Ha ido bien?
Muchos asintieron, en tanto que otros parecían más dudosos. Monika permaneció totalmente en calma. Ni un solo gesto suyo dejó traslucir lo que sentía. La mujer del centro sonrió.
– Dicen que estos seis sentimientos son universales y que existen en todas las culturas de la Tierra. Puesto que en la siguiente sesión hablaremos de las necesidades básicas del ser humano, sería bastante absurdo no vernos a nosotros mismos como expertos. O sea, yo creo que durante este pequeño ejercicio habéis pensado en el suceso o quizás uno de los pocos sucesos más decisivos de vuestra vida, el que más influencia ha ejercido sobre vosotros.
Monika cerró el puño con tal fuerza que se clavó las uñas en la palma.
– Aquel que desee usar su presentación para contarnos en qué ha pensado puede hacerlo, por supuesto. Pero, como es natural, no puedo obligaros y, ante todo, no puedo comprobar si estáis diciendo la verdad o no.
Sonrisas dispersas, alguna que otra risa, incluso.
– ¿Quién quiere empezar?
Nadie se mostró interesado. Monika quería volverse invisible quedándose totalmente inmóvil, con la mirada hundida en el regazo. Estaba allí por voluntad propia. En ese momento, le resultaba imposible de comprender. De repente, intuyó un movimiento a su derecha y comprendió con horror que el hombre que estaba sentado a su lado había levantado la mano.
– Yo puedo empezar.
– Bien.
La mujer se le acercó sonriendo para poder distinguir el nombre de su tarjeta.
– Mattias, adelante.
Monika tenía taquicardia. El que él hubiese levantado la mano implicaba una especie de orden natural y de pronto, ella habría de ser la siguiente. Tenía que ocurrírsele algo que contar.
Algo que no fuera eso.
– Bueno, pues haré lo que me han dicho que haga, como el alumno obediente que soy: me saltaré los datos objetivos y demás y entraré de lleno en lo sustancial.
Monika giró la cabeza y lo miró de soslayo. Poco más de treinta años; vaqueros y polo de lana. Sonriente, recorrió con la mirada a todos los que formaban el círculo a modo de saludo y sus miradas se cruzaron por un instante. Todo él irradiaba seguridad sin por ello parecer presuntuoso, tan sólo dueño de una especie de sana autoconciencia que hacía que la gente que lo rodeaba se relajase. Pero a Monika eso no le sirvió de nada.
El joven se rascó ligeramente la nuca.
– Yo no he pensado en un instante específico, sino más bien en un proceso que duró varios años. Sólo que no necesitaba hacer el ejercicio para saber que el momento más importante de mi vida fue cuando mi mujer volvió a dar sus primeros pasos vacilantes.
Guardó silencio, pasó un dedo descuidado por el brazo del asiento y carraspeó.
– Ocurrió hace ya cinco años. En aquel entonces, Pernilla y yo hacíamos submarinismo y éramos bastante expertos. Cuando se produjo el accidente habíamos salido con cuatro amigos para bajar a un barco naufragado.
Había contado la historia muchas veces, se notaba. Las palabras surgían con soltura y agilidad y no le costaba trabajo confesar nada.
– No había nada especial en aquella salida, habíamos hecho inmersiones similares cientos de veces. No sé si alguno de vosotros sabe algo de submarinismo, pero para los que no tengan idea, diré que siempre se baja por parejas. Incluso cuando sale un grupo, la inmersión la haces con un compañero del que no te separas en ningún momento.
Un hombre de traje, sentado enfrente, asintió como indicando que sí, que él también conocía las reglas del submarinismo. Mattias sonrió y le devolvió el gesto antes de continuar.
– En esa ocasión, Pernilla se sumergió con otra amiga. Mi compañero y yo estuvimos abajo unos tres cuartos de hora y fuimos los primeros en subir. Recuerdo que me quité los tubos y estuvimos hablando un rato de lo que habíamos visto abajo y tal, pero seguía pasando el tiempo y las únicas que no volvían eran Pernilla y Anna.
En este punto, algo cambió en su tono de voz. Quizá fuera posible contar mil veces una experiencia dura sin que la frecuencia la hiciese más fácil de contar. Monika no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?
– Yo no llevaba fuera el tiempo suficiente como para bajar otra vez y los demás intentaron disuadirme, ya sabéis lo de la saturación de nitrógeno y todo eso, pero, en fin, decidí volver a sumergirme, como si presintiera que algo no iba bien.
Se interrumpió, respiró hondo y se excusó con una sonrisa.
– Lo siento, he contado la historia miles de veces pero…
Monika no veía a la persona que había sentada a la derecha del joven, pero supo por la mano que se trataba de una mujer que, con un gesto de empatía, la posó sobre la del orador antes de volver a desaparecer de la vista de Monika. Mattias le mostró con un leve movimiento de cabeza que apreciaba su buena voluntad y decidió proseguir.
– En fin, al bajar, me encontré a Anna a medio camino, totalmente histérica. Claro, no podíamos hablar pero nos comunicamos por señas y comprendí que Pernilla se había quedado atascada en algún lugar del barco hundido y que se le acababa el oxígeno.
Ahora empezó a recuperar la firmeza en la voz. Como si de verdad quisiera que todos comprendiéramos, que todos compartiésemos su experiencia. Cuando retomó el relato, sonaba casi ansioso:
– Creo que jamás he pasado tanto miedo en mi vida, pero lo que sucedió fue muy extraño. Lo veía todo clarísimo. Tenía que bajar e ir a buscarla, simplemente no pensé en otra cosa.
Monika tragó saliva.
– No sé si existe un séptimo sentido que se activa en ese tipo de circunstancias, porque fue como si intuyese dónde estaba Pernilla. La encontré enseguida.
Las palabras volvían a fluir, subrayadas por los movimientos de sus manos en el aire.
– Estaba inconsciente y yacía medio enterrada bajo un montón de escombros que se le habían derrumbado encima, recuerdo cada detalle igual que si lo hubiese visto en una película. -Meneó la cabeza, como si a él mismo le pareciese incomprensible-. Bueno, el caso es que la saqué. Y ya no recuerdo más. No recuerdo casi nada, los demás me contaron lo que pasó.
Volvió a guardar silencio. Monika se clavaba las uñas en la palma de la mano cada vez con más fuerza.
Él había hecho todo lo que ella no hizo.
– Se lastimó la columna cuando la pared se le vino encima. Yo estuve en una cámara de presión, así que el primer día no pude pasarlo con ella, ése fue el siguiente palo.
Volvió a hurgar en el brazo de la silla y esta vez la pausa se prolongó algo más. Nadie decía nada. Todos estaban en silencio, aguardando la continuación, concediéndole el tiempo necesario. Hasta que apartó la mirada del brazo del asiento. Ahora tenía una expresión grave. Todos eran conscientes de lo duro que debió de ser, de la huella que aquel accidente había dejado en su vida. Cuando reanudó el relato, lo hizo en un tono expositivo y formal.
– En fin, no voy a pasarme la tarde hablando, pero para abreviar una larga historia, diré que Pernilla se pasó casi tres años luchando por volver a aprender a caminar. Y, como si eso no fuera suficiente, la prima de la compañía de seguros llegó dos días tarde, así que se negaron a pagar un céntimo durante todo el periodo de rehabilitación. Pero Pernilla estuvo fantástica, no me explico cómo aguantó. Trabajó como una mula aquellos años y para mí era insoportable no poder hacer nada más que estar a su lado y animarla.
Echó una mirada al círculo y volvió a sonreír.
– Así que el día en que dio sus primeros pasos fue el mejor de mi vida. Ése, y el día en que nació nuestra hija, Daniella.
El silencio era total. Mattias nos miró a todos y, al final, fue él mismo quien puso fin a tan solemne silencio.
– Bueno, éste ha sido el episodio en el que he pensado.
Estalló un aplauso espontáneo que fue creciendo en intensidad y parecía no querer terminar. El ruido se alzó como una pared alrededor de Monika. La mujer que dirigía el curso se había sentado en una silla que había libre mientras él hablaba, pero cuando los aplausos empezaron a extinguirse, se levantó y se dirigió a Mattias.
– Gracias por tu historia, tan sobrecogedora como interesante. Me gustaría hacerte una pregunta, si no te importa.
Mattias la invitó a hacerlo con un gesto de la mano y respondió:
– Por supuesto.
– ¿Podrías resumir en pocas palabras lo que todo eso te inspira?
– Gratitud.
La mujer asintió e iba a decir algo cuando Mattias se le adelantó.
– Y no sólo por el hecho de que Pernilla saliese adelante, por extraño que suene.
Hizo una pausa, como si estuviese eligiendo las palabras con las que hacer inteligible su razonamiento.
– Resulta un tanto difícil de explicar, pero la otra razón es, la verdad, bastante egoísta. Después de aquello, me di cuenta de lo agradecido que me siento de haber reaccionado como lo hice y de no haber dudado en bajar a buscarla.
La mujer asintió.
– Le salvaste la vida.
Mattias casi la interrumpió.
– Sí, bueno, lo sé. Pero no es sólo eso. Sino, en general, el hecho de saber cómo reaccionar en una situación crítica, porque uno no tiene ni idea hasta que no la tiene delante; es algo que comprendí después del accidente. Quiero decir que me siento muy agradecido por haber reaccionado como lo hice. -Exhibió una leve sonrisa, un tanto turbado, y bajó la vista-. Supongo que todos soñamos con ser el héroe a la hora de la verdad.
Monika sintió que la sala temblaba de pronto.
En cualquier momento le tocaría hablar a ella.