Maj-Britt Pettersson. El solo nombre en el buzón le producía náuseas. Pero aún se hallaba segura y a buen recaudo. Sabía que el miedo acechaba fuera, aunque no podía darle alcance. Los pequeños comprimidos blancos habían taponado todos los pasajes.
Puso el dedo en el timbre y apretó. Había dejado el coche a la espalda del edificio, de modo que Pernilla no lo viese y, como la última vez que estuvo allí, entró por la puerta de acceso al sótano, situada en un lateral.
Oyó un ruido procedente del interior y enseguida se abrió la puerta. Se estremeció al cruzar el umbral: jamás pensó que se vería obligada a volver.
Se dejó puesto el abrigo, pero se quitó las botas. El perro seboso se acercó para olisquearla pero, puesto que ella no le hizo el menor caso, se dio la vuelta y se marchó de nuevo. Echó un vistazo a la cocina vacía al pasar ante la puerta, preguntándose si Ellinor también estaría allí, aunque no lo parecía. Continuó hasta la sala de estar pero, por un instante, no estuvo segura de si era ella o la puerta de la sala la que se acercaba.
El monstruo estaba sentado en el sillón y le señaló el sofá con una mano. Un gesto amplio, tal vez pensado como una invitación.
– Has sido muy amable al venir. Siéntate si quieres.
Monika no pensaba quedarse mucho tiempo y prefería mantenerse de pie junto a la puerta. Acabar cuanto antes para poder marcharse enseguida.
– ¿Qué quieres?
Aquella mujer inmensa permaneció sentada observándola con su penetrante mirada, visiblemente satisfecha con la situación. Porque le sonreía. Por primera vez, sonrió a Monika y, por alguna razón, le resultaba más desagradable aún que su conducta habitual. Muy a su pesar, Monika era consciente de la ventaja que la mujer tenía sobre ella. El simple hecho de haber consentido en acudir a su llamada era una confesión que valía tanto como un certificado escrito. Su cerebro adormecido intentaba aclarar qué estaba sucediendo, pero ya no reconocía las ideas. Ellinor y Maj-Britt y Åse y Pernilla. Los nombres zumbaban en su cabeza y se mezclaban unos con otros pero ella no era capaz de distinguir quién sabía qué y por qué sabían lo que sabían. Y no quería ni pensar en lo que podía suceder si todo se descubría y se convertía en una verdad conocida por todos. Pero las cosas se arreglarían. Ella se encargaría de que Pernilla conociese a otro hombre y fuese feliz de nuevo y ellas dos seguirían siendo amigas y todos vivirían felices por siempre jamás.
Casi había olvidado dónde se encontraba cuando volvió a oírse la voz procedente del sillón.
– Te ruego que me perdones por haberme expresado en los términos en que lo hice para que vinieras, pero como te dije, es muy importante. Es por tu propio bien. -Volvió a sonreír y Monika se sintió ligeramente mareada-. Te he pedido que vengas para ayudarte. Puede que ahora no lo veas así, pero un día lo comprenderás.
– ¿Qué quieres?
La mujer se irguió en el sillón y entrecerró los ojos.
– «Como navaja afilada es tu lengua, forjador de engaños. El mal al bien prefieres, la mentira más que decir lo que es justo, lengua fementida.»
Monika cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero no cabía duda, aquello estaba ocurriendo de verdad.
– ¿Cómo?
– «Por eso te aplastará Dios para siempre, te agarrará y te arrancará de tu choza y te desarraigará de la tierra de los vivos.» Monika tragó saliva. Todo le daba vueltas y se apoyó en el marco de la puerta para no caer.
– Lo único que intento es salvarte. ¿Cómo se llama la viuda de ahí enfrente? La viuda a la que le estás mintiendo.
Monika no respondió. Por un instante, sus ideas se esfumaron en un remolino y sólo atinó a pensar que el alprazolam era un descubrimiento fenomenal, pues venía a salvarte cuando los problemas se resistían a resolverse por más que uno se hubiera esforzado por darles solución.
La mujer continuó, pese a no haber obtenido respuesta.
– No necesito saber su nombre, puesto que sé dónde vive.
– No entiendo qué tienes que ver tú con esto.
– Nada, supongo. Pero Dios sí.
Aquella mujer estaba loca. No dejaba de observar a Monika, la tenía agarrada como con uñas y dientes. Sentía claramente cómo su mirada la penetraba, vencía con arteros ardides sus defensas ya maltrechas y llegaba hasta el quid de la cuestión. [1] El quid de la cuestión. ¡Qué expresión más absurda!
De pronto, oyó que alguien soltaba una risita y, sorprendida, cayó en la cuenta de que era ella misma. El monstruo que ocupaba el sillón dio un respingo y le preguntó mirándola con encono:
– ¿Qué te resulta tan divertido?
– Nada, es que estaba pensando en una cosa y entonces me he acordado también de tu perro y me he dicho que… bueno, no es nada.
Alguien volvió a reír, pero enseguida se hizo el silencio. El sentido verdadero de algo. Un visitante del infierno disfrazado de perro. Cuando el monstruo retomó la palabra, su voz sonó iracunda, como si alguien lo hubiese insultado.
– No voy a cansarte con los detalles, pues veo con mis propios ojos que el tema no te interesa demasiado, pero has de saber que hago esto por ti. Seré breve, te ofrezco tres alternativas. La primera es que tú misma le confieses a la viuda que vive en el segundo piso del bloque de enfrente que le has estado mintiendo, y que la traigas aquí para que yo lo oiga con mis propios oídos. La segunda es ésta: en algún lugar, a buen recaudo, guardo una carta de mi puño y letra. Si no confiesas, la viuda recibirá dicha carta dentro de una semana y, cuando la lea, sabrá que tú convenciste a su marido para que te cambiara la plaza en el viaje de regreso del curso.
El miedo logró practicar un pequeño agujero, pero sólo uno muy pequeño. Aún se sentía más o menos segura. Tenía las pastillas en el bolso, pero ya había superado la dosis. Varias veces.
– La tercera es que ingreses un millón de coronas en la cuenta de Save the Children. Y que me traigas el justificante del ingreso.
Monika la miraba atónita. Sus palabras y aquella orden tan concreta materializaban lo que, pese al absurdo, no era sino la pura realidad. Y de repente, comprendió con toda claridad lo ridículo que era.
– ¿Estás loca? Yo no tengo todo ese dinero.
El Monstruo se volvió a mirar por la ventana. La papada le tembló al proseguir:
– Conque no, ¿eh? En ese caso, habrá que aplicar cualquiera de las otras dos opciones.
La puerta se abrió de par en par. Monika cogió el bolso y rebuscó hasta dar con la caja, vio por el rabillo del ojo que el Monstruo estaba observándola, pero no le importaba lo más mínimo, el blíster se le cayó al suelo y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando intentó recogerlo.
– Puedes pensártelo un par de días y comunicarme lo que harás. Pero es urgente. No hay que abusar de la clemencia de Dios.
Monika se encaminó al vestíbulo tambaleándose y se tragó las pastillas. Cogió las botas y se sentó a ponérselas en el rellano. Bajó las escaleras sujetándose a la barandilla y logró encontrarla salida por la puerta del sótano. Tenía que ganar tiempo como fuera. Conseguir que todo quedase en suspenso el tiempo suficiente para tener la posibilidad de pensar e imponer cierto orden en aquel desbarajuste que, una vez más, se le había ido de las manos. Aquella mujer estaba desquiciada y, en cierto modo, formaba parte de la red en la que se veía atrapada; ahora tenía que hallar una vía para salir de aquello que ya no comprendía.
Empezó a notar que el alprazolam encontraba ya los receptores idóneos de su cerebro y se permitió un instante de bienestar. Disfrutó de la liberación que suponía el hecho de que, en medio de una suerte de maravillosa transformación, nada fuese tan importante, pues todo aquello que era hiriente quedaba envuelto en una capa blanda y de fácil manejo, anulada su capacidad de hacerle daño.
Se quedó inmóvil, inspirando aire y respirando. Sólo respirar.
El sol había asomado en el cielo. Cerró los ojos y dejó que los rayos danzasen sobre su rostro.
Las cosas se arreglarían. Las cosas iban ya bastante bien. El Xanor y Save the Children. Todo tenía un fin benefactor, como el fondo de donaciones del que ella era responsable en la clínica, más o menos, que se destinaría a aportaciones dignas de todo el apoyo para salvar a niños heridos en las guerras. Todos los años ayudaban a cientos de niños de todo el mundo. Era algo fabuloso, los salvaban, salvaban a esos niños. Save the Children. ¡Ja! Ahora que lo pensaba, era prácticamente lo mismo. Y nadie notaría nada, había tanto dinero en aquel fondo de donaciones… Podría tomar prestada una parte del dinero, como una medida de emergencia, hasta que lograse hallar otra solución al problema. Llevaba el número de cuenta en la cartera y el banco ya estaba abierto. Además, lo hacía por Pernilla, no debía olvidar ese detalle, para no dejarla sola en la estacada. Pernilla la necesitaba. Hasta que encontrase a un digno sustituto de Mattias, Monika era la única persona con la que Pernilla podía contar. Y Monika había jurado por su honor que procuraría servir a sus semejantes guiándose por principios de humanidad y del respeto a la vida, y ahora resultaba que tenía una vida que salvar. Era su deber hacer cuanto estuviese en su mano.
Sólo que, en aquel momento, no conseguía recordar a quién pertenecía la vida que tenía que salvar en esta ocasión.