3

Él decía que la amaba. Y la verdad, cuanto decía y hacía así lo indicaba. Pese a todo, resultaba muy difícil asimilar sus palabras. Que él la amase precisamente a ella.

Lo que intentaba hacerle creer era que él la consideraba única, que la anteponía, justo a ella, a todas las demás personas sobre la faz de la Tierra, que ella era la más importante para él. Aquella a quien bajo ninguna circunstancia traicionaría y por la que siempre se preocuparía.

Resultaba muy difícil asimilar sus palabras.

Pues, ¿por qué un hombre como Thomas iba a amarla a ella, precisamente? Cuando se acercaban los cuarenta, escaseaban los hombres sin pareja y a él no había más que echarle un vistazo para comprender que debía de ser una presa muy codiciada. Pese a todo, fue su cerebro lo que la cautivó en primer lugar. Su humor y su ironía de sí mismo lo que la hacía reír en las situaciones más extraordinarias. Sólo un hombre de masculinidad tan evidente como la suya podía reírse así de sí mismo. Y sólo un hombre que se conocía a sí mismo sabía de qué valía la pena reírse. Jamás había conocido a nadie como él. Era curioso y sentía un interés inagotable por aprender cosas nuevas, por entender más. Siempre dispuesto a abandonar su concepción de las cosas si alguien, de pronto, parecía tener otra más plausible, intentaba analizarlo todo desde un nuevo punto de vista. Tal vez ésa fuese una de las causas de su éxito como diseñador industrial; o tal vez fuese el efecto. Sus cualidades, nada frecuentes, y aquella manera suya de pensar, tan libre, llevaban sus conversaciones a alturas nunca antes sondeadas. En ocasiones, ella tenía incluso que esforzarse por estar a su nivel, lo que suponía un estímulo insólito.

Desde un punto de vista intelectual, Thomas era su verdadero igual. No había muchos hombres así.

De modo que, ¿por qué iba a enamorarse de ella, precisamente?

Algún fallo debía de haber pero, por más que lo buscaba, no daba con él.

Claro que hubo hombres. Las relaciones breves no habían escaseado en su pasado, pero sus opciones se vieron regidas por otras ambiciones que las de invertir energía en intentar prolongarlas. Los dilatados estudios de medicina reclamaron toda su atención. Un aprobado en un examen era tanto como un fracaso, el sobresaliente era imperativo para que se sintiese satisfecha y, a veces, ni siquiera eso. Lo que a ella le habría gustado es que sus profesores se desmayasen de la emoción al ver sus resultados y su capacidad, pero tuvo que admitir que no era tan fácil conseguir tal cosa. No era la única alumna destacada, por lo que siempre la atormentaba su insuficiencia, el no ser lo bastante buena. De modo que se aplicaba a estudiar más aún.

La gente de su edad fue desapareciendo poco a poco en el matrimonio y en la vida familiar mientras que ella, para dolor de su madre, seguía sola. Ya no sucedía tan a menudo, ahora que pronto sería tarde, pero su madre le transmitió durante años la gran decepción que para ella suponía saber que no tendría nietos. Y en lo más hondo de su ser, en aquel reducto al que ni su madre ni ninguna otra persona tenía acceso, Monika compartía esa decepción.

No siempre era fácil vivir sola. Imposible decir si se trataba de una sensación culturalmente impuesta, pero en algún lugar del misterio humano parecía existir un deseo básico de unión. Su cuerpo le hablaba con claridad. Después de unos meses de soledad, clamaba por el contacto físico. Ella no tenía obligaciones para con nadie, de modo que podía iniciar una aventura amorosa con la que iluminar su existencia un tiempo, pero nunca dejaba que se impusieran los sentimientos. Sólo se permitía un entusiasmo controlado y ese tipo de relaciones nunca tenían la oportunidad de adquirir mayor importancia. Al menos, no por su parte. Algún que otro corazón había quedado espinado al paso de su persona, pero a nadie le había dado acceso a aproximarse al núcleo en el que habitaba la frágil Monika, aquel núcleo en el que ella había puesto todo el cuidado en esconder sus miedos.

Y su secreto.

El sexo era muy simple. Lo difícil era la auténtica intimidad.

Tarde o temprano se producía una descompensación del equilibrio. Empezaban a llamar demasiado a menudo, a querer demasiado, a desvelar sus esperanzas y sus planes a largo plazo. Y cuanto más interés mostraban ellos, tanto más se enfriaba el suyo. Monika observaba suspicaz su creciente apasionamiento, antes de poner fin definitivo a la relación. Antes sola que abandonada.

Alguno la llamó «reina del hielo» y ella se lo tomó como un cumplido.

Hasta que conoció a Thomas.

Ocurrió en el vagón restaurante. Monika venía de pasar el fin de semana con unos amigos en su idílica casa de campo y tomó el tren para aprovechar la duración del viaje leyendo los últimos descubrimientos sobre la fibromialgia. En el viaje de vuelta la invadió la melancolía, tras cuarenta y ocho horas viendo sobre el terreno lo que le faltaba en la vida; lo fútil que resultaba todo. Precisamente ella, que era la que estaba viva, no tenía capacidad de sacarle nada a la vida. Aunque, por otro lado, ¿hasta qué punto tenía alguien como ella derecho a ser feliz?

Fue al vagón restaurante para tomarse una copa de vino y se quedó sentada junto a una de las mesas, en la parte más próxima a las ventanas. Él estaba enfrente. No se dijeron una palabra, apenas si cruzaron una mirada. Ambos se dedicaron a contemplar el paisaje que discurría acelerado allá fuera. Pese a ello, todo su ser era consciente de la presencia de aquel hombre. Una extraña sensación de no estar sola, de que, en el silencio que compartían, se hacían compañía. No recordaba haber experimentado nada semejante hasta entonces.

Se levantó al ver que se acercaban a la estación donde ella debía bajar y le lanzó una rápida ojeada antes de volver a su asiento para recuperar su maleta. De repente, ya en el andén, él le dio alcance.

– ¡Oye! Hola, tendrás que perdonarme, de verdad.

Ella se detuvo, sorprendida.

– Creerás que estoy loco, pero sentí el impulso irrefrenable de que tenía que hacerlo.

Parecía abochornado, como si de verdad cuestionase la cordura de aquella situación. Pero entonces se armó de valor y prosiguió:

– Sólo quería darte las gracias por la compañía en el tren.

Ella no supo qué decir y parecía bastante incómoda.

– Sí, porque estábamos sentados uno frente al otro en el vagón restaurante.

– Lo sé. Gracias a ti.

Su cara se iluminó con una amplia sonrisa cuando se dio cuenta de que ella lo había reconocido. Y sonó casi ansioso al preguntar:

– Perdona otra vez pero es que tengo que saber si tú también lo notaste.

– ¿El qué?

– Pues bueno… No sé exactamente cómo expresarlo.

Una vez más, pareció abochornado y ella dudó un instante hasta que al fin asintió levemente; entonces, la sonrisa con que él respondió debió haberla hecho salir corriendo al confín del mundo por puro instinto de conservación. Pero se quedó donde estaba, incapaz de hacer otra cosa.

– ¡Guau!

El la miró como si acabase de surgir del asfalto del andén y empezó a hurgarse en los bolsillos. Sacó un recibo arrugado y miró a su alrededor, paró a la primera persona que pasaba por allí.

– Perdona, ¿tienes un bolígrafo?

La mujer elegida se detuvo y colocó el maletín en el suelo, abrió el bolso y sacó un bolígrafo que parecía de buena marca. Él garabateó a toda prisa unas letras en el recibo y se lo dio a Monika.

– Aquí tienes mi nombre y mi teléfono. Preferiría que me dieras el tuyo, pero no me atrevo a pedírtelo.

La mujer del maletín se marchó por el andén con una sonrisa después de recuperar su bolígrafo.

Monika leyó el papel.

Thomas. Y un número de móvil.

– Si no me llamas, no volveré a ver una película de Hugh Grant en mi vida.

Monika no pudo por menos de sonreír.

– No lo olvides, su carrera como actor depende de ti.


Estuvo dudando varios días. Siguió su tónica de siempre y no quiso mostrarse interesada pero, a decir verdad, siempre lo tenía presente en sus pensamientos. Finalmente, logró convencerse a sí misma de que llamarlo no le haría ningún daño. Bastaba con que se vieran alguna que otra vez. El hecho de que su cuerpo anduviese hambriento de contacto físico desde hacía tiempo le ayudó a marcar las nueve cifras.

Al tercer día, le mandó un SMS.

– Los remordimientos por Hugh empiezan a ser insufribles. No soporto más tanta responsabilidad.

Él la llamó un minuto después de que lo enviase.

Aquella misma noche disfrutaron su primera cena juntos.


– «Columba livia.» ¿Sabes lo que es eso?

Él sonrió y le llenó la copa.

– No -admitió Monika.

– Así se llaman en latín las palomas mensajeras.

– Los animales no son mi lado fuerte, pero si hay alguna parte del cuerpo de la que no estés seguro, ahí sí que podré ayudarte. -No había acabado de decirlo cuando se dio cuenta de cómo sonaba-. Quiero decir, si no estás seguro de cómo se llaman en latín, vamos.

Sintió que se ruborizaba, lo que no era precisamente habitual en ella. Vio que él se dio cuenta y que le parecía divertido.

– Mi abuelo tenía un palomar cuando yo era niño, de ésos con palomas mensajeras. Yo solía pasar los veranos con ellos y me dejaba que le ayudase en el palomar; a darles de comer a las palomas, a soltarlas para que se entrenasen, a marcarlas con anillos, en fin, un poco de todo. Aquel palomar contenía toda una ciencia.

Se sumió en recuerdos al parecer deliciosos y ella aprovechó para estudiarlo. Era verdaderamente guapo.

– O sea, cuando digo que mi abuelo tenía un palomar quiero decir que vivía para aquellas palomas. A mi abuela puede que no le pareciese tan divertido, pero lo dejaba hacer. ¿Sabes cómo encuentran el camino a casa las palomas mensajeras?

Ella negó con la cabeza.

– Se guían por los campos magnéticos.

– Vaya, pues yo creía que se ayudaban de las estrellas, lo leí en algún sitio.

– Ya pero, entonces, ¿cómo se orientan de día?

– Anda, pues sí… la verdad es que la cuestión tampoco me ha quitado el sueño.

El camarero retiró los platos, ellos le aseguraron que todo estaba muy rico y que no querían postre pero sí un café. Monika había olvidado ya la clase sobre palomas cuando, de repente, él la retomó.

– ¿Y sabes por qué siempre vuelven a casa y no se van a otro sitio?

Ella meneó la cabeza.

– Nostalgia.

Thomas se inclinó.

– La pareja de palomas no se separa jamás, en toda la vida. Son fieles, así que adondequiera que lleves a cualquiera de los dos, siempre volverá a casa. Una de las palomas del abuelo chocó contra unos cables eléctricos en una ocasión, cuando volvió le faltaba una pata, pero llegó a casa igualmente, de vuelta con el compañero de su vida.

Ella se quedó cavilando sobre lo que le había contado.

– Casi dan ganas de ser paloma; bueno, salvo por lo de las patas.

Thomas sonrió.

– Lo sé. Así pensaba yo de niño, que cuando me hiciese mayor en un futuro muy lejano y conociese a mi mujer, sentiría justamente eso, como un campo magnético. Así me daría cuenta de que había acertado.

Monika fingió retirar unas migas del mantel, porque tenía que preguntarlo pero, al mismo tiempo, no quería por nada del inundo demostrar demasiado interés. ¿Y fue así? ¿El qué?

Dudó un instante, pues se dio cuenta de que en realidad no quería conocer la respuesta. Alisó un poco la servilleta.

– Cuando conociste a tu mujer.

Thomas bebió un trago de vino.

– No lo sé.

Monika sintió la decepción en el estómago y cómo se convertía en un nudo al comprender que estaba casado. Un cobarde que no llevaba la alianza. Ella nunca iniciaba relaciones con hombres casados.

– El campo magnético sí que lo he sentido, claro que sí. Pero lo de mi mujer es un poco pronto para predecirlo.

Otro camarero vino a interrumpirlos para preguntar si todo estaba a su gusto. Ambos asintieron sin dejar de mirarse y el hombre se marchó a toda prisa.

– Así que ahora comprenderás mejor mi conducta en el andén. Puesto que era la primera vez que sentía el campo magnético, tenía que hacer algo.

Se había encontrado con un hombre singular. De camino al restaurante, Monika estaba abierta a la posibilidad de pasar la noche con él. A medida que avanzaba la velada, fue abrigando más dudas. No porque ya no lo deseara, sino porque sentía que lo deseaba demasiado. Sin embargo, cuando por fin salió a relucir el tema, fue él quien decidió.

– No pienso pedirte que vengas a mi casa esta noche.

Ella guardó silencio. Se habían detenido al abrigo del toldo del restaurante para resguardarse de la lluvia.

– No quiero perder esto tontamente. Es demasiado bueno.


Jamás había conocido a nadie como Thomas. Se despidieron y prometieron llamarse al día siguiente, pero su primer SMS le llegó a los ocho minutos.

Aquella noche sus móviles echaron humo, la genialidad en la expresión alcanzó cotas insospechadas y Monika se sorprendió a sí misma sonriendo en la oscuridad mientras leía los mensajes tan ocurrentes que le enviaba. Incitada por el reto, tuvo que esforzarse por componer respuestas igual de ingeniosas. Y a eso de las cinco de la mañana, tuvo que darse por vencida.

LA VIDA Y LA NOCHE SE ACERCAN RAUDAS. NUNCA ESTÁN LOS SUEÑOS TAN CERCA COMO AHORA.

La dejó muda.

Y ascendió unos peldaños más.

Y desde luego que esperaron. El tiempo que siguió a aquella noche se dedicaron a estudiarse. Lento pero seguro, por dentro y por fuera. Dos personas solas que, con suma cautela, se aproximaban a su más íntimo deseo de aquello que siempre habían añorado, de aquello que siempre soñaron que tendrían en sus vidas. Cada conversación era una aventura; cada descubrimiento, una nueva posibilidad de profundizar. Ella sabía que nunca antes estuvo en el lugar al que ahora la habían llevado sus sentimientos. Todo estaba envuelto en un manto de buena voluntad. Fue conociéndolo palmo a palmo y nada de lo que le contaba o le confesaba atenuaba su interés. Al contrario.

Paso a paso, fueron acercándose a aquel momento y ambos tuvieron el valor suficiente de admitir que estaban nerviosos como adolescentes, con lo maduros que eran.

Pero, como siempre con Thomas, todo fue de lo más natural. Una tarde de domingo, sencillamente, no hubo forma de resistirlo por más tiempo.

Y Monika se dio cuenta de que, en realidad, aún era virgen. Sexo había tenido muchas veces. El amor, en cambio, no lo había hecho jamás hasta entonces.

Fue una experiencia perturbadora, sobrecogedora, muy alejada de su habitual dominio intelectual. Descomponerse y fundirse de un modo total, no sólo con otro cuerpo sino en una presencia absoluta. Por un breve espacio de tiempo, recibir la bendición de la clarividencia, intuir la sencillez del inmenso misterio encerrado en el sentido de todas las cosas. Verse abrumado por el deseo de abandonar toda defensa, de mostrar la propia vulnerabilidad y, en la más absoluta confianza, ponerse a disposición del otro, dejar que sucediera lo que quería suceder. Jamás había estado tan cerca de su ser más íntimo, donde no existían ni el desasosiego ni la soledad.

Pero cuando llegó el lunes, el miedo volvió a apoderarse de ella.

No lo llamó en todo el día. Cuando escuchó los mensajes del móvil, una vez que el último paciente se hubo marchado, comprobó que él le había dejado tres mensajes y le había enviado cuatro SMS. Eso debería haberla irritado. Si todo hubiera sido como solía, el interés de Thomas habría constituido la sentencia de muerte de su relación. En este caso, en cambio, su actitud la asustó más aún. Decirse que «era pura cobardía por su parte» no servía de nada. Ni siquiera «considéralo un reto». Sus viejos trucos de siempre para superarse a sí misma no funcionaban, esta vez no, el reto entrañaba riesgos demasiado grandes. Sencillamente, estaba muerta de miedo. No soportaría que él la abandonara; que, después de haberlo dejado acercarse tanto, la dejase. Era peligroso llegar a depender de algo que uno no podía controlar. Descubrirse hasta el punto que exigía la ternura de Thomas la hacía más vulnerable de lo que podía resistir.


A las doce y media de la noche, al ver que ella no lo llamaba, él se presentó ante su puerta.

– Si no quieres verme más, será mejor que me lo digas a la cara, en lugar de esconderte tras un móvil apagado.

Lo vio enfadado por primera vez. Y vio lo triste que estaba, cómo luchaba contra su propio miedo.

Monika no dijo nada, se abrazó a él y empezó a llorar.


Yacían abrazados. Fuera empezaba a amanecer. Ella estaba tan pegada a él como podía, pero no le parecía suficiente.

– ¿Sabes lo que significa Monika?

Ella asintió.

– La consejera.

– Sí, en latín. Pero en griego significa «la solitaria». -Se volvió hacia ella y le pasó el dedo índice por la frente-. Creo que no he conocido nunca a nadie que pretenda ser tan fiel al significado de su nombre, a toda costa.

Ella cerró los ojos. La solitaria. Siempre había sido así. Hasta ahora. Pero ahora no tenía el valor suficiente para dejarse salvar.

Él se incorporó y le dio la espalda.

– Yo también tengo miedo. ¿No lo comprendes?

La había descubierto. Thomas poseía esa capacidad, la capacidad de leer sus pensamientos. Era una de las muchas cualidades de Thomas que ella apreciaba y temía en la misma medida. Él se levantó y se acercó a la ventana. Ella contempló su cuerpo desnudo. Era muy hermoso.

– Yo siempre he sido capaz de sopesar ventajas e inconvenientes, de pensar bien en cómo comportarme y me he visto inmerso en ese tipo de juegos a los que uno se entrega para no demostrar demasiado interés. Pero contigo no funciona; era tal mi añoranza de que me ocurriera algo así, de experimentar un sentimiento tan profundo que no me quedase elección.

Ella quería decir algo, pero no se le ocurría una sola palabra. Todas las que habrían resultado adecuadas se hallaban en algún escondrijo fuera de su alcance, puesto que nunca antes las había necesitado.

– Sólo sé que jamás antes había sentido nada parecido.

Allí estaba, tan desnudo como su confesión. Ella se levantó, se le acercó y lo abrazó por detrás.

– Así que no vuelvas a dejarme solo con un teléfono mudo. No sé si lo resistiré una vez más.

Era el hombre más valiente que había conocido jamás.

– Perdóname.

Durante un instante de vértigo osó sentir la más absoluta confianza, descuidarse en la sensación de ser amada enteramente. De nuevo sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, que algo negro y duro que habitaba en su interior se descomponía.

Él se dio la vuelta y le cogió la cara entre sus manos.

– Sólo te pido una cosa, que seas sincera, que digas las cosas como son, para que yo sepa lo que está pasando. Si los dos somos sinceros, no tendremos nada que temer, ¿no crees?

Ella no contestó.

– ¿No crees?

Entonces Monika asintió y le dijo:

– Te lo prometo.

Y en ese preciso momento, sentía lo que decía.

Aquella noche cenarían juntos. La mañana siguiente, Monika partiría para asistir a su curso y ya lo echaba de menos. Cuatro días. Cuatro días y cuatro noches sin su compañía.

Su madre estaba enojada. No por el curso en sí, sino porque la tumba permanecería a oscuras durante varios días. Monika le prometió que volvería a casa enseguida, que la recogería el domingo a las tres, en cuanto llegase.

Estuvo largo rato eligiendo la ropa en el armario. En realidad, ya tenía decidido lo que se pondría, sabía perfectamente lo que a él le gustaba, pero quiso cerciorarse una vez más de que no se equivocaba. Al pasar ante la ventana, se detuvo y arrancó una hoja marchita de una de las orquídeas. Las demás estaban aún en todo su esplendor y Monika se quedó admirando tan perfecta creación. Tan increíblemente hermoso, una simetría tan absoluta, sin carencias ni desperfectos. Y sin embargo, él la había comparado con aquellas flores al verlas en el macetero de la ventana, de modo que un poco loco sí que estaba. Una orquídea era algo perfecto, ella no lo era. Él tenía la habilidad de hacerla sentir única, por dentro y por fuera, pero sólo cuando lo tenía cerca y ella podía verse reflejada en la convicción de su mirada. Lejos de esa mirada, tomaba el relevo lo demás, aquello que ella sabía que existía en su interior, aquello que no era digno de amor y que, con implacable rapidez, recuperaba el terreno perdido.


Vaciló un instante en la puerta antes de salir. Si iba ahora mismo, llegaría justo a tiempo. ¿Qué ocurriría si llegaba tarde, bastante tarde? ¿Hasta qué punto se enfadaría él? Tal vez entonces comprendiese que no era tan maravillosa como él se figuraba. Tal vez entonces él descubriría su lado oculto, desvelaría el fallo de cuya existencia ella tenía la certeza. Demostraría que sólo la amaría mientras creyese que era perfecta. Apagó el móvil y se sentó en el sillón del vestíbulo.


Lo hizo esperar cuarenta y cinco minutos. Cuando por fin llegó corriendo, lo halló empapado esperando en la plaza. Permaneció en el lugar de la cita.

– ¡Por fin! ¡Dios mío, estaba muy preocupado! Creí que te había ocurrido algo.

Ni un solo reproche. Ni el menor indicio de enojo. La atrajo hacia sí y ella, avergonzada, hundió la cara en su chaquetón mojado.

Sin embargo, aún no estaba del todo convencida. No al máximo.


Aquella noche durmieron juntos en su casa. Cuando llegó el día y ya se acercaba el momento de que ella partiera, él la retuvo un buen rato entre sus brazos.

– He calculado que vas a estar fuera durante ciento ocho horas, pero no estoy seguro de aguantar más de ochenta y cinco.

Ella se acurrucó en sus brazos y gozó de otra oleada de vértigo. En esta ocasión, quería permanecer allí. Darle a la vida la oportunidad de decidir ella misma, por una vez.

– Ya sabes que pronto volveré, empujada por una nostalgia magnética.

Él sonrió y la besó en la frente.

– Sea como sea, ten cuidado con el tendido eléctrico.

Ella le devolvió la sonrisa y miró el reloj: era más que hora de irse. Deseaba tanto pronunciar aquellas dos palabras, tan difíciles de expresar. De modo que acercó los labios a su oído y le susurró:

– Me alegro de ser yo, precisamente, tu paloma.

Y en ese momento, ninguno de los dos podía imaginar ni en sueños que la Monika que estaba a punto de partir no regresaría jamás.

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