30

Maj-Britt observaba el ocaso desde el sillón. Las sombras se fortalecían cada vez más negras en el apartamento para, finalmente, fundirse con el entorno.

Seis meses.

En un primer momento no sintió nada. Seis meses no era más que un concepto temporal. Doce meses eran un año y seis meses, medio, no tenía nada de especial. Contó con los dedos. El 12 de octubre. El 12 de octubre más seis meses. Sería abril. Un otoño, un invierno, pero ni una primavera entera.

El 12 de octubre.

Había sido 12 de octubre muchas otras veces en su vida, aunque no podía recordar con detalle lo que había hecho todos esos días. Habrían pasado bastante desapercibidos. Pero justo aquel 12 de octubre sería muy especial. Sería el último.

Seguramente llevaba sentada en el sillón más de cuatro horas, lo que implicaba que le quedaban cuatro horas menos del último 12 de octubre de su vida.


No era dejar la vida lo que la asustaba. Había pasado mucho tiempo y muchos años sin que ella les hubiese sacado el menor partido. Hacía mucho tiempo que la vida no le ofrecía nada por lo que ella sintiese verdadero interés.

Pero morir.

Ser aniquilada sin dejar el menor rastro tras de sí, ni la más mínima huella. En tanto que el futuro estaba ahí como algo evidente, siempre existió la posibilidad, tan fácil de posponer. A partir de ahora, el tiempo era limitado, era una cuenta atrás, cada minuto se constituía, de repente, en una pérdida sensible. Le resultaba del todo incomprensible que se tratase del mismo tiempo que, durante años, había ido transcurriendo despacio en tal abundancia que nunca supo qué hacer con él. Un tiempo que avanzaba lentamente y pasaba de largo ahogado en puro sinsentido. Maj-Britt desaparecería sin dejar la más mínima huella.

Sus manos se aferraron con más fuerza al brazo del sillón.

Diera o no su consentimiento, tendría que abandonarse a aquel inmenso Más Allá, a la eternidad, donde ningún ser humano sabía lo que le aguardaba.

Imagínate que tuvieran razón. Si era tal y como ellos, con tanto afán, habían intentado grabar en su cabeza y que allí era donde esperaba el Gran Juicio. Si era así, ella estaba completamente convencida de que el suyo no sería halagüeño. No precisaba ningún examen de conciencia para comprender qué lado de la balanza pesaría más. Quizás Él estaría esperando al otro lado, contento y satisfecho de tenerla por fin bajo su dominio, una vez que ella había utilizado su derecho a elegir y había pruebas sobradas de que se había ganado el debido castigo.


No existía ninguna razón para vivir pero ¿cómo atreverse a morir? ¿Cómo osar abandonarse a la eternidad, cuando no sabía en qué consistía?

La más honda soledad.

Eternamente.

Cuando quedaba tanto por hacer.

La oscuridad se apoderó del apartamento y su desasosiego fue en aumento. Cada minuto que pasaba era más evidente. Tenía que equilibrar los dos platillos de la balanza como fuera.

Recordó a la mujer que, hacía unas horas, le comunicó su sentencia de muerte, se miró de reojo la delgada muñeca donde llevaba un reloj muy caro y se apresuró a partir con el miedo en la mirada. Un exterior tan impecable y tan consciente de su culpa. El próximo 12 de octubre, la mujer no recordaría ni a Maj-Britt ni aquel día. Todo se perdería en la maraña de otros pacientes moribundos y de días tan parecidos que podrían confundirse unos con otros. Ella proseguiría su vida en la tierra tranquilamente y, con todo el tiempo del mundo, podría saldar su deuda.

No así Maj-Britt.

A partir de ahora, cada segundo que pasaba sin provecho era un segundo perdido.

Se puso de pie. Saba esperaba junto a la puerta del balcón y ella fue a abrirle. Se veía luz en la ventana de enfrente, en la casa en la que había vivido el que ahora tenía la respuesta a la pregunta que se hacían todos los hombres de todos los tiempos.

Y de nuevo pensó en Monika. En su culpa.

Dos vidas que pesaban mucho en uno de los platillos de la balanza.

De pronto le costaba respirar y llena de espanto comprendió que estaba aterrorizada. A la soledad estaba acostumbrada, pero enfrentarse sola a lo que la esperaba…

«Padre nuestro que estás en el cielo.» Se dio la vuelta y miró el armario. Sabía que estaba allí escondido en la última balda, sin usar durante todos aquellos años, pero desgastadas las pastas después del uso de antaño. Sin embargo, ella le había dado la espalda a Dios. Ahora lo comprendía todo. Todo se evidenciaba en una certeza transparente. Él sólo había aguardado su momento. Siempre supo que ella se le acercaría a rastras el día en que la arena empezase a escasear en la ampolla del reloj. El día en que no pudiese seguir escondiéndose en la vida, sino que se hallase desnuda ante una realidad que todos conocen pero con la que nadie tiene fuerzas para contar. La realidad de un día en que todo se acaba. Que llega un día en que todos hemos de abandonar cuanto conocemos y nos vemos obligados a entregarnos a aquello que, desde el origen de los tiempos, ha constituido el mayor temor del hombre.

Él sabía que, entonces, ella lo llamaría a gritos, que le pediría de rodillas su perdón y su bendición y mendigaría su gracia.

Y no se equivocó.

Él ganaba y ella perdía.

Allí estaba, desnuda ante Él, dispuesta a someterse.

Una derrota monumental.


Cerró los ojos y notó que se ruborizaba. Con el color de la vergüenza, se dirigió al armario y abrió las puertas. Rebuscó por la balda con la mano, pasándola por pilas de sábanas y de manteles y cortinas olvidadas, hasta que notó la forma familiar de lo que buscaba. Detuvo su búsqueda, vaciló un instante, la humillación la quemaba como el fuego pues admitir que había errado era admitir que El siempre tuvo razón, lo que magnificaba su culpa más aún. De este modo, ella lo autorizaba a castigarla.

Tomó la Biblia y la sacó del armario. Miró la cubierta desgastada. Había algo entre las páginas y, sin pensarlo, lo sacó y cuando ya era demasiado tarde, recordó de qué se trataba. Eran dos fotografías. Muy despacio, volvió a desplomarse en el sillón. Cerró los ojos pero volvió a abrirlos y dejó que su mirada se llenase de la pareja de enamorados. Un hermoso día primaveral, un vestido blanco y entallado y Göran, con su traje negro. El velo que con tanto esmero había elegido. Sus manos entrelazadas. La convicción. La absoluta certeza. Vanja justo detrás, verdaderamente feliz por ella. Aquella sonrisa tan familiar, el destello en sus ojos, su Vanja, siempre dispuesta cuando la necesitaba. Siempre pensando en su bien. Y a la que ella, ahora, había mentido, traicionado, sentenciado y rechazado.

Demasiado peso en ese platillo.

Soltó en el suelo la fotografía y miró la otra. Contuvo la respiración al ver la mirada huera de la pequeña. Sentada en una mantita, en el suelo de la cocina de la casa que habían alquilado. El vestidito rojo, los zapatitos blancos, regalo de los padres de Göran.

Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Evocó la sensación al alzar en el aire aquel cuerpecito, al acogerlo en su regazo, su olor. Las manitas que se extendían buscándola con una confianza infinita a la que ella no fue capaz de corresponder. ¿Cómo, cuando nadie le enseñó jamás cómo se hacía tal cosa?

El dolor que nunca se permitió sentir la inundó ahora y fue tan honda su desesperación que perdió el resuello. Dejó la fotografía, cruzó las manos convulsamente y las alzó implorando:

– Dios mi Señor que estás en el cielo, ayúdame. Apiádate de mí, borra mis excesos con tu gran misericordia, límpiame de mis malas acciones y purifícame, pues he pecado. Sólo contra Ti he pecado y cometido malas acciones, a la espera de que seas justo en tus palabras e imparcial en tu juicio. Pues en pecado nací y en pecado fui concebida.

Le temblaban las manos.

Seis meses era demasiado tiempo. No resistiría tanto.

Las lágrimas rodaban abundantes por sus mejillas y hablaba entre sollozos.

– Te ruego el perdón, pues cometo un mal que no quiero cometer. Te lo suplico, Señor, concédeme el perdón. ¡Has de darme una respuesta! Dios bendito, ¡muéstrame tu misericordia! ¡Infúndeme el valor necesario!

Y recordó lo que solía hacer cuando necesitaba su consejo y su consuelo. Se enjugó rauda las lágrimas, agarró con ansia la Biblia con la mano izquierda y pasó el pulgar derecho entre las tapas cerradas. Cerró los ojos y abrió por la página donde había detenido el pulgar, buscó en ella con el dedo y eligió un versículo al azar. Se quedó sentada, con los ojos cerrados y el índice como una lanza clavada en las Sagradas Escrituras. Ahora, Él le hablaría. Le dejaría el mensaje que quería transmitirle, el que Él le había hecho señalar con su dedo.

– Señor, no me dejes sola.

Tenía mucho miedo. Lo único que pedía era algo de consuelo, una mínima señal de que no tenía nada que temer, de que podía ser perdonada. De que Él estaba a su lado ahora que todo acabaría en breve, de que la reconciliación era posible. Respiró hondo y se puso las gafas y miró el párrafo de la página que señalaba el dedo.

Y una vez que lo hubo leído, comprendió de una vez por todas que el miedo que ahora sentía no era nada en comparación con lo que vendría.

Le temblaban las manos mientras leyó Sus palabras:

«Ahora llega tu final, pues derramaré mi ira sobre ti y te juzgaré por tus acciones y todas tus abominaciones recaerán sobre ti. No me apiadaré de ti y no tendré compasión; no, te imputaré todas tus acciones y tus abominaciones descansarán sobre ti. Y sabréis que yo soy EL SEÑOR.» Un terror que no creía posible le vació de aire los pulmones.

Ya tenía la respuesta.

Por fin, Él le había respondido.

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