26

Maj-Britt estaba en la ventana, observando lo que sucedía en el aparcamiento. Con sumo interés, seguía la conversación entre las dos mujeres, aunque, desde luego, no podía oír una sola palabra de lo que decían. Pero sus movimientos y la expresión de sus semblantes le confirmaron lo que ya sospechaba. Aquella doctora le había mentido, aunque seguía sin comprender por qué.

Ellinor se había sentado en el sofá. Saba yacía a sus pies, moviendo la cola, y Ellinor le acariciaba el lomo. Pero ninguna de las dos había dicho una palabra desde que se quedaron solas. Maj-Britt aún se batía contra la humillación de haber dejado por completo al descubierto su incapacidad ante Ellinor, de no estar en condiciones de someterse a un sencillo reconocimiento médico.

Por lo menos, Ellinor había tenido el buen gusto de no comentar su evidente malestar, como tampoco intentó revestirlo de compasión ni añadir ningún absurdo comentario de que entendía cómo se sentía. Mejor así porque, de haberlo hecho, Maj-Britt se habría visto obligada a mandarla a la mierda, expresión que prefería no utilizar.

Maj-Britt vio alejarse el coche, mientras que madre e hija se dirigieron a su portal.

Ellinor seguía sin demostrar la menor intención de ir a marcharse. Ya había cumplido con su obligación pero seguía en el apartamento, para desconcierto de Maj-Britt que, no obstante, ahora tenía otra cosa en la que pensar y no se molestaba en preocuparse mucho de ese asunto.

Fue Ellinor quien rompió el silencio lo que, seguramente, no sorprendió a ninguna de las dos.

– ¿Por qué no dijiste nada de la sangre en la orina?

La madre y la hija entraron en su portal y la puerta se cerró tras ellas. Maj-Britt dejó de contemplar el panorama y se encaminó al sillón.

– ¿Por qué había de hacerlo? No creo que con decirlo hubiera desaparecido.

Se hizo el silencio durante unos minutos. En algún lugar del edificio se oyó caer el agua por las tuberías y en el rellano de la escalera, voces y ruidos de pasos que se intensificaban para luego extinguirse y cesar del todo al cerrarse la puerta. Miró a Ellinor, que cavilaba sentada retocándose abstraída la cutícula del pulgar derecho. Maj-Britt se hacía un montón de preguntas y sabía que Ellinor tenía las respuestas. Meditabunda, se desplomó en el sillón.

– ¿De qué dijiste que conocías a esa mujer?

Ellinor dejó de trastearse la uña.

– Se llama Monika, por si no lo recuerdas. Si es que te refieres a ella.

Maj-Britt la miró cansada.

– Vale, perdona, ¿de qué conoces a Monika?

Pronunció el nombre con la manifiesta aversión que sentía y no tuvo que mirar a Ellinor para notar hasta qué punto la irritaba su tono.

– Si quieres que te diga la verdad, me parece que se ha portado bastante bien al venir a verte.

– Claro, un ser absolutamente generoso.

Ellinor dejó escapar un suspiro.

– Ya te digo, a veces podrías pensar un poco en quién merece tu desprecio y quién no.

Maj-Britt resopló displicente. Y una vez más, se hizo el silencio. Pero Maj-Britt sabía que, si esperaba lo suficiente, Ellinor no podría dejar de contárselo. No había podido encontrar nada más parecido a una debilidad en el carácter de aquella joven tan obstinada: no conseguía mantener la boca cerrada. O, al menos, no por mucho rato.

Pasaría un minuto, no más.

– No soy yo la que la conoce, sino mi madre.

Maj-Britt sonrió para sus adentros.

– Se conocieron en un curso hace unas semanas. Compartió coche con mi madre.

Ellinor se levantó y se acercó a la ventana. Maj-Britt la escuchaba con interés.

– ¿Recuerdas que te conté que hace unas semanas murió una persona que vivía en el bloque de enfrente?

Maj-Britt asintió, aunque Ellinor no la veía.

– Se llamaba Mattias. Murió en el camino de vuelta a casa, después del curso, en un accidente de tráfico. Mi madre conducía el coche, se estrelló contra un alce.

Maj-Britt se quedó con la mirada perdida, recreando la imagen del padre con la niña en el parque.

– ¿Y tu madre?

– Sí, bueno, es increíble, pero salió ilesa. Quedó conmocionada, por supuesto, y tiene unos remordimientos horribles por haber sobrevivido mientras que él murió. Era ella la que conducía. Y además, el joven tenía una hija.

Maj-Britt siguió cavilando. Observaba la espalda de Ellinor como si pudiera ofrecerle más pistas.

– Así que la médica esa, perdón, quiero decir Monika, también iba en el coche, ¿no?

Ellinor se dio la vuelta. Se quedó de pie un momento y volvió al sofá. Volvió a sentarse con las piernas cruzadas sobre el asiento y se colocó sobre las rodillas uno de los cojines bordados. De pronto, miró a Maj-Britt y sonrió. Maj-Britt se puso en guardia enseguida, la pequeña abertura que había propiciado se cerró como la de un mejillón.

– ¿Qué pasa?

Ellinor se encogió de hombros.

– De repente me he dado cuenta de que es la primera vez que hablamos tú y yo. Que hablamos de verdad. La primera vez que tú y yo iniciamos una conversación.

Maj-Britt apartó la mirada. No estaba segura de que el que ella hubiese entablado una conversación de forma voluntaria fuese buena señal. Ni siquiera lo tenía planeado, lo hizo sin reflexionar demasiado sobre ello, casi como si fuese algo natural. Y, por supuesto, Ellinor se percató de ello. Notó el cambio. Maj-Britt no era capaz de calibrar aún a qué conduciría aquello, si sería bueno o malo. Si podría volverse en su contra. Pero sabía que quería conocer las respuestas a sus preguntas para garantizarse cierta compensación si al final se demostraba que había sido un error.

– Te preguntaba si ella también iba en el coche.

– No, pero tendría que haber estado. Ella y Mattias cambiaron sus plazas y ella volvió a casa en otro coche. Al parecer, el último día de curso se prolongó demasiado o no sé qué pasó, y ella tenía prisa por volver a casa y Mattias se ofreció a quedarse.

Maj-Britt asimiló la información y la clasificó lo mejor que pudo. Intentó enlazarla con el hecho de que la doctora hubiese negado de forma tan rotunda que conociese a la niña huérfana. La infinita paciencia con la que empujaba el columpio.

«Ella y Mattias cambiaron sus plazas para el regreso.» -¿Y conocía al tal Mattias antes del curso?

Ellinor meneó la cabeza.

– Ninguno de los participantes se conocía antes del curso. Esa era la idea.

Y entonces, Ellinor le ahorró a Maj-Britt la conclusión del razonamiento. Añadió el comentario necesario para componer la cadena de modo que formase una explicación comprensible.

– Pero me pregunto cómo se sentirá. Me refiero a Monika. Si no hubiesen cambiado las plazas, la que estaría muerta sería ella. Me pregunto cómo se siente uno al saber una cosa así.


¡Hay que ver lo que un intento cortés de iniciar una conversación podía procurarle a una! Su inocente pregunta durante el reconocimiento había dado en la diana y había abierto una mirilla a lo más hondo de aquella doctora de personalidad tan transparente. Y uno siempre hallaba en ese tipo de cosas una buena baza, convulsamente oculta allí dentro en la oscuridad, pero muy accesible si uno sabía formular la pregunta adecuada. Lo único que seguía sin explicación era la mentira. ¿Por qué habría negado que conocía a la niña y a la mujer que había perdido a su marido para que ella siguiera con vida?

A menos que también les hubiese mentido a ellas.

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