¡Hola Majsan!
Para empezar, te daré las gracias por tu carta, aunque he de confesar que no me gustó especialmente. Claro que tampoco sería ésa tu intención. Puedes estar tranquila, no voy a continuar este intercambio epistolar yo sola, pero esta carta me parece necesaria.
Te presento mis disculpas si te ofendí con mis reflexiones en la carta anterior, te aseguro que no era eso lo que pretendía. Sin embargo, no pienso pedir perdón por HACERME, como me hago, tales reflexiones. Si de algo estoy ya harta es de la gente que se considera tan perfecta en su fe que se toma la libertad de menospreciar y condenar la de los demás. Y no es que yo censure la fe de tus padres, como dices. El único derecho que he ejercido es el de tener unas creencias diferentes. Pienso seguir meditando sobre lo uno y lo otro y ver si encuentro buenas y nuevas respuestas porque, después de todo, quizá podamos estar de acuerdo en que lo que tenemos hasta la fecha no ha dado lugar a un mundo muy agradable que digamos. Como decía un libro que me prestó el sacerdote de la cárcel: «Todo gran descubrimiento y progreso se ha logrado partiendo de la voluntad de considerar que, hasta el momento, uno estaba equivocado, de la voluntad de dejar a un lado todo lo correcto y pensar las cosas de otra manera.»
En cuanto a mi «herejía casera», es más bien que tú y yo tenemos distintas creencias, así de sencillo, pero a mí me parece perfecto. Como bien dice tu Biblia, sólo Dios tiene derecho a juzgar. Estoy segura de que todos nosotros reflexionamos sobre la espiritualidad alguna que otra vez. No comprendo por qué los seres humanos, en cuanto encontramos algo en lo que creer, nos ponemos a convencer a todos los demás de que tenemos razón, como si no osáramos creer en algo en solitario, sino que tuviésemos que hacerlo en grupo para que tenga valor. De repente, es muy importante que todos piensen lo mismo y, ¿cómo hacer para conseguirlo? Pues sí, se promulgan leyes y normas para mantener la creencia dentro del marco establecido, y para poder formar parte del núcleo hay que adaptarse. Simplemente hay que dejar de hacer preguntas difíciles y tener la esperanza de encontrar nuevas respuestas, puesto que las correctas ya están escritas en los estatutos de la religión. Eso debe de ser una verdadera descarga eléctrica mortal para cualquier tipo de desarrollo, ¿no? Y todo se reduce a una cuestión de poder, ¿verdad? En cualquier caso, en eso consiste para mí la religión, porque ninguna ha sido creada por ningún dios, sino por nosotros, los seres humanos, y la historia ha demostrado lo que nos creemos con derecho a hacer en su nombre.
Al leer lo que te he escrito, comprendo que seguramente también te ofendo en esta carta. Sólo quiero que sepas que yo también soy creyente, pero mi dios no juzga tanto como el tuyo. Me decías que, teniendo en cuenta que estoy condenada a cadena perpetua, no hay razón para conocer mis ideas enfermizas. Sí, puede que sea así, pero quisiera terminar esta carta contándote mi versión de por qué me encuentro aquí hoy.
¿Recuerdas que yo soñaba con ser escritora? En el hogar de mi niñez, como comprenderás, era como soñar con ser rey, pero nuestro profesor de lengua (¿recuerdas a Sture Lundin?) me alentaba a escribir. Cuando tú y yo perdimos el contacto yo me había mudado a Estocolmo, donde estudié periodismo. No es que ninguno de mis artículos haya pasado a la historia, pero viví de ellos durante cerca de diez años. Y conocí a Örjan. Si supieras cuánto tiempo he dedicado a intentar comprender por qué me enamoré tan locamente… Porque, bien mirado, es incomprensible que cerrara los ojos a tantas señales de alarma. Pues haberlas, las había de sobra, pero estaba como obcecada. Lo más curioso de todo es que me sentía segura con él, pese a que todo lo que decía y hacía debería haberme hecho sentir exactamente lo contrario. Ya entonces bebía más de la cuenta y siempre tenía dinero, aunque nunca me dijo de dónde lo sacaba. Después he comprendido que él me recordaba a mi padre y que la «seguridad» derivaba de que con él reconocía el hogar de mi niñez. Me sentía en casa y sabía exactamente como actuar. No me enamoré de ninguno de los hombres «normales y amables» a los que había conocido a lo largo de los años, puesto que me hacían sentir insegura. Nunca sabía cómo conducirme con ellos. A Örjan no le gustaba que las mujeres fueran demasiado independientes y mi trabajo era innecesario, puesto que él podía mantenernos a los dos con su dinero. Yo, tonta de mí, intenté adaptarme a sus deseos, de modo que seis meses después de conocerlo, dimití. Luego empezó a no gustarle que viese a mis amigos y, para evitar disputas, dejé de llamarlos. Naturalmente, eso hizo que ellos dejaran de llamarme también. Después de no más de un año, había perdido todo contacto con el entorno y me convertí más o menos en una sierva. No voy a cansarte con los detalles, pero Örjan era un enfermo. Por supuesto que no nació así, pero había crecido en un hogar marcado por los malos tratos y siguió viviendo como le habían enseñado. Empezó casi sin sentir. Una palabra hiriente de vez en cuando que, paulatinamente, fueron haciéndose tan habituales que me acostumbré. Al final, terminé creyéndomelas y empecé a considerar que él tenía razón en decírmelas. Luego empezaron los golpes. Había días en que apenas podía moverme, pero era mejor así, decía él, porque de ese modo sabía dónde me tenía. Aunque eso lo sabía de todos modos, pues apenas me atrevía a dejar la casa sin pedirle un permiso que él nunca me concedía.
Ahora viene lo difícil, hablarte de mis queridos hijos. Siempre los tengo en mi pensamiento y cuántas vueltas no les he dado a todos los «y si…». Pero hace diecisiete años y noventa y cuatro días, no vi otra solución que llevarlos conmigo a la muerte para librarlos del infierno en el que vivían, el infierno en el que YO los había hecho nacer. Era incapaz de ver otra solución. Estaba infinitamente harta de tener miedo siempre. Puede que sólo una persona que haya vivido en el terror constante durante mucho tiempo pueda comprender lo que se siente y lo impotente que te acabas volviendo. Lo importante no era lo que me pasaba a mí, pero no soportaba ver sufrir a mis hijos. Sentía una vergüenza inaudita de mí misma y de todo lo que había permitido que sucediera y de no atreverme a buscar ayuda. ¡Yo era cómplice de todo! ¡No supe pararlo a tiempo! Vi cómo se empleaba con los niños y tampoco entonces tuve el valor de detenerlo. Nada deseaba más que la muerte, pero no podía dejar a mis hijos con él. A aquellas alturas, mi cerebro estaba tan enfermo que no existía para mí otra salida. Lo veía como nuestra única salvación. Les administré un tranquilizante y los asfixié en sus camas. Nunca pensé matar a Örjan, pero llegó a casa temprano, pese a que había anunciado que se retrasaría, y me vio en el dormitorio de los niños. Nunca en mi vida he pasado tanto miedo. Logré zafarme de él y bajar a la cocina y, cuando llegó abajo, yo ya tenía un cuchillo en la mano. Luego, vacié el bidón de gasolina que Örjan tenía en el trastero y me acosté con los niños a esperar. Lo que mejor recuerdo de aquellas horas es la sensación mientras oía en la planta baja el crujir de las llamas que, lentas pero seguras, aniquilaban nuestra prisión. Por primera vez en mi vida, experimenté una paz total.
El peor momento que viví fue cuando me desperté en el hospital, un par de semanas más tarde. Había sobrevivido, pero mis hijos estaban con él en el otro mundo. Sobreviví, pero eso no significa que recuperase mi vida.
No intento excusarme, pero siento cierto alivio cuando me esfuerzo por entender las razones de que ocurriese lo que ocurrió. Mi castigo no es verme encerrada en esta prisión. Mi castigo es mil veces peor y seguirá siéndolo el resto de mis días. Y consiste en que, cada segundo que me queda, veo los ojos de mis hijos ante mí, recuerdo su mirada cuando comprendieron lo que estaba a punto de hacer.
Después de la muerte no existe ningún infierno al que tu dios nos condene. El infierno lo creamos nosotros mismos en la Tierra, equivocándonos al elegir. La vida no es algo que «nos trate mal», es algo que nosotros mismos contribuimos a conformar.
Satisfaré tu deseo de no volver a escribirte. Sin embargo, una cosa he de dejar dicha antes de que nuestros caminos vuelvan a separarse: si tienes algún dolor, creo que deberías hacer que te lo examinaran y, por seguridad, deberías hacerlo lo antes posible.
Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.
Tu amiga,
Vanja.