6

No podía moverse. Estaba sentada en una silla y era delgada pero, por alguna razón, no podía moverse. Un regusto nauseabundo en la boca. Algo le recordaba a la cocina de su casa, pero estaba rodeada de agua sin horizonte. Oía el ruido de pasos que se acercaban, pero no podía ver de dónde. Un solo deseo: huir para evitar la vergüenza, pero algo le pasaba en las piernas que le impedía moverse.

Abrió los ojos. El sueño se había esfumado, pero no la sensación que le dejó. Los hilos de su conciencia, finos y pegajosos, lo retenían, intentando en vano colocarlo en un contexto inteligible.

El almohadón sobre el que dormía se había deslizado a un lado. Con gran esfuerzo, logró incorporarse en la cama y ponerse de pie. Saba levantó la cabeza y la miró, pero volvió a acomodarse y a dormirse.

¿Por qué empezaba a soñar tanto de repente? Las noches se llenaban de peligros y ya le resultaba bastante difícil tener que dormir sentada sin, además, preocuparse por lo que el entendimiento le traería en cuanto bajase la guardia.

Tenía que ser por culpa de aquella joven. La que venía últimamente y a la que tanto le costaba mantener la boca cerrada. Maj-Britt no quería saber, pero Ellinor le contaba de todos modos. Sin que nadie se lo pidiese, las palabras surgían de su boca como un río imparable y cada una de ellas iba penetrando en los reacios oídos de Maj-Britt. Vanja era una de las pocas personas condenadas a cadena perpetua en todo el país. Quince o dieciséis años atrás, asfixió a sus hijos mientras dormían, degolló a su marido y, después, le prendió fuego a la casa en la que vivían, con la esperanza de arder dentro ella misma. Al menos, eso declaró después cuando, aunque víctima de graves quemaduras, sobrevivió al incendio. Ellinor no sabía mucho más y lo poco que recordaba lo había leído en un suplemento dominical de uno de los diarios vespertinos en un reportaje sobre las mujeres más vigiladas de Suecia.

Pero lo que recordaba y lo que le contó era mucho más de lo que Maj-Britt habría querido saber jamás. Y eso no era todo. La muchacha no se dio por satisfecha, sino que siguió importunándola intentando sonsacarle de qué conocía a Vanja y si ella misma sabía algo más. Ni que decir tiene que Maj-Britt no le contestaba, pero era bastante molesto que la muchacha no pudiese cerrar el pico y dedicarse a limpiar, que era la única razón por la que estaba allí. Su parloteo no tenía fin. Tan persistente era que casi podría creerse que su aparato fonador debía estar necesariamente en marcha para que funcionase también el resto del cuerpo. Un día llegó incluso a llevarle una planta, una cosa horrenda y diminuta de color lila que no agradeció el olor a lejía. O puede que no resistiera las bajas temperaturas nocturnas del balcón. Ellinor dijo que pensaba protestar en la tienda y reclamar otra pero, por suerte, nunca volvió a aparecer con ella en el apartamento de Maj-Britt.


– ¿Quieres que compre algo especial para la próxima vez o sólo lo que hay en la lista?

Maj-Britt estaba sentada en el sillón viendo la tele, uno de esos programas que ponían ahora. Aquél, en concreto, trataba de un grupo de jóvenes ligeras de ropa que debían procurar a toda costa seguir viviendo en un hotel por el sencillo procedimiento de buscarse un compañero de habitación del sexo contrario.

– Tapones para los oídos me harían falta. De los amarillos, preferentemente, los de espuma que venden en la farmacia para profesionales con trabajos muy ruidosos y que se hinchan y taponan todo el canal auditivo.

Ellinor lo añadió a la lista. Maj-Britt la miró de soslayo y creyó entrever una media sonrisa bajo el flequillo, justo por encima del escote por el que casi se le salían los pechos.

Aquella individua la haría perder el juicio. Maj-Britt no comprendía qué le pasaba para no dejarse provocar. Jamás había deseado con tanto ardor deshacerse de alguien y de pronto resultaba que sus viejos trucos no funcionaban.

– ¿Dónde se ha metido aquella chica tan agradable, Shajiba? ¿Por qué ya no viene nunca?

– Porque no quiere. Nos hemos cambiado los horarios, porque se negaba a volver aquí nunca más.

Mira tú por dónde. Puede que Shajiba no fuese tan pesada después de todo. Comparada con aquélla, le parecía una maravilla.

– Dile de mi parte que apreciaba mucho su trabajo.

Ellinor se guardó la lista de la compra en el bolsillo.

– Pues qué pena que la llamases negra puta la última vez que estuvo aquí. No creo que se lo tomase precisamente como una muestra de aprecio.

Maj-Britt volvió a la tele.

– Será que hay cosas que no se ven claras hasta que no se tiene con qué compararlas.

Miró de reojo a Ellinor y la vio sonreír de nuevo; Maj-Britt juraría que, en efecto, había advertido una sonrisita. Era más que obvio que aquella muchacha no era normal. Quizá fuese incluso retrasada mental.

Se imaginaba lo que dirían en las oficinas de la asistencia domiciliaria. Sería una de las usuarias más odiadas. Así los llamaban, ni pacientes ni clientes, sino usuarios. Usuarios de la asistencia domiciliaria. Usuarios de la atención de seres repugnantes sin cuya ayuda no se las arreglaban.

Que dijeran lo que quisieran. Ella representaba con gusto el papel de La Lagartija Gorda y Terrorífica que nadie quería tener en su turno. Le daba igual. No era culpa suya que las cosas fuesen como eran.

Era de Göran.


En el televisor, una de las participantes femeninas acababa de contarle un montón de mentiras a una amiga confiada y empezaba a desnudarse de cintura para arriba a fin de atraer a un presunto compañero de habitación. Las más bajas actitudes humanas de pronto elevadas a la condición de apreciado entretenimiento, gente que se humillaba públicamente, llenaban la televisión entera, estaban en todos los canales, no había más que ir pasando de una cadena a otra con el mando a distancia. Y cada una competía por escandalizar más que la otra con el fin de retener a sus telespectadores. Una exhibición repulsiva.

Era raro que ella se perdiese un capítulo.

Vio por el rabillo del ojo que Ellinor se había quedado mirando la tele. Un resoplido de indignación resonó discreto en la sala.

– ¡Madre mía! Desde luego, puede decirse que el embrutecimiento es un hecho consumado.

Maj-Britt fingió no oírla. Como si eso sirviera de algo.

– ¿Sabes que la gente se sienta a discutir sobre esos programas completamente en serio, como si fuese algo importante? El mundo se va a pique ahí fuera, pero la gente pasa y se implica en ese tipo de cosas. Estoy convencida de que toda esta basura responde a un plan, pretenden que nos volvamos tan idiotas como sea posible para que los que ostentan el poder puedan hacer lo que quieran sin que nos entrometamos.

Maj-Britt exhaló un suspiro. Quién pudiera tener un poco de paz y tranquilidad. Pero Ellinor no se rendía.

– Se pone uno triste viendo esas cosas.

– Pues no mires.

Admitir que, en cierto modo, ella estaba de acuerdo era impensable. Antes defendería una epidemia de cólera que admitir que compartía alguna opinión con aquella joven. Y Ellinor estaba ya lanzada.

– Me pregunto qué sucedería si suspendiesen todas las emisiones televisivas durante un par de semanas y, al mismo tiempo, impidieran que la gente pudiera echar mano del alcohol. Los que no se ahorcaran directamente se verían obligados a reaccionar de alguna jodida manera ante lo que está pasando.

Por poco que a Maj-Britt le apeteciese recurrir al teléfono, pronto no le quedaría otra alternativa, tendría que llamar a la asistencia domiciliaria para que la sustituyesen por otra asistente. Hasta ahora, no había sido necesario. Ellos mismos habían puesto remedio.

La idea de verse obligada a realizar una llamada telefónica la indignaba aún más.

– ¿Y si te presentas para participar? Con la ropa que llevas, no tendrías ni que cambiarte.

Se hizo un minuto de silencio durante el cual Maj-Britt no apartó la mirada de la pantalla.

– ¿Por qué dices eso?

Resultaba difícil discernir si aquello la enojó o la entristeció. Maj-Britt siguió hablando.

– Si te pasearas ante el espejo y echaras una ojeada a tu aspecto, no tendrías que hacer una pregunta tan estúpida.

– ¿Qué le pasa a mi ropa, según tú?

– ¿Qué ropa? Llevo tiempo sin ponerme las gafas y no he sido capaz de ver que lleves ninguna ropa.

Se hizo un nuevo silencio. A Maj-Britt le habría gustado ver cuál era el efecto de sus palabras, pero se abstuvo. En la pantalla empezaban a salir los créditos. Programa patrocinado por NorLevo, la píldora del día siguiente.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

Maj-Britt lanzó un suspiro.

– Me cuesta creer que, de repente, yo pudiera impedírtelo.

– ¿Disfrutas siendo así de hiriente o es sólo por lo fracasada que te sientes?

Maj-Britt notó con horror que enrojecía. Aquello era insólito. Hasta el momento, nadie había entablado batalla. Nadie se había atrevido. Y dar por sentado que ella se sentía fracasada era una humillación por la que podían despedir a aquella repulsiva criatura.

Maj-Britt subió el volumen con el mando a distancia. No existía razón alguna por la que tuviese que recibir insultos.

– Estoy orgullosa de mi cuerpo y considero que no hay razón alguna para esconderlo. Y pienso que estoy guapa con esta camiseta, si es eso lo que tanto te molesta.

Maj-Britt seguía sin apartar la vista del televisor.

– Sí, bueno, cada una es muy dueña de pasearse por ahí vestida como una fulana.

– Sí, igual que cada una es muy dueña de encerrarse en un apartamento y matarse comiendo. Pero nada de eso implica necesariamente que no se tenga un cerebro, ¿no?

Ya no se dijeron nada más aquel día. Y Maj-Britt estallaba de rabia de pensar que Ellinor hubiese dicho la última palabra. En cuanto se quedó sola, llamó a la pizzería.


Habían pasado seis días desde que mandó la respuesta. Seis días en que el malestar empezó a resonar lento pero seguro, aunque no la importunó más de lo que podía soportar; ya tenía bastante con irritarse por la actitud de Ellinor. Hasta que una mañana volvió a oír un golpe seco en la inútil cesta del correo y, antes de que la ranura del buzón se hubiese vuelto a cerrar, ya sabía que se trataba de otra carta de Vanja. Lo sentía en todo el apartamento, no necesitaba levantarse y acercarse a la puerta para tener la certeza.

Dejó la carta en la cesta, evitando mirar hacia la puerta cuando pasaba por el vestíbulo. Pero llegó Ellinor, cómo no, y, radiante de alegría, le puso la carta delante de las narices.

– ¡Mira! ¡Tienes carta!

No quería ni tocarla. Ellinor la dejó en la mesa de la sala, donde se quedó mientras ella limpiaba y Maj-Britt fingía estar sola, muda y sentada en su sillón.

– ¿No piensas leerla?

– ¿Por qué? ¿Acaso quieres saber lo que dice?

Ellinor siguió limpiando y se puso a charlar con Saba. El pobre animal no encontraba sosiego y Maj-Britt la veía sufrir tumbada y en silencio. Se levantó y se encaminó al baño.

– ¿Te duele la espalda?

Y pensar que aquella muchacha era incapaz de aprender a mantenerse calladita.

– ¿Por qué?

– Porque te he visto hacer una mueca de dolor y llevarte la mano a la espalda. Quizá debería verte un médico.

¡Jamás en la vida!

– En cuanto termines de limpiar aquí y hagas por desaparecer, mejorará enseguida, ya verás.

Dicho esto, cerró la puerta del baño y allí se quedó hasta estar segura de que aquel ser tan desagradable se había marchado.

Pero dolerle le dolía, desde luego. El dolor estaba siempre presente y últimamente cada vez menos difuso. Aunque jamás permitiría que nadie le quitase la ropa y la tocase para examinarla.


Allí seguía la carta. Días y noches, consumiendo cada partícula de oxígeno del apartamento hasta el punto de que Maj-Britt sintió deseos de salir de allí por primera vez en mucho tiempo. No se veía capaz de tirarla. Comprobó que, en esta ocasión, era gruesa, mucho más gruesa que la anterior. Y allí estaba como una burla gritándole día y noche.

«No tienes ninguna fuerza de voluntad, so gorda. Al final caerás en la tentación y me leerás.» Como así fue. Una vez vacío el frigorífico y cerrada la pizzería, no pudo resistirlo más. Aun cuando ella no quería leer ni una sola de las palabras escritas por Vanja.


¡Hola Maj-Britt!

¡Gracias por tu carta! ¡Si supieras la alegría que me dio recibirla! Sobre todo al saber que tú y los tuyos estáis bien. Una prueba más de que hay que escuchar la voz del corazón. La última vez que te vi estabas embarazada y recuerdo el sufrimiento que te causaba haberte casado con Göran contra la voluntad de tus padres. Me alegra mucho saber que todo fue bien y que tus padres terminaron por entrar en razón. No es bueno irse de este mundo dejando asuntos pendientes; resulta muy duro de sobrellevar para los que se quedan. ¡Si supieras lo que admiré entonces tu determinación y tu valor! ¡Aún hoy los admiro!

A menudo pienso en nuestra infancia. En lo distintas que eran tu vida y la mía. En mi casa siempre estaba todo manga por hombro, como tú misma recuerdas, y nunca sabíamos en qué estado llegaría mi padre a casa, si es que llegaba. Nunca lo dije abiertamente, pero sentía mucha vergüenza por ello ante vosotros, sobre todo ante ti. Pero también recuerdo que tú preferías jugar en mi casa, que con nosotros estabas a gusto, y a mí eso me ponía tan contenta… Admito que tus padres me daban un poco de miedo. La gente hablaba mucho de la Comunidad de la que erais miembros y de las normas tan estrictas por las que se regía. En mi casa, justamente, nadie hablaba de Dios. Algo intermedio entre tu casa y la mía habría sido lo mejor, sin duda, ¡al menos en lo referente al alimento espiritual!

Acuérdate de aquella vez cuando «jugábamos a los médicos» en vuestra leñera, con aquel niño, Bosse Öman. Tendríamos diez u once años, diría yo, ¿verdad? Recuerdo el miedo que te entró cuando tu padre nos descubrió y Bosse dijo que había sido idea tuya. Aún me avergüenzo de no haberle dicho que era yo la responsable en aquella ocasión. Claro que las dos sabíamos que a ti no te permitían jugar a esas cosas, así que de nada habría servido. Era un juego inocente al que jugaban todos los niños. Después de aquello, estuviste sin ir a la escuela varias semanas y, cuando volviste, no querías contar por qué habías faltado. Había muchas cosas que yo no entendía, nuestras vidas eran muy diferentes. Como aquella vez, varios años después, debíamos de ser adolescentes, cuando contaste que solías pedirle a Dios que te ayudase a apartar aquellos pensamientos que tú no deseabas tener. Todas pensábamos en los chicos a esa edad y no creo que yo comprendiera cómo sufrías, más bien me parecía un tanto extraño y nada más. Y con lo guapa que eras, los chicos siempre se fijaban en ti, así que supongo que te tenía envidia por eso. Tú, en cambio, le pedías a Dios que te destruyese para enseñarte a obedecer y…


Maj-Britt dejó caer la carta al suelo. Desde lo más hondo de todas las cosas olvidadas surgió la angustia como un tornado. Se levantó del sillón a toda prisa, pero no había llegado al pasillo cuando vomitó.

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