– ¿Por qué no has dicho nada?
Habían pasado cuatro días desde el suceso del cuarto de baño y, desde entonces, nadie de los servicios sociales se había pasado por su casa. Y allí estaba Ellinor de pronto y le soltó la pregunta antes de haber cerrado la puerta siquiera. Las palabras resonaron en el hueco de la escalera. Maj-Britt se hallaba junto a la ventana de la sala de estar y se sorprendió tanto de su reacción que su cerebro ni siquiera registró que le habían hecho una pregunta.
¡Cómo odiaba aquella voz! La había martirizado como un refinado instrumento de tortura con su verborrea inagotable, pero ahora experimentó cierta sensación de gratitud. Había vuelto. Pese a lo que ocurrió la última vez.
Ellinor había vuelto.
Maj-Britt se quedó junto a la ventana. Lo que sentía era tan insólito que se quedó perpleja, ya no recordaba cómo se conducía uno en ese tipo de situaciones, cuando uno, de hecho, experimentaba algo que se pudiese confundir tan fácilmente con una variante suave de la alegría.
No tuvo tiempo de reflexionar mucho porque Ellinor irrumpió enseguida en la habitación, y estaba claro que no esperaba que se pusiera a dar saltos en señal de bienvenida. Porque estaba enojada. Muy enojada. Tenía la vista clavada en Maj-Britt sin molestarse siquiera en mirar a Saba, que le hacía monerías moviendo la cola a sus pies.
– Te duele la espalda, ¿verdad? Justo donde sueles ponerte la mano, ¡confiésalo!
Fue una pregunta tan inesperada que Maj-Britt olvidó enseguida su gratitud y se batió en retirada a su habitual posición defensiva. Vio que Ellinor llevaba un papel doblado en la mano. Un folio de rayas arrancado de un bloc.
– ¿Por qué? -preguntó Maj-Britt.
– ¿Por qué no me dijiste nada?
– ¿Eres consciente de que han pasado cuatro días desde la última vez que estuviste aquí? Podría haberme muerto de hambre.
– Sí. O podrías haber ido a comprar.
Su voz destilaba tanta ira como su mirada y Maj-Britt intuyó que algo había sucedido durante esos cuatro días en que Ellinor no había ido a su casa. Maj-Britt sospechaba que guardaba relación con el papel que llevaba en la mano. Un papel que le recordaba mucho a otros que habían irrumpido en su apartamento hacía unos días y que ella tanto lamentaba haber leído. Ellinor debió de ver que miraba el papel, porque lo desdobló y lo sostuvo ante su vista.
– Por eso creías que yo conocía a Vanja Tyrén, ¿verdad? Porque ella te escribió que te dolía algo y pensaste que yo se lo había dicho, ¿no?
Maj-Britt sintió crecer la inquietud. Desde que el pasado había vuelto a su vida había estado como anestesiada, como si un extraño espacio intermedio hubiese surgido entre todos sus sentimientos y lo que empezó a recordar de pronto. Venía sospechando que el alto el fuego era temporal y ahora, al ver el papel que Ellinor le tendía, el espacio intermedio se redujo hasta convertirse en una tenue membrana. Nada en el mundo la haría coger aquel papel. Nada.
– Puesto que te negaste a responderme, le escribí a Vanja y le pregunté qué pasaba, qué te hacía creer que ella y yo nos conocíamos. Y hoy me ha llegado su respuesta.
Maj-Britt no quería saber. No quería, no quería. La habían descubierto. Con la carta de Ellinor, Vanja se habría enterado de que Maj-Britt le había mentido y de la persona miserable y fracasada en que se había convertido. Pero, naturalmente, Ellinor no tenía intención de ahorrárselo. Esta vez tampoco. Sus palabras restallaron como un látigo mientras leía.
– «Querida Ellinor. Gracias por tu carta. Me alegra saber que hay personas como tú ahí fuera, con una entrega sincera para con sus semejantes. Me infunde esperanza en el futuro. La mayoría de los que se ven encerrados por sus usuarios en el cuarto de baño», y ahora, entre paréntesis, «curiosa palabra, jamás la había oído antes; aquí no tenemos muchos servicios sociales», punto, punto, punto, fin del paréntesis, «habrían dejado atrás toda la historia como un recuerdo desagradable y no habrían vuelto por allí. Me alegro de que Majsan cuente contigo, e intenta convencerla. No creo que su intención fuese tan mala como daba a entender y, en realidad, la culpa es mía. Escribí algo en una carta que seguramente la asustó y, en honor a la verdad, eso pretendía, porque creo que puede ser tarde. Le dije que si le dolía algo, que acudiese a un médico. Esperaba que, cuando recibió mi carta, ya hubiese puesto los medios, pero al parecer optó por no hacer nada y, claro está, es cosa suya y de nadie más».
Ellinor alzó la vista y miró con encono a Maj-Britt, que le dio la espalda y se puso a mirar por la ventana. Ellinor continuó leyendo.
– «Comprendo que te preguntarás cómo pude yo saber eso, y me figuro que ya habrás pensado escribirme de nuevo y preguntarme. Pero para ahorrarte tiempo, te contesto ya. La única persona a la que pienso contárselo es a Majsan, y no tengo intención de hacerlo ni por carta ni por teléfono. Suerte, Ellinor. Un saludo muy cordial. Vanja Tyrén.»
Por fin se hizo el silencio. Maj-Britt volvió a sentir aquel desagradable nudo en la garganta. Intentaba tragar, pero el nudo seguía allí, creciendo más y más y casi hacía que se le saltaran las lágrimas. Se alegraba de estar de espaldas, de modo que Ellinor no podía verla. Sabía que se utilizaría su debilidad en su contra, siempre fue así. Cuando uno bajaba la guardia era cuando más daño se hacía a sí mismo.
– Por favor, Maj-Britt. Deja que llame y pida cita con el médico.
– ¡No!
– Pero si yo te acompaño. Te lo prometo.
Ellinor sonaba distinta ahora. Ya no parecía tan enfadada, sino más bien preocupada. Habría sido más fácil manejar la situación si hubiese estado colérica, puesto que Maj-Britt estaba en su pleno derecho de defenderse.
– ¿Por qué iba a prestar oídos a una condenada a cadena perpetua a la que se le ha ocurrido algo de pronto?
– Porque ha acertado en su ocurrencia, ¿no? De hecho, te duele la espalda. Admite que es así.
Ni siquiera sonaba enfadada en la carta. Pese a que Maj-Britt le había mentido, Vanja seguía preocupada por su salud y su bienestar, pese a su insultante respuesta. Notó que se sonrojaba. Que el color de la vergüenza ascendía hasta sus mejillas cuando pensaba en lo que le había escrito a Vanja.
Vanja.
Quizá la única que se había preocupado por ella en el mundo.
– Al menos, podrías averiguar qué sabe.
Maj-Britt tragó saliva en un intento de hacer que su voz sonase normal.
– ¿Cómo? No quería contarlo ni por carta ni por teléfono. Y aquí no va a venir, claro.
– No, pero tú sí puedes ir adonde ella se encuentra.
Maj-Britt resopló desdeñosa. Desde luego que eso quedaba fuera de toda consideración y Ellinor lo sabía tan bien como ella pero, aun así, tuvo que proponerlo, claro. Cualquier cosa con tal de tener la oportunidad de subrayar la inferioridad de Maj-Britt. Se apoyó en el alféizar de la ventana. Estaba tan cansada… Tan muerta de agotamiento de tener que obligarse literalmente a seguir respirando. El dolor había sido tan penetrante últimamente que casi se había acostumbrado a él, lo había aceptado como un estado natural. A veces lo experimentaba incluso como placentero, puesto que ahuyentaba los pensamientos de aquello que dolía aún más. Sólo a veces se recrudecía hasta tal punto que apenas podía soportarlo.
Las rodillas de Maj-Britt empezaban a flaquear y se dio la vuelta. El nudo en la garganta ya era manejable y no amenazaba con delatarla. Se acercó al sillón e intentó ocultar la mueca a que la obligaba el dolor al sentarse.
– ¿Cuánto tiempo llevas con ese dolor?
Ellinor fue a sentarse en el sofá y, de camino, dejó la carta de Vanja en la mesa. Maj-Britt la miró y sintió deseos de leerla de nuevo, de ver las palabras con sus propios ojos, las palabras que Vanja le había escrito. ¿Cómo pudo saberlo? Vanja no era un enemigo, nunca lo fue, simplemente hizo lo que Maj-Britt le había pedido y dejó de escribirle. No por ira, sino por consideración.
Pero ¿cómo lo supo?
Ya no soportaba seguir mintiendo. No soportaba seguir manteniendo nada de nada. Porque no había nada que defender.
– No lo sé.
– Ya; bueno, más o menos.
Maj-Britt hizo un último intento por defenderse no respondiendo. Era lo único de que era capaz. Ya sabía ella que se trataba de una tregua inútil.
– Dime, Maj-Britt, ¿te duele todo el rato?
Una tregua de cinco segundos. Maj-Britt asintió. Ellinor suspiró abatida.
– Yo sólo quiero ayudarte, ¿no lo entiendes?
– Sí, bueno, te pagan por ello.
Era injusto y lo sabía, pero a veces las palabras le salían solas. Estaban tan familiarizadas con el ambiente del apartamento que no necesitaban ser sopesadas para salir. Pero en realidad, ella era consciente de que Ellinor había hecho por ella mucho más de lo que le pagaban por hacer. Mucho más. Sólo que Maj-Britt no comprendía por qué, de ninguna de las maneras. Y, naturalmente, Ellinor reaccionó.
– ¿Por qué lo haces todo siempre tan difícil? Entiendo que has tenido que pasarlo muy mal en la vida, pero ¿tiene que pagar por ello todo el mundo? ¿No podrías hacer un esfuerzo por distinguir a quiénes odiar y quiénes no merecen tu odio?
Maj-Britt volvió la vista a la ventana. Odiar. Saboreó la palabra. ¿Quiénes merecían de verdad su odio? ¿Quién era el culpable de todo?
¿Sus padres?
¿La Comunidad?
¿Göran?
Él comprendió lo que había sucedido. No la acusó abiertamente, pero ella recordaba su mirada. El fallecimiento se archivó como accidente, pero el desprecio de Göran fue en aumento y pronto se convirtió en odio manifiesto. Cuando llegó la hora de mudarse al añorado apartamento, tuvo que hacerlo sola. Y en él se quedó. No llamó a nadie para darle su nueva dirección, ni siquiera a Vanja. Ignoraba adónde había ido Göran una vez firmados los papeles y conseguido el divorcio y, un par de años después, ya no le interesaba saberlo.
Ellinor sonaba sobre todo abatida cuando continuó insistiendo, su voz había perdido el ardor y comenzó a hablar exhalando un hondo suspiro.
– Aunque, claro está, es lo que dice Vanja: la decisión es tuya.
Maj-Britt se estremeció al oír aquellas palabras.
– ¿A qué te refieres?
– Es tu vida, tú decides. Yo no puedo obligarte a ir al médico.
Maj-Britt guardó silencio. No tuvo fuerzas para concluir el razonamiento. Quizás estuviese poniendo en peligro su vida. Quizá lo que tanto dolor le causaba en la espalda fuese el principio del fin. El fin de algo que había resultado completamente absurdo, aunque previsible.
– ¿No quieres ir al médico porque prefieres no salir del apartamento?
Maj-Britt reflexionó. Sí, decididamente, ésa era una de las razones. La idea de tener que salir de allí la horrorizaba. Pero era sólo uno de los motivos, y el otro era el más importante.
Tendrían que tocarla. Ella tendría que quitarse la ropa y tendría que permitirles que tocasen su cuerpo repugnante.
De repente, Ellinor se irguió, como si se le hubiese ocurrido una idea.
– Pero ¿y si el médico viene aquí?
A Maj-Britt se le aceleró el corazón al oír la propuesta. Los persistentes esfuerzos de Ellinor por resolver el problema la acorralaron. Con lo sencillo que sería comprender que era imposible y así podría renunciar a cualquier responsabilidad y ni siquiera tendría que tomar ninguna decisión.
– ¿Qué médico sería ése?
Ellinor recobró el entusiasmo pues, al parecer, creía haber encontrado una solución.
– Mi madre conoce a un médico al que podemos llamar. Seguro que puedo convencerla para que venga.
Convencerla, a ella. En ese caso, quizá fuese posible soportarlo. Quizás, al menos.
– Por favor. Por lo menos déjame que la llame y le pregunte, ¿no?
Maj-Britt no respondió, a lo que Ellinor reaccionó con más entusiasmo aún.
– Bien, entonces la llamo, ¿vale? Sólo llamarla para ver qué dice.
Y de este modo, aparentemente, se había tomado una especie de decisión. Maj-Britt no lo aprobó, ni tampoco se opuso. Si todo salía mal, aún tenía la posibilidad de culpar a Ellinor.
Así era mucho más fácil de aguantar.
Cuando siempre había otra persona a la que culpar.