Cuando orinaba salía sangre. Lo había descubierto hacía unos días, pero quizá llevase más tiempo pasándole. Hacía ya mucho que se le había cortado la menstruación, de modo que sabía que la sangre era indicio de que algo no iba bien. Pero no tenía fuerzas para averiguar qué. No para averiguar una cosa más. Intentó mantenerlo apartado en esa blancura dispersa, pero ya no estaba delimitada. Todo aquello que había existido allá fuera, a una distancia prudencial, había regresado y cobrado tal protagonismo que dejaba a Maj-Britt sumida en un dolor demasiado pesado de sobrellevar. Y así las cosas, tanto daba un poco de sangre en la orina. En cualquier caso, todo resultaba insoportable.
Vanja tenía razón. Sus remembranzas no eran ni inventadas ni desvirtuadas y sus palabras escritas en negro sobre el papel blanco habían evocado todos los recuerdos emocionales de Maj-Britt. Ahora estaba de nuevo en medio del miedo. Empezó a sospecharlo ya cuando estaba sucediendo, pero no tuvo fuerzas para entenderlo.
Porque uno no le hace esas cosas a su propio hijo.
Sobre todo, si lo quiere.
Habría sido más fácil olvidar.
Estaba junto a la puerta del balcón contemplando el césped. Una mujer a la que no había visto antes empujaba un columpio. Pero a la niña sí la reconoció. Era la que solía salir con su padre y a veces también con la madre dolorida. Se preguntaba si ésa sería la familia de la que le habló Ellinor; la del padre que había muerto en un accidente de tráfico hacía unos días. Miró hacia la ventana ante la que había visto a la madre, pero ahora estaba vacía.
Había pasado una semana desde que todo lo que ya no existía resucitó de repente. Sabía que había sucedido a causa de Vanja. Y a causa de Ellinor. Durante siete días, estuvo intentando matarla con su silencio. Ella iba y venía, pero Maj-Britt no le decía una palabra. Ella iba haciendo sus tareas, pero Maj-Britt hacía como si no existiera. Sin embargo, necesitaba saber. Las preguntas crecían cada vez más grandes a medida que pasaban los días y ya no soportaba seguir en la ignorancia. El miedo que sentía ya era lo bastante intenso y la amenaza que percibía procedente de las dos mujeres era más de lo que podía soportar. ¿De qué se conocían? ¿Por qué, de pronto, habían resuelto emprender un ataque conjunto? Necesitaba saber cuál era su plan si quería tener la posibilidad de defenderse. Aunque, ¿qué pretendía proteger? Lo único que habían conseguido obligando a Maj-Britt a recordar era arrebatarle cualquier motivo.
Para defender algo.
Pero, al menos, tenía que saber.
Oyó el ruido de la llave en la puerta y luego el saludo de Ellinor mientras colgaba la cazadora. Saba apareció por la puerta del dormitorio y salió a recibirla. Maj-Britt oyó a Ellinor saludar al animal y luego el repiqueteo de las patas de Saba sobre el suelo de parqué al volver a tumbarse en su rincón. Ella permaneció junto a la ventana fingiendo no darse cuenta de que Ellinor la miró al pasar camino de la cocina. La oyó colocar las bolsas de comida sobre la mesa y, en ese instante, tomó la decisión. En esta ocasión, no se libraría. Maj-Britt fue al vestíbulo, pasó las manos por la cazadora de Ellinor para cerciorarse de que tenía el móvil en alguno de los bolsillos. No quería que lo llevase encima. Porque ahora, Maj-Britt iba a averiguar qué pasaba.
Se quedó esperando. Ellinor salió de la cocina con un cubo en la mano y se detuvo al verla.
– Hola.
Maj-Britt no respondió.
– ¿Cómo estás?
Ellinor aguardó unos segundos antes de exhalar un suspiro y responderse a sí misma.
– Gracias, muy bien, ¿y tú?
Había adquirido esa mala costumbre la semana anterior. En lugar de aceptar el silencio de Maj-Britt, mantenía una conversación consigo misma. Y era sorprendente oír la cantidad de verborrea que el cuerpo menudo de la joven podía contener. Por no hablar del modo en que respondía por Maj-Britt. Sorprendente, ése era el calificativo. Allí estaba, paseando su falsedad sin el menor reparo. Pero aquello se había terminado.
Ellinor abrió por fin la puerta del baño y desapareció de su vista. Maj-Britt oyó que llenaba el cubo de agua. Eran sólo tres pasos. Tres pasos y Maj-Britt cerró de un estrepitoso portazo.
– ¿Qué haces?
Maj-Britt descargó todo su peso sobre la puerta mientras veía moverse hacia abajo el picaporte. Pero era imposible derribar la puerta. Al menos para un ser tan minúsculo como Ellinor, cuando al otro lado había una montaña humana oponiendo resistencia.
– ¡Maj-Britt, déjalo ya! ¿Qué pretendes hacer?
– ¿De qué conoces a Vanja?
Se hizo un breve silencio.
– ¿A qué Vanja?
Maj-Britt meneó la cabeza con gesto displicente.
– Sabes hacerlo mejor.
– ¿Cómo? ¿Pero qué Vanja? Yo no conozco a ninguna Vanja.
Maj-Britt guardaba silencio. Tarde o temprano, confesaría. De lo contrario, se quedaría encerrada en el cuarto de baño.
– ¡Maj-Britt, ábreme! ¿Qué coño estás haciendo?
– No digas tacos.
– ¿Y por qué no? ¡Joder, si me has encerrado en el baño!
Por ahora estaba sólo enfadada, pero cuando comprendiese que Maj-Britt iba en serio, empezaría a invadirla la preocupación. Entonces sabría lo que se siente. Cómo es encontrarse inmersa en un miedo hiriente y paralizante. Y estar totalmente abandonada.
– Pero a ver, ¿te refieres a la tal Vanja Tyrén?
Eso es.
– Exacto, qué lista eres.
– Pero si yo no la conozco, la que la conoce eres tú. Abre la puerta ya, Maj-Britt.
– No saldrás de ahí hasta que no me digas de qué la conoces.
El pinchazo en la espalda la hacía perder el conocimiento. Maj-Britt se inclinó intentando mitigar el dolor. Afilado como un punzón, se abría paso capa tras capa y Maj-Britt empezó a hiperventilar por la nariz, adentro y afuera, adentro y afuera, pero el dolor se negaba a ceder.
– Yo no conozco a Vanja Tyrén. ¿Cómo iba a conocerla si está en la cárcel?
Necesitaba una silla. Tal vez, si pudiera sentarse, se le pasara un poco.
– ¿Qué pasa? ¿Es que te ha dicho que nos conocemos? Porque si lo ha hecho, miente.
La silla más cercana estaba en la cocina, pero entonces tendría que alejarse de la puerta, y eso quedaba descartado.
– Maj-Britt, déjame salir ahora mismo para que podamos hablar, de lo contrario llamo a emergencias desde el móvil.
Maj-Britt tragó saliva. Le costaba mucho hablar cuando el dolor era tan intenso.
– Pues hazlo. ¿Alcanzas la cazadora que está en el vestíbulo?
Entonces se hizo el silencio al otro lado de la puerta.
Maj-Britt sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y presionó con la mano en el punto donde culminaba el dolor. Necesitaba vaciar la vejiga. Y pensar que nunca nada salía como ella quería. Todo lo tenía siempre en contra. No había sido una buena idea, ahora lo veía claro, pero así estaban las cosas. Ellinor estaba encerrada en el baño y si Maj-Britt no se enteraba ahora no llegaría a saberlo nunca. La probabilidad de que Ellinor volviera después de aquello era inexistente. Maj-Britt seguiría ignorante y una nueva figura desagradable se presentaría en su casa con sus cubos y sus miradas desdeñosas.
Todas esas elecciones. Algunas hechas con tanta rapidez que era imposible comprender que sus consecuencias pudiesen resultar tan decisivas. Pero después, allí aparecían, como grandes tachones rojos. Evidentes como las líneas de una carretera, marcaban la dirección a través del pasado. «Aquí te desviaste. Aquí empezó todo a ser como es.»
Pero no era posible desandar el camino andado. Ése era el problema. Que el camino era de una sola dirección.
Allí estaba, con la azada y la cesta de mimbre a su lado, ribeteando de piedras el jardín. No parecía necesario, pero eso nunca le importó. Lo deseable era el placer de ejecutar la tarea. Maj-Britt lo sabía porque se lo habían contado. Pero también sabía que era importante que el jardín estuviese perfecto, y eso ni siquiera habían tenido que decírselo. Era importante ser cuidadoso con todo lo que se veía. Todo lo que se veía desde fuera. Del interior era responsable cada uno y, en ese terreno, el Señor era juez soberano.
Su padre dejó la azada al verla aparecer junto a la verja, se quitó la gorra y se pasó la mano por la amplia frente.
– ¿Qué tal el ensayo?
Maj-Britt venía del coro. O eso era lo que creían ellos. Llevaba todo un año teniendo ensayos extraordinarios en los horarios más extraños, pero su doble vida empezaba a carcomerla por dentro. Sentía que sería imposible continuar ocultando la verdad. Andar siempre a escondidas con su amor. Tenía diecinueve años y estaba decidida. Se armó de valor durante meses, y Göran la alentaba. Ese día pondrían todas las cartas sobre la mesa pero, por ahora, seguía escondida a cierta distancia, fuera de la vista de todos.
Echó una ojeada al jardín y vio a su madre. Estaba a cuatro patas junto al seto que había ante la ventana de la cocina.
– Papá, hay algo que tengo que deciros. A ti y a mamá.
En la frente de su padre se formó enseguida una arruga de preocupación. Era la primera vez que pasaba algo así. Que ella tomase la iniciativa de una conversación.
– No habrá pasado nada, ¿verdad?
– Nada malo de lo que debas preocuparte, sólo que quiero contaros una cosa. ¿Podemos entrar?
Su padre contempló el camino de gravilla a sus pies. Aún no había terminado del todo y no le agradaba dejar una tarea a medias. Ella lo sabía, como sabía que no eran las circunstancias ideales para la conversación de que se trataba, pero Göran estaba esperándola en la carretera y ella se lo había prometido. Le prometió que, por fin, procuraría para los dos la oportunidad de forjarse su propia vida juntos. De verdad.
– Entrad vosotros, voy a buscar a una persona a la que quiero que conozcáis.
Su padre miró enseguida hacia la verja. Ella lo vio en su mirada. Lo habría sabido aunque los hubiese tenido cerrados.
– ¿Has traído visita? Pero si estamos…
Se miró la ropa de trabajo y se sacudió rápido con las manos, como si así fuese a quedar más limpia. Y ya se estaba arrepintiendo. Llevar visita a casa sin que sus padres se hubiesen preparado iba contra las normas tácitas que regían en su casa. Aquello era un completo error. Se había dejado convencer de algo cuyo único final posible era el fracaso. Göran no podía comprenderlo. En su casa todo era muy distinto.
– Inga, Maj-Britt trae una visita.
Su madre dejó en el acto la limpieza del seto y se puso de pie.
– ¿Una visita? ¿Y qué visita es ésa?
Maj-Britt sonrió e intentó irradiar una serenidad que no sentía.
– Si esperáis dentro, vendremos dentro de… ¿Está bien un cuarto de hora? Y no tenéis que pensar en poner un café ni nada de eso, sólo quiero presentaros…
Había pensado decir «presentároslo», pero decidió que sería mejor esperar. La cosa ya estaba bastante mal. Su madre no respondió. Se sacudió lo más visible de las perneras del pantalón y se encaminó a buen paso hacia la puerta de la cocina. Su padre tomó la cesta y la azada para guardarlos en el cobertizo. Estaba claro: ya estaba irritado por que lo hubiesen interrumpido. Miró a su alrededor cuando cruzó el césped para asegurarse de que no había nada más por medio.
– Tú lleva adentro las herramientas de tu madre.
No era una pregunta y Maj-Britt obedeció.
Se detuvieron en la escalera unos minutos y se dieron la mano. La de Göran estaba sudorosa, y eso no era habitual.
– Todo irá bien. Por cierto, le prometí a mi madre que les preguntaríamos si no querrían venir a casa a tomar café un día de éstos, para que se conozcan. Recuérdamelo, que no se me olvide decirlo.
Para Göran todo era muy fácil. Y muy pronto, también lo sería para ella.
Agarró el pomo y supo que había llegado el momento. Pasara lo que pasase.
Lo tenía decidido.
Nadie los recibió en el vestíbulo. Se quitaron los chaquetones mientras oían el chorro del agua en la cocina, seguido del golpeteo de las suelas de alguien que se acercaba. Enseguida apareció su madre en la puerta. Llevaba el vestido estampado y los zapatos negros que sólo acostumbraba a ponerse para las ocasiones. Y, en un segundo, quizás alcanzó Maj-Britt a comprender lo solemne de la situación. Que lo hacían por ella.
Su madre sonrió y le tendió la mano a Göran.
– Bienvenido.
– Mi madre, Inga. Éste es Göran.
La sonrisa de su madre se hizo más franca y abierta mientras se saludaban.
– Es estupendo que Maj-Britt haya traído a casa a uno de sus amigos, pero debes perdonarnos, pues no hemos tenido tiempo de preparar nada que ofrecerte, de modo que tendrás que conformarte con lo que haya.
– No importa, de verdad que no.
Göran le devolvió la sonrisa.
– ¡De ninguna manera! Por supuesto que tomarás algo. El padre de Maj-Britt está esperando en la sala, así que puedes ir pasando. Yo iré enseguida con el café. Maj-Britt, tú ven a ayudarme en la cocina.
Su madre se marchó y ellos dos se miraron un instante. Se cogieron fuertemente de la mano y asintieron. Lo lograremos. Maj-Britt le señaló la sala de estar y Göran respiró hondo. Y Maj-Britt leyó en sus labios aquellas dos palabras que le infundían valor. Ella sonrió, se señaló a sí misma y luego a él y asintió. Pues en verdad que así era.
Su madre estaba de espaldas vertiendo el agua caliente en la cafetera. Habían sacado la porcelana fina, la sinuosa cafetera de porcelana decorada con flores azules. De repente, sintió remordimientos. Debería haberlos prevenido de que pensaba llevar visita, en lugar de exponerlos al imprevisto. Vio que a su madre le temblaban las manos. De repente, se sentía apremiada.
– No tendríais que haberos molestado tanto.
Su madre no respondió. Siguió vertiendo un poco más de agua del cazo para que se mezclase con el café de la cafetera eléctrica. Maj-Britt deseaba ir a la sala. No quería dejarlo allí solo con su padre. Habían decidido que harían aquello juntos. Como harían todo lo demás en el futuro.
Miró a su alrededor.
– ¿Puedo hacer algo?
– Canta en el coro, ¿verdad?
– Sí, es primer tenor.
No se oía el menor ruido de la sala de estar. Ni siquiera un murmullo.
– ¿Quieres que lleve esto?
Maj-Britt señaló una pequeña bandeja con el azúcar y la jarrita de la crema de leche. Del mismo juego de porcelana que la cafetera. Desde luego, se tomaban muchas molestias.
– Primero llena la jarrita de crema.
Maj-Britt fue a sacar la crema del frigorífico, llenó la jarrita y, entre tanto, ya se había hecho el café. Su madre la miró con la cafetera en una mano, mientras se atusaba el cabello con la otra.
– ¿Vamos?
Maj-Britt asintió.
Su padre estaba sentado a la mesa de la sala de estar, ataviado con su traje negro de vestir. Los marcados dobleces del mantel sobresalían de la superficie de la mesa, pero quedaron aplastados por las floridas tazas de porcelana y el plato con ocho clases distintas de galletas. Göran se levantó al verlas entrar.
– ¡Menuda fiesta! De verdad que no era mi intención causarles tanta molestia.
Su madre sonrió.
– ¡Bah! No es nada, sólo he servido lo que tenía en casa. ¿Un café?
Maj-Britt no articulaba palabra. Había algo de irreal en todo aquello. Göran y sus padres en la misma habitación. Dos mundos tan esencialmente distintos bajo la misma mirada. Las personas que más amaba en el mundo, reunidas en el mismo lugar, al mismo tiempo. Y Göran allí, en su casa, donde Dios siempre vigilaba cada acontecimiento. Allí estaban juntos. Todos ellos. Y todo estaba permitido. Incluso lo invitaron a café en la vajilla de porcelana. Con sus trajes de vestir.
Allí estaban, pues, con sus tazas de café y unas galletas en el plato. Intercambiando sonrisas esquivas, sin decir nada, nada importante, nada que se apartase de las frases de cortesía sobre la excelencia de los dulces y el buen sabor del café. Göran hacía lo que podía y ella sentía transcurrir los segundos, cómo la situación se iba haciendo insostenible. La sensación de estar ante un precipicio. De estar disfrutando los últimos instantes de hallarse a buen recaudo, antes de precipitarse a lo desconocido.
– Así que os habéis conocido en el coro.
Fue su padre quien hizo la pregunta. Removió el café con la cuchara y la dejó escurrir antes de colocarla en el platillo junto a la taza.
– Sí.
Maj-Britt quería añadir algo, pero no le salía.
– Sí, a ti te vimos en el concierto de Navidad del año pasado, cuando interpretaste aquel solo. Tienes una hermosa voz, de verdad melodiosa. ¿No fue «Noche de paz» lo que cantaste?
– Sí, exacto, y también «Adviento», pero supongo que el más conocido era «Noche de paz».
De nuevo se hizo el silencio. Su padre empezó a remover el café otra vez y el sonido de la cucharilla resultaba acogedor, en cierto modo. Tan sólo el tictac del reloj de pared y el rítmico tintineo de la cucharilla en la taza. Nada por lo que preocuparse. Todo iba como debía. Allí estaban juntos y tal vez deberían hablar un poco más, pero nadie hacía preguntas y no se ofreció la menor posibilidad de entablar conversación. Göran buscó su mirada. Ella le correspondió brevemente antes de clavarla en el suelo.
Maj-Britt no se atrevía.
Göran dejó la taza sobre la mesa.
– Hay algo que Majsan y yo queríamos contarles.
La cucharilla detuvo su girar en la taza. Maj-Britt dejó de respirar. Seguía al borde del precipicio pero, súbitamente, éste cedió sin que ella hubiese dado el menor paso.
– ¿Ah, sí?
Su padre paseó la mirada de uno a otro, de Göran a Maj-Britt y de nuevo al punto de partida. Una sonrisa de curiosidad asomó juguetona a su rostro, como si el hombre acabase de recibir un obsequio inesperado. Y Maj-Britt lo comprendió en el acto. Lo que iban a decir era tan impensable que a su padre ni se le había pasado por la cabeza.
– He solicitado mi ingreso en el Conservatorio Superior de Música de Björkliden y tendré que mudarme de aquí; le he pedido a Majsan que venga conmigo y ella ha aceptado.
Ella jamás había experimentado en la realidad lo que ocurrió entonces, pero sí lo había visto en la tele en alguna ocasión. La imagen se congeló de forma instantánea y todo se detuvo. Ni siquiera era capaz de distinguir si seguía oyéndose el tictac del reloj de pared. De pronto, todo volvió a cobrar movimiento, aunque con más indolencia: Como si la parálisis persistiese parcialmente y debiese ir ablandándose poco a poco, antes de que todo se restaurase. La sonrisa de su padre no desapareció de inmediato, sino que su expresión sufrió una transformación más bien gradual. Sus rasgos adquirieron otra forma y, cuando por fin se asentaron, Maj-Britt pudo leer la más pura desesperación en su cara.
– Pero…
– Sí, bueno, como es lógico, pensamos casarnos, puesto que tenemos intención de vivir juntos.
Oyó resonar la desazón en la voz de Göran. Miró a su madre. Tenía la cabeza inclinada y las manos cruzadas en el regazo. Su pulgar derecho se movía nervioso sobre la mano izquierda.
Entonces, Maj-Britt miró a su padre a los ojos y, a partir de ahí, dedicaría toda su vida a olvidar lo que vio en ellos. Vio la pesadumbre, pero también otro sentimiento que reconocía con más claridad: el desprecio. Sus mentiras habían quedado al descubierto y los había traicionado. A ellos, que lo habían hecho todo por ella, por ayudarle. Y ella les volvía la espalda a sus padres y a la Comunidad eligiendo a un hombre ajeno a su círculo sin ni siquiera pedirles su aprobación. Simplemente, se presentó allí, los obligó a vestirse de nuevo y les soltó la noticia.
Desconocía el nombre del color que había adoptado la cara de su padre.
– Quiero hablar con Maj-Britt a solas.
Göran no se movió de la silla.
– No, me quedaré aquí. A partir de ahora, deben considerarnos como una pareja y lo que le atañe a Majsan también me atañe a mí.
Pues sí. El reloj sonaba, ciertamente. Ahora sí que lo oía. El remanso del ritmo regular de su cancioncilla infantil: «… tictac, tictac, tilín, talán, anda el reloj, levántate a recoger musgo».
– ¡Pero yo tendré derecho a hablar a solas con mi propia hija!
«Largo es el día, menuda la barriga y poca la comida que hay en la alforja.» -Es mi futura esposa. A partir de hoy, lo haremos todo juntos.
– Bueno, pues quédate. Más vale que lo oigas tú también. Ya tenemos decidido desde hace mucho tiempo con quién se va a casar Maj-Britt, y no eres tú, te lo aseguro. Se llama Gunnar Gustavsson, un joven de la Comunidad que nos inspira gran confianza tanto a mí como a la madre de Maj-Britt. No sé qué fe profesarás tú pero, puesto que no te he visto en ninguna de nuestras reuniones, dudo mucho que compartas la de Maj-Britt, con lo que el matrimonio entre vosotros es, claro está, impensable.
Maj-Britt miraba atónita a su padre. ¿Gunnar Gustavsson? ¿El que, vestido con su traje nuevo, vio cómo la humillaban en casa del pastor? Su padre la miró, su voz cargada de desprecio.
– No le hagas de nuevas. Sabes bien que lo dijimos hace mucho tiempo. Sólo que Gunnar y yo hemos decidido esperar hasta que Dios te considere preparada, puesto que has tenido esos problemas de…
Ahí se interrumpió y le tembló el labio inferior al cerrar la boca. Dos líneas rosadas rodeadas de blanco. Su madre se mecía adelante y atrás mientras emitía un tenue lamento retorciendo las manos nerviosamente en su regazo.
– ¿Qué problemas son ésos?
Fue Göran quien preguntó. Göran era el único que podía preguntar qué problemas había tenido. Maj-Britt se veía de nuevo en el comedor del pastor, desnuda y atada a la silla. Y quizá todo fuese culpa suya, a fin de cuentas. Ellos hicieron lo posible por salvarla, pero ella se negó a dejarse salvar y, puesto que no obedeció, se condenó para siempre, y claro, condenarse a sí mismo es una cosa, pero también los arrastró a ellos en su caída. Porque ellos la habían concebido en pecado y porque su dios no quería saber nada de ella. Porque ella se rindió finalmente y ya no estaba dispuesta a renunciar a todo por obedecer a Dios. Y ahora resultaba que Göran quería saber qué clase de problemas había tenido, y si hubiera un solo modo de deshacer lo hecho, ella lo desharía ahora mismo.
– He preguntado cuáles son los problemas que ha tenido Majsan.
Su voz dejaba traslucir su irritación y Maj-Britt se preguntó cómo era posible atreverse a usar ese tono allí y en aquel momento y en aquella casa. Todo lo que había aprendido y comprendido a lo largo de aquel año se esfumó. La certidumbre de que el amor que Göran y ella sentían era limpio y hermoso, que la hacía crecer como persona. La convicción de que, ya que a ellos los hacía tan felices, estaba destinado a existir y no podía ser pecado. Ni siquiera ante su dios. Ahora, de pronto, ya no le parecía tan evidente.
– ¿Por qué no dices nada, Maj-Britt? ¿Te has quedado muda? -Fue su padre el que le habló así-. ¿Por qué no le hablas de tus problemas?
Maj-Britt tragó saliva. Sentía la vergüenza quemándole el cuerpo.
– Maj-Britt ha tenido problemas para cuidar su relación con Dios y el que tú te encuentres aquí puede considerarse el resultado de ello. Cuando uno es limpio de espíritu no deja que lo invadan tales perversiones porque, como cristiano, uno se abstiene de la maldición de la sexualidad, ¡y se abstiene lleno de gozo y de gratitud! Hemos hecho todo lo posible por ayudarle, pero, al parecer, ahora se ha dejado seducir de verdad. -Göran lo miraba perplejo. Su padre prosiguió. Cada sílaba como el restallido de un látigo-. Preguntabas cuáles eran los problemas que ha tenido. ¡Tienen un nombre! ¡Automancillarse!
«Jesucristo, no me hagas pasar por esto. Señor, perdóname todos mis actos. ¡Ayúdame, por favor, ayúdame!»
¿Cómo lo habían sabido?
– Fornicación, Maj-Britt, a eso es a lo que te dedicas. Lo que estás haciendo es pecado y se considera un desvío del buen camino.
Göran parecía desconcertado. Como si aquel hombre estuviese pronunciando todas esas palabras en una lengua extranjera. Cuando su padre tomó la palabra otra vez, la virulencia de su voz sobresaltó a Maj-Britt.
– Maj-Britt, quiero que contestes a mi pregunta mirándome a los ojos. ¿Es verdad lo que dice, que piensas irte de aquí con él? ¿Es eso lo que has venido a decirnos?
La madre de Maj-Britt rompió a llorar, meciéndose adelante y atrás con la cabeza entre las manos.
– Tú sabes que Cristo murió en la cruz por nuestros pecados. Murió por ti, Maj-Britt, ¡por tu bien! Y ahora le haces esto. Te condenarás por siempre jamás, quedarás por siempre excluida del reino de Dios.
Göran se puso de pie.
– Pero ¿qué tonterías son éstas?
Su padre también se levantó. Como dos gallos de pelea, midiéndose las fuerzas con la mirada por encima del mantel bien planchado. Su padre echaba espuma por la boca al oír la insolencia.
– ¡Tú, enviado de Satán! El Señor te castigará por esto, por haberla inducido a la depravación. Te arrepentirás de esto, recuerda lo que te digo.
Göran se acercó a la silla de Maj-Britt y le tendió la mano.
– Ven, Majsan, no tenemos por qué quedarnos aquí a escuchar esto.
Maj-Britt no podía moverse. La pierna seguía atada a la pata de la silla.
– Si te marchas ahora, Maj-Britt, no serás nunca bien recibida en esta casa.
– ¡Vamos, Majsan!
– ¿Me has oído, Maj-Britt? Si optas por irte con ese hombre, tendrás que atenerte a tu elección. La raíz venenosa debe ser apartada de las demás, para no contaminarlas. Si te marchas ahora, renuncias a tu comunidad y a tu derecho al perdón de Dios, y dejarás de llamarte nuestra hija.
Göran le tomó la mano.
– Venga, Majsan, vamos.
El reloj de pared dio las cinco. Marcó el tiempo exacto en el espacio. Y ella no sabía que, precisamente en ese momento, se estaba formando un borrón rojo en el almanaque.
Maj-Britt se levantó. Dejó que la mano de Göran la condujese al vestíbulo y, después de ayudarle a ponerse el chaquetón, salieron por la puerta. De la sala de estar no se oyó un solo ruido. Ni siquiera los lamentos de su madre. Sólo un silencio aniquilador que no acabaría nunca.
Göran la llevó por el sendero del jardín hasta cruzar la verja, pero una vez allí, se detuvo y la abrazó. Los brazos de Maj-Britt colgaban inertes.
– Cambiarán de actitud. Ya verás, dales un poco de tiempo.
Todo quedó vacío. No había alegría, ni alivio al saber que las mentiras habían quedado atrás, ninguna expectación ante las posibilidades futuras. Ni siquiera podía compartir la rabia de Göran. Tan sólo un dolor grande y negro ante tanta incapacidad, la suya y la de sus padres. Y la de Göran, incapaz de comprender qué era lo que acababa de provocar allí dentro. Y la del Señor, que los había creado a todos con libre albedrío, pero que condenaba a aquellos que no cumplían su voluntad. El Señor, que sólo quería castigarla.
Había deseado muchísimo poder dormir con él una noche entera, y ahora por fin podrían hacerlo, pero todo se había estropeado. Quería ver a Vanja, así que Göran tomó prestado el coche de sus padres y fue a buscarla. En el coche, le contó detalladamente la visita a la casa de Maj-Britt y, cuando Vanja cruzó la puerta, se la llevaban los demonios.
– ¡Joder, Majsan! No permitas que destruyan esto también. ¡Más bien deberías plantarles cara!
Göran preparó una tetera tras otra y, a medida que avanzaba la noche, Maj-Britt fue escuchando los enfoques cada vez más fabulosos que su amiga le iba dando al problema. Incluso consiguió hacerla reír varias veces. Sin embargo, fue al final de una larga retahíla para convencerla cuando Vanja, de pronto, dijo una frase que hizo reaccionar a Maj-Britt.
– Hay que atreverse a deshacerse de lo viejo para dejar lugar a algo nuevo, ¿no? Donde no había espacio, nada puede empezar a crecer. -Vanja guardó silencio, como si ella misma se hubiera puesto a considerar lo que acababa de decir-. Mira tú, ¡eso sí que ha estado bien! -exclamó.
Y acto seguido, le pidió a Göran un bolígrafo y garabateó sus propias palabras en un papel, las leyó en silencio y sonrió satisfecha.
– ¡Ja! Si alguna vez escribo mi libro, estas palabras tienen que salir.
Maj-Britt sonrió. Vanja y sus sueños de escritora. Maj-Britt le deseaba toda la suerte del mundo, de corazón.
Vanja miró el reloj.
– Y sólo por eso, porque lo he dicho, acabo de decidirme y tomo la decisión hoy a las cuatro menos veinte del 15 de junio de 1969. Me mudo a Estocolmo. Así podemos mudarnos juntas, Majsan, aunque no sea a la misma ciudad, y sin mí no te vas a quedar en este agujero, ¿no?
Göran y Maj-Britt se echaron a reír.
Y cuando llegó el alba, recobró la certeza. Había elegido bien y ellos no le arrebatarían esa felicidad. Su maravillosa Vanja. Como un pilar, allí estaba siempre que Maj-Britt la necesitaba. ¿Qué habría hecho si Vanja no hubiese existido?
Vanja.
Y Ellinor.
Maj-Britt aplicó el oído por si había ruido en el baño. Silencio absoluto. El dolor lumbar empezaba a remitir. Sólo quedaba una molestia sorda pero soportable. Y una necesidad urgente de ir al baño.
– Juro por Dios que no conozco a la tal Vanja.
Maj-Britt soltó un bufido. «Pues sigue jurando. A mí me trae sin cuidado. Y a Él también, seguro.»
– No tardarán en llamarme por teléfono, hace media hora que tendría que haber estado en casa del siguiente usuario.
Era inútil. Jamás le sacaría la verdad. Y por si fuera poco, ella no tardaría en hacerse pis encima. Maj-Britt dejó escapar un suspiro, se giró y abrió la puerta. Ellinor estaba sentada en el retrete, con la tapa bajada.
– Fuera de aquí. Tengo que usar el retrete.
Ellinor la miró y meneó despacio la cabeza.
– Estás loca. ¿Qué te pasa?
– Ya te he dicho que tengo ganas de hacer pis. Largo de aquí.
Pero Ellinor no se inmutó.
– No me moveré de aquí hasta que no me digas qué te hace pensar que conozco a esa mujer.
Ellinor se retrepó tranquilamente y se cruzó de brazos. Se acomodó cruzando también las piernas. Maj-Britt apretó los dientes. Si no le tuviese tanta aversión a la sola idea de tocarla, le habría dado una bofetada. Un buen tortazo en la cara.
– Pues haré pis en el suelo. Y ya sabes quién tendrá que limpiarlo.
– Pues haz pis en el suelo.
Ellinor retiró una pelusa de la pernera del pantalón. Maj-Britt no podría aguantar mucho más, pero jamás se humillaría hasta ese punto, desde luego, al menos no delante de aquella odiosa criatura que siempre se salía con la suya. Y tampoco podía arriesgarse a que Ellinor viese la sangre en la orina, pues seguro que la muy traidora daría la alarma enseguida. Sólo le quedaba una salida, por poco que le gustase.
– Por algo que me escribió en una carta.
– ¿En una carta? ¿Y qué fue lo que escribió?
– Eso a ti no te incumbe. Ya puedes quitarte de ahí.
Ellinor no se movía. La desesperación de Maj-Britt iba en aumento. Notó que ya le chorreaban unas gotas y que se le mojaban las bragas.
– Debí de malinterpretarlo y te presento mis disculpas por haberte encerrado, ¿vale? Y ahora, ¿puedes irte de aquí?
La joven se levantó por fin, tomó el cubo y salió por la puerta con una expresión avinagrada. Maj-Britt se encerró a toda prisa y se sentó en el váter tan rápido como pudo. Experimentó una liberación al notar que la vejiga por fin iba quedando vacía.
Oyó cerrarse la puerta. «Adiós Ellinor. Ya no volveremos a vernos nunca más.»
De repente, sin previo aviso, se le hizo un nudo en la garganta. Por más que tragaba, no conseguía eliminar la sensación. Y también empezó a llorar, así sin motivo, a borbotones le brotaron las lágrimas de los ojos y comprobó con horror que no era capaz de detenerlas. Era como si algo se le hubiese quebrado por dentro y se cubrió la cara con las manos.
Un dolor demasiado duro de soportar.
Y cuando la derrota era un hecho, se vio obligada a admitir su ridícula añoranza. La intensidad con que deseaba que hubiera una sola persona, sólo una, que de forma totalmente voluntaria y sin cobrar quisiera quedarse con ella un rato.