19

Mientras atravesaba corriendo e! vestíbulo del Hilton a las cuatro me imaginé a Greg Glenn saliendo tranquilamente de detrás de su escritorio para dirigirse a la reunión diaria de la redacción en la sala de juntas. Tenía que hablar con él y sabía que si no lo pillaba antes de que se metiera en aquella reunión, tendría que esperar a que acabase ésta y otra de previsiones para el fin de semana, que duraba dos horas más.

Mientras me acercaba a los ascensores vi que una mujer se dirigía a la puerta abierta de! único disponible y me apresuré a entrar con ella. Ya había pulsado el botón número doce. Me metí al fondo del ascensor y volvía mirar el reloj. Confiaba en llegar a tiempo. Las reuniones de redacción nunca empezaban puntualmente.

La mujer se había desplazado hacia el lado derecho de la cabina y nos hallábamos en esa situación de incómodo silencio que se da cuando dos extraños se encuentran encerrados en un ascensor. Le veía la cara en la pulida superficie plateada de la puerta. Tenía la mirada puesta en las luces que señalaban nuestro ascenso. Era muy atractiva y no podía apartar la mirada de su reflejo, aunque temía que de un momento a otro se diera la vuelta y me descubriera. Me figuré que sabía que la estaba mirando. Siempre he creído que las mujeres hermosas saben que siempre hay alguien mirándolas, y lo comprenden.

Cuando se abrió la puerta del ascensor en el piso doce le cedí el paso. Giró a la izquierda y se fue por el pasillo. Yo giré a la derecha y me dirigí a mi habitación, reprimiendo las ganas de darme la vuelta para echarle un último vistazo. Cuando me acercaba a mi habitación, mientras sacaba del bolsillo la llave magnética, noté unos pasos ligeros en la alfombra del pasillo. Me volví y era ella. Sonreía.

– Me he equivocado.

– Sí -le dije sonriendo-. Hasta que no lo conoces, esto es un laberinto.

Vaya tontería, pensé mientras abría la puerta y ella pasaba por detrás de mí. Cuando entraba en la habitación sentí que una mano me agarraba de repente del cuello de mi chaqueta y me empujaba hacia dentro.

Simultáneamente, otra mano se metía bajo mi chaqueta y me cogía el cinturón. Me tiraron boca abajo sobre la cama. Me las apañé para mantener en alto la bolsa del ordenador, quería preservar un equipo que valía dos mil dólares, pero entonces me la arrancaron de un tirón.

– ¡FBI! Queda detenido. ¡No se mueva!

Mientras una mano me seguía cogiendo del cuello y me mantenía boca abajo, la otra me registraba todo el cuerpo.

– ¿Qué cono pasa? -acerté a decir con la voz sofocada por el colchón. Con la misma presteza con que me habían agarrado, las manos me soltaron.

– Bueno, arriba. Vamos.

Me volví y me levanté hasta quedar sentado en la cama. Alcé la vista. Era la mujer del ascensor. Me quedé boquiabierto un instante. El hecho de que me hubiera dominado tan fácilmente ella sola me consumía de rabia.

– No se preocupe. Lo he hecho con hombres más fuertes y peores que usted.

– Será mejor que se identifique o necesitará un abogado.

Se sacó una cartera del bolsillo de la chaqueta y la abrió delante de mi cara.

– Usted sí que va a necesitar un abogado. Ahora, coja la silla del escritorio, póngala en el rincón y siéntese ahí mientras registro este lugar. No tardaré mucho.

Me mostró lo que parecía una placa auténtica del FBI y un carnet con su nombre: Agente Especial Rachel Walling. Al leerlo empecé a hacerme una idea de lo que estaba pasando.

– Vamos, vamos, al rincón.

– Déjeme ver la orden de registro.

– Puede escoger -dijo ella con firmeza-. O se va al rincón, o lo meto en el cuarto de baño y lo esposo al desagüe del lavabo. Usted verá.

Me levanté, arrastré la silla hasta el rincón y me senté.

– Aun así, quiero ver la jodida orden.

– ¿Se da usted cuenta de que ese lenguaje vulgar no es más que un pobre intento de recuperar su sentido de la superioridad masculina?

– ¡Por Dios! ¿Se da usted cuenta de que la está cagando? ¿Dónde está la orden judicial?

– Yo no necesito una orden de registro. Usted me ha invitado a entrar y me ha permitido registrar; después lo he detenido al encontrar una propiedad robada.

Retrocedió hasta la puerta, sin quitarme la vista de encima, y la cerró.

– Yo no la he invitado a usted a nada. Usted ha entrado aquí a trompazos. ¿Cree que algún juez se va a creer que soy tan estúpido como para invitarla a registrar la habitación si tuviera aquí una propiedad robada?

Me miró y sonrió dulcemente.

– Señor McEvoy mido un metro sesenta y siete y peso cincuenta y dos kilos. Con el arma encima. ¿Cree que algún juez se va a creer su versión de lo ocurrido? ¿Se atrevería usted a contar ante un tribunal lo que acabo de hacerle?

Desvié la mirada hacia la ventana. La sirvienta había abierto las cortinas. El cielo estaba empezando a oscurecerse. – Yo creo que no -añadió ella-. Y ahora, ¿quiere usted ahorrarme tiempo? ¿Dónde están los expedientes

fotocopiados?

– En la bolsa del ordenador. No cometí ningún delito para obtenerlos, ni tampoco es delito tenerlos.

Había de tener cuidado con lo que decía. No sabía si ya habían cogido a Michael Warren o no. Ella miró en la bolsa. Sacó el libro de Poe, lo miró con una sonrisa burlona y lo tiró sobre la cama. Después sacó mi libreta y el manojo de fotocopias de los expedientes. Warren tenía razón. Era una mujer hermosa. Tan hermosa como dura de pelar. Más o menos de mi edad, quizás uno o dos años más; tenía el cabello castaño, que le caía justo sobre los hombros. Ojos verdes rasgados y un rotundo aire de suficiencia. Eso era lo que la hacía más atractiva. Aunque en aquel momento la odiaba, no por eso dejaba de atraerme.

– El allanamiento de morada es un delito -dijo-. Cayó bajo mi jurisdicción cuando se supo que los documentos sustraídos pertenecían al FBI.

– Yo no he allanado ninguna morada ni he robado nada. Esto se llama coacción. Siempre he oído decir que a los del FBI os molesta que otros hagan el trabajo por vosotros.

Estaba inclinada sobre la cama mirando los papeles. Se alzó, buscó en los bolsillos y sacó una bolsa de plástico para pruebas que contenía una hoja de papel. La levantó para que yo la viera. Reconocí que había sido arrancada de un cuaderno de notas de reportero. Había seis líneas escritas en ella con tinta negra.

Pena: ¿las manos?

después… ¿cuánto tiempo?

Wexler/Scalari: ¿el coche?

¿la calefacción?

¿el cierre?

Riley: ¿los guantes?

Reconocí mi propia letra y entonces todo encajó. Warren había cortado hojas de mi libreta para señalar los lugares de los que había sacado expedientes. Había arrancado la página con aquellas notas y de algún modo la había dejado allí cuando devolvió los expedientes. Walling debió de adivinar en mi cara que lo había reconocido.

– Vaya chapuza. Cuando hayamos analizado y comparado la letra manuscrita, será un puntazo. ¿Qué opina usted? Esta vez ni siquiera me atreví a mascullar un insulto.

– Me voy a quedar su ordenador, este libro y su cuaderno como posibles pruebas. Si no los necesitamos ya se los devolveremos. Muy bien, y ahora vamonos. Tengo el coche ahí delante. Lo único que puedo hacer para que vea que soy buena chica es dejarle bajar sin esposas. Nos espera un largo trecho hasta Virginia, aunque quizás encontremos poco tráfico si salimos ahora mismo. ¿Se va a portar bien? Un solo movimiento en falso, como se suele decir, y le pongo atrás con las esposas tan apretadas como un anillo de boda.

Me limité a asentir y me levanté. Estaba aturdido. No podía mirarla a los ojos. Me dirigí hacia la puerta con la cabeza gacha.

– ¿Qué me dice, eh? -preguntó ella.

Le murmuré un «gracias» y oí cómo se reía a mi espalda.

Se había equivocado. No nos libramos del tráfico. Era viernes por la tarde. Salía mucha más gente que otros días y tuvimos que hacer cola como todos mientras cruzábamos la ciudad camino de la autopista. Durante media hora ninguno de los dos pronunció palabra, excepto cuando ella se quejaba por un atasco o por un semáforo en rojo. Yo iba en el asiento delantero, sin dejar de pensar. Tenía que llamar a Glenn en cuanto pudiera. Tendrían que conseguirme un abogado. Uno de los buenos. Me di cuenta de que mi única salida era revelar una fuente a la que había prometido mantener al margen. Consideré la posibilidad de llamar a Warren para que confirmase que yo no había robado nada en la Fundación. Pero lo descarté. Había hecho un pacto con él. Tenía que cumplirlo.

Cuando llegamos por fin al sur de Georgetown, el tráfico se alivió un poco y ella pareció relajarse o, al menos, recordó que yo estaba en el coche con ella. Vi que metía la mano en el cenicero y sacaba una tarjeta blanca. Encendió la luz cenital y puso la tarjeta sobre la guía del volante para poder leerla mientras conducía.

– ¿Tiene usted una pluma? -¿Qué?

– Una pluma. Creía que todos los reporteros llevaban pluma.

– Sí. Tengo una pluma.

– Bien. Voy a leerle sus derechos constitucionales.

– ¿Qué derechos? Usted ya los ha violado, prácticamente todos.

Procedió a la lectura de la tarjeta y después me preguntó si los había entendido. Le murmuré que sí y me pasó la tarjeta.

– Muy bien. Quiero que coja su pluma y que firme y ponga la fecha al dorso de esta tarjeta.

Hice lo que me pedía y le devolví la tarjeta. Sopló la tinta para que se secara y se metió la tarjeta en el bolsillo.

– Aja -dijo ella-, ahora ya podemos hablar. A no ser que prefiera usted llamar a su abogado. ¿Cómo entró en la Fundación?

– No por la fuerza. Es todo lo que puedo decir hasta que hable con un abogado.

– Ya ha visto las pruebas. No irá a decir que no son suyas.

– Lo puedo explicar… Mire, lo único que le digo es que no hice nada ilegal para conseguir esas fotocopias. No puedo decirle nada más sin revelar… Dejé la frase sin terminar. Ya había dicho bastante.

– Ya. El viejo truco de que no puede revelar sus fuentes. ¿Y dónde ha pasado todo el día, señor McEvoy? Le he estado esperando desde el mediodía.

– Estaba en Baltimore.

– ¿Haciendo qué?

– Eso sólo me concierne a mí. Tiene los originales de estos expedientes, puede imaginárselo.

– El caso McCafferty ¿Sabe que inmiscuirse en una investigación federal puede acarrearle otra acusación? Le dediqué mi mejor risotada fingida.

– Sí, claro -le dije sarcástico-. ¿Qué investigación federal? Usted estaría aún en su despacho contando suicidios si yo no hubiera hablado ayer con Ford. Pero ésa es la forma de actuar del FBI, ¿no? Si es una buena idea, ¡ah!, es idea «nuestra». Si se trata de un buen caso, sí, «nosotros» lo llevamos. Mientras tanto, el mal pasa ante vuestros ojos y vuestros oídos y no os enteráis de que hay mucha mierda.

– ¡Por Dios! ¿Pero quién ha muerto para enseñarte todo eso?

– Mi hermano.

Esto la pilló desprevenida y la dejó en silencio durante unos minutos. También me dio la impresión de que le había resquebrajado la coraza con que se protegía.

– Lo siento -dijo por fin.

– Yo también.

Desde mi interior brotó toda la ira por lo que le había pasado a Sean, pero me la tragué. Era una extraña y no podía compartir con ella algo tan sumamente íntimo. Me lo guardé y pensé en algo que decir.

– ¿Sabe? Es posible que lo conociera. Usted firmó el informe del VICAP y el perfil que él pidió al FBI para su caso.

– Sí, lo sé. Pero no llegamos a hablar.

– ¿Y si fuera usted quien me contestase ahora a una pregunta?

– Pruebe. Adelante.

– ¿Cómo me ha encontrado?

Me preguntaba si Warren le habría hablado de mí. Si descubría que lo había hecho, entonces habría roto el trato y no estaba dispuesto a ir a la cárcel para proteger a una persona que me había traicionado.

– Eso fue lo más fácil-dijo-. El doctor Ford, de la Fundación, me dio su nombre y su filiación. Me llamó después de su breve reunión de ayer y he llegado esta mañana. Pensé que sería conveniente poner a salvo esos expedientes y ya ve que no era mala idea. Sólo que llegué un poco tarde. Trabaja usted deprisa. Una vez que encontré la página del cuaderno de reportero me resultó muy fácil llegar a la conclusión de que usted había estado allí.

– No entré por la fuerza.

– Bueno, todas las personas relacionadas con el proyecto niegan haber hablado con usted. De hecho, el doctor Ford recuerda haberle dicho explícitamente que usted no podía tener acceso a los expedientes hasta que interviniera el FBI. Y, mira por dónde, aquí está usted con los expedientes.

– ¿Y cómo sabía usted que yo estaba en el Hilton? ¿También lo encontró escrito en una hoja de papel?

– Engañé a su redactor jefe como al chico de los recados. Le dije que tenía una información importante para usted y él me dijo dónde se alojaba.

Se me escapó una sonrisa, pero me volví hacia la ventana para que no se diera cuenta. Acababa de cometer un error que equivalía a decirme directamente que Warren había revelado mi paradero.

– Ya no se les llama chico de los recados -le dije-. Es políticamente incorrecto.

– ¿Mensajero?

– Eso está mejor.

La miré directamente a los ojos por primera vez desde que entramos en el coche. Tuve la sensación de que estaba recuperando terreno. La destreza que había demostrado al hacerme bailar sobre la cama de mi habitación empezaba a dar paso a una segunda personalidad. Ahora era yo quien llevaba la batuta.

– Tenía entendido que ustedes siempre trabajan en parejas -le dije.

Nos habíamos detenido en otro semáforo. Podía ver la entrada de la autopista un poco más allá. Tenía que apresurarme.

– Así suele ser -contestó ella-. Pero hoy ha sido un día muy liado, había mucha gente fuera y, a decir verdad, cuando salí de Quantico creía que sólo tendría que ir a la Fundación para hablar con Oline y el doctor Ford y recoger los expedientes. No contaba con un arresto y la consiguiente custodia.

Su espectáculo se estaba derrumbando por momentos. Ahora lo veía claro. Ni esposas, ni compañero, y yo sentado en el asiento delantero. Además, sabía que Greg Glenn no tenía ni idea de dónde me alojaba en Washington. Yo no se lo había dicho y no había hecho la reserva a través de la agencia de viajes del Rocky porque no había tenido tiempo.

La bolsa con mi ordenador estaba en el asiento, entre los dos. Sobre ella había apilado las fotocopias de los expedientes, el libro de Poe y mi bloc de notas. Lo cogí todo y me lo puse en el regazo.

– ¿Qué hace? -me preguntó.

– Voy a salir de aquí -tiré los expedientes sobre su regazo-. Puede quedarse con esto. Ya he sacado toda la información que necesitaba. Tiré de la manija y abrí la portezuela.

– ¡No se mueva, joder! La miré sonriendo.

– ¿Se da usted cuenta de que ese lenguaje vulgar no es más que un pobre intento de recuperar su superioridad? Mire, el juego ha estado bien, pero usted rehuye las respuestas correctas. Voy a coger un taxi para que me lleve de vuelta al hotel. Tengo que escribir un reportaje.

Salí del coche con mis cosas y eché a andar por la acera. Miré por allí, descubrí un drugstore que tenía un teléfono en la fachada y me dirigí hacia él. Ella metió el coche en el aparcamiento para cortarme el paso. Lo detuvo con una sacudida y salió de un salto.

– Está cometiendo un error -me dijo acercándose rápidamente.

– ¿Qué error? El error ha sido suyo. ¿A qué venía todo ese montaje? Se quedó mirándome, estupefacta.

– Vale, le diré de qué iba -le dije-. Era una trampa.

– ¿Una trampa? ¿Para qué?

– Para sacarme información. Usted quería saber qué es lo que tengo. Supongo que una vez conseguido lo que quería, vendría y me diría: «Vaya por Dios, lo siento, acabamos de pillar a su fuente. No importa, ya puede irse y lamento este pequeño malentendido.» Bueno, será mejor que vuelva a Quantico y ensaye mejor su actuación.

La esquivé y me dirigí hacia la cabina telefónica. Levanté el auricular pero no había línea. Sin embargo, no lo solté. Ella me estaba mirando. Marqué el número de información.

– Necesito el teléfono de los taxis -le dije al inexistente telefonista.

Metí una moneda en la ranura y marqué un número. Leí el nombre de la calle y pedí un taxi. Cuando colgué y me volví, la agente Walling estaba justo detrás de mí. Me pasó la mano por delante y descolgó el teléfono. Después de ponérselo en la oreja un segundo dejó escapar una sonrisa y volvió a colgarlo. Señaló hacia el lado de la cabina del que salía el cable del auricular. Estaba cortado y con los hilos anudados.

– Usted también podría mejorar su actuación.

– De acuerdo. Pero ahora déjeme en paz.

Me volví y me puse a mirar con detenimiento por el escaparate de la tienda para ver si había otro teléfono dentro. No lo había.

– ¡Oiga! ¿Qué quiere que haga? -me gritó a mi espalda-. Tengo que saber lo que usted sabe. Me volví hacia ella.

– Entonces, ¿por qué no se limitaba a preguntármelo? ¿Por qué tenía que… intentar humillarme?

– Usted es periodista, Jack. ¿Me va a decir que iba a compartir conmigo sus archivos así por las buenas?

– Es posible.

– Vale, de acuerdo. Sería la primera vez que uno de ustedes lo hiciera. Mire a Warren. Ni siquiera es periodista y se ha comportado como si lo fuera. Eso se lleva en la sangre.

– Mire, hablando de sangre, aquí está enjuego algo más que un reportaje, ¿no es cierto? Usted no sabe lo que yo habría hecho si me hubiera abordado como a un ser humano.

– Vale -dijo suavemente-. Quizá no lo sé. Tiene razón.

Dimos unos pasos en direcciones opuestas hasta que ella volvió a hablar:

– ¿Qué hacemos, pues? Aquí estamos, usted me acaba de encontrar y ahora le toca decidir. Yo tengo que enterarme de lo que usted sabe. ¿Me lo va a decir o se va a ir así, por las buenas? Si lo hace, salimos perdiendo los dos. Y su hermano.

Me había acorralado hábilmente y yo lo sabía. Por principios tenía que marcharme. Pero no podía. A pesar de todo, me gustaba. Me dirigí silenciosamente hacia su coche, entré en él y me la quedé mirando a través del parabrisas. Ella asintió una sola vez con la cabeza, rodeó el coche y entró por la puerta del conductor. Se sentó y se volvió hacia mí con la mano tendida.

– Rachel Walling. Se la estreché.

– Jack McEvoy

– Ya lo sé. Encantada de conocerte.

– Lo mismo te digo.

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