27

El cementerio parecía desierto. Monika estaba llenando una jarra de agua a la espera de encontrarse con su madre junto a la tumba. No le llevó más de cinco miserables minutos entrar en el banco e ingresar el dinero en la cuenta de Pernilla, pero aun así, llegó tarde y, tal y como esperaba, se encontró a su madre enfadada. Lo extraño era que, desde que se jubiló, la cosa había ido a peor. Ahora tenía todo el tiempo del mundo para sentarse a esperar. De repente, cada minuto era decisivo, y aquellos que perdía componían un cuadro de inmensa desolación en su almanaque vacío. Jamás tuvo una vida social digna de mención y, después de la jubilación, sus relaciones se vieron más limitadas aún. Tampoco conoció a otro hombre. Tal vez ni siquiera le interesase el tema. Monika no lo sabía; nunca hablaban de ello. En general, no hablaban de nada esencial. Sencillamente, se instalaban en la charla huera a la que estaban acostumbradas en cuanto estaban juntas. Su conversación iba derivando hacia todas aquellas palabras que no conducían nunca a ninguna parte para, inevitablemente, deslizarse de vuelta al punto de partida. Aquel día, Monika apenas si pudo dominarse al ser recibida por aquella mirada iracunda. Con una frase seca, su madre entró en el coche y se mantuvo en silencio durante los diez minutos que tardaron en llegar. Y Monika sintió crecer su rabia. Allí estaba ella, de un lado para otro como un taxista, intentando adaptarse al malhumorado capricho de su madre, que ni siquiera se lo agradecía, ni un solo comentario que se acercase de lejos a una expresión de gratitud o de estima. Pero aquella ira era nueva, se abría paso a través de canales que ella misma no gobernaba. Si no se hubiese visto obligada a aquella maldita actividad de transporte constante, Mattias seguiría vivo y todo sería mucho más sencillo. Mucho más sencillo.


Dejó el pequeño lugar cercado para volver a su jarra de agua. Su madre estaba arrodillada, plantando brezo, lila, rosa y blanco. Plantas cuidadosamente elegidas.

Monika dejó la jarra y observó en silencio las manos de su madre, que retiraba con esmero unas hojas secas enredadas en el cuidado seto que rodeaba la lápida.

MI hijo querido.

Querido y desaparecido de la misma forma incondicional, pero para siempre convertido en el punto central en torno al cual todo giraba. Un agujero negro que atraía todo lo que pudiese seguir con vida; el hijo que, día tras día, echaba más leña al fuego de la imposibilidad de aceptación, de que la sumisión era la única postura, de que todo era absurdo y desolación, y de que así sería por siempre.

Una familia aniquilada.

Cuatro menos dos da cero.

Se oyó pronunciar en voz alta la siguiente pregunta:

– ¿Por qué nos dejó papá?

Y vio temblar la huesuda espalda de su madre. Sus manos interrumpieron el trabajo y se detuvieron.

– ¿Por qué lo preguntas?

Los latidos de su corazón resonaban graves, sordos.

– Porque quiero saberlo. Porque siempre he tenido la duda, pero nunca se me ha ocurrido preguntarlo antes.

Los dedos cercanos a la lápida recuperaron la movilidad y continuaron presionando la tierra en torno al brezo blanco.

– ¿Y por qué se te ha ocurrido preguntar justo ahora?

Oyó que algo se quebraba. Un sordo murmullo que aumentaba en intensidad ahora que la ira domeñada durante tanto tiempo se liberaba y hacía presa en ella. Las palabras se le agolpaban en la boca, empujándose unas a otras por llegar las primeras, por salir finalmente y ser pronunciadas.

– ¿Acaso importa? No sé por qué no te pregunté hace veinte años, pero tanto da, ¿no? La respuesta será la misma, digo yo.

Su madre se levantó, dobló minuciosamente y muy despacio el periódico sobre el que se había arrodillado.

– ¿Ha ocurrido algo?

– ¿Por qué?

– Lo pregunto sólo por ese tono tuyo tan áspero.

¿Áspero, dijo? ¡Áspero! A la edad de treinta y ocho años, por fin reunía el valor necesario para preguntar por qué nunca tuvo un padre y, seguramente, la tensión había alterado su tono de voz. En cualquier caso, la primera reacción de su madre fue, obviamente, acusarla de la aspereza de su tono.

– ¿Y por qué no le preguntas a él?

Sintió que se le encendía la cara de ira.

– ¡Porque no lo conozco! Porque ni siquiera sé dónde demonios vive ahora y porque tú nunca, ni una sola vez, me has ayudado a tener contacto con él; al contrario, recuerdo muy bien cómo te pusiste cuanto te conté que le había escrito una carta.

Le costó determinar lo que vio en los ojos de su madre. Jamás había tocado el tema hasta entonces y, desde luego, jamás había usado ese tono con ella. En ningún contexto.

– Así que es culpa mía que nos abandonase y que no asumiese su responsabilidad, ¿no es eso? Y es a mí a quien hay que pedir cuentas de todo, ¿verdad? Tu padre era un canalla que me dejó embarazada pese a que él no quería tener hijos y, cuando me quedé encinta por segunda vez, ya no le convino quedarse. Desapareció antes de que tú nacieras. Yo ya tenía a Lasse y ser madre sola con dos hijos no era tan fácil, pero claro, tú no sabes nada de eso, puesto que no tienes hijos.

Un rítmico golpeteo resonaba en todo el cementerio y a Monika le llevó unos minutos comprender que era su propio pulso lo que oía.

– Así que ésa es la razón por la que nunca me has querido. Porque fue culpa mía que papá se largara.

– Eso son tonterías, lo sabes tan bien como yo.

– Qué va, yo no sé nada.

Su madre sacó una vela del bolsillo de su amplio abrigo y empezó a retirar el plástico enervada, pero no respondió.

– ¿Por qué tenemos que venir a la nimba a todas horas?

Hace veintitrés años que murió y lo único que tú y yo hacemos juntas es venir aquí a encender las malditas velas.

– No creo que sea culpa mía que nunca tengas tiempo. Siempre estás trabajando, o con tus amigos. Para mí nunca tienes tiempo.

Siempre, siempre la misma historia, hiciera lo que hiciese. Pese a la rabia que, por el momento, la protegía, sintió cómo la atravesaba el sarcasmo que puso en marcha los remordimientos, una técnica que su madre dominaba hasta el virtuosismo. Y aún no había terminado. Como la maestra que era, se percató del leve cambio de expresión en el rostro de Monika. Y no perdió la oportunidad.

– Ni siquiera lloraste su muerte.

En un primer momento, Monika no comprendió las palabras.

Ni siquiera lloraste su muerte.

Como un eco, rebotaban en su cabeza en un intento de ser comprendidas y, cada vez que se repetían, algo se quebrantaba. Pieza a pieza, todo se derrumbaba.

Ni siquiera lloraste su muerte.

La voz de su madre resonó sorda y su mirada no se apartó de la vela que sostenía en la mano.

– Continuaste tu vida, como si nada hubiese ocurrido y sin saber lo que yo sufría al ver tu actitud. Casi como si te resultase un alivio que tu hermano no estuviera.

Ya no quedaban palabras. Todo era vacío. Sus piernas empezaron a moverse hacia el coche. Lo único que sentía era un profundo deseo de apartarse adonde nadie la oyese.


El bosque se extendía a ambos lados y había empezado a anochecer. El coche estaba aparcado al borde de una carretera comarcal. Miró desconcertada a su alrededor sin saber dónde estaba ni cómo había ido a parar allí. Miró el reloj. Dentro de un cuarto de hora debía presentarse en casa de Pernilla para cenar, según le había prometido. Dio la vuelta y supuso que debía ir en esa dirección.

Ni siquiera lloraste su muerte.


– ¿Te importa cambiar a Daniella? Sólo falta la salsa, ya está todo listo.

Quería irse a casa. A sus somníferos. Una tormenta de rayos le cruzaba la mente y le costaba contextualizar las palabras que oía.

– ¿Te importa?

Asintió brevemente y cogió a Daniella en brazos. La llevó hasta el cambiador que había sobre la bañera y le quitó el pañal. Pernilla la llamó desde la cocina.

– Ponle el pijama rojo, está colgado en una de las perchas.

Giró la cabeza y vio un pijama de color rojo. Cambió a la pequeña e hizo lo que le había pedido Pernilla. De regreso a la cocina, pasó por delante de la cómoda lijada. La luz de la vela se había extinguido y el rostro de Mattias quedaba en sombra, detrás de la urna blanca. No le dijo nada cuando pasó ante él, la dejó en paz.


– Sírvete. Seguro que no está tan rico como lo que tú sueles preparar, a mí no se me da muy bien la cocina. Era más bien cosa de Mattias.

Daniella estaba sentada en la trona y Pernilla puso una galleta sin azúcar en su mantelito. Monika miró la comida que tenía delante. Sería imposible probar bocado, pero tenía que intentarlo.

Comieron unos minutos en silencio. Monika removía la comida de su plato y se llevaba a la boca un poco de vez en cuando, pero su cuerpo no quería tragar. Cuanto más lo intentaba, más trabajo le costaba.

– Oye…

Levantó la vista. Y notó que, pese al cansancio y la turbación, se puso en guardia enseguida. Estar allí entrañaba un riesgo. Ahora que había perdido el control.

– Quisiera pedirte perdón.

Monika se quedó inmóvil. Pernilla había dejado los cubiertos y le dio a Daniella otra galleta, antes de continuar.

– Sé que he sido terriblemente antipática algunas de las veces que has estado en casa, pero es que no he tenido fuerzas para comportarme.

Tenía la boca seca y tragó saliva antes de poder pronunciar palabra.

– No, no has sido antipática.

– Claro que sí, desde luego, pero hacía lo que podía. A veces me cuesta tanto trabajo que, simplemente, no puedo.

Monika dejó también sus cubiertos. Cuantas menos cosas en las que concentrarse, tanto mejor. Tenía que serenarse, concentrarse. Pernilla acababa de pedirle perdón por algo. Tenía que ocurrírsele algo que decir.

– Te aseguro que no tienes que pedir perdón por nada.

Pernilla bajó la vista.

– Sólo quiero que sepas que aprecio mucho que, pese a todo, hayas seguido viniendo aquí.

Monika tomó el vaso de agua y bebió un trago.

– Después de mi accidente, muchos de nuestros amigos se esfumaron; fue algo natural, simplemente fueron desapareciendo. A mí siempre me dolía la espalda y, además, no teníamos dinero y la mayoría de nuestros amigos seguían con el buceo.

Monika dio otro trago. Casi podía esconderse tras el vaso de agua.

– Ahora, después de lo sucedido, he de admitir que me siento un poco decepcionada al ver qué pocos de ellos me han llamado. De pronto me di cuenta de lo solos que estábamos. -Pernilla miró a Monika y sonrió, casi con timidez-. Vamos, que lo que intento decirte es que me alegro de que nos hayamos conocido. De verdad que has sido de gran ayuda.

Monika intentaba asimilar qué era lo que estaba oyendo. Sospechaba que era por lo que había luchado todo el tiempo, y que ahora debería estar contenta, al tener por fin la prueba de haberlo conseguido. Pero entonces, ¿por qué se sentía como se sentía? Necesitaba irse a casa. A sus somníferos. Pero antes, debía pasarse por la clínica para dejar los análisis de Maj-Britt. Ahora que sabía que todos se habrían marchado, podía aventurarse a ir allí y analizar las muestras ella misma. Puesto que lo había prometido. Y uno debe cumplir lo que promete.

Se estremeció al oír el timbre del teléfono. Pernilla se levantó y se dirigió a la sala de estar. Monika se acercó sigilosa al fregadero y limpió el plato con un trozo de film transparente que había dentro.

Oyó que Pernilla contestaba al teléfono.

– Sí, ¿hola?

Ocultó la comida bajo un cartón de leche vacío.

– Bueno, es lo que cabía esperar, no sé qué esperas que diga exactamente.

La voz de Pernilla había adquirido un timbre acerado y luego guardó silencio un buen rato. Monika volvió a la mesa con el plato y usó el tenedor para borrar las huellas del film transparente. Entonces volvió a oírse la voz de Pernilla y sus palabras reavivaron en Monika un miedo que se abrió paso a través de su desconcierto.

– Sinceramente, me gustaría que no volvieras a llamarme más. Las cosas son como son, pero me parece que es mucho pedir que yo tenga que consolarte a ti.

Al parecer, la persona que llamaba la interrumpió, pero Pernilla continuó un par de segundos después.

– No, ya, pero ésa es la sensación que tengo. Adiós.

Se hizo el silencio, todo estaba en calma. El único que se negaba a adaptarse al sosiego reinante era el corazón de Monika. Entonces apareció Pernilla, que volvió a ocupar su asiento. En ese instante sonó el móvil de Monika. Se puso a buscarlo a tientas en el bolso que tenía a sus pies, no para contestar, sino para poner fin al irritante timbre. Echó una ojeada a la pantalla y vio que era Åse. Estuvo temblándole la mano hasta que logró rechazar la llamada. Notó que Pernilla la observaba, pero Monika le respondió antes de que pudiese formular la pregunta.

– Nada importante, mi madre, pero ya la llamaré luego.

Pernilla apartó el plato que tenía delante, aunque aún estaba casi lleno de comida.

– La que llamaba era la mujer que conducía el coche.

A Daniella se le cayó la galleta al suelo y Monika se agachó aliviada a recogerla, pues así se apartaba un segundo al menos de su vista.

– Vino por aquí otra vez un par de días después del accidente. Vino a pedir perdón, o algo así. -Pernilla resopló-. Llevaba encima tantas pastillas que no entendí bien lo que estaba pasando. Pensé mucho en ello después. Lamenté no haberla mandado a la mierda. ¿Cómo puede pensar que podré perdonarla?

De repente, Pernilla se hallaba al otro lado del túnel. Monika clavaba la mirada en su rostro, ahora rodeado por una envolvente masa de color gris oscuro. Cerró los ojos bien fuerte y volvió a abrirlos, para encontrarse con la misma visión. Y se preguntó por qué estaba abierto el grifo, quién había abierto el grifo, por qué rugía con tal fuerza.

– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

Respiraba con rapidez y de forma entrecortada.

– Sí, bueno, tengo que irme.

– Pero también he preparado un postre.

Monika se levantó de la silla.

– Tengo que irme.

Al levantarse, el túnel desapareció. El rugido del agua persistía, pero vio que el grifo estaba cerrado, así que el raudal de agua debía de proceder de otro lugar del apartamento.

Avanzó con paso vacilante hasta el vestíbulo, apoyándose en los marcos de las puertas y en las paredes. Pernilla iba detrás.

– ¿Estás bien?

– Sí, pero tengo que irme ya.

Se calzó las botas y se puso el abrigo. Pernilla sostenía su bolso en la mano y se lo tendió.

– Te llamaré mañana.

Monika no respondió, sino que abrió la puerta sin decir nada. Pensaba marcharse. Pernilla le había pedido que se quedase, pero ella pensaba marcharse. Vendría cualquier otro día, porque Pernilla era su amiga y estaba agradecida por su amistad, por todo lo que Monika había hecho por ella. No le había pedido que se fuera a la mierda, como habría querido hacer con Åse; al contrario, ellas dos eran amigas de verdad y en las amigas de verdad se puede confiar. Ellas no se mentían. Y estaban para lo bueno y para lo malo y siempre podías contar con ellas.

A Pernilla sólo le quedaba una amiga, y esa amiga era la honrada Monika Lundvall.

Si, por alguna razón, ella también la traicionase, Pernilla se quedaría completamente sola.

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