Una nueva llama aleteaba en la tumba. Vio las manos de su madre guardar la cerilla quemada en la caja, como tantas otras veces. No sabía cuántas, pero eran demasiadas.
Seguía decidida. Se lo contaría a Thomas y, por primera vez en su vida, confesaría lo que hizo. Y lo que no hizo. Esta vez, no dejaría que el miedo lo echase todo a perder. No una vez más.
La habitación olía a cerrado e iba camino de la ventana de la sala de estar para ventilarla cuando sonó el móvil. Justo estaba pensando en llamar ella, y le habría gustado adelantarse. Tenía el teléfono en el bolso y fue a buscarlo al vestíbulo para contestar. En la pantalla apareció un número desconocido, lo que la hizo dudar. Él era la única persona con la que quería hablar y no tenía ninguna gana de quedarse enganchada en una larga conversación con nadie más. Al final, su sentido del deber decidió por ella.
Todas esas elecciones que conforman la vida. Si no hubiera contestado. Si hubiese hablado con Thomas antes de saberlo. Pero no lo hizo.
– ¿Diga? Aquí Monika.
Al principio creyó que se habían equivocado de número o alguien que llamaba para gastarle una broma. Una voz de mujer que no reconoció gritaba al aparato de tal modo que resultaba imposible entender lo que decía. Estaba a punto de colgar cuando cayó en la cuenta de que era Åse. La serena y segura Åse que, con su sola presencia, le había ayudado a pasar aquellos últimos días. No entendía nada. Asociaba a la persona de Åse con el curso y en casa, en su apartamento mal ventilado tras su ausencia, sonaba extraña. Tal vez por eso no lo comprendió enseguida.
– Åse, no te oigo bien, ¿qué ha pasado?
De pronto pudo distinguir algunas palabras. Algo de que debía acudir y de que ella era médico. Pero no tuvo tiempo de sentir miedo. No en ese momento. Se hizo un silencio que duró varios segundos. Luego, oyó el sonido de las sirenas que se acercaban. Entonces experimentó la primera sensación de nerviosismo, nada de alarma, sólo un asomo de mayor esfuerzo de presencia por su parte.
– Åse, ¿dónde estás? ¿Qué está pasando?
Respiración sofocada. Jadeos hondos y rápidos, como de una persona conmocionada. Voces desconocidas de fondo, una insonorización de palabras amorfas que no le proporcionaba la menor información. E hizo la elección de forma inconsciente. Algo de lo que sucedía la hizo adoptar su papel profesional.
– Åse, escúchame. Dime dónde estás.
Tal vez Åse notó el cambio de tono. Tal vez era eso lo que necesitaba, precisamente. Alguien que tuviese la autoridad suficiente para decirle lo que tenía que hacer.
– No lo sé, en algún punto del camino, simplemente. He oído el choque, Monika, no lo he visto, ni siquiera he tenido tiempo de frenar.
Se le quebró la voz. Åse, tan firme y serena por lo general, estalló en desesperado llanto. Su faceta profesional se adueñó de ella al oír el dolor de Åse. Como un carro de combate, se acomodó a su alrededor para protegerla de ser arrastrada en la caída.
– Voy para allá.
Se puso en marcha como el médico que era. Las ideas discurrían por una vía de objetividad que sólo exigía información, no debía permitir que se interpusiera ninguna complacencia sentimental. No podía sacar conclusiones precipitadas hasta haber comprobado datos fidedignos. En cada curva, esperaba encontrarse con una ambulancia en sentido contrario, pero no fue así. Una vez sonó el teléfono y Monika vio el nombre de Thomas en la pantalla. Él no pertenecía a este momento, ahora debía permanecer apartado: ahora, ella era un médico camino del lugar de un accidente.
Lo vio de lejos. Al final de un largo tramo recto parpadeaban luces azules sobre el horizonte gris azulado, en el punto más alto de un cambio de rasante. Varios vehículos de emergencia aparecían aparcados de cualquier manera, cercados por conos y cintas de plástico rojiblancas. Se había formado una pequeña cola de coches y un policía hacía cuanto podía para abrirles paso por el arcén. Monika se dirigió al borde de la carretera, detrás de la cola, y aparcó con las luces de emergencia puestas. Unos cien metros la separaban de los conos y cubrió esa distancia con paso presuroso junto a la hilera de coches. Lo único que existía para ella allí delante era el lugar del accidente. Lo único que tenía importancia. Paso a paso, fue acercándose y ya casi había llegado cuando un coche de bomberos fue a detenerse justo por dentro de los conos, impidiéndole ver. Se agachó para pasar por debajo de la cinta rojiblanca.
– ¡Eh! Aquí está el paso cortado.
– Soy médico y conozco a Åse.
Ni siquiera se detuvo. Ni siquiera miró al hombre. Sólo recorrió el lugar con la mirada en busca de una visión tranquilizadora. La parte trasera de la furgoneta roja sobresalía de la cuneta. REFORMAS BÖRJE. Un tipo de letra normal y corriente que se podía leer. Se veía el cable de una grúa sujeto al gancho y, poco a poco, fueron sacando el vehículo de la posición en que había quedado.
Bomberos, policías, el personal de las ambulancias. Pero algo no encajaba. Un inquietante sosiego reinaba en medio de aquel caos visual. Nadie más que ella parecía tener prisa. Un bombero que guardaba sus herramientas con metódica calma. Un enfermero que, en el asiento del conductor, tenía tiempo de rellenar un informe.
Entonces vio a Åse. Inclinada y con la cara entre las manos, estaba medio sentada en la parte trasera de una ambulancia. Había a su lado una policía rodeándole los hombros con el brazo y la expresión de la policía le cortó a Monika la respiración. En total calma, se quedó parada en medio de la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Alguien se le acercó y le dijo algo, pero ella sólo se percató del movimiento de los labios. Eran sólo unos pasos. Más de dos, en esta ocasión, pero igual de difíciles de dar. Lo que no quería saber se hallaba oculto en la cuneta, pero el tenso cable se acortaba cada vez más y, en cualquier momento, le desvelaría la dimensión completa de la catástrofe. Se tapó los ojos con la mano. En la oscuridad, alguien anunció que habían encontrado al alce unos metros bosque adentro. El ruido del motor de la grúa cesó, pero ella mantuvo la mano ante los ojos, negándose a saber.
Allí estaba otra vez. Una vez más, allí estaba, totalmente viva, y todo había sido culpa suya. Nada podía cambiarse, deshacerse, ella había tendido la trampa y él jamás saldría de allí.
Abrió los ojos al fin y algo se quebró definitivamente. Donde antes se hallaba el asiento del acompañante no había ahora más que chapa arrugada y un trozo de cristal roto de la ventanilla.
Y también un cuerpo destrozado, irreconocible, que debería haber sido el de ella.