23

La radio despertador sonó a las siete y media y no se sentía cansada en absoluto. Su sistema estaba en marcha incluso antes de que abriera los ojos. Se durmió en cuanto dejó caer la cabeza en la almohada y descansó sin soñar durante tres horas. No necesitaba más. Los somníferos no la habían dejado en la estacada sino que, eficaces, levantaron barricadas ante todas las vías de acceso, impidiéndole la entrada a él. Así no tenía que soportar el vacío cortante en el pecho al despertar y ver que, una vez más, no estaba.

Dejó la radio puesta mientras se arreglaba y desayunaba. Se enteró de pasada de todos los asesinatos, violaciones y ejecuciones que se habían producido en el mundo las últimas veinticuatro horas y la información se dispuso en alguna remota circunvolución mientras metía la taza del café en el lavaplatos. Los documentos de Pernilla estaban ya guardados en el maletín. Había decidido llamar a la clínica y avisar de que no llegaría hasta la hora del almuerzo.


Salió demasiado temprano. Resultó que el banco no abriría hasta media hora más tarde. De pronto, tenía media hora por delante y ni se planteó quedarse esperando en la puerta. Algo tenía que hacer entre tanto. En lo sucesivo, tendría que pensárselo mejor y procurar no recibir este tipo de sorpresas desagradables que tiraban por tierra sus planes. Echó a andar calle arriba ojeando escaparates, sin ver nada que despertase su interés; dejó atrás el quiosco de prensa: NIÑO DE 7 AÑOS VÍCTIMA DE UN ASESINATO RITUAL, MUJER DE 93 AÑOS VIOLADA POR UN LADRÓN QUE IRRUMPIÓ EN SU CASA; vio que Hemtex liquidaba los tejidos para cortinas, pero no se dio cuenta del coche que le pitaba furiosamente cuando cruzó la calle a unos pasos de su parte delantera.


Fue el primer cliente en entrar en el banco aquella mañana y saludó con un gesto a una mujer sentada en una mesa al fondo, pues la conocía. La mujer le devolvió el saludo y Monika sacó del expendedor un número para «otros servicios». No acababa de retirar el ticket cuando una señal sonora anunció que era su turno. Se encaminó al puesto indicado. El hombre de la ventanilla llevaba corbata y un traje oscuro y no podía tener mucho más de veintitantos años.

Se identificó dejando el permiso de conducir en el mostrador.

– Quiero conocer mi saldo total.

El hombre tomó el permiso de conducir y empezó a teclear en el ordenador.

– Veamos. ¿Sólo en la cuenta de ahorro o en la cuenta general?

– La cuenta de ahorro y los fondos.

En realidad, el dinero nunca le había interesado. Al menos, no desde que empezó a ganar tanto que no tenía por qué preocuparse. Ganaba un buen sueldo y trabajaba mucho, y no tenía gastos dignos de mención. Hacía cuatro años se permitió la casa en la que ahora vivía, carísima, en uno de los edificios históricos recién renovados en la ciudad, a lo que su madre reaccionó con manifiesta estupefacción. Monika no llegó a contarle lo que le había costado, pero ella consiguió enterarse del dato en el diario local, en un reportaje en que el periodista se espantaba de los precios tan escandalosos. Su madre se dedicó a inspeccionar el apartamento con toda la calma del mundo y encontró más defectos que un perito profesional.

– Veamos. En la cuenta de ahorro tienes 287.000 coronas, y además tienes un fondo de inversión múltiple que, a día de hoy, tiene un valor de 98.000 coronas.

Monika iba anotando las cifras. Nunca le había gustado invertir dinero, pero en una ocasión siguió las recomendaciones del asesor del banco e invirtió un poco de su dinero en varios fondos. Aunque, en realidad, esas cosas la incomodaban más que nada. En una cuenta bancaria siempre sabía lo que le rentaba su dinero y no corría el peligro de enfrentarse a sorpresas desagradables. La rentabilidad de un fondo era más incierta y a ella no le gustaban los riesgos.

– Vale, ¿y el fondo asiático?

El joven volvió a teclear unas cifras.

– Sesenta y ocho mil quinientas.

Monika desplazó el peso de su cuerpo al otro pie.

– Quiero venderlo todo y sacar lo que tengo en la cuenta de ahorro.

El chico la miró brevemente antes de volver al ordenador.

– ¿Quieres un cheque bancario o prefieres que transfiramos el dinero a alguna cuenta?

Reflexionó un instante. Una vez más, la sorprendió su falta de planificación. No era propio de ella ignorar los detalles. En lo sucesivo, se repitió, se lo pensaría mejor.

– Si lo ingresas todo en mi cuenta general, ¿puedo ordenar transferencias a otra cuenta llamando por teléfono? Quiero decir, si puede hacerse con sumas tan cuantiosas.

De pronto, el joven no parecía estar muy seguro. Dudó un poco al dar su respuesta.

– Sí, desde un punto de vista puramente técnico, puedes ordenar una transferencia. Pero depende de lo que pienses hacer con el dinero, quiero decir, si es legal en sentido fiscal. Si vas a comprar algo, es preferible un cheque bancario.

– No, no es para una compra.

El muchacho volvió a vacilar. Miró a su alrededor, como buscando la ayuda de algún colega.

– Pues, en ese caso, será una transferencia de una suma considerable…

Volvió a teclear.

– Cuatrocientas cincuenta y tres mil quinientas veintitrés coronas. He de advertirte de que una transferencia de tal calibre puede despertar el interés de la autoridad tributaria.

Monika notó que la leve irritación que sentía iba creciendo y que no tardaría en desatarse sobre el hombre del otro lado del mostrador. Y eso tampoco era propio de ella; eso de no preocuparse por lo que aquel joven insolente pensara. Que, en ese momento, se la pudiera considerar como una persona exigente. Pero se lo tomaría con calma. Aún no había terminado, tenía otros recados que hacer y todo resultaría más complicado si perdía su buena disposición.

– Bien, en ese caso, me llevaré un cheque.

El joven asintió, y estaba a punto de abrir un cajón cuando Monika continuó:

– Y además quisiera pedir un préstamo.

Rebuscó en el bolso hasta sacar el documento con la tasación de su apartamento. Cierto que la valoración tenía nueve meses, pero el edificio era célebre en la ciudad. Todos sabían lo solicitados que estaban esos apartamentos por quienes podían permitírselos.

El joven volvió a cerrar el cajón despacio, se quedó mirándola un poco más de tiempo esta vez y empezó a leer la tasación. Ella no apartaba la vista de él mientras sus ojos recorrían el texto del documento. Tenía una hipoteca, aunque habría podido pagar una buena parte al contado. Alguien le había dicho que, por razones fiscales, era mejor mantener la hipoteca que cancelarla con el dinero que tenía en el banco.

Cuando terminó de leer, el joven volvió a mirarla.

– ¿De cuánto habías pensado pedirlo?

– ¿Cuánto puedo pedir?

El joven se quedó perplejo. Se llevó la mano al cuello de la camisa y se tiró un poco del impecable nudo de la corbata. Una vez más, abrió el cajón y sacó un formulario.

– Puedes ir rellenando este formulario mientras yo voy calculando.

Monika leyó el papel que le había dejado en el mostrador. Ingresos, años trabajados, estado civil, número de hijos a su cargo.

Tomó un bolígrafo y empezó a rellenar los datos.

Su mirada se fijó en la mano que sostenía el bolígrafo pues, de repente, no la reconocía. Reconocía el anillo que se había comprado y vio que los dedos ejecutaban los movimientos que ella le ordenaba, pero sentía la mano como independiente, como si en realidad perteneciese al cuerpo de otra persona.


– Puedes ampliar la hipoteca hasta 300.000 coronas más.

El joven había revisado el formulario y había estado comprobando el resto de la información que necesitaba, antes de dejarle la propuesta en el mostrador. Monika vio que había estado hablando con uno de sus colegas. Y no le pasó inadvertido que, durante la conversación, la miraron en varias ocasiones, pero ella no se inmutó. Era curioso lo impasible que todo aquello la dejaba. Pero 300.000 era demasiado poco. Necesitaba más e, impaciente, dejó el formulario en el mostrador.

– Y aparte de eso, ¿cuánto más puedo solicitar?

Vio que el joven dudaba. Notó su angustia, perfectamente consciente de que ella era la causante de la misma, aunque esto no le importó lo más mínimo. Tenía un asunto que resolver que no era de la incumbencia de aquel joven. El malestar que la solicitud de Monika le producía era cosa suya.

¿Y para qué quería el dinero, si ni siquiera tenía derecho a su propia vida?

– Será más sencillo si sabemos para qué quieres el dinero. Quiero decir que si piensas comprar una casa, por ejemplo, o un coche, nos resultará mucho más fácil conceder el préstamo.

– Ya, pero no es ésa mi intención. Estoy muy satisfecha con mi BMW.

Una vez más, la mano. Tenía un aspecto muy diferente. Y las palabras que se oía decir a sí misma también sonaban ajenas.

– Veo que tienes unos ingresos altos… médico… y tu capacidad de amortización es indiscutible. Y sólo tienes un hijo a tu cargo.

El joven dudó un instante.

– Espera, lo voy a consultar con mi colega.

El joven se alejó del mostrador. Monika se puso a mirar el formulario que acababa de rellenar.

Al menos, había sido sincera y había incluido el dato de su deber para con Daniella.

Pero sólo un hijo a su cargo.

Aquel joven era un idiota.

Estaba hablando con la mujer a la que Monika había saludado al entrar. Bien. Seguramente, ella conocía el pasado impecable de Monika. No había en él un solo impago y, a lo largo de los años, ni siquiera se le había pasado la fecha de un simple recibo. Siempre había sido una ciudadana cumplidora, desde luego, eso no podía ser motivo de queja. De hecho, ya no se la podía acusar tampoco de su defecto interno, el que no se veía, puesto que había resuelto compensarlo de una vez por todas. Sacrificar todo lo que siempre quiso tener y subordinarlo. ¿Qué más podía esperarse que hiciera para que le fuese restituido el derecho a existir?

– Podemos concederte un crédito bancario de 200.000 coronas más, teniendo en cuenta tu capacidad de ahorro.

Monika cogió el bolígrafo e hizo un cálculo. 953.500 coronas. En realidad, era demasiado poco pero, al parecer, era lo que podía conseguir por el momento. Tendría que arreglárselas. Al menos, Pernilla podría pagar su préstamo. Y ella seguiría a su lado, ayudándole en lo que pudiese.

– De acuerdo. Lo incluiré en el mismo cheque bancario.

– ¿A qué nombre?

Reflexionó un instante. Aquella suma podía despertar el interés de la autoridad tributaria.

– Extiéndelo al mío.

El malestar crecía a cada metro que se acercaba. A cada cruce, el acelerador se le antojaba más difícil de pisar. Tuvo que obligarse a continuar y cruzar la verja del recinto de la clínica hasta llegar al aparcamiento. Alguien había tenido la desfachatez de utilizar su plaza. Indignada, garabateó el número de matrícula en un recibo de aparcamiento. Desde luego, averiguaría quién era el propietario del coche y lo llamaría personalmente para ponerlo de vuelta y media, o ponerla de vuelta y media. De hecho, hasta le parecía agradable poder descargarse con alguien. Con alguien que hubiese cometido un error. Decirle a alguien lo imbécil que era y, con todo el derecho del mundo, quedar por encima.

Aparcó el coche en la plaza contigua y se encaminó a la entrada con paso decidido. La fachada roja del edificio se alzaba ante ella. Aquél había sido su refugio, lo que otorgaba sentido a su vida. Ahora, de pronto, no despertaba en ella el menor sentimiento, salvo que todo lo relacionado con aquella casa se interponía entre ella y aquello a lo que en verdad debía dedicarse. Ir a casa de Pernilla y cerciorarse de cómo estaba, y saber si se encontraba mal después de haber bebido tanto vino, comprobar si había algo que ella pudiese hacer. La sensación era tanto más desagradable cuanto más se acercaba a la entrada y ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando comprendió que le sería imposible. Aquella forma tan familiar. Su mano, que enseguida se sintió cómoda y que intentaba enviarle sus impulsos a la Monika que solía acudir allí, una Monika que ya no era accesible.

«Has jurado por tu honor y tu conciencia que, en el ejercicio de la medicina, procurarás servir a tus semejantes según los principios de humanidad y del respeto a la vida. Tu objetivo será cuidar y fomentar la salud y prevenir la enfermedad, así como curar a los enfermos y mitigar su sufrimiento.» Sólo dos personas tenían derecho a exigirle tal cosa. Sólo dos personas a las que quería ver y con las cuales tenía contraída una deuda. Sólo ellas.

De repente se sintió mareada. Retrocedió unos pasos, se dio media vuelta y echó a correr en dirección al coche. Se encerró en él y pasó la mirada por la fachada, para asegurarse de que nadie la hubiese visto desde alguna de las ventanas. Sin mirar bien, reculó para salir del aparcamiento y estuvo a punto de chocar contra un expendedor de tickets, continuó y cruzó la verja a toda velocidad pero, cuando ya no podían verla, se detuvo junto a la acera. Entonces, sacó el móvil y empezó a pulsar las teclas.

«Me tomo otra semana libre. Saludos, Monika L.» Mensaje enviado.

Un minuto después sonó el teléfono. Reconoció en la pantalla el número del jefe de la clínica, pero volvió a guardar el teléfono en el bolso. Poco después, oyó la señal que indicaba que le había dejado un mensaje.


Pernilla y Daniella estaban en el parque cuando Monika aparcó el coche delante de su casa. Las vio desde el coche y se quedó un rato observándolas. Le agradaba poder verlas secretamente desde allí. Dominar la situación por una vez, aun estando cerca de Pernilla. No tener que someterse al estado anímico de ella y no verse obligada a sopesar a conciencia cada palabra por miedo a ser rechazada. Estuvo allí sentada un buen rato viendo cómo el columpio de Daniella subía y bajaba, subía y bajaba… Pernilla lo impulsaba con la mirada perdida en otra dirección, fija en el vacío.

La cena de anoche. Todas las cosas insufribles que dijo Pernilla. Si pudieran verse en otro lugar, seguro que sería más fácil. En algún lugar en que la presencia de Mattias no fuese tan patente. Donde Pernilla y Monika pudieran estar tranquilas con su incipiente amistad. Y tomó la decisión. Sería mejor que se viesen en su casa, a la que Mattias no tenía acceso.

Puso el coche en marcha y volvió al centro.

Pasó por delante del anticuario Olsson. Los había visto por la mañana, pero no los había registrado realmente. Ahora, de pronto, se acordó de ellos: dos cuadros de motivo histórico con sencillos marcos dorados. Uno, un mapa de la época en que Suecia fue una potencia europea; el otro, una litografía de la coronación de Carlos XIV Juan. Le costaron doscientas coronas justas. Continuó a la tienda de artículos de segunda mano Emmaus, donde tenían varios objetos de cerámica que parecían artesanales pero con los que Pernilla no podría sentirse acomplejada.


Dejó sus compras en el vestíbulo y entró en el despacho a llamar por teléfono sin quitarse el chaquetón siquiera. Aguardó varios tonos de llamada, pero no contestaban. Quizás estuviesen aún en el parque. En ese caso, ya llevaban mucho rato allí fuera. Miró el reloj y calculó que había pasado más de una hora desde que las vio y la incomodó pensar que no hubiesen vuelto. Colgó el teléfono y fue a quitarse el chaquetón. El malestar que sentía se resistía a ceder. Siguió llamando cada cinco minutos durante toda la hora siguiente y cuando Pernilla respondió por fin, Monika estaba preocupadísima.

– ¡Vaya! Hola, soy Monika. ¿Dónde habéis estado?

Pernilla no respondió de inmediato y Monika cayó en la cuenta de que su pregunta había sido precipitada. Al menos, en el tono en el que la formuló. Y, por la respuesta de Pernilla, también a ella se lo pareció.

– Fuera. ¿Por qué?

Monika tragó saliva.

– No, por nada, no era mi intención ser entrometida.

¿Se atrevería a preguntarle, cuando había empezado con tal mal pie? No estaba segura de estar preparada para encajar un no por respuesta. Pero era preciso que la viera, ¡claro que sí!, tenía todos sus papeles, debía poder devolvérselos y, además, tenía una buena noticia que darle.

– Sólo pensaba preguntarte si queréis venir a cenar a mi casa esta noche.

Pernilla no respondía y Monika sintió que la adrenalina forzaba la marcha de su actividad cardiaca. Al mismo tiempo, era consciente de lo injusto que era, puesto que ella sólo pretendía hacerles bien. Consideraba que Pernilla debía ser complaciente.

– Se me había ocurrido que podríamos cenar temprano, para que Daniella pueda cenar con nosotras. Sobre las cuatro o las cinco, si te va bien.

Pernilla seguía sin contestar y Monika se sentía cada vez más ansiosa. Había pensado no adelantarle nada, pero la vacilación de Pernilla la impulsó a ello. Al menos, se vio obligada a insinuarle algo.

– Es que tengo una buena noticia que darte.

Aquella permanente pérdida de control la volvería loca. Verse siempre disminuida, estar en desventaja. Verse obligada a insistir.

– ¿Ah, sí, el qué?

No. No pensaba decirle más. Tenía derecho a estar cerca de ellas cuando se lo contase, por lo menos. Estar con ella y compartir su alegría, por una vez. Se lo merecía.

– ¿Has llamado al fondo que decías?

– Te lo contaré cuando lleguéis. Puedo ir a buscaros si quieres.

Y Pernilla terminó por ceder. Accedió a ir a su casa. Pero no parecía especialmente contenta. Monika aún sentía un residuo de la irritación que despertó en ella la visita al banco. Incluso Pernilla la irritaba, ¿por qué nadie hacía lo que ella quería y nada salía como ella había planeado? ¿Por qué nada de lo que hacía era nunca lo bastante bueno?


Fue a recogerlas a las cuatro y no se dijeron gran cosa en el trayecto a su casa. Era evidente que Pernilla no quería hablar de la cena de la noche anterior y Monika tampoco tenía especial interés. Pernilla iba en el asiento trasero, con Daniella en las rodillas. Puesto que no tenían coche, tampoco tenían silla especial para niños y Monika cayó de pronto en la cuenta de que debería comprar una. Para el futuro. Teniendo en cuenta todo lo que iban a hacer juntas.

En aquel momento, se sentía bastante segura y casi había logrado infundirse esperanza cuando Pernilla le preguntó:

– ¿Podrías pararte un momento allí? Sólo voy a hacer un recado, no tardo.

Monika giró, se metió en el hueco que quedaba entre dos coches y apagó el motor. Pernilla salió con Daniella en brazos y Monika abrió la puerta y cogió a la pequeña. Pernilla entró en una calleja y Monika y Daniella se quedaron en el coche, cantando «La arañita pequeñita» una y otra vez. Monika miraba el reloj, cada vez más impaciente, y ya empezaba a preguntarse por el aspecto de su gratén de verduras, que había dejado en el horno. Cuando la arañita subía por el hilo por séptima vez, Pernilla abrió la puerta del lado del acompañante sin que Monika la hubiese visto acercarse. La joven dejó a los pies del asiento una caja de cartón de color blanco y extendió los brazos para coger a Daniella. Y continuaron el viaje. Monika miraba la caja de soslayo. Grande como una caja de cervezas, la veía en el suelo del coche, atrayendo su vista sin remedio. Blanca y anónima, sin una sola leyenda que le sirviera de pista. Ya había manifestado una curiosidad excesiva en una ocasión y sabía que era arriesgado, pero al final no pudo resistirse.

– ¿Qué hay en la caja?

Monika veía a Pernilla por el espejo retrovisor. Iba mirando por la ventanilla y no se inmutó al contestar:

– Es Mattias.

Una descarga atravesó el coche. A Monika le dio de lleno en primer lugar, pero sus manos la transmitieron a la carrocería del coche, que empezó a dar bandazos por la carretera. Pernilla extendió instintivamente un brazo y se agarró del asa que había sobre la puerta del coche, mientras sujetaba con el otro a Daniella.

– Perdón, se me ha cruzado un gato corriendo.

Monika intentó acompasar su respiración. La caja blanca materializaba allí en el suelo una risa socarrona y, aunque intentaba fijar la mirada en la carretera, la caja conseguía desviar su atención. Y cada vez que la miraba se le antojaba más grande. Como si creciese a escondidas.

«Esto es lo que ha quedado de mí. Espero que lo paséis bien en la cena.» Apenas faltaban algo más de cien metros. Tenía que salir del coche.

«Todo fue culpa tuya. No importa lo que hagas ahora.» No podía respirar allí dentro. Tenía que salir del coche.


Monika estaba inmóvil junto a la puerta del conductor. Acababa de comprobar que la densidad del aire era la misma allí fuera. Que era difícil de respirar dondequiera que estuviese, a cada suspiro.

– ¿Vives aquí? ¡Qué bonito!

Pernilla había salido del coche con Daniella en brazos. La niña se había dormido por el camino y su cabecita descansaba sobre el hombro de su madre.

– Coge tú la urna. No quiero dejarla en el coche.

Sonó como una orden, más que como una pregunta y, en cualquier caso, Monika no tenía posibilidades de elección. Miró la caja blanca por la luna del coche.

«¡Venga, vamos! Yo no puedo caminar, como ya sabes.» -¿Qué portal es? Daniella pesa demasiado para mi espalda.

Monika bordeó el coche despacio y abrió la puerta del acompañante.

– El número cuatro, allí.

Pernilla localizó el número y se encaminó hacia el portal.

A Monika le temblaban las manos mientras extendía los brazos hacia la caja. Con mucho cuidado, la cogió y cerró el coche con el mando a distancia. Empezó a caminar detrás de Pernilla, sujetando la caja con los brazos extendidos, tan lejos como podía sin que resultase llamativo. Sin embargo, cuando llegó el momento de abrir la puerta y, además, sujetarla para que pasara Peinilla, se vio obligada a sostener la caja con un solo brazo, muy pegada al cuerpo, casi como si la abrazara. La débil resistencia que aún quedaba en su cuerpo fue absorbida por la caja como si de un agujero negro se tratase. Sintió una gran presión en el pecho. Ya apenas podía respirar. No debería haberlas invitado. Haría cualquier cosa por evitarlo. Cualquier cosa.


– ¡Qué apartamento más bonito!

Monika se quedó en la entrada sin saber dónde dejarlo. El suelo del vestíbulo no le parecía un lugar apropiado, pero tenía que dejarlo en algún sitio si quería volver a respirar. Se apresuró a la sala de estar y miró a su alrededor, se dirigió en primer lugar hacia la estantería, pero cambió de idea y se encaminó a la mesa. Sus manos lo depositaron junto a la pila de libros de historia y el nuevo frutero de cerámica.

Vio que Pernilla la había seguido hasta la sala de estar y que dejó a Daniella en el sofá. La vio hacer una mueca de dolor cuando se irguió e intentó enderezar la espalda.

– ¡Qué casa tan bonita!

Monika intentó un esbozo de sonrisa y volvió al vestíbulo. Se quitó el abrigo, agotada, se dirigió a la cocina y apoyó ambas manos en el poyete. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por controlar el mareo, todo le daba vueltas, se sentía peligrosamente cerca del límite que con tanto éxito había logrado evitar. El que le impedía venirse abajo por completo. Con gran esfuerzo, consiguió reunir la energía necesaria para sacar el gratén y apagar el horno.

Desde la cocina vio que, en el despacho, Pernilla escrutaba el mapa antiguo que había comprado aquella tarde y que ahora sustituía al cuadro que acostumbraba a colgar de ese mismo clavo. Sacó del frigorífico la botella de agua y la ensalada que había preparado y se desplomó en una de las sillas.

No tenía fuerzas para decir nada. Ni siquiera para avisar de que la comida estaba lista. Pero Pernilla apareció sin que la llamara, después de recorrer la casa, y fue a sentarse a la mesa, enfrente de Monika. Notó que Pernilla la miraba con interés, sintió miedo de no dar la talla a sus ojos.

– ¿Te encuentras bien?

Monika asintió e intentó sonreír de nuevo, pero Pernilla no se rindió.

– Estás un poco pálida.

– He dormido mal esta noche. La verdad es que no me encuentro bien.

La caja blanca seguía en la sala de estar, como un imán. Monika era consciente de su presencia cada segundo.

«¡Yo también quiero cenar! ¿Me oís ahí fuera? ¡Quiero estar con vosotras!» -¿Qué querías contarme?

Pernilla había empezado a servirse el gratén. Monika se esforzaba por recordar la respuesta a su pregunta. Le daba vueltas la cabeza. Se agarró del cojín sobre el que estaba sentada, en un intento de detenerlo.

– ¿Llamaste ayer a ese fondo que decías?

Pernilla llenó de agua el vaso de Monika.

– Bebe un poco. Estás muy pálida, de verdad. No irás a desmayarte, ¿no?

Monika meneó la cabeza.

– No, no te preocupes, sólo es agotamiento.

Estaba tan cerca del límite… Tan peligrosamente cerca… Tenía que conseguir que Pernilla saliese de allí. No podía mostrarse ante ella en tal estado de debilidad, ¿cómo iba a ayudarle, si Pernilla tenía que hacerse cargo de ella? La joven terminaría por despedirla, por dejar de necesitarla.

Tragó saliva.

– Estaban dispuestos a ayudarte. Yo intenté presionarlos y les pedí una suma, puesto que era urgente. Acudí a sus oficinas con tus documentos, para que lo comprobaran ellos mismos, les hablé de tu accidente y de todo el lío del seguro que no lo cubría y demás.

Bebió un poco de agua. Tenía la idea de que aquél sería un momento solemne, un gran paso en el cultivo de su amistad. Ahora, en cambio, quería acabar con ello cuanto antes, tomarse un par de somníferos y quedarse tranquila.

– ¿Y podían darme el dinero?

Monika asintió y tomó otro trago de agua. Un trago pequeño, pues existía el riesgo de que lo vomitara.

– Te darán 953.000.

Pernilla dejó caer el tenedor.

– ¿Coronas?

Monika hizo lo que pudo por sonreír, pero no estaba segura del resultado.

– ¿Es verdad eso?

Ella volvió a asentir.

La reacción que tanto había deseado estalló inundando el rostro de Pernilla. Por primera vez, observó en ella un verdadero sentimiento de alegría y de gratitud. Las palabras brotaban de su garganta al mismo ritmo que las consecuencias de la noticia se le hacían evidentes.

Monika no sentía nada.

– Pero ¡es fabuloso! ¿Estás segura de que hablaban en serio? Así podremos seguir en el apartamento, podré cancelar el préstamo. ¿De verdad estás segura de que hablaban en serio? Dios, no sé cómo voy a poder darte las gracias.

«¿Lo sabes tú, Monika? ¿Sabes cómo podría agradecértelo? Teniendo en cuenta todo lo que has hecho por ella.» Monika se levantó.

– Perdona, tengo que ir al baño.

De camino al cuarto de baño fue apoyándose en los asientos de los bancos y en los marcos de las puertas y, ya dentro y con la puerta cerrada, se quedó de pie. Se apoyó en el lavabo y observó su cara en el espejo, hasta que la imagen empezó a deformarse y convertirse en la de un monstruo. Estaba tan cerca, tan peligrosamente cerca… La oscuridad vibraba justo bajo la superficie. Presionando la fina membrana, hallando pequeños orificios. Tenía que confesar.

Tenía que ir adonde estaba Pernilla y confesar su culpa. Que todo era culpa suya. Si no lo hacía ahora, no sería capaz de hacerlo nunca. Y así, tendría que continuar por siempre con sus mentiras. Y siempre tendría que soportar el horror de verse descubierta.

En ese momento sonó el teléfono. Monika se quedó donde estaba y lo dejó sonar hasta que oyó un leve repiqueteo en la puerta del baño.

– Monika, te llaman por teléfono. Era una mujer, no me ha dicho su nombre.

Monika respiró hondo y abrió la puerta para coger el auricular que le daba Pernilla. No estaba segura de que le saliese la voz del cuerpo.

– Hola, soy Monika.

– Hola, soy Åse. No voy a entretenerte, veo que tienes visita, pero quería hacerte una pregunta.

En una milésima de segundo, la membrana volvió a estar intacta y lo que empezaba a filtrarse por ella quedó a buen recaudo, al otro lado. Su primer impulso fue cerrar la puerta de nuevo, pero la necesidad de ver el rostro de Pernilla fue más fuerte. Deseaba ver si había reaccionado, si había reconocido la voz de la mujer que llamaba y que, llena de remordimientos, fue a visitarla a su apartamento. Pero Pernilla se había vuelto a sentar en la cocina y Monika sólo podía verle la espalda.

– No pasa nada, es una amiga mía que ha venido a cenar.

En cualquier caso, Pernilla siguió comiendo y Monika intentaba por todos los medios convencerse de que aquello era buena señal.

– Verás, es que mi hija Ellinor trabaja en los servicios sociales y necesita tu ayuda. Como médico. Sé que no me lo habría pedido si no fuera importante. Y quería saber si te parece bien que le dé tu número para que te llame. Necesita ponerse en contacto con un médico que se preste a desplazarse al domicilio de uno de sus usuarios para examinarlo.

Monika no veía el momento de concluir la conversación para cerciorarse de si Pernilla se había figurado quién llamaba o no, sólo quería volver a la mesa y ver la cara de Pernilla. Y para acabar con su incertidumbre, estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa.

– Claro, por supuesto, sin problemas. Dile que me llame luego, a última hora de la tarde, y concertamos una cita.

Y así concluyeron la conversación. Monika se quedó un rato de pie. La espalda muda de Pernilla ante la mesa de la cocina, cada detalle súbitamente reproducido con tal nitidez que le dañaba los ojos. La angustiaba la idea de dar los pocos pasos que le ofrecerían la posibilidad de interpretar el semblante de Pernilla, que le permitirían ver si había sido descubierta o no, si había llegado el momento en que se vería obligada a confesar. Las piernas no le obedecían. Mientras permaneciera donde estaba, podía sentir el descanso de ese instante.

Entonces, Pernilla se dio la vuelta y a Monika le pareció que pasaba una eternidad hasta que pudo ver su cara.

– ¡Dios santo! Lo del dinero es una barbaridad. Gracias, Monika, gracias, de verdad.

El vértigo y el mareo desaparecieron. Igual que la indecisión. El pánico profundo que había sentido ante el riesgo de verse descubierta la había convencido. Ya era demasiado tarde para retroceder.

No había vuelta atrás.

Su única posibilidad de salvación consistía en subordinarse y asumir la responsabilidad de Mattias.

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