– Gracias por venir.
Åse estaba sentada en el sofá de su acogedora sala de estar y Börje le había echado una manta sobre los hombros. Destrozado, aunque infinitamente agradecido, estaba a su lado, con la mano de ella perdida en su tosco puño, mientras que se pasaba el otro por los ojos de vez en cuando.
La doctora Lundvall estaba de pie. Enfundada hasta las cejas en su papel de profesional, en un desesperado intento de mantenerse serena, logró superar las dos últimas horas pese al infierno que bullía en su interior. Habló con los policías y con el personal de la ambulancia, les preguntó a los bomberos sobre el próximo destino de la furgoneta para, cargada de información, llevar por fin a Åse a casa y transmitirle todos los datos importantes a Börje. Pero allí dentro, en la agradable sala de estar, la doctora Lundvall optó por quedarse de pie, por si acaso, porque si se sentaba en uno de los cómodos sillones y se permitía un momento de relax temía que Monika lograse romper las defensas y salir. Encerrada tras la fachada de racionalidad, Monika deambulaba sin norte por entre los despojos, desesperada y aterrada. Conseguiría salir en cualquier momento y, para entonces, la doctora Lundvall debía hallarse en otro lugar. Estaba a punto de abordar su alocución de despedida cuando oyó que abrían la puerta.
– ¿Hola?
Börje respondió.
– Hola, estamos aquí.
Börje miró a la doctora Lundvall y le explicó:
– Es nuestra hija, Ellinor. La llamé y le pedí que viniera.
Un segundo después, una joven rubia apareció en la puerta con paso ansioso. Tenía un único objetivo en mente: sus padres, que estaban en el sofá. Ni siquiera miró a la doctora Lundvall cuando pasó ante ella a menos de un metro de distancia.
– ¿Cómo estás?
La hija se sentó junto a Åse y apoyó la frente en su hombro. En su regazo descansaban las manos de todos: el padre, la madre, la hija. La familia reunida. En lo bueno y en lo malo, se mantendrían juntos en la vida.
– Está fuera de peligro, pero aún no tiene fuerzas para hablar de ello. Le han dado un tranquilizante.
Börje hablaba con calma y en voz baja pero, al colocar bien la manta que se había deslizado del hombro de Åse, su mano irradiaba ternura. Luego acarició a Ellinor alborotándole el pelo.
Monika pataleaba y sufría allí dentro. Se abalanzaba una y otra vez contra el frágil caparazón que la tenía presa. A la doctora Lundvall le costaba cada vez más respirar y ya empezaba a ser urgente, muy urgente.
– Si os parece, me voy a ir ya.
Se le oyó en la voz. O al menos, ella sí lo oyó. Pero quizá las tres personas que ocupaban el sofá estaban demasiado ocupadas en sentir gratitud como para percibirlo. Börje se levantó y se le acercó.
– No sé qué decir, salvo gracias. Me resulta un poco difícil encontrar palabras en este momento.
– No tienes que decir nada.
Ella le estrechó la mano y le dio un breve apretón, se volvió hacia Åse, que la miró con una pena infinita en los ojos.
– Adiós, Monika. Gracias por venir.
Y, al oír su nombre, la fachada se vino abajo, aunque logró llegar al coche antes de que se le escapara el grito.
El coche conocía el camino mejor que ella. Incapaz de tomar ninguna decisión, se encontró de pronto en el aparcamiento del cementerio. Sus piernas recorrieron el conocido trecho y la llama encendida en otro momento danzaba en su recipiente de plástico. Se arrodilló. Posó la frente sobre la fría piedra y lloró. Ignoraba cuánto tiempo. Se hizo de noche y el cementerio estaba desierto, sólo quedaban ella y una piedra y una llama. Todas las lágrimas que, obedientes y contenidas, habían quedado reprimidas durante años, afloraron en oleadas como una furia. Mas no podían ofrecerle consuelo alguno, sólo arrastrarla al fondo de la desesperación. No había nada que estuviese en su mano hacer. Una mujer había perdido a su amado y una niña había perdido a su padre en tanto que ella estaba allí, viva, inútil para todo ser viviente. Una vez más, ella había sobrevivido y, a cambio, había procurado la muerte de alguien que debería haber vivido. Si Dios existía, sus caminos eran en verdad inescrutables. ¿Por qué llevarse a Mattias y dejarla ir a ella? Dos personas dependían de él. Su nuevo empleo habría sido la salvación de todos ellos. Y ahora se esperaba que ella continuase como si nada hubiera sucedido. Ir a casa de Thomas, sin más, y, con todas las posibilidades a su alcance, sana y salva y segura, comenzar a construir su futuro. Regresar a sus lujos y a su bien remunerado trabajo y fingir que protegía la vida de las personas cuando la verdad era totalmente opuesta. Se irguió y leyó la inscripción por enésima vez.
MI hijo querido
Tan sencilla, tan presente siempre. Y siempre tan inaccesible.
Posó la palma de la mano sobre su nombre grabado en la fría piedra y, desde lo más hondo de su corazón, sólo abrigaba un deseo.
Que ella, de una vez por todas, pudiese ocupar su lugar.