En tres días, nadie de los servicios sociales se había puesto en contacto con ella. Ni Ellinor ni ninguna otra persona. Tenía comida suficiente, eso sí, pero empezaba a extrañarle. Quizá Ellinor se había enfadado tanto que ni siquiera le había preparado ningún sustituto, sino que pensó que Maj-Britt lo resolviese como pudiese. Sería propio de ella.
Pero comida sí que había, desde luego, después de tres días sin reponer. Y a la pizzería llevaba sin llamar varias semanas. Algo había cambiado, y sospechaba que guardaba relación con el dolor, y con la sangre en la orina. Sencillamente, ya no era capaz de comer como solía, había perdido el interés por la comida, como por todo lo demás. El vestido que hacía unos días temía que se le quedase pequeño le quedaba, de repente, más holgado, y a veces tenía la impresión de que le costaba menos levantarse del sillón. Y aun así, estaba más triste que nunca y no le quedaba ninguna razón para vivir.
Se encontraba ante la ventana de la sala de estar mirando el jardín. Allí estaba otra vez la mujer desconocida columpiando a la niña. Con una paciencia infinita, empujaba el balancín una y otra vez. Maj-Britt vio a la niña, pero no pudo soportar seguir mirándola. Habían pasado tantos años. Llevaba tanto tiempo sin recurrir a aquel recuerdo y, pese a todo, no había perdido su fuerza. Con lo sencillo que era todo mientras mantuvo los detalles fuera de su alcance. ¿Para qué servían los recuerdos que uno no podía soportar?
– ¿Puede ser verdad?
Se preguntó enseguida cómo había podido dudarlo. Cómo pudo creer ni en sueños que él no se alegraría. A ella le inquietaba la idea de que pensara que aquello vendría a estorbar sus planes de estudiar música, que pensara que bien podían esperar un poco. Pero allí estaba, radiante de alegría, y feliz con la perspectiva de ser padre. Ella estaba ya de cuatro meses. Cualquiera podía calcular que se había quedado embarazada antes de la boda, pero ya no importaba. Había elegido bando y no lo lamentaba.
Fue tal y como su padre le dijo aquel día. Ni siquiera fueron a la boda, pese a que se casaron en la iglesia, a unos cientos de metros de su casa. Maj-Britt se preguntó qué pensaron cuando oyeron tañer las campanas. A ella le pareció muy extraño que el mismo Dios que, en la casa de ellos, condenaba el amor que ella y Göran se tenían, quisiera, a unos metros de allí, bendecir su matrimonio.
El lado de los invitados del novio estaba a rebosar, pero en el de la novia sólo estaba Vanja. En el primer banco y en el centro.
Ella amaba a Göran y él la amaba a ella. Se negaba a aceptar que aquello implicase ningún pecado. Pero a veces la duda se cernía sobre ella; a veces, cuando pensaba en sus padres, que no querían saber de ella nunca más. Entonces le costaba mantenerse fuerte y firme en su convicción de que había hecho lo correcto. Porque todos habían desaparecido. La habían eliminado de sus vidas y de su compañía como a una mala hierba. Ella formó parte de la Comunidad desde que nació y al desaparecer todos de su vida, se llevaron consigo la mayor parte de su niñez. Nadie quedaba con quien compartir sus recuerdos. Y le ocurría que añoraba la unión, la sensación de pertenencia, de participar de aquella comunidad tan fuerte. Todo aquello a lo que estaba acostumbrada, lo que conocía, con lo que estaba familiarizada, todo había desaparecido y ya no era bien recibida. No había nada a lo que regresar, si un día lo necesitaba. Ni nadie a quien visitar, si un día la abatía la nostalgia.
Aunque aún fuese intensa su rabia, podía sentir a veces un nudo en la garganta cuando pensaba en sus padres. Pero entonces recordaba las palabras que dijo Vanja:
«No permitas que destruyan esto también. ¡Más bien deberías plantarles cara!».
A veces se despertaba por las noches y siempre con el mismo sueño. Estaba sola en un acantilado sobre un mar embravecido y todos habían subido a bordo de un buque. Estaban allí, en cubierta, pero por más que ella gritaba y manoteaba hacían como si no la vieran. Cuando la embarcación se perdía en el horizonte y ella comprendía que pensaban abandonarla a su suerte, despertaba con el miedo como una soga al cuello. Intentaba explicarle a Göran cómo se sentía, pero él no quería entenderla. Simplemente los llamaba chalados y, al hacerlo, los condenaba igual que su padre los había condenado a ellos. Como si eso fuese mejor.
Sólo Vanja le quedaba, pero vivían muy lejos la una de la otra. Y ya empezaba a costarles encontrar tema de conversación por teléfono o de qué hablar en las cartas, pues llevaban vidas totalmente distintas. La existencia de Vanja en Estocolmo parecía emocionante y llena de acontecimientos, mientras que en casa de Maj-Britt no sucedía gran cosa. Ella se pasaba los días en la pequeña casa que habían alquilado a las afueras de la ciudad e intentaba matar el tiempo mientras Göran estaba en el conservatorio. Sólo vivirían allí una temporada, de forma provisional. No había ni baño ni retrete y, desde que la temperatura bajó de cero, resultaba muy difícil caldear la casa. Por ahora se las arreglaban bien con el retrete que había fuera de la casa, pues estaban los dos solos. Cuando naciese el niño, se complicarían las cosas.
Pero además estaba lo otro. Aquello que le gustaba, aunque le costaba admitir que así era. Ella abrigaba la esperanza de que resultara más fácil una vez que se hubieran casado, pero no fue así. Aún había algo en ella que le decía que no tenían derecho a entregarse a esas cosas. Al menos, no sólo por puro placer. No sin un objetivo.
Procuraba que la lámpara estuviese apagada. Seguía tapándose si Göran la sorprendía desnuda alguna vez. Al principio, él se reía de ella, con cariño, no con malicia, pero Maj-Britt había creído intuir últimamente un atisbo de irritación en su voz. Göran solía explicarle lo hermosa que era y cuánto le gustaba verla desnuda y cómo lo excitaba. Maj-Britt no quería oír aquello, verdaderamente, una cosa era hacerlo en la oscuridad y otra muy distinta hablar de ello. Esa mala costumbre suya de poner en palabras lo que hacían la avergonzaba y solía pedirle que no lo hiciera. Era como si las palabras convirtiesen lo que hacían en una indecencia. Igual que si lo hubiesen hecho con la luz encendida de modo que todo se viese. No era que no quisiera: a ella le encantaba que él la tocase. Era como si su unión se fortaleciese cuando estaban tan cerca, como si compartiesen un gran secreto. Pero después venían los remordimientos. Cada vez con más frecuencia, ella se preguntaba si de verdad era correcto y bueno lo que hacían. Si de verdad cabía defender todo el placer que se permitía. Y a veces tenía la sensación de que hubiese allí alguien que, horrorizado de su lascivia, la espiase y fuese anotándolo todo en un diario.
Habían acordado que Göran terminaría aquel año en la Universidad Popular. Pagaban un alquiler tan bajo que se las arreglaban bien con su crédito de estudios. Pero cuando naciese el niño buscaría un trabajo, cualquier trabajo, decía Göran, con tal de que tuviesen lo suficiente para vivir. Ella adivinaba lo que él pensaba en el fondo, que el sueño del Conservatorio no iba a resultar tan viable como él quería hacerle creer. A veces, la madre de Göran llamaba por teléfono. Maj-Britt tenía tantas ganas de saber si había visto a sus padres, pero nunca preguntó. Nadie los mencionaba, como si los hubiesen borrado, como si nunca hubieran existido. Igual que ellos y la Comunidad habían hecho con Maj-Britt.
Iban pasando los días, cada vez más difíciles de llenar. Allí sólo conocía a Göran y algunos de sus compañeros, pero las veces que salía con ellos se sentía aún más sola. Ellos tenían en común sus estudios y habían desarrollado un lenguaje particular que le era ajeno. Göran era el mayor de los alumnos del centro y a Maj-Britt le resultaba muy infantil cuando se relacionaba con sus compañeros de clase. Bebían cubatas y escuchaban música y todo era muy distinto de aquello a lo que ella estaba acostumbrada y a como fue antes de que se mudaran.
Entonces ellos dos tenían en común el coro y preferían pasar las noches los dos solos leyendo libros, hablando, amándose. Ella siempre se sentía inferior a la gente con la que se reunían, en especial a las mujeres. Allí estaba ella, con su barriga, un personaje aburrido y siempre en silencio, pues no tenía nada que contar, y Göran no parecía comprender que se encontrase cansada a primera hora de la noche y que quisiera volver a casa temprano. Añoraba a Vanja. Ella habría comprendido cómo se sentía Maj-Britt y se habría puesto de su lado. Y habría dicho todo aquello que ella no era capaz de decir. Harriet era la que más le desagradaba, había algo en su modo de mirar a Göran que la incomodaba. En silencio, recreaba en su imaginación lo que Vanja habría hecho si hubiese estado allí. Así le resultaba más llevadero.
Un viernes por la noche, Göran volvió a casa bebido, según pudo comprobar por su aliento. No era que se le notase, pero ella estaba en la cocina, ante el fregadero, y él se le acercó por detrás y le puso las manos en los hombros y entonces le olió el aliento. Maj-Britt continuó con la vajilla. Las manos de Göran le tanteaban los costados buscando llegar bajo el jersey y cuando se apretó contra ella, Maj-Britt notó lo excitado que estaba. Cerró los ojos, intentando aplacar su respiración. No cedería, esta vez no. Estaba dispuesta a demostrarle que ella era capaz de controlar sus deseos y que no era una esclava de la lujuria.
– Déjalo ya.
Göran siguió acariciándola.
– Göran, por favor, déjalo.
Él apartó sus manos. Y enseguida se oyó un portazo.
Le llevó cerca de una hora deshacerse del deseo que había despertado en ella.
La barriga seguía creciendo. Vanja daba cada vez menos señales de vida y los días de Göran en el centro se hacían interminables. A veces no llegaba a casa hasta las ocho de la tarde. Lo retenían ensayos extraordinarios y de coro y todo lo habido y por haber, actividades obligatorias para todos los alumnos. Ella tenía la barriga inmensa y pesada y se decía que por eso ya no se tocaban nunca.
Por eso ella se había ido apartando.
Con el tiempo, él dejó de intentarlo siquiera.
Era mucho el tiempo que su soledad le ofrecía para cavilar, las ideas bullían en círculos cerrados en su cabeza y nunca se veían rebatidas, pues nunca las pronunciaba en voz alta. Ella creyó que las cosas serían mucho más fáciles si se alejaba de todos aquellos ojos vigilantes. Que por fin podría sentirse perfecta cuando se hubiese liberado de todas las limitaciones y tuviese oportunidad de participar de un mundo que se le había ido revelando a retazos a lo largo de los años, en parte gracias a Vanja pero, ante todo, gracias a Göran. Creía que todo sería mucho mejor si ella se hacía responsable de su vida y de sus decisiones, en lugar de amoldarse y de confiarse a Dios que, después de todo, ni respondía ni dejaba claro lo que opinaba. Pero no resultó así. Al contrario, ahora comprendía hasta qué punto su vida anterior había estado libre de complicaciones, puesto que podía abandonarse al unívoco parecer de la Comunidad y a sus pautas de conducta. Lo sencillo que era todo cuando no tenía que pensar por sí misma. Allí fuera, se encontraba totalmente sola.
Una raíz venenosa erradicada para que no propagase su enfermedad.
Y ella misma lo había elegido.
Estaba muy segura de que el amor de Göran y el suyo propio y todo lo que ese amor implicaba era natural y sano, y de que eran sus padres y la Comunidad los que estaban equivocados. Ahora comprendía lo egoísta de su comportamiento. Sólo pensó en sí misma y en su propia satisfacción. Ahora que se había apaciguado la rabia y que el dolor le había ganado la carrera, comprendía la desesperación en que debió de sumir a sus padres, la vergüenza que debieron de sentir. No había rastro de buena voluntad en lo que hizo, tan sólo un egoísmo desmesurado y odioso. Creyó que podría cambiar su miedo a Dios por el amor que le inspiraba Göran, que ese amor la sanaría, los acusó de obligarla a elegir. Pero ahora la asaltaba la sospecha de que quizá no hizo más que ceder, que su elección, en realidad, se basó sólo en su incapacidad para domeñar sus instintos. Las palabras del pastor la perseguían:
«El objetivo del sexo son los hijos, así como el objetivo biológico del hecho de comer es alimentar al cuerpo. Si comiéramos siempre que tuviéramos apetito y cuanto quisiéramos, está claro que algunos de nosotros comeríamos demasiado. La virtud exige control del cuerpo y la virtud aporta luz. No existe ningún conflicto entre Dios y la naturaleza, pero si al decir "naturaleza" nos referimos a nuestros instintos naturales, hemos de aprender a dominarlos, a menos que queramos arruinar nuestras vidas».
Y citó un pasaje de la Epístola a los Romanos: «Sé que en mí, quiero decir, en mi carne, no habita nada bueno».
Cada día que pasaba perdida en aquellos círculos cerrados crecía su convicción de que el pastor tenía razón. Porque aquello no estaba bien, ahora empezaba a comprenderlo. Habían engendrado un hijo prácticamente dentro del matrimonio y eso era correcto, pero seguir haciéndolo a pesar de todo no era defendible. Y no era porque sus padres pensaran así por lo que había cambiado de opinión, sino porque ella misma había llegado a darse cuenta. De repente, empezó a sentirse sucia, impura. Y puesto que sabía que la causa estaba en aquello que hacían, no podía estar bien. Puesto que le causaba tal angustia.
Impura.
El sentido de la carne era enemigo de Dios.
Era difícil lavarse bien en el fregadero de la cocina, pero por la carretera comarcal pasaban dos autobuses diarios y, desde la parada, apenas había medio kilómetro hasta la piscina cubierta. Empezó a ir allí todos los días, pero nunca se lo dijo a Göran. Ella siempre estaba en casa cuando él volvía. Cenaban e intercambiaban unas frases, pero sus conversaciones eran cada vez más pobres y los pensamientos de Maj-Britt cada vez más angustiosos. Pensaba que, seguramente, cuando naciese el niño y él terminase los estudios y volviesen a estar sólo ellos, todo mejoraría. Entonces tal vez podrían empezar a buscar un segundo hijo. Entonces podrían volver a amarse sin que estuviese mal.
Maj-Britt tenía el número de teléfono de la secretaría de la Universidad Popular y se lo sabía de memoria. Empezaba a acercarse la fecha prevista y debía llamar si se ponía de parto mientras Göran estaba en clase. Él ya había acordado que le prestarían un coche, así que Maj-Britt no tenía por qué preocuparse. Según Göran.
Estaba en la ducha de la piscina cuando rompió aguas. Sin previo aviso, notó algo de pronto y, cuando cerró el grifo de la ducha, el agua seguía corriéndole por las piernas. En la ducha de enfrente había una mujer mayor y Maj-Britt estaba de espaldas a ella, pues también la incomodaba mostrarse desnuda delante de las mujeres. Echó mano de una toalla, salió de la ducha y se sentó en un banco de los vestuarios. Sintió las primeras contracciones justo cuando acababa de ponerse la ropa interior. Consiguió ponerse el resto y, ya vestida, le preguntó a la mujer de la otra ducha si podía averiguar dónde había un teléfono.
Durante el parto, volvieron a sentirse unidos. Elle sostenía la mano y le acariciaba la frente y no sabía qué hacer y se moría de angustia intentando ayudarle a soportar el dolor. Todo se arreglaría, ahora estaba segura. Hablaría con él acerca de todas las cavilaciones que, lentas pero seguras, la estaban destrozando, intentaría hacerle comprender. Y durante el parto, hizo lo posible por amoldarse a los dolores que le despedazaban el cuerpo, mientras que, llena de admiración, se preguntaba cómo podía Dios ser tan cruel y castigar tan duramente a la mujer por el pecado de Eva. Las palabras de las Sagradas Escrituras resonaban en su cabeza: «Pues en pecado nací y en pecado fui engendrada en el vientre de mi madre».
Pasaba el tiempo. Los dolores sacudían su cuerpo hora tras hora, pero éste se negaba a abrirse para dar a luz lo que había engendrado y, codicioso, retenía a la criatura que luchaba allí dentro por nacer a la vida. La preocupación de la matrona parecía ir en aumento. Veinte horas más tarde, se vieron obligados a rendirse. Se decidieron y llevaron a Maj-Britt al quirófano para practicarle una cesárea.
«Pues en pecado nací y en pecado fui engendrada en el vientre de mi madre.»
– Majsan.
Maj-Britt oyó la voz como si llegase de muy lejos. Ella se encontraba en un lugar distinto del que parecía provenir la voz. Un vago resplandor de luces penetraba de vez en cuando la nebulosa de su campo de visión y la voz que oía resonaba como transmitida a través de un largo túnel.
– Majsan, ¿me oyes?
Consiguió abrir los ojos. La silueta desdibujada de lo que tenía delante cobró forma ante sus ojos, que enfocaron la imagen con desgana antes de perderla de nuevo.
– Es una niña.
Y entonces empezó a ver. La anestesia iba liberándola poco a poco y vio a Göran con un bebé en brazos. Göran seguía allí, no la había abandonado. Y el bebé que tenía en brazos tenía que ser el de ambos, la criatura que su cuerpo no fue capaz de parir por sí mismo. El bebé iba vestido de blanco, de eso también se dio cuenta. Estaba preparado y listo y lo habían lavado y estaba limpio e iba vestido de blanco.
– Cariño, es una niña.
Göran puso a la criatura en sus brazos. Los ojos de Maj-Britt intentaron adaptarse a la nueva distancia. Una niña.
Se abrió la puerta y dio paso a una enfermera que empujaba un carrito con un teléfono de monedas.
– Tenéis que llamar a todo el mundo para contarle la buena nueva.
Y Göran llamó a sus padres. Y a Vanja. Maj-Britt estaba demasiado cansada y no habló mucho pero Vanja gritaba de alegría al otro lado del hilo telefónico.
Y eso fue todo. No llamaron a nadie más.
La cosa no salió como dijo Göran. En lugar de aceptar un trabajo, les pidió a sus padres que les ayudasen económicamente, para así tener la oportunidad de terminar también el segundo curso.
El apartamento al que prometió que se mudarían también tuvo que esperar, aunque habló con el ayuntamiento y, llegado el momento, no habría problema, le dijeron.
Maj-Britt continuaba callando sus pensamientos, pero al menos ahora contaba con una distracción. Decidieron llamar a la niña Susanna y bautizarla en la iglesia del pueblo, con el mismo sacerdote que bendijo su matrimonio. Les escribió a sus padres una carta en la que les comunicaba que tenían una nieta y les indicaba el día y la hora del bautizo, pero no le respondieron.
Algo le pasaba con la niña. Maj-Britt lo notaba. No era que no la quisiera, pero necesitaba mantener cierta distancia. La pequeña exigía tanto… y era importante que aprendiese a controlar sus necesidades desde el principio. Educar consistía también en imponer límites y ningún progenitor responsable permitía que la voluntad de sus hijos gobernase sobre la autoridad de un adulto. Sería tanto como hacerles un flaco favor. Le daba el pecho cada cuatro horas, tal y como le habían indicado, y la dejaba llorar hasta cansarse si le daba hambre entre horas. A las siete de la tarde, la pequeña debía dormirse, pues era la hora que le habían recomendado como razonable en el centro de salud. A veces tardaba varias horas en dormirse pero llegaba un punto en que Maj-Britt dejaba de oír los gritos. A Göran, en cambio, le costaba ignorarlos. Las noches que volvía a casa antes de que la niña se hubiese dormido, andaba de un lado para otro cuestionando el método de Maj-Britt de dejar a la pequeña llorando hasta que se durmiera sola.
La niña tenía cuatro meses cuando lo constataron. Maj-Britt había notado algo extraño, pero no permitió que su sospecha madurase hasta convertirse en certeza. Gracias a diversas excusas, se las había arreglado para evitar los últimos controles de la matrona en el centro de salud hasta que, finalmente, le advirtieron que irían a verlas a su domicilio si Maj-Britt no se presentaba allí con la niña. A Göran no lo había hecho partícipe de sus inquietudes, las guardó para sí, y tampoco estaba al corriente de que se había saltado los controles sanitarios. Maj-Britt no quería ir allí, no quería que le diesen la noticia y tener que fingir que no conocía la situación. O la causa de la misma.
«Eso se llama automancillarse.»
Y resultó tal y como ella barruntaba. Acogió la noticia como si le hubiesen dado una dirección. Hizo unas preguntas para completar la información y asegurarse de que lo había entendido todo. Por la noche, le transmitió la información a Göran con la misma actitud.
– Es ciega. Lo comprobaron en el control. Hemos de volver dentro de dos semanas.
Desde aquel día, todo empezó a descomponerse. El último residuo de intento de liberarse desapareció definitivamente y ya sólo quedaba vergüenza, angustia y remordimiento. El arrepentimiento y el sentimiento de culpa le corroían como un ácido todo el cuerpo, ese cuerpo que ella odiaba más que nada sobre la Tierra, que jamás le deseó otra cosa que el mal. El mismo cuerpo cuya prueba irrefutable de su pecado dependía ahora de ella cada cuatro horas. «Un mal árbol da mal fruto. A causa del pecado, todo hombre se halla en deuda real ante Dios y se ve amenazado por su ira y por su castigo justiciero. La atracción del mal, oscura e irresistible, se propaga y se transmite de generación en generación, y la herencia de ese pecado es la causa de todos los demás pecados de pensamiento, palabra y obra.» En su soberbia, ella se había puesto en contra de Dios y el castigo por ello fue mucho más abominable de lo que jamás habría podido imaginar. A ella Dios la había hecho callar hasta la destrucción, pero ahora se ensañaba con su descendencia, permitiendo que la siguiente generación soportase el castigo que ella debería haber afrontado.
Y entonces llegó la carta de sus padres. Habían oído rumores. No la habían perdonado, pero toda la Comunidad rezaría por su hija, sobre la que había recaído la venganza justiciera de Dios.
Transcurrieron otros dos meses. Göran estaba cada vez más taciturno los ratos que pasaba en casa. Ni siquiera hablaba ya del nuevo apartamento, al que se mudarían a principios de verano. Dos dormitorios en la planta baja, sesenta y ocho metros cuadrados y un balcón, cocina y baño. Por fin dispondrían de un baño y ella podría lavarse en condiciones.
Ya había empezado a embalar, pues tenía que ocuparse en algo, le resultaba cada vez más insoportable estar ociosa. Acababa de abrir el armario de la ropa blanca que había en el vestíbulo, sobre la escalera, y extendió el brazo en busca de un montón de sábanas. Se las habían regalado los padres de Göran y llevaban sus iniciales pulcramente bordadas en azul. Vio a la pequeña cruzar el umbral del dormitorio, la vio golpearse contra el marco de la puerta y se quedó sentada en el suelo. No había barrera protectora en la escalera. Maj-Britt pasó por delante de la niña hasta la caja de la mudanza que tenía abierta sobre la cama y colocó las sábanas dentro. Cuando se dio la vuelta, se dio un golpe en las espinillas contra el larguero de la cama. El dolor fue breve y explosivo, sólo duró un instante, pero fue como si la experiencia física hubiese neutralizado una barrera en su interior. Todo se volvió blanco. Primero fue el alarido. Gritó hasta que empezó a dolerle la garganta, pero no sirvió de nada. La pequeña se asustó de su chillido y Maj-Britt entrevió por el rabillo del ojo que empezaba a gatear hacia el vestíbulo. Más cerca de la escalera. Pero su ira no se templó, aumentaba en intensidad, Maj-Britt agarró la caja con las dos manos y la estrelló con todas sus fuerzas contra la pared.
– ¡Te odio, Dios! ¡Te odio!, ¿me oyes? Sabes que estaba dispuesta a sacrificarlo todo, ¡pero no era suficiente! -Cerró los puños y los blandió hacia el techo-. ¿Me oyes, eh? ¿No podrías responder cuando se Te habla? Aunque sólo sea por una vez.
La rabia acumulada estalló y arrasó como un maremoto. Sintió el retumbar en las sienes, arrancó las sábanas de la cama y las arrojó por la habitación. Las sábanas arrastraron en la caída un cuadro de la pared y no había barrera en la escalera del vestíbulo y ahora ya no veía a su hija ciega, había desaparecido más allá del marco de la puerta. Pero algo imparable se había puesto en marcha, algo se había roto definitivamente en su interior y ahora tenía que salir a la luz porque de lo contrario, ella estallaría en mil pedazos.
– Crees que vas a salir vencedor, ¿verdad, Dios? Que voy a pedir y a suplicar Tu perdón ahora que ya es demasiado tarde, ahora que has permitido que ella sufra el castigo que sólo a mí correspondía. Eso crees, ¿verdad?
No había nada más que arrojar, de modo que tomó la caja del suelo y volvió a lanzarla una vez más. Estaba en el dormitorio tirando la caja una y otra vez, pese a que no había barrera en la escalera del vestíbulo.
– Me las arreglaré sin ti en lo sucesivo, Dios, ¿me oyes bien?
Y entonces recordó que iba a salir al vestíbulo puesto que no había barrera en la escalera y su hija ciega estaba allí sola en el suelo, pero no llegó a hacerlo.
No gritó al caer.
Sólo se oyeron varios golpes secos y después, el silencio.