El séptimo día después del accidente la llamó Åse. La única vez que Monika estuvo fuera del apartamento fue para llevar a su madre a la tumba y luego se detuvo en la librería para comprar más libros. Casi había llegado al siglo XIX y ningún detalle de la historia sueca le resultó tan insignificante como para no retenerlo en la memoria. El almacenamiento de datos nunca le supuso un problema.
– Perdona que no te haya llamado antes, pero no he tenido fuerzas para nada. Sólo quería darte las gracias por venir, Monika. No me atreví a llamar a Börje porque ya ha sufrido un pequeño infarto y no sabía si habría resistido una llamada como aquélla.
La voz de Åse sonaba exánime y apagada. Costaba creer que se tratase de la misma persona.
– Pues claro, ¿cómo no iba a ir?
Se hizo un breve silencio. Monika seguía leyendo sobre las pérdidas de las cosechas de 1771.
– Ayer fui allí.
– ¿Al lugar del accidente?
Monika pasó la página.
– No, a su casa. A la casa de Pernilla -respondió Åse.
Monika dejó de leer y se incorporó en el sofá.
– ¿Fuiste allí?
– No tuve más remedio, no me habría soportado a mí misma si no. Tenía que explicarle cuánto lo siento mirándola a los ojos.
Monika dejó el libro.
– ¿Y cómo estaba?
Un largo suspiro siguió a la pregunta.
– Es todo tan horrible…
Monika quería saber más. Sonsacarle a Åse todos los detalles que pudieran serle de utilidad.
– Pero dime, ¿cómo estaba?
– Pues cómo iba a estar. Triste. Pero serena, en cierto modo. Creo que le habían dado tranquilizantes para superar los primeros días. Pero la pequeña…
Se le quebró la voz.
– Estuvo gateando por el suelo y riendo y era tan… es increíble lo que les he causado.
– Åse, no fue culpa tuya. Cuando un alce se presenta así, no tienes la menor oportunidad.
– Ya, pero debería haber conducido más despacio. Yo sabía que el terreno no estaba vallado.
Monika dudó un instante. Nada era culpa de Åse. El propósito era ése. Sólo que, de repente, la que iba en el asiento del acompañante era la persona equivocada.
De nuevo se hizo el silencio y Åse se serenó. Sollozó varias veces, hasta que dejó de llorar.
– Los padres de Mattias estuvieron con ellas un par de días, pero viven en España y han vuelto a casa. El padre de Pernilla vive, pero al parecer sufre demencia senil y está interno en una residencia y su madre murió hace diez años, pero ha recibido ayuda municipal. Un grupo de voluntarios para casos de emergencia va y se hace cargo de la pequeña para que ella pueda descansar.
Monika la escuchaba presa de la mayor tensión. ¿Un grupo de voluntarios para casos de emergencia?
– ¿De qué grupo se trata, lo sabes?
– No.
Escribió «¿¿¿¿GRUPO DE EMERGENCIAS????» debajo de sus notas sobre Jacob Magnus Sprengporten y subrayó la expresión varias veces.
– Tenía mucho miedo de que estuviese enfadada o algo así, pero no. Incluso me dio las gracias por haber sido tan valiente de ir a verla. Börje y Ellinor vinieron conmigo, no me habría atrevido a ir sola. Se alegró de conocer todos los detalles de cómo fue, me dijo. Al saberlo, se sentía aliviada.
Monika sintió que se le helaba el cuerpo.
– ¿A qué detalles te refieres?
– Del accidente. El aspecto del lugar y cómo fue durante el seminario. Le dije que nos había hablado mucho de ella y de Daniella.
Monika tenía que saber más sobre los detalles que ahora conocía Pernilla, pero la pregunta era difícil de formular. Åse no le dejó opción. Hizo lo posible por que la pregunta sonase natural.
– No es que tenga importancia pero… ¿le dijiste algo de mí?
Se hizo una breve pausa. Monika estaba en tensión, expectante. ¿Y si Åse lo había estropeado todo?
– No…
Se quedó con la mirada fija y perdida. De pronto se levantó y se encaminó al ordenador del despacho. Estaba a medio camino cuando Åse le hizo la pregunta:
– Y tú, ¿cómo estás?
Monika se detuvo. La mirada clavada en la porción de pared que quedaba por encima de la pantalla del ordenador. Åse había formulado su pregunta con mucha cautela, casi con timidez, como si no se atreviese a pronunciarla.
– ¿A qué te refieres?
La respuesta de Monika sonó más áspera de lo que pretendía.
– No, bueno, quiero decir que pensé que tal vez tú te sentías, en fin, que tú habrías pensado que…, pero en realidad no hay razón alguna para…
Durante medio minuto, Åse se esforzó al máximo por ahogar su pregunta en una larga retahíla de ridículas incoherencias. Monika estaba inmóvil. Su culpa era suya y a nadie le incumbía. Pero la pregunta la hizo entender que también Åse había reparado en ello y que era totalmente necesario mantenerla apartada de Pernilla. No podía arriesgarse a que Åse anduviese por allí y que tarde o temprano revelase que, en realidad, todo era culpa de Monika.
– ¿Sigues ahí?
Monika respondió enseguida.
– Sí, aquí sigo. Estaba pensando.
– No sé qué hacer. Me gustaría tanto ayudarle de algún modo.
Monika siguió hasta llegar al ordenador y tecleó la dirección de la página web del ayuntamiento. Escribió «grupo de emergencias» en la ventana de búsqueda y enseguida obtuvo respuesta. Apartó la vista de la pantalla. En el alféizar había un hibisco que necesitaba agua. Se acercó y clavó el dedo en la tierra reseca.
– Åse, de verdad, lo mejor que puedes hacer es dejarla en paz. No hay nada que puedas hacer. Te lo digo como médico, porque es la experiencia que tengo en estos casos. Has de intentar discernir entre lo que es bueno para ella y lo que en realidad sólo es bueno para ti.
Åse guardó silencio mientras Monika esperaba. Quería a Pernilla para ella sola. Pernilla era responsabilidad suya y de nadie más.
Åse continuó, casi desconcertada.
– ¿De verdad lo crees?
– Sí, ya he visto cosas así antes, después de un accidente. -Un nuevo silencio. Arrancó una hoja seca y se encaminó a la cocina-. Intenta cuidarte tú, Åse. Tu familia te necesita. Lo hecho, hecho está y lo mejor que puedes hacer es intentar seguir adelante y comprender que tú no tuviste la culpa.
Continuó hasta el fregadero y abrió el armario donde guardaba la basura, aplastó la hoja seca con la mano y dejó caer los fragmentos entre los desechos.
– Te llamaré dentro de unos días para ver cómo estás.
Y, dicho esto, concluyeron la conversación.
Pero Monika no llegó nunca a llamarla. La próxima vez, también sería Åse quien llamara.
Monika se sentía desanimada cuando terminaron la conversación. En el apartamento de Pernilla sucedían cosas que escapaban a su control. Había llegado el momento de dar el siguiente paso. La hora de investirse de su nuevo papel en serio. Fue al vestíbulo y se puso el abrigo.
Ya en el coche, sólo con verse en camino, sintió cierto alivio. Lo más difícil siempre era tomar la dirección adecuada. Una vez decidido el objetivo, el resto era sólo cuestión de energía para ponerlo en práctica. Y de energía estaba ella sobrada. Su misión había arrumbado la desesperanza que sentía y ahora todo era resolución. Todo volvía a tener sentido.
En esta ocasión, no dudó al cruzar el portal, simplemente comprobó con la mano la forma del picaporte y supo que muy pronto lo sentiría como a un viejo conocido. Pasó de largo ante su puerta camino del tercer piso, escuchó un poco con la oreja contra la hoja de la puerta antes de seguir, pero no se oía nada. Allí dentro reinaba el silencio. Se sentó en la escalera, dobló el abrigo para protegerse del frío suelo de piedra. Y así pasó una hora. Cada vez que oía que alguien se acercaba, se levantaba y fingía que bajaba o que subía, lo que más natural pareciese según de dónde vinieran. En una ocasión, pasó un hombre que volvió al cabo de un rato y ambos sonrieron pensando que deberían dejar de verse en aquellas circunstancias. Monika acababa de doblar el abrigo para volver a sentarse cuando por fin se abrió la puerta.
Se puso de pie. Estaba fuera de la vista de nadie y sólo podía ver los pies de la persona que salía, pero se percató de que llevaba zapatos de mujer. La puerta se cerró sin que nadie pronunciase una palabra y los pies desconocidos se encaminaron a la escalera. Monika los siguió. Pertenecían a una mujer de mediana edad, llevaba el cabello recogido y un abrigo beis. Cuando llegó al portal, Monika ya le había dado alcance y le sonrió cuando la mujer le sostuvo la puerta, le dio las gracias y se dirigió al coche.
Ya tenía el número guardado en el móvil, lo había copiado de la página web del ayuntamiento.
– Se trata de Pernilla Andersson, a la que habéis estado ayudando últimamente.
– Ah, sí, exacto, eso es.
– Me pidió que llamara para agradeceros la ayuda y para avisar de que no tenéis que seguir viniendo. A partir de ahora se encargarán unos amigos.
El hombre del grupo de emergencias del ayuntamiento le respondió que se alegraban de haber sido de utilidad y le dijo que Pernilla podía volver a llamar si necesitaba apoyo o ayuda de cualquier tipo. Monika le aseguró que no creía que fuese necesario, pero, por supuesto, le dio educadamente las gracias por su ofrecimiento.
Era importante hacerlo todo bien.
Realmente importante.
Se quedó media hora en el coche, antes de volver a su casa. Durante unos minutos, permaneció de pie respirando despacio, adoptando el riguroso papel profesional, pero sin abrocharse el último botón. Estaba allí como amiga, no como médico; era Monika, no la especialista Lundvall quien llevaría a cabo la misión, pero necesitaba la seguridad en sí misma que le infundía su profesión. Para lo que estaba a punto de hacer, no le bastaba sólo la seguridad personal.
Dio unos toquecitos en la puerta, no quería despertarla si estaba durmiendo. Nada sucedió y, tras haber esperado un buen rato, volvió a llamar, con algo más de ímpetu esta vez, y entonces oyó pasos que se acercaban.
«Sólo escuchar. No intentes procurar consuelo, sólo escuchar y estar ahí.»
Había asistido a varios cursos sobre cómo enfrentarse a la gente que acaba de sufrir la pérdida de un ser querido.
Se abrió la puerta. Monika sonrió.
– ¿Pernilla?
– Sí.
No era como Monika se la había imaginado. Era pequeña y delgada, llevaba el cabello oscuro muy corto y vestía unos pantalones de chándal grises y un jersey de punto demasiado grande.
– Me llamo Monika, soy del grupo de emergencias del ayuntamiento.
– Ah, vaya, creí que hoy no volverían a venir. Dijeron que les faltaba gente.
Monika sonrió más aún.
– Lo hemos arreglado.
Pernilla dejó la puerta abierta y desapareció hacia el interior del apartamento. Monika cruzó el umbral. Sintió enseguida cómo se aligeraba el peso. Era como si, de repente, algo cediese y, por un instante, le inquietó la posibilidad de que esa ligereza la volviese débil otra vez. Tan sólo el poder ver a Pernilla con sus propios ojos, tener una idea propia de su cara y gozar del permiso de estar cerca de ella lo hacía todo más soportable. Allí podía hacer algo de provecho. Hacer que todo fuera menos imperdonable. Pero debía ir con cuidado, no había que andar con prisas, Pernilla debía tener la oportunidad de comprender que Monika era de fiar. Que estaba allí para ayudar. Para resolver todos los problemas.
Se quitó el abrigo y colocó las botas en la zapatera. Había en ella varios zapatos de caballero. Zapatillas de gimnasia y zapatos de vestir demasiado grandes para adaptarse a los menudos pies de Pernilla, dejados allí para no ser usados nunca más. Pasó ante la puerta de un baño decorada con un pequeño corazón de cerámica y continuó al interior del apartamento; la cocina a la derecha, al otro extremo del vestíbulo, una abertura hacia lo que parecía la sala de estar. Iba mirando atenta a su alrededor, no quería perderse un solo detalle en su interés por conocer a quien vivía en aquel apartamento. Sus gustos, sus valores, qué cualidades prefería en una amiga. Le llevaría el tiempo que tuviera que llevarle, lo único urgente era eliminar las trampas más peligrosas. Si Pernilla la rechazaba, estaría perdida.
Pernilla estaba sentada en el sofá, hojeando una revista al parecer carente de interés. A Daniella no se la veía por ninguna parte. Sobre una cómoda lijada había una vela en una palmatoria de cobre cuyo resplandor incidía sobre la amplia sonrisa de Mattias. La fotografía estaba ampliada y enmarcada en un portarretratos liso y dorado. Monika bajó la vista al suelo al encontrarse con su mirada, quería desaparecer de su campo de visión, pero sus ojos acusadores abarcaban toda la habitación. No había lugar donde pudiera esconderse. Monika sentía cómo él, suspicaz, la vigilaba y cuestionaba su presencia. Pero ella le enseñaría; con el tiempo, él comprendería que era su aliada y que podía confiar en ella. Que no lo engañaría una vez más.
Pernilla dejó la revista en la mesa y la miró.
– Sinceramente, creo que nos las arreglaremos solas esta noche. Quiero decir, si os falta gente.
– No, qué va, no pasa nada. En absoluto.
Monika se preguntó inquieta qué se esperaba que hiciera, qué habían hecho los del grupo de emergencias para que los necesitaran. Pero no se le había ocurrido nada cuando Pernilla continuó:
– No quisiera parecer ingrata, pero si he de ser sincera, empieza a ser bastante duro tener siempre en casa a gente extraña. No es nada personal. -Pernilla exhibió una sonrisa como para parecer menos arisca, pero no llegó a reflejarse en su mirada-. De hecho, creo que necesitaría estar sola un tiempo.
Monika le devolvió la sonrisa, con la idea de ocultar su desesperación. Ahora no, no ahora que estaba tan cerca.
Pero un instante después, Pernilla le arrojó el salvavidas que tan ansiosamente necesitaba Monika.
– Bueno, si pudieras ayudarme a bajar una cosa en la cocina antes de irte…
Monika sintió que el miedo cedía, una entrada era cuanto necesitaba, una mínima abertura para demostrar la importancia de su presencia. Agradecida, aceptó la tarea.
– Por supuesto, claro que sí, ¿qué quieres bajar?
Pernilla se levantó del sofá y Monika se percató de la mueca que le arrancó la protesta de su espalda. Vio cómo giraba el hombro derecho en un intento de deshacerse del dolor que la atormentaba.
– El detector de incendios del techo. Empieza a quedarse sin pilas y pita de vez en cuando.
Monika siguió a Pernilla a la cocina. Miró rauda a su alrededor para saber más. Ikea, sobre todo, un lío de fotos y de notas en la puerta del frigorífico, unos objetos de cerámica que parecían de fabricación casera, tres retratos históricos con marcos sencillos colgados de la pared, sobre la mesa de la cocina. Venció la tentación de acercarse al frigorífico y leer las notas. Ya lo haría más adelante.
Pernilla sacó una silla y la colocó bajo el detector de incendios.
– Tengo problemas de espalda y me resulta imposible estirar el brazo por encima de la cabeza.
Monika se subió en la silla.
– ¿Qué te pasa en la espalda?
Una conversación introductoria. No se conocían. A partir de ahora, Monika debía olvidar cuanto sabía.
– Sufrí un accidente hace cinco años. Haciendo submarinismo.
Monika sacó la alarma de la caja.
– Suena grave.
– Sí, lo fue, pero ya estoy mejor.
Pernilla guardó silencio. Monika le dio la alarma. Pernilla sacó la pila y se dirigió al poyete de la cocina. Cuando abrió el armario, Monika entrevió artículos de limpieza y un equipo de clasificación de basuras extraíble.
Pernilla se dio la vuelta y Monika comprendió que esperaba que se marchase, ahora que había cumplido su misión. Nada de eso. Monika se volvió hacia los retratos que colgaban de la pared.
– ¡Qué retrato más bonito de Sofia Magdalena! Es obra de Cari Gustav Pilo, ¿verdad?
Observó la sorpresa de Pernilla.
– Sí, quizá. No sé quién lo pintó exactamente.
Pernilla se acercó al retrato para comprobar si estaba firmado, pero no encontró nada. Se volvió otra vez a mirar a Monika.
– ¿Te interesa el arte?
Monika sonrió.
– No, no el arte en concreto, pero sí la historia. En especial, la historia de Suecia. Y claro, de paso, te quedas con el nombre de algún que otro artista. A veces me paso temporadas en que casi me obsesiono estudiando historia, Pernilla sonrió y, en esta ocasión, la sonrisa se reflejó también en sus ojos.
– ¡Qué casualidad! A mí también me interesa mucho la historia. Mattias solía decir eso, precisamente, que estaba obsesionada.
Monika guardó silencio y la dejó tomar la iniciativa. Pernilla volvió a contemplar el retrato.
– Uno encuentra cierto consuelo en la historia, en leer sobre todos esos destinos que existieron y dejaron de existir. Al menos a mí me ha ayudado a adquirir cierta perspectiva a la hora de examinar mis propios problemas, esto de la espalda, después del accidente, y esas cosas.
Monika asintió mostrando interés y como si verdaderamente estuviese de acuerdo con ella. Totalmente de acuerdo. Pernilla se miró las manos.
– Pero ahora…, no sé.
Hizo una breve pausa.
– Quiero decir que no sé cómo podría hallar ningún consuelo en la historia. Salvo que está muerto como todos los demás.
«Sólo escuchar. No intentes dar consuelo sino sólo escuchar y estar ahí.» Se hizo el silencio. No sólo porque eso era lo que recomendaban en los cursos a los que había asistido, sino también porque no se le ocurría qué decir. Miró de reojo el caos de la puerta del frigorífico. Le habría gustado mucho acercarse y verlo más de cerca. Y hallar más caminos por los que adentrarse en la vida de Pernilla.
– Al hacer la maleta, estuvo dudando entre éste y el que llevaba puesto cuando murió. -Pernilla acariciaba el gran jersey que llevaba puesto. Alzó el cuello y lo frotó contra su mejilla-. Hice una colada completa el día antes de que muriera. Lavé todo lo que había en la cesta. De modo que ahora ni siquiera me queda su olor.
«Sólo escuchar.» Claro que, en aquellos cursos, no le habían explicado muy bien cómo soportar todo lo que uno oía.
Daniella vino a salvarla de la situación. Desde la habitación contigua a la cocina se oyó una adormilada protesta. Pernilla soltó el jersey y fue en busca de la pequeña. Monika dio los tres pasos que la separaban del frigorífico y se puso a ojear rápidamente el collage. Fotos de familia; bonos de una pizzería; una tira de fotomatón con fotos de Mattias y Pernilla; más dibujos infantiles incomprensibles; varios recortes de periódico. Sólo pudo leer los titulares de uno cuando Pernilla volvió.
– Esta es Daniella. -La pequeña escondía la cara en el cuello de su madre-. Aún se encuentra medio dormida, pero pronto estará en marcha otra vez.
Monika se les acercó y le puso la mano en la espalda a Daniella.
– Hola, Daniella.
Daniella apretó su carita más aún en su escondite.
– Nos presentaremos más tarde, cuando te hayas despabilado un poco.
Pernilla sacó una silla y se sentó con Daniella en brazos. Una vez más, Monika experimentó la sensación de que esperaba que se marchase, tal y como le había pedido que hiciera. Pero Monika quería quedarse un poco más. Quedarse allí, donde se podía respirar.
– ¡Qué cuenco de cerámica más bonito!
Dijo señalando uno de los que había en el alféizar de la ventana.
– ¡Bah, ése! Lo hice yo.
– ¿De verdad?
Monika se acercó para verlo más detenidamente. Azul y un poco torcido.
– Realmente bonito. Yo también estuve asistiendo un tiempo a un curso de cerámica, pero estos últimos años no he tenido tiempo. El trabajo reclama demasiada atención.
Ni siquiera era mentira. De hecho, había elegido cerámica como optativa en secundaria.
– Pues ése está torcido. Lo conservo sólo como recuerdo, porque tuve que dejar la cerámica cuando me dañé la espalda, ya no podía pasar tanto tiempo sentada. -Pernilla se quedó mirando el cuenco-. A Mattias también le gustaba. Según él, le recordaba a mí. Yo quise tirarlo, pero él se negó en redondo.
Cada vez que mencionaba su nombre, Monika sentía los latidos de su corazón. El pulso aumentaba en señal de peligro. Daniella había salido de su escondrijo y ahora estaba sentada mirando a Monika. Ésta le sonrió.
– Si quieres puedo salir con ella un rato, así podrás descansar un poco. He visto que hay un parque ahí fuera.
Pernilla apoyó la mejilla en la cabeza de su hija.
– ¿Quieres salir, bonita? ¿Quieres salir a columpiarte un poco?
Daniella alzó la cabeza y asintió. Monika sintió menguar su desasosiego. El corazón se calmaba y recuperaba su ritmo habitual. Había superado la primera prueba.
Ahora sólo le quedaba todo lo demás.