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No tendría que haber ido allí jamás. Debería haber intuido el peligro y retirarse en cuanto le dieron la dirección, pero para entonces ya lo había prometido. Y no quería enemistarse con Åse. En realidad, ignoraba la razón, simplemente sentía una necesidad imperiosa e indefinible de mantener con ella una buena relación. Como con todos aquellos que pudieran conocer la verdad. Nadie podría acusarla de ser esa clase de persona que no estaba cuando la necesitaban, que no asumía su responsabilidad. Eso, al menos, lo adscribía a la columna del haber y nadie podría arrebatárselo.


Aún sentía el miedo irracional que experimentó durante la conversación con Åse. Seguía allí, bajo la superficie, con claridad apabullante, como si se hubiese conservado aquel instante sólo para reavivarse al menor recordatorio. La amenaza de tener que verse frente a frente con Pernilla, de tener que confesar. En un momento de lucidez, comprobó con desesperación que la culpa había crecido más aún, que sus sacrificios quedaban aniquilados a la sombra de sus mentiras, contaminados por todas sus acciones pasadas e imperdonables. Si Pernilla llegaba a conocer un día la verdad, su desprecio inutilizaría todas las salidas, excepto una, la de desaparecer de la faz de la Tierra.

Y Monika tenía que quedarse, se lo debía a Mattias.

Y tenía que justificar su existencia, se lo debía a Lasse.

La información que Ellinor le proporcionó por teléfono era muy escasa. Sólo le dijo que uno de sus usuarios sufría intenso dolor lumbar y necesitaba atención médica, pero que se negaba a abandonar su apartamento. Cuando por fin vio a la paciente en la sala de estar, le sorprendió que Ellinor no le hubiese contado algo más, que no la hubiese prevenido un poco. Monika no recordaba haber visto a una mujer con una obesidad tan flagrante, salvo quizás en fotografías mientras estudiaba la carrera, y la contemplación de su inmensidad la dejó muda al principio. Estaba bastante segura de haber disimulado su asombro, cabía la posibilidad de que la hubiera descubierto su saludo, un tanto tardío, pero confiaba en que la habría asistido su habilidad profesional. Después estaba lo de su actitud. Monika había tratado con anterioridad a pacientes con miedo al contacto físico, pero ninguno tan manifiestamente lleno de angustia ante ello como aquella mujer. Era como una corteza invisible que las manos se viesen obligadas a atravesar para alcanzar el núcleo. Y, una vez allí, aquel cuerpo inmenso temblaba como entre espasmos y, puesto que, de todos modos, sería imposible notar nada a través de todas las capas de grasa, la dejó y se concentró en la extracción de sangre para los análisis.


Sentía un cisma íntimo al adoptar de nuevo su papel de profesional. Su yo estaba dividido en dos caras enfrentadas en lucha la una con la otra, una satisfecha de la objetividad del reconocimiento que estaba practicando, en tanto que la otra constataba con enojo el paso infructuoso de unos minutos que podrían invertirse en mejor causa. Pese a todo, hallaba en ello, cuando menos, la sospecha de cierto añorado sosiego. Los movimientos que su mano tan bien dominaba. La serenidad de la competencia de que era dueña. El estar en posesión, por un instante, del control más completo y saber exactamente lo que debía hacer. Por primera vez en mucho tiempo, abandonar su posición de desventaja y ser tratada con respeto.

Y fue precisamente en ese momento cuando la mujer que tenía delante abrió la boca haciendo realidad todos los temores que había abrigado desde que Ellinor le dio la dirección: que alguien la hubiese visto. Antes de que la mujer hubiese terminado de pronunciar la frase, se vio catapultada al infierno que ella misma se había procurado y ninguna competencia en este mundo habría podido protegerla de la amenaza que sentía. Más rápido de lo que creía posible, se vio batiéndose en retirada y no comprendió su error hasta que no fue demasiado tarde.

Mintió.

Tejió un hilo más en una red de mentiras que le resultaba cada vez más difícil de controlar. Al menor descuido, cualquiera de sus bastiones podía ceder y arrastrar consigo el resto, y ahora había mentido sin tener la menor idea de la relación que unía a Pernilla y a aquella mujer, ni a qué conduciría su mentira.

En su desesperación, dejó pasar los segundos intentando actuar como de costumbre mientras que, descorazonada, buscaba una solución que pudiese reparar el error. Sopesó rápidamente todas las explicaciones imaginables de por qué se encontraba en el parque con la hija de Pernilla. Comparó las probabilidades más verosímiles, y los segundos siguieron sucediéndose sin que nadie dijese nada. Cuando por fin hubo guardado su instrumental y una vez cerrado el maletín, cuando ya sólo faltaba darle el recipiente para la prueba de orina, seguía sin hallar una salida, pero algo tenía que decir.

– Ah, sí, ahora caigo. Estuve aquí hace un tiempo, con una amiga y su hija. Iba a entregarle algo a un colega que vivía por aquí y yo me quedé con su hija en los balancines del parque, debió de ser entonces cuando me viste. Pero esa niña no vive en el bloque.

Y tal vez fueron figuraciones suyas, pero de pronto le pareció atisbar una leve sonrisa en los labios de la mujer llamada Maj-Britt cuando ésta confirmó las palabras de Monika con un gesto de asentimiento.

Se despidió de Ellinor en el vestíbulo. Garabateó a toda prisa una receta de analgésicos y le dio unas instrucciones adicionales. Maj-Britt salió del baño con la prueba de orina y Ellinor observó horrorizada el líquido rojizo del recipiente. Monika evitó la mirada inquieta de Ellinor. La presencia de sangre en la orina y la naturaleza del dolor confirmaban, ciertamente, las sospechas de Monika, pero tendrían que esperar los resultados de las pruebas. No valía la pena asustar a nadie hasta no estar seguro al cien por cien. Abrió el maletín y guardó en él la muestra de orina.

– Te llamaré en cuanto tenga los resultados. La mujer había entrado en la sala de estar, pero Ellinor le estrechó la mano.

– Gracias por dedicarle tiempo y venir a verla.


Mientras regresaba al coche, sintió el alivio que le producía haber salido de aquel apartamento. Aún no estaba segura de que su explicación hubiese sido satisfactoria y hubiese despejado todo riesgo posible. La información de la que carecía era, en efecto, si Maj-Britt y Pernilla se conocían, pero Ellinor le había contado que Maj-Britt nunca salía de su apartamento. Por otro lado, Ellinor había acompañado a Åse cuando ésta fue a ver a Pernilla: ¿y si Ellinor le había contado a Maj-Britt cómo se habían conocido?

Echó un rápido vistazo a la ventana vacía de la cocina de Pernilla y apremió el paso en dirección al coche. No podía dejarse ver ahora. No podía correr el riesgo de que Pernilla abriese la ventana y la llamase.

Ya había dejado el maletín en el asiento trasero y, de haber contado con sólo un minuto más, le habría salido bien. Pero, naturalmente, el destino quiso otra cosa. Justo cuando iba a sentarse al volante, aparecieron por el camino del parque y, por supuesto, la vieron.

– ¡Hola! ¿Tú por aquí?

Monika lanzó una mirada al balcón de Maj-Britt. El sol se reflejaba en los cristales de las ventanas y no podía descartar que hubiese alguien tras ellos. Que hubiese alguien tras ellos mirando.

Pernilla ya había llegado al coche, se detuvo y le puso el freno al cochecito de Daniella.

– Hemos salido a dar un paseo.

Monika asintió y se sentó en el coche.

– Tengo algo de prisa, tenía un aviso domiciliario y he de volver a la clínica.

– Ah, ya veo. ¿En casa de quién era el aviso?

De repente, Monika se dio cuenta de que podía aclarar sus dudas y prefirió ver confirmados sus temores que seguir en la incertidumbre.

– Se llama Maj-Britt. ¿La conoces?

Pernilla reflexionó un segundo antes de negar moviendo la cabeza despacio.

– ¿Vive en nuestro portal?

– No, enfrente, al otro lado del jardín.

– En ese bloque no conozco a nadie.

Sintió que todo su cuerpo se relajaba. Sólo habían sido figuraciones suyas. Su desasosiego la volvía hipersensible, había dejado que el comentario de la mujer cobrase una importancia que no tenía.

Metió la llave en el encendido.

– Por cierto, hoy he estado hablando con los del fondo. Ingresarán el dinero en tu cuenta a lo largo del día de hoy. Les he dado el número de cuenta que figura en tus recibos.

Pernilla sonrió.

– Espero que comprendas lo agradecida que estoy.

Monika asintió.

– Lo siento, tengo que irme, ya voy con retraso.

– ¿Te apetece venir a cenar con nosotras esta noche? Para darte las gracias por tu ayuda.

Ante su sorpresa, Monika notó que dudaba. Con tanto como había esperado aquel instante, que Pernilla le concediese audiencia por voluntad propia, sin que ella tuviese que rogársela. Pero estaba muy cansada, exhausta de estar siempre alerta y guardar las apariencias. Tenía pensado tomarse los somníferos temprano y huir de la tarde y de la noche. Pero no podía decir que no. No tenía derecho.

– Claro, ¿a qué hora quieres que vaya?

– ¿A qué hora puedes?

Habría terminado de trabajar a las cinco, no podía olvidar que Pernilla creía que había vuelto al trabajo. Tantos detalles que tener en cuenta…

– Salgo a las cinco.

– Entonces, ¿te parece bien a las seis?


Tras echar un último vistazo a la ventana Maj-Britt puso rumbo a la ciudad. Ya iba tarde. Su madre la esperaba desde hacía un cuarto de hora y Monika sabía que ya llevaría un buen rato vestida y sentada en el vestíbulo, más impaciente a cada minuto, pero antes tenía que pasar por el banco. Y el jefe de la clínica la había llamado cuatro veces y le había dejado varios mensajes a los que no había contestado. Algunos de sus colegas también la habían llamado varias veces, pero ella no les había devuelto la llamada.

En algún lugar en lo más hondo de su ser, algo intentaba hacerse oír, algo que quería hacerle ver que estaba creando una situación cada vez más insostenible. Sin embargo, puesto que no había vuelta atrás y de ninguna manera podía hacer nada para modificar el estado de la cuestión, resultaba mucho más sencillo no escuchar. Mucho más sencillo.

Lo más importante en aquel momento era haber eliminado la amenaza que sentía hacía un momento. Que, por ahora, podía sentirse más o menos segura. Simplemente, tendría que ir tomándose las cosas poco a poco. Era cuanto podía pedir.

Era cuanto tenía derecho a pedir.

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