34

Maj-Britt estaba sentada en una silla justo delante de la puerta, que tenía entreabierta. Por la rendija, había visto pasar durante la mañana a varios de sus vecinos. Los vio apresurarse escaleras abajo para acceder a un mundo que ella había abandonado hacía ya muchos años. Inspiró el aire que entraba de la calle e hizo un esfuerzo por acostumbrarse.


Ellinor le había comprado un par de zapatos que ya se había calzado, pero no encontró ningún abrigo que le quedase bien. Había que hacer un pedido especial, le dijeron, y Maj-Britt no podía esperar tanto. Lo que tenía que hacer debía quedar zanjado lo antes posible, antes de que el valor volviese a fallarle.

Ellinor había continuado con sus intentos de convencerla, pero se vio obligada a rendirse al fin. Comprendió lo absurdo de empeñarse en persuadir a una persona que había renunciado a todo deseo de que se sometiese a un montón de complejas intervenciones quirúrgicas para conservar una vida que, en realidad, había terminado hacía muchos años.

Maj-Britt no le había mencionado sus planes en absoluto. Ellinor ignoraba por completo sus negociaciones con Dios, que Maj-Britt se había propuesto compensar sus pecados para ser perdonada y atreverse a morir después.

Monika no quiso comprenderla. Maj-Britt no estaba segura de cómo habría reaccionado, pero tanto daba. Cualquiera que fuese la opción adoptada por Monika, significaría que Maj-Britt había ejecutado una buena acción. En definitiva, salvaría a Monika del infierno obligándola a dejar de mentir o, si prefería pagar, sería mérito suyo el que Save the Children pudiese ayudar a una buena cantidad de niños a vivir una vida más llevadera.

Una pequeña compensación.

Cierto que no bastaría, pero Dios le había insinuado que suavizaría en cierta medida el juicio implacable que la aguardaba.

Claro que el perdón no lo tenía.

Debía hacer una cosa más. Porque Monika no era la única que había mentido.

De ahí que ahora estuviese en la puerta mirando por la rendija e intentando vencerse a sí misma. Para, a paso de hormiga, aproximarse a la empresa inaudita que estaba a punto de abordar.

Las cartas que había escrito.

Si quería tener valor para abandonar esta vida, debía desmentir las falsedades y necesitaba ver a Vanja con sus propios ojos para cerciorarse, asegurarse de obtener su perdón. Y además, quería saber. La pregunta la torturaba sin cesar, ¿cómo supo Vanja de la existencia del tumor que crecía en su cuerpo, cuando ni ella misma lo sospechó?

Pensó en escribirle una carta más, pese a que Vanja le había advertido que no pensaba revelarle nada ni por escrito ni por teléfono, pero si seguía siendo la mitad de terca que en su juventud, sería inútil intentarlo.

Maj-Britt tendría que sobreponerse a su renuencia y hacer lo que estaba a punto de hacer.

Después, sólo faltaba la confesión de Monika Lundvall ante la viuda o el justificante del ingreso en la cuenta de Save the Children. Una vez tuviese la prueba, no pospondría su muerte esos seis meses. Ya procuraría ella que fuese mucho más rápido.


Ellinor lo había arreglado todo. Maj-Britt tomó por primera vez el auricular del teléfono y utilizó el número de móvil que la joven le había dejado en la mesilla. Y Ellinor estaba entusiasmada. Pidió prestado un coche lo bastante grande y llamó para informarse del horario y las normas de visita. Le contó a Maj-Britt que la persona con la que había hablado se alegró de su solicitud. Le dijo que sí, claro, Vanja Tyrén podía recibir visitas, incluso sin vigilancia, y que reservaría una de las salas de visita.

Maj-Britt, por su parte, estuvo más que ocupada con los preparativos. Durante dos días enteros intentó dilucidar qué era lo que estaba a punto de hacer y que, de hecho, iba a hacerlo de forma totalmente voluntaria. Que si no salía bien, ni siquiera podría culpar a Ellinor.


Cuando por fin estuvieron listas ante la puerta, la situación se le antojó irreal, como si la estuviese soñando. Saba estaba en el vestíbulo, a unos metros, y las vio salir, pero ni siquiera intentó seguirlas, puesto que no asociaba la puerta con una salida. Para el animal, aquella puerta era una extraña abertura por la que la gente aparecía de vez en cuando para luego esfumarse de nuevo. En cualquier caso, ahora era su dueña la que pasaba al otro lado y aquello inquietaba al animal. Saba se acercó hasta el umbral y se quedó allí quejándose, de modo que Ellinor se le acercó, se sentó en cuclillas y le acarició el lomo.

– No tardaremos en volver, ya verás. Estará de regreso esta misma noche.

Y Maj-Britt deseó con cada célula de su cuerpo que fuese de noche ya, en ese mismo momento y lugar, para verse dentro de nuevo.


La ciudad había cambiado. Habían pasado tantas cosas desde la última vez que la vio… Los nuevos edificios que se alzaban en medio de zonas verdes antes protegidas y de barrios para ella familiares habían convertido su ciudad en un lugar desconocido. Y además, había crecido. Inmensas zonas residenciales se extendían sobre las boscosas colinas de la entrada sur, desplazando varios kilómetros el confín de la ciudad. Llevaba treinta años sin salir de allí y, pese a todo, el entorno se le antojaba totalmente extraño. Sus ojos se esforzaban por asumir desesperadamente todas las impresiones visuales, pero tuvo que rendirse al fin y cerró los ojos para poder asimilarlo tranquilamente. El recuerdo de Vanja estaba siempre presente. ¿Cómo reaccionaría? ¿Estaría enfadada con ella? Pero tantas sensaciones nuevas le permitían aplacar los nervios, por ahora.

Dio una cabezada. No sabía cuánto tiempo llevaban de camino y se despertó al notar que se paraba el motor. Estaban en un aparcamiento. Echó una rápida ojeada al edificio que había al lado y entrevió unos bloques blancos protegidos por altas vallas, pero no tuvo fuerzas para seguir mirando. Se había preparado en la medida de lo posible para enfrentarse a la expectación que despertaría su aspecto, pero ahora que había llegado el momento, un hondo malestar se apoderó de ella. Volvía a faltarle valor. La sola idea de presentarse ante Vanja ya era suficiente. Salir y dejar a la vista su gigantesco fracaso. Le dolía la garganta, las lágrimas luchaban por aflorar a sus ojos y, aunque sabía que Ellinor la observaba, no estaba en condiciones de contener el llanto. El horror que sentía ante la idea de salir del coche y mostrarse entre desconocidos era tan intenso como el que había sentido al hacer sus búsquedas en la Biblia cuando el Señor emitió su juicio. Le temblaba todo el cuerpo.

– No pasa nada, Maj-Britt. -La voz de Ellinor sonaba serena y confiada-. Aún faltan unos minutos para que podamos entrar, mientras nos quedamos un rato aquí sentadas. Luego te acompaño y compruebo que todo va bien antes de dejaros a solas.

Entonces sintió que Ellinor le tomaba la mano y ella no sólo se lo permitió, sino que apretó fuerte, entre la suya, la frágil mano de la joven. Deseó con todo su corazón que se le transmitiese un mínimo ápice de la fortaleza indiscutible que Ellinor poseía. Ellinor, que no se había rendido. Que, con su tozudez y contra todo pronóstico, había logrado abrirse paso y convencerla, y demostrarle que existía algo llamado buena voluntad. Y que no exigía nada a cambio.

– Ya es la hora, Maj-Britt. Ya empieza el horario de visitas.

Giró la cabeza y se encontró con la sonrisa de Ellinor. Y vio con sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas.


Los nuevos zapatos de Maj-Britt pisaban el asfalto mojado. Las puntas sobresalían por el bajo del vestido una y otra vez, y ella no tenía fuerzas para mirar ninguna otra cosa. La parte inferior de una puerta que se abría, un umbral, una alfombra negra, un suelo de linóleo de color ocre. Ellinor hablando con alguien. El tintineo de unas llaves. Unos zapatos negros de caballero al final de un pantalón azul marino y más suelo ocre. Unas puertas cerradas a lo largo de las paredes, en el límite del campo de visión.

No alzó la vista ni una sola vez, pero intuía todas las miradas siguiéndola a su paso.

Los zapatos de caballero se detuvieron y se abrió una puerta.

– Vanja vendrá enseguida. Podéis esperarla ahí dentro.

Un nuevo umbral que Maj-Britt logró superar. Ya habían llegado, pues. Los zapatos negros cruzaron la puerta y, poco a poco, alzó la cabeza para cerciorarse de que estaban solas.

Ellinor se había quedado junto a la puerta.

– ¿Estás bien?

Maj-Britt asintió. Había llegado hasta allí e intentaba sacar fuerzas contemplando ese triunfo, pero el reto había minado su energía, las piernas no la sostenían ya y se acercó a una mesa con cuatro sillas que parecían lo bastante robustas para aguantar su peso. Cogió una y se desplomó sobre ella.

– Bien, entonces, te espero fuera.

Maj-Britt volvió a asentir.

Ellinor cruzó el umbral, pero se detuvo y se dio la vuelta.

– ¿Sabes, Maj-Britt? Estoy tan contenta de que hayas decidido hacer esto…

Y la dejó sola. Una pequeña habitación con las persianas echadas, un sencillo tresillo, la mesa junto a la que ella se había sentado y unos cuadros en la pared. Seguía llegando ruido desde el pasillo. El timbre de un teléfono, el ruido de una puerta al cerrarse. Y Vanja no tardaría en aparecer. Vanja, a la que no veía desde hacía treinta y cuatro años. De la que se creía abandonada y a la que ella le había mentido. Oyó pasos que se aproximaban por el pasillo y sus dedos se aferraron al tablero de la mesa. De pronto, allí estaba. Maj-Britt contuvo la respiración sin querer. Recordó la foto de la boda con Vanja de dama de honor y pensó en lo equivocada que había estado. Era una mujer marcada por los años la que se presentó en la puerta. Su cabello, antes negro, brillaba ahora plateado y su rostro, que ella tan bien conoció en su día, aparecía surcado de finas arrugas. El concepto tiempo hecho visible; tan tangible resultaba de golpe que todo lo que dábamos por hecho, lo que iba pasando, exigía su tributo, grababa sus anillos como en un árbol, le diésemos utilidad o no a ese tiempo.

Sin embargo, fueron los ojos de Vanja los que la sorprendieron hasta el punto de hacerla perder el resuello. Recordaba a la Vanja que había conocido, siempre con un destello en la mirada y una sonrisa burlona en los labios. La mirada de la mujer que tenía ante sí revelaba un dolor infinito, como si sus ojos hubiesen tenido que ver más de lo que podían soportar. Aun así le sonrió y, por un instante, entrevió a la Vanja de su juventud traspasar aquel rostro ahora extraño.

Ni un solo gesto suyo desveló sus pensamientos al ver la figura de Maj-Britt.

Ni un solo gesto.

El vigilante seguía en la puerta y Vanja miró a su alrededor.

– Oye, Bosse, ¿no podríamos subir un poco las persianas? Apenas si se ve algo aquí dentro.

El vigilante sonrió y puso la mano en el picaporte.

– Lo siento, Vanja, tienen que estar bajadas.

El hombre cerró la puerta, pero Maj-Britt no lo oyó echar ninguna llave. Al parecer, no la echó. Vanja se acercó a la ventana e intentó subir las persianas, pero no lo consiguió. Estaban fijas. Abandonó la idea, se quedó de pie y volvió a mirar a su alrededor. Se acercó a uno de los cuadros y se inclinó para verlo mejor. Un paisaje de un bosque.

Entonces se dio la vuelta y recorrió la habitación con la mirada.

– No te figuras la curiosidad que, durante todos estos años, he tenido por saber cómo eran las salas de visita.

Maj-Britt guardaba silencio. Durante todos estos años. Vanja llevaba dieciséis años con aquella curiosidad.

Se acercó a la mesa y, como avergonzada, se sentó enfrente de Maj-Britt, que estaba aturdida. Tanto que ya ni se sentía nerviosa. Después de todo, aquélla era Vanja. Oculta en algún rincón de ese cuerpo desconocido, se agazapaba la Vanja que ella conoció en su juventud. No había nada que temer.

Se quedaron mirándose un buen rato. En completo silencio, como si cada una buscase descubrir en los rasgos de la otra detalles que le resultaran familiares. Pasaban los segundos, los minutos, sin que nada ocurriese y la inquietud de Maj-Britt terminó por ceder del todo. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, se sentía totalmente serena. El remanso que Vanja le inspiró durante su niñez y su juventud seguía intacto, allí podía relajarse, dejar de defenderse. Y volvió a pensar en Ellinor. En cómo tuvo que luchar para llegar a lo más hondo.

Fue Vanja quien rompió el silencio.

– Si alguien nos hubiera dicho entonces que un día nos veríamos aquí, en una sala de visitas de Vireberg, ¿eh?

Maj-Britt bajó la vista. Todos los sentimientos que la habían abandonado dejaron espacio para otros, para tomar conciencia del tiempo perdido. Y de que ya era demasiado tarde.

– ¿Te ha visto ya algún médico?

Como si Vanja le hubiese leído el pensamiento. Maj-Britt asintió.

– ¿Cuándo te operan?

Maj-Britt vaciló. No pensaba mentir otra vez, pero tampoco podía decirle lo que pretendía hacer.

– ¿Cómo lo supiste?

Vanja sonrió.

– ¿Has visto qué lista soy? Te he obligado a venir hasta aquí, aunque ya te lo había contado en la primera carta. Pero ¿qué no es capaz de hacer una por ver cómo son las salas de visita?

La misma Vanja de siempre, sin asomo de duda. Sin embargo, Maj-Britt no entendió a qué se refería. Intentó recordar lo que decía en la primera carta, pero allí no mencionaba nada al respecto. De ser así, Maj-Britt lo recordaría, desde luego.

– ¿Cómo que ya me lo habías contado?

Vanja exhibió entonces una sonrisa más amplia aún. Una vez más, atisbó a su antigua amiga. La misma con la que compartía tantos viejos recuerdos.

– Te escribí que había soñado contigo, ¿no?

Maj-Britt se la quedó mirando.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que acabo de decir. Que lo soñé. Claro que no estaba completamente segura, pero no me apetecía probar suerte.

Maj-Britt se oyó resoplar, pero en realidad no era su intención. Era una explicación tan inesperada y tan inverosímil que no podía tomársela en serio.

– ¿Y quieres que me lo crea?

Vanja se encogió de hombros y, de repente, era ella otra vez. Había algo en sus gestos. Cuanto más la miraba, más reconocía a su amiga de antaño. Lo único que había cambiado era el tiempo, que había ajado el envoltorio.

– Puedes creer lo que quieras, pero eso es lo que pasó. Si tú tienes una explicación mejor en la que te apetezca más creer, por mí, adelante.

De repente, Maj-Britt se enfadó. Había recorrido todo el trayecto hasta allí, venciéndose a sí misma en más de una ocasión para poder llegar, y todo para oír aquello. Entonces recordó que también había ido a pedir perdón, pero ya no le quedaban ganas, ahora que Vanja se dedicaba a burlarse de ella.

Se hizo un largo silencio. Al parecer, Vanja no pensaba ni desdecirse ni ampliar su explicación y Maj-Britt no quería seguir preguntando. Vanja podría interpretarlo como que aceptaba lo que acababa de oír y, desde luego, no pensaba favorecer tal cosa, desde luego que no. Estaba muy segura de que su explicación iba a satisfacerla de algún modo. Ignoraba qué esperaba en realidad, todo había sido muy desconcertante, absolutamente incomprensible. Pero aquello era peor que el desconcierto, aquello no le interesaba saberlo siquiera. En especial, cuando ni en sueños se le ocurría una explicación mejor.

– Sé cómo te sientes, yo también me asusté al principio. Pero luego, cuando me acostumbré, comprendí que, en el fondo, es fenomenal que existan cosas que ignorábamos.

No era eso lo que sentía Maj-Britt. Al contrario, a ella eso la asustaba. Si Vanja tenía razón, podía haber montones de cosas de las que ella no sabía nada. Pero a Vanja no parecía importarle. Ella seguía allí tan tranquila, toqueteando el servilletero marrón que había sobre la mesa.

Y luego continuó la conversación, como si lo que acababan de decir no fuese nada especial.

– El Estado me ha concedido el indulto. Quedaré en libertad dentro de un año.

Maj-Britt sintió un gran alivio al ver que la conversación se centraba en algo concreto.

– Enhorabuena.

Ahora fue Vanja quien resopló. No un resoplido displicente, sino una prueba de cómo se sentía.

– No fui yo quien envió la solicitud, sino algunos de los empleados del centro.

– Pues muy bien, ¿no?

Vanja guardó silencio unos minutos.

– ¿Tú recuerdas lo que hacías hace dieciséis años?

Maj-Britt reflexionó un instante. 1989. Lo más probable es que lo pasase sentada en el sillón. O quizás en el sofá, porque en aquella época aún podía.

– Pues yo estoy aquí encerrada desde entonces. Aunque en realidad, lo que hice fue cambiar una prisión por otra y te aseguro que, al principio, esto, en comparación, era el paraíso. Si no hubiese sido por todo lo que una llegaba a pensar, cuando no se trataba sólo de superar el día evitando que él se enfadase. O lo que fuera. -Vanja se miró las manos, que tenía sobre la mesa-. La pena de cárcel es, en el fondo, lo mismo que una multa, sólo que se paga en tiempo. Y la gran diferencia es que el dinero siempre se puede conseguir.

Maj-Britt prefirió seguir en silencio.

– Es imposible sobrevivir aquí dentro si no aprendes a ver el tiempo de un modo distinto a como lo veías antes. Hay que intentar convencerse de que, en verdad, el tiempo no existe. Si vives encerrado aquí, debes encontrar un refugio que te permita tener fuerzas para continuar. -Vanja se tamborileó con el índice la cabeza plateada-. Aquí dentro. Todas las noches, a las ocho, cierran la puerta; entonces te quedas solo con tus pensamientos. Y te prometo que, por no pensar algunos de ellos, haría cualquier cosa. Los primeros años estaba aterrada, creía que me volvería loca. Pero después, cuando me vi sin fuerzas para seguir combatiéndolos y empecé a ceder ante ellos…

Dejó la frase inconclusa mientras Maj-Britt aguardaba impaciente a que continuase. Pero Vanja siguió en silencio, con la mirada inexpresiva fija en el aire, como si hubiese terminado de hablar. Sin embargo, Maj-Britt quería saber más.

– ¿Qué ocurrió entonces?

Vanja la miró, como si hubiese olvidado que estaba allí y se alegrase al verla.

– Entonces me di cuenta de que, si te atreves a escuchar, oyes bastantes cosas.

Maj-Britt tragó saliva. Ella quería cambiar de tema de conversación.

– ¿Qué harás cuando salgas de aquí?

Vanja se encogió de hombros. Giró la cabeza y se quedó mirando el cuadro en el que se había fijado antes. El del paisaje boscoso.

– ¿Sabes? Hay una sola cosa que echo de menos de la vida fuera de la cárcel. ¿Sabes qué?

Maj-Britt meneó la cabeza.

– Poder montar en bicicleta, por un sendero de gravilla, por el bosque. Mejor si es con el viento en la cara. -Volvió a mirar a Maj-Britt. Sonrió algo avergonzada, como si su deseo fuese ridículo-. Puede que para quienes estáis fuera resulte difícil entender cómo se puede añorar tanto una cosa así, puesto que podéis hacerla todos los días, si así lo deseáis.

Maj-Britt bajó la mirada. Sintió que se ruborizaba y no quería que Vanja la viera. Lo que acababa de decir resultaba una burla, dadas las circunstancias. Vanja había pagado dieciséis años. Ella, por su parte, había malgastado treinta y dos, de forma totalmente voluntaria. Y no había estado ni en las proximidades de un sendero de gravilla. Ni de un bosque. Y, si soplaba un poco de viento, cerraba la puerta del balcón. En efecto, ella entró en su cárcel por voluntad propia, arrojó la llave y, como si eso no fuese suficiente, permitió que su cuerpo se convirtiese en el grillete definitivo.

– Ningún gobierno del mundo puede concederme el perdón.

El dolor que destilaba la voz de Vanja arrancó a Maj-Britt de su cavilar.

– ¿Qué quieres decir?

Pero Vanja no respondió. Se quedó en silencio, mirando el cuadro. De pronto, Maj-Britt sintió que quería consolarla, aliviarla, ser, por una vez, la que apoyase a Vanja. Rebuscó febrilmente en su cabeza las palabras adecuadas.

– Pero lo que ocurrió no fue culpa tuya.

Vanja exhaló un hondo suspiro y se mesó el cabello con las manos.

– Si supieras lo tentador que ha sido, todos estos años, hallar refugio en esa solución, pensar que nada de lo que ocurrió fue culpa mía. Culpar de todo a Örjan y a lo que hizo.

Maj-Britt abundó en ello con más ahínco.

– Claro, ¡todo fue culpa suya!

– Sí, lo que hizo fue repugnante, imperdonable. Pero no fue él quien… -Vanja se interrumpió y cerró los ojos-. ¿Ves?, después de tantos años, sigo sin poder decirlo en voz alta sin que me duela hasta el alma.

– Pero, fue él quien te condujo a ello, él fue quien te obligó a hacerlo. Te hizo creer que no había otra salida. Es lo que me escribiste y me explicaste en la carta.

– Estamos hablando de años. Los años en que yo me detuve y dejé que todo aquello pasara. Todo empezó mucho antes de que nacieran los niños. Incluso escribí un artículo sobre eso en una ocasión, que las mujeres debían abandonar al marido al primer golpe.

Guardó silencio unos minutos.

– No sé si hay alguien que comprenda cuánto me avergonzaba el hecho de permitir que ocurriera.

Vanja se pasó la mano por la cara. Maj-Britt quería decir algo, pero no halló palabras.

– ¿Sabes cuál fue mi mayor error?

Maj-Britt volvió a negar despacio.

– Que en lugar de irme, opté por verme a mí misma como una víctima. Fue entonces cuando lo dejé vencer, fue como ponerme de su lado porque a una víctima sólo le queda someterse, una víctima no puede hacer nada por cambiar su situación. Sencillamente, no fui capaz de romper el modelo, venía acostumbrada ya de casa.

Maj-Britt recordó el hogar de Vanja. Lo que ella vivía como un refugio fuera del alcance de la estricta mirada de Dios y donde siempre reinaba un desorden fenomenal. Que el padre de Vanja se emborrachaba a veces era algo que todos sabían, pero solía estar alegre y a ella no la asustaba. Sus ridículas bromas sí que podían resultar pesadas. A la madre de Vanja apenas si se la veía. Solía pasarse los días tras la puerta cerrada del dormitorio y ellas pasaban por delante de puntillas, para no molestar.

– Mi padre jamás me pegó a mí, pero sí a mi madre, lo que era casi lo mismo. -Vanja volvió a mirar el cuadro y calló unos minutos antes de proseguir-: Nunca sabíamos quién venía a casa cuando oíamos la puerta. Si era mi padre o aquel otro hombre al que no conocíamos. Pero bastaba con que abriera la boca y dijera una sola palabra para salir de dudas.

Maj-Britt nunca lo supo. Vanja nunca insinuó siquiera lo que ocurría en su casa.

– No debemos olvidar que Örjan creció en un hogar como el mío, con un padre que pegaba y una madre que recibía los golpes. Así que ahora me pregunto a veces dónde empezó todo, en realidad. Así resulta un poco más fácil, más sencillo comprender por qué la gente es capaz de hacer cosas que jamás puedes perdonar.

De nuevo el silencio. El sol había alcanzado las ventanas de la habitación con sus rayos, que ahora se filtraban por las lamas de las persianas. Maj-Britt contemplaba el reflejo rayado en la pared de enfrente. De pronto, respiró hondo, como para hacer acopio de valor y formular la pregunta que quería hacer.

– ¿Tienes miedo a la muerte?

– No. -Vanja no dudó al responder.

– ¿Y tú?

Maj-Britt bajó la mirada y se miró las manos antes de asentir despacio.

– Yo suelo pensar, ¿por qué habría de ser más terrible morir que no haber nacido? Pues, en realidad, es lo mismo, sólo que nuestros cuerpos no habrían existido en la tierra. Morir no es más que volver a lo que éramos antes.

Maj-Britt sintió el empuje de las lágrimas, que luchaban por aflorar a sus ojos. Deseaba muchísimo hallar consuelo en las palabras de Vanja, pero le era imposible. Ella debía tener tiempo de corresponder, era su única posibilidad. Y de repente, recordó qué había ido a hacer allí. Y para impedir que la duda se apoderase de ella, empezó a hablar. Sin embellecer ni omitir nada, cifró en palabras su miserable verdad. Cómo sucedió. Lo que hizo.

Vanja la escuchó en silencio. Dejó que Maj-Britt confesara sin interrupciones. Tan sólo una cosa no se atrevió a admitir, el plan que tenía pensado poner en práctica, la deuda que estaba pagando.

Para tener valor.

Vanja estaba sumida en su cavilar cuando Maj-Britt terminó. El sol se había retirado, disipado ya el reflejo de la pared. Maj-Britt oía latir su corazón. A cada minuto que pasaba, el silencio de Vanja le resultaba más amenazador. La asustaba lo que diría Vanja, cuál sería su reacción. Si ella también la condenaba y no aceptaba sus disculpas. No eran sólo las mentiras. Ahora que Maj-Britt comprendía la envergadura de la pérdida de Vanja, su opción de vida se le antojaba una pura humillación. Y comprendió con horror que era responsable de una culpa más.

– ¿Sabes, Majsan? Yo creo que tú nunca llegaste a comprender lo importante que fuiste para mí todos aquellos años, cuánto significaba para mí contar contigo.

Maj-Britt contuvo la respiración. Aquel golpe la dejó boquiabierta.

– Me entristeció mucho que dejaras de llamarme y que no me dijeras dónde estabas. Primero pensé que tal vez te hubiese molestado de alguna manera, pero no se me ocurría cómo. Les escribí una carta a tus padres preguntándoles dónde estabas, pero nunca recibí respuesta. Y luego transcurrió el tiempo y…, bueno, todo pasó como ya sabemos.

Lo que Vanja acababa de decir era tan asombroso que Maj-Britt no hallaba palabras. Que ella fue importante para Vanja. Si era justamente al contrario. Vanja era la fuerte de las dos, la necesaria. Maj-Britt era la necesitada. Así fue siempre.

Vanja le sonrió.

– Pero nunca dejé de pensar en ti. Seguramente por eso tuve aquel sueño tan vivido.

Se quedaron mirándose en silencio. Después de tanto tiempo, lo poco que habían cambiado las cosas, en realidad.

– ¿No podríamos hacer algo juntas cuando salga de aquí?

Maj-Britt se sobresaltó al oírla, pero Vanja continuó.

– Tú eres la única persona que conozco ahí fuera.

Fue una pregunta tan inesperada, y la sola idea tan desconcertante, que le costó asimilarla. Lo que Vanja acababa de decir implicaba muchas cosas más, y destrozaba la imagen bien definida que Maj-Britt se había forjado de cómo era todo y de cómo seguiría siendo hasta el final. El hecho de que Vanja quisiera relacionarse con ella siquiera, que casi la necesitara, que por iniciativa propia le hubiese propuesto hacer algo juntas el día que fuese posible…

Pero no era posible. Jamás lo sería. El día en que Vanja pudiese hacer algo, Maj-Britt habría dejado ya de existir. Así lo había decidido.

– Me queda un año que pasar aquí dentro y creo que tengo algo importante que hacer durante ese año.

Hacer algo juntas. Se abría una mínima y molesta posibilidad, pero ella tenía que terminar aquello. Como quiera que fuese, todo se le antojaba un completo sinsentido. Intentaba liberarse de su modo de razonar y escuchar lo que le decía Vanja, pero las ideas iban y venían y se adentraban por pequeños desvíos antes ignorados e inexistentes. Se colaban sin permiso por nuevos senderos, poniendo a prueba su resistencia.

¿Vanja y ella?

Un intento de recuperar parte de lo que habían perdido.

Dejar de estar sola.

– Aún no sé qué será, pero espero comprenderlo cuando se presente.

Maj-Britt intentaba concentrarse en lo que Vanja le decía.

– Perdona, estaba distraída, ¿qué decías que ibas a hacer?

– Pues eso, que no lo sé. Sólo sé que será importante. Puede que se trate de alguien que me necesita.

Maj-Britt comprendió que debía de haberse perdido algo de lo que Vanja le había dicho.

– ¿Cómo puedes saber tal cosa?

Vanja sonrió, pero no dijo una palabra. Maj-Britt reconoció su gesto, el mismo gesto tan familiar de cuando eran jóvenes y que llenaba a Maj-Britt de curiosidad.

– Bueno, no tiene ningún sentido que te lo cuente. De todos modos, no me crees.

Maj-Britt no hizo más preguntas, pero se dio cuenta de por dónde iba su amiga. No quería oír hablar de más sueños premonitorios, ya le parecía todo bastante desconcertante.

Se oyeron unos golpearos en la puerta. El hombre que había llevado a Vanja a la sala asomó la cabeza.

– Os quedan cinco minutos.

Vanja asintió sin volverse a mirar y la puerta se cerró de nuevo. Entonces, extendió la mano y la posó sobre la de Maj-Britt.

– Quédate con ese dios tuyo tan severo, si es lo que quieres, aunque te tiene aterrorizada. Un día, te contaré un secreto, te contaré lo que ocurrió el día que quise morir y que casi muero entre las llamas. Pero si no eres capaz de creer ni en un simple sueño premonitorio, me temo que aún no estás preparada.

Vanja sonrió, pero Maj-Britt no fue capaz de corresponderle y tal vez por eso Vanja intuyó su angustia. Le acarició la mano y le advirtió:

– No tienes nada que temer, pues no había allí nada que deba asustarte.

Y entonces volvió a sonreír con aquella sonrisa que Maj-Britt tan bien conocía y que, según comprendía ahora, tanto había echado de menos. Su querida Vanja, que siempre lograba animarla, que con su valor le ayudó a superar la infancia y a ver las cosas desde otro punto de vista. Si se le concediera una sola oportunidad de hacer las cosas de otro modo, de hacerlas de un modo totalmente distinto. ¿Cómo pudo permitir que Vanja desapareciera de su vida? ¿Cómo pudo abandonarla?

«No tienes nada que temer, pues no había allí nada que deba asustarte.»

Nada deseaba más en el mundo que compartir la certeza de Vanja. Dejar atrás todos los miedos y, de una vez por todas, atreverse a elegir la vida.

– ¡No sabes cómo me gustaría creer eso que dices!

Y Vanja sonrió más aún.

– ¿No puedes contentarte con un simple «quizá»?


Cuando llegó a casa, Saba la esperaba al otro lado de la puerta. Maj-Britt se fue derecha al teléfono y marcó el número de Monika Lundvall.

Dejó resonar la señal una y otra vez en el vacío, hasta que comprendió que nadie respondería a su llamada.

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