24

Maj-Britt le exigió a Ellinor que le rindiese cuentas de todas y cada una de las palabras que intercambiase con el médico en su conversación telefónica, y Ellinor hizo lo que pudo por satisfacerla. Maj-Britt quería conocer cada sílaba, cada insinuación, cada entonación con los que se hubiese ventilado su caso. Ya apenas si sentía el dolor, toda su atención giraba en torno a la inminente visita médica. Y estaba atemorizada, el temor había alcanzado cotas antes insospechadas. La puerta no tardaría en abrirse y una persona desconocida entraría en su fortaleza y ella misma había contribuido a invitar a aquella persona. Con ello se había colocado a sí misma en una situación de desventaja casi insufrible.

– Le dije las cosas como son, que te dolía la parte inferior de la espalda.

– ¿Y cómo le explicaste que tenía que venir ella?

– Le dije que preferías no salir de tu apartamento.

– ¿Y qué más le dijiste?

– No mucho más.

Pero Maj-Britt sospechaba lo que Ellinor seguramente le habría dicho, aunque no se lo contase. Seguramente, le habría descrito su odioso cuerpo, su renuencia a colaborar y su comportamiento desagradable. Habrían hablado mal de ella y ahora, ella tendría que dejar que una de las dos se presentase allí y la tocase.

¡La tocase!

Lamentaba profundamente haberse dejado convencer.


Ellinor aseguró que tenía el día libre y que por esa razón podía quedarse en el apartamento tanto tiempo, y Maj-Britt se sintió una vez más invadida por el malestar que le producía una actitud tan solícita por parte de Ellinor. Tenía que haber una razón. ¿Por qué iba a hacer todo aquello, si no tenía una segunda intención?


Eran las once menos cuarto y sólo faltaban quince minutos. Quince minutos insoportables hasta que comenzase la tortura.

Maj-Britt iba y venía por el apartamento, haciendo caso omiso del dolor de rodillas. Quedarse sentada era una tortura mayor.

– ¿De qué conoces a esa doctora?

Ellinor estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá.

– Yo no la conozco, es mi madre. Coincidieron en un curso hace unas semanas.

Ellinor se levantó, se acercó a la ventana y miró la fachada del bloque que había al otro lado del jardín.

– ¿Recuerdas que te hablé de un accidente de tráfico?

Maj-Britt estaba a punto de contestar cuando sonó el timbre. Dos timbrazos breves que marcaban el fin de la tregua.

Ellinor la miró, cubrió la escasa distancia que las separaba y se colocó muy cerca de ella.

– Todo irá bien, Maj-Britt. Yo me quedaré contigo.

Y extendió la mano, en un intento de posarla sobre el brazo de Maj-Britt. Ésta logró zafarse dando un raudo paso atrás. Sus miradas se cruzaron un instante y Ellinor se alejó hacia el vestíbulo.

Maj-Britt oyó que abría la puerta. Oyó sus voces sucediéndose la una a la otra, pero su cerebro se negaba a entender las palabras, se negaba a aceptar que ya no había posibilidad alguna de librarse. El nudo de la garganta se le clavaba en la carne, no quería. ¡No quería! No quería verse obligada a quitarse la ropa y exponerse a ojos ajenos.

No una vez más.

De repente allí estaban, en el umbral de la sala de estar, Ellinor y la doctora que, en un alarde de compasión, se había tomado la molestia de venir. Maj-Britt la reconoció enseguida.

Era la mujer a la que había visto en el parque, con la niña huérfana. La que se dedicó a empujar el balancín con una paciencia infinita y sin dar muestras de cansancio. Y ahora se encontraba allí, en la sala de estar de Maj-Britt, sonriendo y ofreciéndole la mano para estrechársela.

– Hola, Maj-Britt. Yo soy Monika Lundvall.

Maj-Britt miró la mano que se le tendía exigente. Presa de desesperación, intentó tragarse el nudo cortante de la garganta, pero no pudo. Sintió que los ojos se le anegaban en llanto y que no quería estar allí. No quería estar allí.

– ¿Maj-Britt?

Alguien dijo su nombre. No había posibilidad de escapar. Estaba rodeada en su propio apartamento.

– Maj-Britt. Si quieres, podéis entrar en el dormitorio. Yo esperaré aquí fuera.

Eso lo dijo Ellinor. Maj-Britt vio que se dirigía a la puerta del dormitorio para llamar a Saba.

Se obligó a caminar hacia su cuarto. Notó que la doctora iba pisándole los talones y la oyó cerrar la puerta. Ahora estaban las dos solas en la habitación. Ella y la persona que iba a forzarla. Ya no recordaba por qué se exponía a aquello voluntariamente. ¿Qué era lo que quería conseguir?

– ¿Quieres empezar por señalarme dónde te duele?

Maj-Britt le dio la espalda y obedeció. Las lágrimas discurrían abundantes por sus mejillas, pero no se atrevía a enjugárselas por miedo a ser descubierta. Un segundo después, ya tenía las manos encima. Su cuerpo se tensó entero, cerró con fuerza los ojos en un intento de refugiarse en la oscuridad, pero allí dentro tomó aún más conciencia de su roce, de cómo tanteaban y presionaban el lugar que ella había señalado. ¡Que ella permitiese que aquello sucediera! Ya sólo esperaba lo más horrendo: que le pidieran que se quitase la ropa.

– ¿Es aquí?

Maj-Britt asintió.

– ¿Tienes algún otro síntoma?

No era capaz de responder.

– Me refiero a fiebre, pérdida de peso. ¿No has visto sangre en la orina?

Y entonces se dio cuenta de en qué se había metido de verdad. Como una ingenua, creyó que si se dejaba examinar todo volvería a ser como antes. Conseguiría que Ellinor dejase de dar la lata a todas horas y tal vez le recetasen algún medicamento, pero no llegó a pensar más lejos. Estaba tan aterrada por el reconocimiento en sí que ni siquiera consideró cuáles podían ser sus consecuencias.

En aquel momento comprendió que la doctora sospechaba cuál era el origen de sus dolores y, de repente, no estaba segura de querer conocerlo. Pues, ¿a qué conduciría eso, si no a más reconocimientos?

Se había dejado engañar.

Las manos se apartaron.

– Necesito palparte la zona directamente. Basta con que te subas el vestido.

Maj-Britt era incapaz de moverse. Notó que las manos volvían a tantear sus caderas. Cuando le alzó el vestido, sintió tal repugnancia que le entraron ganas de vomitar. Los dedos rebuscaban recorriendo su piel y tanteando entre los pliegues, presionando y pellizcando hasta que, por fin, no pudo resistirlo más. El cuerpo se le encogió entre arcadas. Sintió con alivio que las manos se apartaban y que el vestido caía y ocultaba sus piernas.

– ¡Ellinor! ¡Ellinor! ¿Hay un cubo por ahí?

Oyó que abría la puerta y las voces de las dos fuera del dormitorio y enseguida apareció Ellinor con el cubo verde de fregar el suelo. En el fondo había una bayeta, pero Ellinor la dejó dentro y sujetó el cubo ante Maj-Britt, que no vomitó. No había sido capaz de comer desde el día anterior y tenía el estómago vacío. Poco a poco, el miedo fue retirándose a sus oquedades y dejó el campo libre para la rabia a la que tenía derecho. Apartó el cubo, miró a Ellinor con encono y, por primera vez, creyó advertir cierta inseguridad en su mirada. Era Ellinor quien le había tendido aquella trampa, y lo sabía tan bien como la propia Maj-Britt. Lo veía en sus ojos. Ellinor comprendía por fin a qué la había expuesto en realidad.

– ¡Fuera!

– ¿Te sientes mejor ahora?

– ¡Fuera de aquí te digo!

Y volvió a quedarse sola con la doctora. Pero ya no tenía miedo. A partir de aquel momento, decidiría por sí misma qué podían hacer con ella y qué no.

– Bueno, ¿cuál es el diagnóstico?

Sintió que su voz recobraba la firmeza y ahora miraba a la doctora directamente a los ojos.

– Aún es pronto para decirlo. Quisiera hacerte unos análisis.

Y Maj-Britt la dejó hacer. Se sentó obediente en la silla mientras le pinchaba en el brazo y observó cómo su sangre iba entrando en los distintos recipientes. No podrían hacer con ella nada que ella misma no permitiese. Nada. Seguía siendo dueña de su cuerpo, aunque llevase dentro una enfermedad. La doctora se esforzaba por tomarle la tensión y Maj-Britt volvió a sentirse relativamente tranquila. Ahora que había recuperado el control.

– Te he visto alguna vez ahí fuera, en el parque, con la niña que vive enfrente.

Lo dijo como una frase de cortesía, un intento de establecer una conversación cotidiana. Claro que ella sabía que no era ése su lado fuerte, pero jamás habría podido ni sospechar siquiera el efecto de sus palabras. La transformación se dejó sentir en toda la habitación. Se produjo un imperceptible desplazamiento del centro de poder. Maj-Britt se percató de que, de repente, la mujer se detuvo en seco, para luego reanudar sus movimientos a un ritmo mucho más acelerado, pero no entendió lo que pasaba, sólo que la doctora que le tomaba la tensión había reaccionado de forma extraña a sus palabras. Tanto ir y venir de personas desconocidas que habían pasado por su apartamento durante los últimos veinticinco años había desarrollado en ella una capacidad extraordinaria para olfatear las debilidades de la gente. Por puro instinto de conservación, la única posibilidad de conservar algo de su dignidad ante el desprecio de esas personas, era cerciorarse rápidamente de sus puntos débiles y utilizar ese conocimiento cuando fuese necesario. Si no por otra razón, para librarse de ellas. Ellinor constituyó su primer fracaso.

La doctora enrolló el tensiómetro y lo guardó en su maletín.

– No, debes de confundirme con otra persona.

Y Maj-Britt comprobó con asombro que había olfateado bien. La doctora le mentía. Le mentía en toda su cara. Y además, notó claramente una cosa más: la satisfacción de haber recuperado el equilibrio. Esa invisible redistribución del poder implicaba que, en lo sucesivo, Maj-Britt exigiría respeto. Ya no estaba abandonada a las manos de aquella mujer, ni a su académico saber sobre su supuesta enfermedad. Delgada, triunfadora y soberbia, accedía misericorde a visitar a Maj-Britt, pese a su insignificancia. Se tomó la molestia de ir a verla, puesto que ni siquiera estaba en condiciones de salir de su apartamento. Un ser inferior.

Sin tener verdadera idea de cómo, había advertido una posible baza. Nunca estaba de más tener alguna, por si la individua resultaba ser demasiado entrometida y tuviera que deshacerse de ella. Y es que a la gente no le costaba nada serlo.

Ser entrometida.

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