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Maj-Britt estaba como paralizada en la silla, incapaz de respirar. Sus pensamientos se precipitaban como animales aterrados intentando huir. Rezó durante horas, suplicándole a Dios una señal que le mostrase qué debía hacer. Una y otra vez pasó el dedo por las páginas de la Biblia sin obtener una respuesta comprensible. En su desesperación, pidió indicaciones más concretas. Y entonces, por fin, la decimocuarta vez que lo intentó Dios le habló de nuevo. Primera epístola de Pablo a Timoteo. Su dedo no se había detenido allí precisamente, sino en la página siguiente, pero ella sabía que el dedo había ido a parar al lugar equivocado por lo indignada que estaba. Era Timoteo 4,16 lo que Dios quería mostrarle. Lo sabía.

«Atiende a ti mismo y a la enseñanza, insiste en estas cosas; pues eso haciendo, te salvarás tanto a ti mismo como a los que te escuchan.»

Agradecida por su respuesta, cerró los ojos. Recordaba el versículo de la Comunidad. Un reto salir a salvar a sus semejantes y librarlos con ello del fuego eterno. Una buena acción. Él quería que ella salvara a otra persona y, así, se salvaría a sí misma. Pero ¿a quién debía salvar? ¿A quién? ¿Quién necesitaba su ayuda?


Se levantó y se acercó a la puerta del balcón. Las ventanas relucían negras en el edificio de enfrente. Tan sólo alguna que otra luz intentaba plantarle cara a la oscuridad de la noche. Maj-Britt quería abrir la puerta, abrir y cerrar rápidamente, para recibir un soplo de aire de fuera. Un deseo nuevo e insólito. Puso la mano en el picaporte, vio las negras ventanas mirándola con maldad y abandonó la idea. Se alejó de la puerta y volvió al sillón.


La Biblia le pesaba en la mano. Una vez más, dejó que el pulgar eligiera una página. Dios no podía fallarle ahora, justo ahora que había comprendido lo que tenía que hacer, aunque no cómo. Estaba pidiendo mucho y lo sabía. Dios ya le había mostrado su inmensa clemencia a través de las respuestas que le había dado hasta el momento.

– Sólo una respuesta más, Señor, y no volveré a pedirte nada. Muéstrame a quién quieres que salve.

Cerró los ojos. Por última vez, pasó el pulgar por el volumen cerrado. Si Dios no le respondía esta vez, no volvería a intentarlo. Abrió la página. Con los ojos cerrados, deslizó el índice, se detuvo e hizo acopio de valor.

Salmo número cincuenta y dos. El señor no la había defraudado.

En medio de una calma súbita, todo encajó en su lugar.

Sólo había una Monika Lundvall en la guía.


Maj-Britt colgó el auricular. Bien aferrada a las Sagradas Escrituras, respiró hondo varias veces. Lo había conseguido, había hecho lo que Dios le había indicado y eso debería infundirle serenidad. Pese a todo, su corazón latía alterado. Aún tenía el dedo entre las tapas y abrió por la página indicada para cerciorarse una vez más de que tenía razón en hacer lo que pensaba hacer. A pesar de su promesa, le hizo a Dios una nueva pregunta. Y Él accedió. En la página en cuestión, la palabra «Sí» figuraba cinco veces. Y la palabra «No», no más de dos.


Saba dormía pesadamente en su cesta y Maj-Britt intentó hallar consuelo en el familiar sonido hogareño de su respiración. Tantas noches como le había ayudado a encontrar sosiego, la certeza de que había alguien ahí, en la oscuridad, alguien que la necesitaba, alguien que estaría allí cuando despertase y que se alegraría de verla. Ahora, aquella calma respiración le inspiraba remordimientos. Saba le sobreviviría y correría el mismo incierto destino que ella. La única diferencia consistía en que el animal no poseía el entendimiento necesario como para sentir miedo.


Faltaban cinco horas para las nueve. Plantearse dormir sería perder el tiempo innecesariamente y ya no podía permitírselo. Se le había encomendado una misión que debía cumplir y Dios le había mostrado el camino. Sabía que Monika vendría, que no se atrevería a no acudir. Una vez más, Maj-Britt sintió palpitaciones al pensar en lo que estaba a punto de hacer.

Una buena acción.

No debía olvidarlo. Se trataba de Una Buena Acción, ni más ni menos. El tono amenazador al que se vio obligada a recurrir para que Monika obedeciese estaba al servicio del bien. Dios mismo había mostrado su aprobación. Ahora estaban los dos, los dos juntos. Dominar mediante el miedo era un poderoso instrumento, pero ella sentía una inmensa gratitud al poder someterse. Todo el poder era del Señor y a ella sólo le quedaba demostrar que era digna. Demostrar que merecía ser elegida por fin. Quizás así el Señor, en su gran misericordia, se compadecería de ella y la perdonaría.

Durante treinta años se imaginó la muerte como una última vía de escape. Le infundía vigor saber que no tenía por qué seguir si se le agotaban las fuerzas. Al saberse dueña de las alternativas jugó con la idea, pero eso era antes, cuando la muerte se encontraba lejos de su vista y la elección aún estaba en sus manos. Antes de que su cuerpo, a escondidas, hubiese invitado a entrar a la muerte y le hubiese dado vía libre para, lento pero seguro, pulverizar su ventaja y finalmente arrebatarle toda posibilidad de elección. Ahora que la muerte le sonreía burlona en su propia cara, no contenía más que un horror que la corroía.

«Ahora llega tu final, pues derramaré mi ira sobre ti y te juzgaré por tus acciones. Y sabréis que yo soy EL SEÑOR.»

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